LIGUE EN EL PARQUE
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Manolito.
Esa tarde salí a dar una vuelta por la ciudad y me senté en uno de sus parques para ver la gente pasar. Disfruto mucho el contemplar a quienes pasan, andan y conversan, me refiero al sexo masculino, y así llevaba un rato cuando pasó un hombre ya mayor, de unos 60 años, delgado, de la raza negra, que iba vestido de blanco, con gorra incluida. Al pasar fijó la mirada en mí, y yo la devolví con discreción, siguió hasta un banco cercano, conversó con alguien, y luego volvió de regreso y como sin querer se detuvo y se sentó en el mismo banco que yo.
Enseguida noté que estaba medio borracho, se le sentía olor a alcohol, y su manera de hablar era desenfadada; me preguntó si me molestaba su presencia y le dije que no. Entonces estuvo diciendo tonterías hasta llegar al tema que le interesaba:
-Entonces ¿te agrada que esté sentado aquí? – me dijo
– No me desagrada, le respondí.
-Tú viste que yo pasé y te miré, verdad, porque me gustas.
Se tocó el rabo por encima del pantalón, y añadió: Mira como estoy, la tengo dura. ¿Te gustaría tocarla?
Le dije que sí, y entonces preguntó: ¿Tienes a dónde ir? Le dije que no conocía a nadie, y él me dijo: Yo sí, tengo un socio que alquila, yo lo pago.
Estuve titubeando un poco, haciéndome el difícil, y el añadió: “anda, vamos, desde que pasé y te vi me gustaste, debes tener un culo riquísimo. A mí no me gustan los culos negros, sabes, me gustan los blancos. Gallina blanca siempre”, y se rió.
Al final me dejé convencer, y fuimos caminando durante un buen rato, hasta una de esas callejuelas de la ciudad vieja, entramos en un pasaje, subimos una escalera, y llegamos a un cuarto. Tocó a la puerta, y un tipo de unos 50 años, negro, algo grueso, abrió la puerta; tenía puesto unos collares de santería, y saludó efusivo a mi acompañante, llamándole padrino. Luego pasamos y nos sentamos en una pequeña salita; el lugar estaba limpio, pero había signos abundantes de la religiosidad africana, y yo me sentí un poco incómodo. El dueño de la casa preguntó si queríamos tomar algo, yo dije que no, pero mi acompañante dijo que sí, que trajera algo para los dos, y entonces él llamó a alguien más de la casa y apareció un muchacho que tendría unos 15 o 16 años, mulato claro, que estaba vestido apenas con un pantalón corto y unas chancletas.
El chico entró a la cocina y trajo de beber para los cuatro, y mi acompañante, a quien llamaremos José, me dijo que me sentara más cerca de él, y me pasó el brazo por detrás, mientras conversaba con el dueño de casa. Así fuimos entrando el calor, José hablando con el anfitrión, mientras me acercaba más a él, me abrazaba y me besaba; el chico había vuelto a entrar para adentro de la casa. En un momento dado nuestro interlocutor se levantó y nos quedamos allí José y yo, y entonces me fue pidiendo que me quitara las diferentes prendas de ropa, mientras llevaba mi mano hasta su portañuela y me decía: Sácala. Yo obedecí sin demora, y encontré un buen morcillón negro, de cabeza redonda y rosada, una pinga muy hermosa, y empecé a mamarla de rodillas.
Estuvo un rato disfrutando aquello, hasta que José me levantó la cabeza y me dijo: vamos para adentro, para el cuarto. Yo me levanté, y fui delante de él, mientras su mano aguantaba mis nalgas. Pasamos dentro y al llegar al cuarto hallamos a nuestro anfitrión acostado en la cama, en pelotas, mientras el chico le mamaba el rabo; entendí que el espectáculo estaba por comenzar, y que sería por partida doble, literalmente hablando. José se acostó también y yo me puse a comerle su rabo, que estaba duro y grande; de reojo miraba el rabo del otro, que también se veía rico, aunque un poco más pequeño. Los dos que mamábamos lo hacíamos con mucho entusiasmo al mismo tiempo que con una mano nos acariciábamos mutuamente. A los dos nos mandaron a ponernos boca abajo en la cama, y a los dos nos llenaron las nalgas y el culo de crema, y luego empezaron a follarnos también al mismo tiempo. Me costó recibir la pingona de José, y al principio me quejé un poco, pero acabó estando toda dentro de mí, causándome un enorme placer, pues me sentía muy abierto y lleno. José se deshacía en alabanzas de mi culo, y acostado sobre mí me abrazó con fuerza mientras me besaba en el cuelo y en la boca; sólo sus caderas se movían rítmicamente poniéndome a cien.
Apenas ponía yo atención a lo que pasaba del otro lado, tan excitado estaba, pero en algún momento pude notar que el mulatito estaba boca arriba, con las piernas levantadas y sostenidas por el otro negro, que se lo estaba cogiendo con deseos, suave y enérgicamente a la vez. El chico se quejaba, con quejidos pausados también, mientras el negro le decía: tranquilo, tranquilo, aguanta y disfruta tu pinga. Estuvimos así mucho rato, yo casi ya no sentía el culo de lo dilatado que lo tenía, y solo cuando la pinga me entraba hasta el fondo sentía un poco de dolor; entonces sugirieron que era hora de variar un poco: sentaron al mulatito en la cabecera de la cama y me dijeron que yo le mamara la pinga, que no estaba nada mal, y entonces me dijeron que me pusiera en cuatro patas y empinara las nalgas, y empezaron a cogerme los dos negros, un poco uno y luego el otro; mientras uno me cogía el otro daba de mamar al chico, y así iban cambiando.
El final también fue original: me hicieron sentarme en la pinga del chico, y ellos me llenaron la boca, la cara y el pecho de su leche; bueno, también sobre el chico, que acabó corriéndose dentro de mí. Quedamos luego los cuatro sobre la cama, ellos conversando entre sí del palo tan rico, de mi culo blanco y apretado, mientras el chico y yo estábamos abrazados a nuestros negros respectivos y les acariciábamos sus vergas o nos las metíamos en la boca con suavidad. José me palmeó las nalgas con fuerza, y yo me quejé: anda que tienes un aguante tremendo, me dijo, porque recibiste mi morronga sin problemas; y eso que estoy por debajo de mi rendimiento, porque tengo unos cuantos tragos, eh, que si no estaríamos todavía singando.
Finalmente empezamos a vestirnos José y yo para irnos, y mientras él iba al baño a mear, el dueño de casa se me acercó para decirme al oído: ven cuando quieras por acá. Ya en la calle José me preguntó cómo me había sentido, y le dije que muy bien; yo también –me dijo- me gustas mucho y me gustaría volver a verte. Estuve de acuerdo con él en repetir la experiencia, y nos fuimos a un bar cercano para tomar un par de cervezas antes de despedirnos. Era un antro oscuro, lleno de negros, y José estuvo todo el tiempo magreándome el culo, sin que nadie nos prestara atención; como soy muy blanco de piel, muchos pensarían que era un extranjero con su negro singante; me sentía muy a gusto, porque José me hacía sentir rico. Cuando nos despedimos le dejé mi teléfono para que me llamase cuando quisiera.
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