Lucifer
Episodio trece. A los 13 años, un hombre me hace conocer el paraíso y el infierno..
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Episodios anteriores de esta serie: (1) La suerte de una buena carta – (2) Los juegos que la gente juega – (3) Todo tiene su precio – (4) La dorada obsesión – (5) Ojos de serpiente – (6) Ya no quiero volver a casa – (7) El as de espadas – (8) Nada que perder – (9) Un sueño dentro de otro sueño – (10) Yo robot – (11) Eclipse total – (12) El silencio y yo.
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(Continuación del episodio 12 – El silencio y yo)
Cuando me desperté ya eran las 9 de la mañana. Ruud no estaba en la habitación. Fui al baño y me observé en el espejo. No tenía mordeduras ni arañazos. No sentía ningún dolor. Levanté el pulgar a la imagen del espejo: todo iba bien.
De mi mochila saqué pasta de dientes, cepillo y un enjuague bucal. Mamá me había hablado de la importancia que ella daba al buen aliento para hacerle todo más grato a los clientes. Ella no sabía lo útiles que me eran esas confidencias de alcohólica.
Me vestí y estuve curioseando por la habitación. Había dos valijas de viaje y, sobre una mesita, un maletín.
Las valijas -una roja, otra negra- tenían candado con combinación. Revisé el portafolio de mi cliente. Su pasaporte (“Koninkrijk der Nederlanden”) confirmaba que se llamaba Ruud. Su apellido era Jansen.
Me senté en la cama y le escribí un mensaje cariñoso a Santiago. La puerta se abrió y apareció mi cliente.
-¿Dormiste bien, amiguito?
-Sí, me encanta dormir abrazado, señor.
-Estabas rendido anoche.
-Debe haber sido por todo eso del agua, el vapor… y bueno, lo demás.
-Me imagino. ¿Te acompaño a desayunar?
-¿Y cómo hacemos con el idioma? Se van a dar cuenta de que no hablo el… ¿Qué idioma es?
-Neerlandés, ustedes lo llaman holandés. No te preocupes, la recepcionista de la noche ya se fue, y si alguien pregunta podemos decir que mi esposa es argentina.
Bajamos al comedor. Había un matrimonio con una hija. Tendría doce años, era muy morena y tenía el pelo peinado con rastas. Me miró, embobada. Le guiñé un ojo y ella me sonrió.
Era simpática, pero me atrajo más todo lo que se podía elegir para desayunar. ¡Ni en mis mejores sueños había pensado que algo así podía existir!
Ruud me dijo que, además de lo que me estaba sirviendo, agregara dos frutas. Dócilmente, obedecí. Él se sirvió solo café negro y jugo de naranja.
El salón estaba muy calefaccionado así que me quité la campera.
El desayuno fue increíble. Él me acariciaba la cabeza, como un padre cariñoso. Me habría gustado hacerle preguntas, contarle que yo tenía también sangre holandesa, pero (otra confidencia de mi mamá) nunca había que ser indiscreto con los clientes.
-¿No tendrás problemas en la escuela si no vas a clases hoy?
-Descuide, señor. Me pondré al día. Me va bien en los estudios.
-Seguramente. ¿Y haces algún deporte?
Le conté que jugaba al fútbol y él dijo que había notado que mis piernas eran estilizadas pero firmes.
-¿Qué edad tienes?
-Trece años. Cumplo catorce a fines de noviembre.
Al notar que yo no le hacía preguntas, observó: -Eres un niño muy serio.
-Trato de no ser desubicado.
No entendió qué quería decir “desubicado”. Se lo expliqué: un entrometido, un preguntón, un maleducado.
Volvimos al dormitorio. Yo sabía que tenía que compensar el haberme quedado dormido la noche anterior, así que me dispuse a hacer todo lo que le viniese en gana. Estaba en deuda con él.
-¿Te gustó lo del hidromasaje?
-¡Fue genial!
-Me encantó hacerte gozar. Últimamente descubrí que es una de las dos cosas que me dan verdadero placer.
No dijo cuál era la otra.
Le di un abrazo para demostrarle mi deseo de entregarme por entero. Al principio él fue tierno: besos en la boca, caricias metiendo sus manos por debajo de mi ropa, pero cuando le ofrecí sexo oral no le interesó.
-Tengo otras fantasías contigo. ¡Quítate la camisa y acuéstate!
De la maleta negra sacó unas sogas y me ató por las muñecas al respaldo de la cama. Mis brazos quedaron abiertos como los de un crucificado. Entonces empezó a hacerme cosquillas en las axilas. Me estremecí. No podía controlar la risa y después de unos minutos, me lloraban los ojos.
-¿Sabías que las cosquillas son una forma de tortura?- dijo. Había apoyado su cabeza en mi pecho y sus dedos jugueteaban con mis pezones.
-Seguro que sí- dije, jadeando.
-Unos dicen que hay más sensibilidad en la planta de los pies, otros en las axilas… ¿Tú que piensas?
-No sé, señor, no aguanto las cosquillas en ningún lugar. Me gusta cómo me está acariciando ahora.
-Vamos a sacarnos la duda, ¿te parece? Pero mejor si estás sin nada puesto. Me gusta mucho verte desnudo.
Me quitó la ropa y ató mis tobillos a la cama. No me gusta que me aten, pero yo me sentía en deuda y lo dejé hacer. De la maleta negra sacó una larga pluma blanca.
-¿Por dónde empezamos?
-Por favor, señor…
-Anoche me quedé con las ganas… – dijo molesto- ¿Tampoco me dejarás disfrutar por la mañana?
-No, no es eso… Es que podemos hacer cosas que van a gustarle mucho más. Hago muy buenas pajas. Y dicen que es delicioso cogerme. ¡Mejor que hacerlo con una chica!
-¿Dicen? ¿Quiénes dicen? ¿Qué pueden saber los demás de mis preferencias sexuales, amiguito?
Apenas la pluma empezó a rozar la planta de mis pies, sentí que iba perdiendo el control de mi cuerpo. Empecé a reírme nerviosamente. Tanto estímulo era insoportable. Le supliqué que parara.
-Pero si esto recién comienza…- dijo con malicia. Sin embargo, se detuvo.
Se desnudó y vi que estaba excitado. Entendí cuál era la otra cosa que le daba placer. El pelotudo de Marcos se había equivocado: Ruud era un sádico. ¿Quién sabe qué otras cosas guardaba en esa maleta negra?
Haciendo girar la pluma entre sus dedos, la puso frente a mis ojos. Una lágrima recorría mi mejilla y él la secó tocándola con la pluma. Su otra mano me acariciaba el hombro y el cuello.
-Esta pequeña delicadeza blanca también puede llevarte al paraíso- dijo, y me besó en la boca.
Acomodó las almohadas para que yo pudiese ver lo que él me iba a hacer. Con suaves movimientos de la pluma, empezó a estimular mi pene y mis testículos. Dejé escapar un suspiro de satisfacción.
-Bueno, parece que tu cosita ya se entusiasmó – dijo, celebrando mi erección.
La suavidad de la pluma dejaba un surco de placer por donde pasaba. La obligación de contemplar su fino recorrido por mi propio cuerpo lo hacía más excitante.
-No creo que aguantes mucho. Lo malo es que una vez que eyacules, volverán las cosquillas. La pluma te llevará desde el paraíso hasta el infierno.
Traté de retrasar el orgasmo pero Ruud rozaba diestramente el frenillo de mi pene con la pluma. Fue inútil pensar en otras cosas. Sentí el ya conocido estremecimiento desde mi pelvis y, con un suspiro de gozo, eyaculé.
Tomó el semen con sus dedos y lo introdujo en mi boca. Lamí sus dedos como si fuera un dócil cachorro para apaciguarlo. Quería pasar a otras diversiones.
-Una lástima que no aguantaras más, pero te comprendo. Nadie resiste a mi pluma y mucho menos un niño tan tierno. Espero que lo hayas disfrutado.
-Mucho, señor. ¿No podemos hacer otras cosas? De verdad, soy muy bueno haciendo el sexo oral.
-Supongo que otros lo dicen…
-¿Tiene miedo de probar, señor? No aguantará ni un minuto, ya verá…- lo desafié.
Me tomó por la barbilla: -Debe ser excitante para los latinos ver la lengüita rosada de un niño rubio chupar sus oscuros miembros peludos mientras tú los miras con esos grandes ojos azules. Pero no lo es para mí. ¡Demonios, si sería como estar haciéndolo con un pariente!
Sentí miedo: Ruud estaba loco.
De su siniestra valija negra sacó una mordaza para sexo sádico. Encajó la bola roja en mi boca y me la ajustó en la nuca con la correa de cuero. Mientras lo hacía, mi celular vibraba.
Ruud lo levantó, vio quien llamaba y se burló: -¿Quién será este Santiago? ¿Otro cliente? Estamos demasiado ocupados para atenderlo, ¿no te parece?
La pluma volvió a recorrer mis axilas, mi cuello y mis costillas como una criatura esponjosa y cruel. La risa que me causaba era intolerable y me llevaba a la convulsión. Cuando ya estaba al borde del agotamiento, sentí que algo pegajoso resbalaba por mi estómago. Ruud había llegado al orgasmo.
Pensé que eso lo calmaría, pero no fue así. Volvió a la carga. La pluma erizaba cada una de mis terminaciones nerviosas. Me estaba costando respirar y los ojos me ardían por las lágrimas.
Alguien golpeó la puerta con determinación.
–Kanker! –maldijo Ruud.
Ruud se envolvió una toalla a la cintura y preguntó quién era. Una voz de niña dijo que yo me había olvidado la campera en el comedor. Era la chica de rastas. Su aparición desconcertó a Ruud y ella alcanzó a verme atado en la cama.
-¿Qué le estás haciendo al chico?- preguntó la niña.
-Estamos jugando. Mi hijo está bien.
-Eso no parece un juego.
-¿Quieres pasar y preguntarle?
La chica dijo que sí. Se acercó a la cama, con mi campera plegada en uno de sus brazos. Me contempló asombrada.
-¿No es guapo?
-¿Qué le pusiste en la boca? ¿Por qué está llorando?
-Es que le gustan mucho las cosquillas.
Miré a la chica rogándole en silencio que por favor me ayudara.
-¿No te gustaría tocarlo? Es un lindo chico.
Ella asintió.
-Podés tocarle el pene. Ahí. No se lo voy a decir a tus padres. Será nuestro secreto. Y a él le gusta mucho que le hagan eso.
Dudando, la niña apenas rozó mis genitales.
-¡Podés tocarlo más! Yo no voy a contar nada.
-Está bien.
La niña apoyó la mano en mi hombro y presionó suavemente.
-Tengo que irme, señor.
-Claro, nena. No le voy a contar nada a tus papás de lo que hiciste. Y muchas gracias por la campera. Es un chico muy distraído.
Antes de salir, la niña volteó y me guiñó un ojo.
Ruud estaba furioso. Repetía que yo merecía ser castigado porque era un mal chico. Se inclinó sobre su maleta negra para elegir un juguete que me humillara en serio. Encontró un consolador y, sin lubricante, me lo introdujo hasta el fondo. Lo encendió al máximo y el aparato empezó a vibrar dentro de mí.
Me observó y movió la cabeza, disconforme: «No es suficiente».
Volvió a buscar en su valija. Sonriendo perversamente, me mostró otro juguete: -Estas pinzas para pezones son dolorosas pero excitantes… ¿O prefieres antes unos buenos azotes con esto? ¡Auténtico cuero argentino!
Un latigazo me cruzó dolorosamente el pecho. Cuando me iba a dar otro, la puerta se abrió de golpe.
Eran varios hombres uniformados, apuntando con sus armas. Le gritaron que soltara el látigo y se apartara de la cama con las manos en alto.
Mientras me desataban, Ruud maldecía en varios idiomas. La seguridad del hotel había llamado a la policía y se lo llevaban esposado.
Aunque les dije que yo estaba bien, insistieron en enviarme al hospital en ambulancia.
Los camilleros me reconocieron. Escuché lo que hablaban entre ellos.
-O este chico tiene mucha mala suerte o aquí hay algo medio raro.
-No es mala suerte. Llamemos al fiscal.
¿Al fiscal? Siempre se puede estar peor, pensé.
(Continuará)
Pobre Rusito, no deja de meterse en problemas. Excelente relato como siempre Gavin.
¡Muchas gracias por leer y comentar, GoodBoy!
Me gusta mucho esta saga de relatos pero este es uno de los flojos, aunque si me gusto el final! Espero que no decaiga la saga 🙂
¡Gracias por leer y comentar, Danny_Dream! Veremos cómo sigue esta historia…