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Fantasías / Parodias, Gays

Manuel mi novio de 6 años. Parte 3

En un mundo donde no importa la edad, con mi pequeño novio damos un gran paso en nuestra relación.

Esta es la continuación de mi relato anterior en un mundo donde no existe ninguna edad prohibida  https://sexosintabues30.com/relatos-eroticos/gays/manuel-mi-novio-de-6-anos-segunda-parte/

 

El viaje de vuelta de la playa algo cansador pero feliz. Afortunadamente, Manuel se quedó dormido an su silla de seguridad, dándome ese silencio que necesitaba por mucho que adoraba a mi miño.

Cuando me estacioné frente a mi casa, abrí la puerta trasera para desabrochar el cinturón de mi bebito que abría los ojos lentamente al ver que llegamos. Instintivamente, rodeó mi cuello con sus bracitos, pidiendo que lo cargara sin decírmelo.

Manuel quedó con la cabeza a la altura de mi cuello y comenzó a besar. «sabe rico» me dijo haciendo que me derritiera y perdiera la verguenza de estar en público.

Lo bajé y me agaché a su altura para besarlo entrelazando nuestras lenguas. Ya había aprendido a besar a la perfección. Mis manos inconcientemente se fueron hacia sus nalguitas apretadas y no ofreció resistencia. Un calor enorme subía a mi.pecho y todo lo.que quería era estar con él para siempre.

«¡Consigan una habitación!» gritó entre risas un adolescente con cara de pendemciero que pasaba por la calle. Me avergoncé y decidí que era el momento de que Manuel regresara a su hogar.

Al entrar, Manuel corrió a los brazos de su madre, mientras su padre miraba con ternura. ¡mamá! Dijo emocionado antes de comemzar a relatar nuestro viaje sin haver ninguna pausa. ¡El agua era salada pero nadé. Javier dijo que era valiente! Dijo emoviomado haciendo un movimiento torpe con la mano que nadie entendió qué significaba — ¡y Javier me compró un helado grandee! Y en la noche, jugamos al escondite en la habitación y después me dio besitos por toda la espalda y…»

«—Manuel, cariño —lo interrumpió Lucía suavemente. —. Esos son secretos del hotel, ¿te acuerdas? No se cuentan.»

Rodrigo soltó una carcajada. «Déjalo, mujer. Con lo emocionado que viene. ¿Y qué más, campeón?»

Manuel, animado por su padre, continuó, aunque bajando un poco la voz, como si compartiera un secreto. «Y en la arena, Javier me hizo un castillo gigante y dijo que yo era el príncipe… y luego, cuando se mojó mi traje de baño, me lo tuvo que quitar y…»

«—Manuel —dije yo—. Esos son los secretos especiales. Los que guardamos solo nosotros.»

El niño me miró agachó la cabeza y cerró la boca con un cierre imaginario, y todos reímos.

Cuando comencé a despedirme no fue tan lindo todo. Manuel se aferró a mi pierna como un si quisiera adherirse.

«—No te vayas, Javier. No te vayas. No te vayas. No te vayas…» Comenzó a repetir infinitamente como si eso fuera suficiente para cambiar las cosas.

«Mi vida, tengo que ir a mi casa, dije despegándolo con suavidad—. Tengo cosas que hacer mañana temprano.»

Su cara se descompuso. El llanto no fue inmediato. Fue un temblor del labio, unos ojos que se mojaban lentamente, y luego un sonido desgarrador que partía el alma. «¡Nooo! ¡No quiero que te vayas!» Se tiró al suelo, pataleando. Lucía intentó «¡No quiero! ¡No quiero!». Intenté consolarlo, pero él solo repetía y repetía .

Fue Rodrigo quien, con un suspiro, lo levantó en brazos a pesar de sus protestas, pese a que se le notaba que a sus 60 años ya no le daba mucho la espalda para cargar a su retoño que cada día pesaba más. «Vamos, soldado, que los superhéroes no lloran ¿Recuerdas? Javier vendrá mañana.» Me dirigió una mirada de disculpa. «No te preocupes. Ya se calmará. Gracias por todo, realmente.»

Me fui con el corazón destruído y el sonido de su llanto pegado en mi cabeza. Esa noche, mi departamento se sentía frío y el silencio se me hizo imsoportable.

Al día siguiente, pasé por su casa a media tarde para devolver una chaqueta de Manuel que había olvidado en el auto. Al acercarme a la puerta, oí voces en el interior. No era una discusión feroz, pero sí tensa.

«—Rodrigo, es la fiesta de la facultad. Todas mis amigas van ¡Es importante! —decía Lucía, aguda por la frustración.

«—Y yo tengo partida de cartas con los muchachos desde hace dos semanas. Tú sabías, Lucía. Dijiste que te harías cargo de Manuel.»

«—¡Pero es esta noche! No puedo perdérmela. Son mis amigas.»

«—Y mis amigos son mis amigos desde hace 40 años. Quedamos en que te tocaba a ti y el niño no puede quedarse solo.»

Me quedé paralizado, sintiéndome como un intruso. Iba a retroceder y llamar más tarde cuando se dieron cuenta de que estaba ahí. Lucía al verme se puso un poco, avergonzada.

«Javier. Hola. Pasa, pasa.»

«No quiero molestar…»

«No, para nada —dijo Rodrigo, apareciendo detrás de ella con el ceño fruncido—. Estamos… decidiendo logística.»

Una idea, egoísta y maravillosa, brotó en mi mente. «Perdonen la intromisión —dije, haciendo un esfuerzo por sonar casual—. Si les sirve de ayuda, yo no tengo planes para esta noche. Podría quedarme con Manuel. Así los dos pueden salir.»

El silencio fue absoluto. Lucía miró a Rodrigo, luego a mí. La tensión se evaporó de su rostro, reemplazada por un alivio inmenso. «¿En serio, Javier? ¿No te importa?»

«Sería un placer» dije. Rodrigo se rascó la barbilla, pensativo. Luego esbozó una media sonrisa. «Hombre, si no es una molestia… Claro que sí. Te lo agradecemos, Javier.»

Así fue como, una hora después, me encontré solo en la casa con Manuel, quien me miraba como si le hubiera concedido el deseo más grande del mundo. Los planes eran simples: cenar, ver una película y dormir.

La cena fue fácil. La película, no.

«—¡Quiero ver Cars! —anunció Manuel, corriendo hacia el estante de DVDs.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Había visto esa película de animación con él al menos 30 veces. Conocía cada diálogo y lo repetía de manera exacta.

«—Mi amor, ¿y si vemos algo nuevo? Hay una de piratas que…»

«¡No! ¡Cars!» su tono era innegociable. Sus ojos grandes suplicaban. Cedí. Como siempre. Mientras la película comenzaba, me acomodé en el sofá con él recostado sobre mí, su cabeza en mi pecho. A los cinco minutos, ya repetía los diálogos junto con los personajes, con una precisión aterradora.

«—»¡siempre debes saber hacia dónde te diriges. Rayo McQueen!» Dijo mientras contenía un suspiro. Para sobrevivir al martirio, comencé a acariciarle suavemente el pecho sobre su pijama. Mis dedos encontraron los pequeños bultos de sus pezones y comencé a dibujar círculos suaves alrededor. Era un punto débil que conocía bien. Inmediatamente, su atención se dividió. Dejó de hablar, su cuerpecito se relajó un poco contra el mío, y un pequeño temblor, seguido de una risita nerviosa, escapó de sus labios.

«Eso hace cosquillas» murmuró, sin apartar los ojos de la pantalla, pero su voz era más baja, más distraída.

Continué, variando la presión. Su respiración se hizo más profunda, y poco a poco, los diálogos predecibles de los autos dejaron de ser el centro de su universo. Para cuando la película estaba terminando, estaba casi dormitando, la excitación me iba subiendo más y más.

Manuel bostezó, estirándose como un gatito. «La quiero ver otra vez», dijo, pero ya no estaba para ceder.

«Ahora toca algo mejor» susurré al oído y sin perder un segundo, me desabroché el pantalón y lo bajé. Mi erección, contenida durante toda la película, surgió ante sus ojos.

«Te toca a ti darme el besito especial de la noche» dije, acariciando su mejilla.

Él asintió, serio, como cumpliendo una tarea importante. Se arrastró hacia mí y, con la familiaridad ganada con el tiempo y abrió su boquita. El calor húmedo me envolvió, y un gemido escapó de mis labios. Sus manitos se apoyaron en mis muslos para mantener el equilibrio. Era torpe, inocente, perfecto. Yo le guiaba la cabeza con suavidad, perdido en la sensación, en la vista de sus ojos cerrados concentrados en su tarea.

Fue en ese momento, justo cuando la presión comenzaba a acumularse en mi base, que el sonido de la puerta principal al abrirse y cerrarse resonó en la casa. Luego, pasos en el pasillo.

Nos separamos como si nos hubieran electrocutado. Manuel, con los ojos como platos, miró hacia la puerta. Yo, con el corazón a punto de estallar, tiré de mi pantalón con movimientos frenéticos.

«¡Papá!» gritó Manuel, saltando de la cama y corriendo hacia la puerta justo cuando esta se abría.

Don Rodrigo estaba allí, colgando su chaqueta. Su mirada recorrió la escena: a mí, aún sentado en el borde de la cama, tratando de parecer casual; a Manuel, con el pelo revuelto y los labios brillantes.

«Hola, pequeño y no tan pequeño» dijo, con una sonrisa lenta dibujándose en su rostro—. ¿Qué tal la noche solitos? ¿No muy tranquila, me parece?

«—Vimos a Cars» declaró Manuel, abrazando la pierna de su padre.

«Ah», asintió Rodrigo, mirándome por encima de la cabeza de su hijo. Su sonrisa fue acompañada por un guiño cómplice. Muy entretenido. ¿Verdad, Javier?

«Sí. Claro» —logré decir, sintiendo que me ardía la cara.

Rodrigo soltó una risa baja y pícara. «Bueno, yo llegué temprano. La partida era un desastre. Lucía seguirá un rato más en su fiesta.» Miró a su hijo, luego a mí. «Gracias por quedarte, Javier. Parece que lo pasaron… bien.»

«De nada, Don Rodrigo. Fue un placer.»

Me levanté para irme, pero Manuel se soltó de su padre y se aferró a mi brazo. «¡No! ¡Te quedas a dormir! ¡Lo prometiste!» Su voz empezó a subir de tono, precursora de otro llanto.

Rodrigo puso los ojos en blanco, pero con afecto. «Mira, Javier, si quieres evitarte el viaje y a mí una pataleta épica… Creo que cabes en la cama de Manuel si se apretan un poco.»

Miré a Manuel, cuyos ojos suplicaban. Miré a Rodrigo, cuya sonrisa ahora era abiertamente burlona. «Está bien —dije—. Me quedo.»

La habitación de Manuel era colorida llena de temáticas de dinosaurios y autos. Yo me acosté a su lado en la cama individual. Él Se veía cansado. Yo, en cambio, estaba completamente enérgico. La calentura de antes, interrumpida brutalmente, había vuelto con más fuerza, alimentada por la cercanía de su cuerpecito, su calor, su aliento suave en mi cuello.

No pude resistirlo más. Con movimientos lentos, levanté la sábana y me deslicé entre ella y su cuerpo. Mi mano encontró el elástico de su pijama y lo bajé. Con el corazón latiendo con furia, me coloqué detrás de él, y mi erección se dirigió hacia sus nalguitas. Intenté empujar, suavemente.

«No» murmuró alejándose un centímetro.

Me detuve. Lo intenté de nuevo, con más cuidado.

«No.»

La frustración me atravesó pero no quería forzarlo. Con un suspiro ahogado, me retiré. En su lugar, me deslicé hacia abajo, bajo las sábanas, y tomé su pequeño pene flácido entre mis dedos. Lo masturbé con suavidad, ritmadamente, mientras enterraba mi rostro en sus nalgas pars pssar mi lengua. Con mi otra mano comencé a pajearme cada vez más rápido.

Unos minutos después, con los dientes apretados, alcancé mi propio clímax en silencio, vertiendo mi semen en la sábana, lejos de él. Era un alivio físico, pero dejaba un vacío punzante. Me limpié como pude y lo abracé fuerte, sintiéndome culpable y deseoso a partes iguales, hasta que el agotamiento pudo más y me arrastré a un sueño superficial y frustrado. Manuel reía, lo que me produjo alivio de poder seguir.

¡Pipí!» Dijo anunciando esa situación frecuente al tocar a quienes están lejos de la pubertad. Alcancé a evitar el accidente y lo acompañé al baño. Aproveché al menos de jugar nuestro juego en el que yo apunto y él dispara, y reanudamos ahí mismo poniemdo mi verga en su boca.

Manuel comenzó a chupar de pie mientras el de pie tenía la mitad de mi verga en su boca que estaba justo a su altura. Temblaba del placer que mi chiquillo había aprendido a la perfección y mi orgasmo se veía vemir.

«¡Lechita en camimo! Le dije ludicamente preparándolo para el.sabor al que ya estaba acostumbrado. Eyaculé un chorro que se sentía como si arrojara un litro, y Manuel no reclamó nada. Por el contrario, abrió feliz la boca de par en par para mostrar orgulloso que se la tragó toda. La noche durmiendo abrazados se hizo muy relajada así.

A la mañana siguientr, el desayuno fue una escena de absoluta normalidad. Entre medio de tostadas y café, mienteas manuel devoraba sus cereales y se manchaba la carita con leche, Rodrigo y Lucía intercambiaban miradas sobre la mesa. Finalmente, Rodrigo limpió su boca con una servilleta.

«Javier, Lucía y yo estuvimos hablando anoche. Lo de ayer, con lo de las salidas… se nos hizo claro. El niño», dijo señalando a Manuel con el pulgar, te necesita aquí.» Y la verdad, a nosotros nos viene de maravilla. Podemos hacer arreglos.y creo que a Manuel también le hará bien»

No lo pensé ni un segundo. «Sí. Claro que sí. Me encantaría.»

El efecto en Manuel fue instantáneo y eléctrico. Dejó la cuchara, que cayó en el plato connescándalo. Sus ojos se abrieron como si le costara procesar lo.que ocurría. «¿De… de verdad? ¿Vas a vivir aquí? ¿CONMIGO?»

Asentí y le acaricié la carita con cariño. «Contigo.»

Su grito de alegría retumbó. Saltó de la silla y empezó a dar vueltas por la cocina, golpeando las paredes con las manos, gritando «¡Sí, sí, sí! ¡Javier se queda!» una y otra vez. Rodrigo y Lucía se rieron, y durante un momento, el mundo fue perfecto.

La mudanza fue cuestión de un fin de semana. La antigua cama individual con barandas fue desmontada y vendida. En su lugar, entró una cama doble, amplia, que se instaló en medio del mar de juguetes. Manuel eligió las sábanas: un estampado de cohetes espaciales y planetas. «Para viajar juntos», explicó, muy serio.

La primera noche en nuestra nueva cama fue… un ajuste. A las 20:30 en punto, Manuel, en pijama y con los dientes lavados, se metió bajo las sábanas de los cohetes. «Hora de dormir contigo». Para mí, acostumbrado a las horas de adulto, era una hora absurdamente temprana. Además, Manuel no podía dormir con la luz completamente apagada. Así que la lámpara de dinosaurio y una pequeña luz de noche en forma de luna permanecían encendidas, aunque a mí me molestaba un poco.

Me acosté a su lado, rígido, mirando el techo iluminado. Sentía el calor de su cuerpo a pocos centímetros. La frustración sexual de la noche anterior, cambió a un amor cálido.

Me giré de lado y lo miré. Lo besé en la mejilla, suavemente. Luego en la comisura de los labios. Él se movió, murmuró. Yo me dejé llevar. Mi boca encontró la suya en un beso que comenzó tierno pero rápidamente se cargó de toda la tensión reprimida de las últimas horas. Fue lento, profundo, apasionado.

Sus bracitos se enroscaron alrededor de mi cuello. El beso se prolongó, y mis manos comenzaron a recorrer su cuerpo bajo el pijama. Esta vez, no hubo resistencia. Su cuerpecito se arqueó hacia mí, buscando el contacto.

Sabía que no podía repetir el intento fallido de la otra noche. Tenía que ser diferente. Con cuidado, me separé y alcancé el cajón de la mesita de noche. De él saqué un pequeño cilindro de silicona, suave y flexible, que había comprado. Era un juguete diseñado para nilos entre 5 y 8 años, decía en la caja.

«Vamos a jugar a un juego nuevo, mi vida» susurré mostrando el dibujo que venía en la caja junto al artefacto en el que aparecía un cachorrito en cuatro patas con una sonrisa abierta mientras un perro adulto de caricatura con corazones en lugar de ojos, jadeando y con la lengua hacia afuera se lo introducía.

Él miró el dibujo entre risas. «Los perritos muven la cola porque están comtentos» Decía interesado mientras untaba el juguete.generosamente con lubricante. «Va a sentir un poco frío, pero se pasa rápido.» Con una mano acariciando su vientre para distraerlo, con la otra guié el juguete. Él contuvo la respiración cuando la punta fría tocó su entrada, pero no se quejó. Lo empujé muy lentamente, milímetro a milímetro, viendo cómo su expresión cambiaba de sorpresa a una concentración intensa. completamente dentro, lo dejé ahí, inmóvil, dándole tiempo a acostumbrarse y presioné el botón para que vibre, lo que hizo que a Manuel se le escapen unas risitas.

«Se siente… raro.»

«Es parte del juego» dije. Mi otra mano bajó y encontró su pene, que ya estaba semiduro. Comencé a masturbarlo al mismo ritmo lento, sincronizando los movimientos.

Su respiración se volvió entrecortada, sus ojos se perdieron en el techo de cohetes. Era una sinfonía de sensaciones nuevas para él. Después de unos minutos, retiré el juguete. Estaba listo. Me coloqué entre sus piernas. Empujé, apenas la punta.

La resistencia era menor esta vez. Su cuerpo, calentado y preparado lo aceptó. No entré más allá de la cabeza. Era suficiente. La sensación de estar dentro de él, aunque fuera solo esa fracción, mientras mi mano seguía trabajando en su pequeño miembro, fue abrumadora. Lo observé perder el control, su cuerpecito tensándose, su boca abriéndose en un gemido silencioso mientras un orgasmo seco lo estremecía. Eso fue el detonante para mí. Con un gruñido ahogado, me dejé ir, corriénfome en su interior.

Colapsé a su lado, jadeando. Lo limpié con ternura, despacio, y luego lo arrimé a mí. Él ya estaba medio dormido de nuevo, agotado por la culminación. «Te quiero, Javier», murmuró, casi en sueños.

«Yo a ti más, mi tesoro», respondí, besando su pelo.

Lo abracé fuerte, sintiendo cómo su respiración se hacía regular y profunda. El sueño, sin embargo, no venía a mí. La habitación seguía iluminada por la lámpara de dinosaurio. Con un suspiro, alcancé el libro que tenía en la mesita y encendí mi lámpara lateral. Leí durante casi una hora, hasta que mis ojos pesaron demasiado. Me rodeé de su pequeño cuerpo y, por fin, me ganó el sueño.

Así comenzaron nuestros meses.

No fueron meses perfectos. Fueron las noches en que, poco a poco, la luz de noche se fue apagando más temprano, hasta que una noche se olvidó de encenderla y no pasó nada. El miedo a la oscuridad se había disuelto en la certeza de mi presencia a su lado.

Tardes interminables de cuentos inventados hasta que llegó el día en que él empezó a leerme *a mí* sus ptimeros libros, señalando cada palabra lemtamente con un dedo. La mañana en que se agachó y ató sus propios cordones sin mi ayuda.«Ya puedo, Javier», dijo, y no sabía si el más orgulloso era él o yo.

Fueron también mañanas de lucha, con lágrimas y pataleos porque no quería ir al colegio. Porque quería a su mamá. La vez que se despertó llorando, avergonzado, porque había mojado la cama. No todo era perfecto, pero era nuestro.

Pero sobre todo, fueron las noches continuas con el calor constante de su cuerpo pequeño contra el mío. La forma en que olía, a sudor infantil limpio, a champú de fresas, que comstituía ñ la esencia única e inconfundible de Manuel. El sonido de su respiración, exhalando sobre mi pecho era la perfección. Era mi hogar.

 

tl: p0588s

15 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por pisofshet
Etiquetas: amigos, colegio, gays, hijo, madre, padre, playa, viaje
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