Mario y Miguel — Capítulo IX
(inc, gay, Hh).
Capítulo IX: Tarde de cine
La mamá de Miguelito se asustó cuando al moverse en la cama algo sonó en el piso. Era el estuche de lápices que su hijo había dejado olvidado. Llamó a su marido y le dijo:
—¿Por qué no alcanzas a Miguelito y se lo entregas?, no debe ir lejos.
Tomé el estuche y salí raudo de la casa, Miguelito debía haber doblado la esquina ya, corrí y alcancé a divisar cuando mi hijo se reunía con otro chico de su edad, “un compañerito de la escuela” –pensé. Grité su nombre, pero ninguno de los dos chicos volteó a ver. Parecían reír abiertamente de algo y se dirigieron al parque. Los seguí hasta allí, pero me desconcertó el hecho de verlos saludar a otro chico de unos 16 años. ¿No me había dicho que iba a casa de Mario?.
Todo esto era muy extraño, Miguelito no solía mentirme, así es que decidí seguirlos y ver qué hacían. Caminaron hacia el centro comercial al otro lado de la avenida. Allí subieron al ascensor. No podía subir yo con ellos así es que rápidamente tomé la escalera mecánica sin perder de vista dónde abría la puerta del ascensor.
Bajaron en el tercer nivel. Subí la capucha del polerón y me dirigí a mirar la cartelera del cine. ¿Será que vienen al cine y Miguelito no me dijo?. ¿Y por qué no me dijo?, pensaba. En eso estaba cuando veo que se acerca a ellos un hombre de unos 30 años, sonriente y de muy buen físico. Me pareció reconocerlo como un profesor de la escuela, pero no estaba seguro. Luego este hombre le pasó dinero al chico más grande y le dijo algo al oído y éste se dirigió hacia la boletería. Me puse tras él y decidí entrar con ellos también.
Los niños acompañaron al hombre mayor a comprar algo. Los miraba desde mi posición y pude advertir cómo los chicos parecían mirar la entrepierna del hombre y darse miradas cómplices entre ellos ¿Será que…? –pensé, pero inmediatamente tuve que avanzar para comprar mi ticket.
—Una entrada para la misma película que eligió el joven antes que yo, pedí.
Al mirar el ticket me sorprendió ver que correspondía a una película francesa, no muy apta para niños. No porque fuera de una categoría de adultos, sino porque el tema del film simplemente no parecía adecuado. Definitivamente no era una película de acción ni menos una comedia. Aunque… como una ampolleta que se enciende de pronto se me cruzó por la mente que si yo quisiera entrar a la sala con menos gente a esa hora del día, seguramente elegiría ésta.
No estuve equivocado en mi apreciación. La sala estaba prácticamente vacía. Entré y subí rápidamente por el lado opuesto a ellos hacia la última fila. Observé que ellos también eligieron la última fila pero distantes de mi posición.
Por varios minutos no vi nada especial. Yo continuaba con la capucha del polerón subida, estaba seguro que ellos difícilmente advertirían mi presencia. No alcanzaba a captar detalles, pero hubo un instante en que me pareció que los niños no estaban en su lugar. Agucé la vista, pero no… es decir, estaban, pero se encontraban agachados cada uno de los menores sobre la entrepierna de los mayores. Mi pene dio un salto al advertir de qué se trataba todo. Mi cara comenzó a arder. No había más gente en el cine, salvo cuatro o cinco personas dispersas en los asientos centrales y delanteros.
Seguí observando la escena, en forma oblicua, sin hacer notar mi presencia. Sabía que los chicos estaban mamando verga, pero quería ver hasta dónde llegaban. ¿Era un profesor de la escuela el que ví?, me preguntaba ahora, dudoso. Y los otros chicos, ¿eran compañeros de escuela de Miguel?, ¿sería Mario el más pequeño?. Todas estas dudas me corroían, pero no alcanzaban a quitarme el placer de ver a mi hijo en un cine chupando una verga que podría ser la mía.
Ya más acostumbrado a la oscuridad pude observar bien la escena y advertí que Miguelito estaba ahora entre las piernas del adolescente y ¿Mario? entre las piernas del hombre adulto. Me saqué la verga también y comencé un lento, pero constante movimiento esperando en mi fuero interno que ellos lo advirtieran. ¡Qué ganas de unirme a ellos!, ¿qué podía hacer?.
La oportunidad se me presentó clara e inesperada. Más de cuarenta minutos habían pasado ya, cuando Miguelito, parándose de donde se encontraba se encaminó a la escalera que lleva a los baños y yo, por supuesto, lo seguí casi en seguida. En el baño no quise ocultar nada, lo encaré de frente y no le di ni siquiera tiempo a asustarse de verme. Lo metí a un cubículo con un dedo cruzando mis labios en señal de silencio. Él, con su carita asustada había tratado de decir algo, pero no se lo permití.
—Hijo –le dije, —No se asuste, quiero que sepa que sé lo que está haciendo y no estoy enojado por eso. No me gusta que me mienta, pero eso lo vamos a conversar después. Ahora dígame, ¿con quienes está?
—Papito, es mi profe de educación física, Mario y otro estudiante de media.
—Ajá, yo lo vi chupándoles el pico. ¿No lo está haciendo obligado, verdad?
—No papito, perdóname. Me abrazó.
—No se preocupe mi bebé. Besé sus labios. Me gusta su iniciativa, pero… quiero participar. Vamos a entrar juntos de vuelta y me sentaré con uds. ¿sí?
—Bueno, papi.
Al regresar a la sala, subí la escalera delante de Miguelito y me dirigí al grupo de tres, quienes al notar mi presencia acercándose se movieron inquietos. Yo, sin decir nada y con Miguelito avanzando detrás de mí, me senté al lado de ellos y sin mucha ceremonia, me bajé el pantalón quedando con mis partes pudendas a la vista: Me senté sin mirarlos y Miguelito que ya sabía qué hacer, se arrodilló frente a mí y comenzó su trabajo siempre tan placentero de hacer gozar a su papá.
Entonces, como si nada, miré a mi lado y extendiendo mi mano, enfrenté al profesor y susurré:
—Mucho gusto, soy el papá de Miguel.
La cara de estupefacción del profesor en la semipenumbra y las miradas que se intercambiaron Mario y su amigo, fueron de la sorpresa a la incredulidad, pero allí estaba mi hijo, chupándome el miembro con ahínco, como si fuera la mejor labor que se le podía encargar a un chico de su edad.
Pasado un minuto, el profesor ya con los pantalones abajo también, sacó un tubito de su mochila y untándose bien el pico, levantó a Mario y lo sentó en su verga. Miré con atención cómo su potito bajaba, al parecer no sin dolor, tragando la dura lanza que lo penetraba mientras el profesor dirigía su vista a mi lado y me pasaba el tubito, instándome en silencio a hacer lo mismo.
Unos minutos más tarde, el profesor y yo, teníamos a nuestros respectivos chicos sentados en nuestras vergas. Nuestros brazos se tocaban en el apoyabrazos mientras sujetando a los niños por la cintura los mecíamos arriba y abajo deslizando las vergas por las calientes y húmedas cavidades anales que sacaban gemidos y agitados suspiros entre los dientes. Si alguien nos mirara, no obstante, no habrían visto más que dos padres con sus hijos menores en sus piernas y un hijo mayor sentado al lado.
Penetrar a Miguelito en esa posición pudo ser, al principio, incómoda, pero la sensación de la cabecita del pico atravesando su anillo y avanzando luego entre las paredes lubricadas, pero estrechas de su culito infantil resultaban en una experiencia que ningún padre debería perderse por ningún motivo. Su anillito rodeando el tronco del pene y el glande alcanzando profundidades no exploradas me tenían constantemente en el borde del orgasmo. A ratos tenía que detenerme para no eyacular demasiado pronto. Se me ocurrió pasarle Miguelito al adolescente que, resignado esperaba su turno. Aunque no sabía si el turno que esperaba era el de clavar o ser clavado.
El profesor entendió. Y para no complicar demasiado las cosas. Me pidió el tubito de crema y él mismo lubricó el pene del estudiante que esperaba su placer. Cambió luego a Mario hacia el puesto vecino y lubricándose un poco más su propio pico sentó a Miguel en él sin muchos miramientos. Sabía que mi niño estaba listo y preparado. Preparado por su papá.
Me dediqué a mirarlos, era una escena hermosa, de una surrealista clase de hermosura. Aquella belleza de los que saben que el placer tiene mil caras. Me masturbaba lentamente. Pasé mi mano por la entrepierna de mi hijo e inclinándome hacia el costado chupé su penecito pequeño, pero de impresionante dureza. En esa posición sentí el olor fuerte del macho culeando. Un leve olor a caquita de mi hijo me enervó por su marcada impronta de embriagadora naturaleza.
El profesor hizo un movimiento, levantando un poco a Miguelito –y a mí junto a él— y sacando la pichula de la gruta que lo albergaba la dirigió a mi boca. Chupé, chupé con gusto. La pichula que mi hijo se estaba comiendo era un manjar de dioses. Dura y caliente. Su cabecita en punta, ideal para traspasar virginidades preadolescentes. Pasé mi lengua por el tronco intentando capturar su esencia pedófila en mi boca. Sentí su sabor a verga conocedora de iniciaciones parvularias, invitada frecuente, me imagino, a ritos oscuros y perversos y, sin embargo, ¡tan deseable!.
El profesor regresó el pico a su lugar. Y yo volví a deleitarme con el exquisito apéndice de mi vástago. Acaricié sus bolitas con mi lengua y ya incómodo por la posición en que me encontraba, levanté la cabeza y miré la sala de cine. Las mismas cuatro o cinco personas miraban la película sin advertir las escenas de perversión que ocurrían a metros de ellos.
Marito mientras tanto, se movía plácidamente sobre las piernas del chico cuyo nombre ni siquiera conocía y que cruzando sus brazos lo sostenía por la barriguita, meciéndolo con movimientos circulares sobre su taladro. No podía ver mucho más. El profesor y mi hijo se interponían entre ellos y yo.
La vibración del celular en el bolsillo de mi pantalón me sacó del ensoñamiento en que me encontraba. Era mi mujer. Me paré y rápidamente me dirigí al baño nuevamente. Allí contesté avisándole que había aprovechado de pasar al centro comercial. Le confirmé que había alcanzado a Mario y le había entregado el estuche, lo que era una verdad a medias, ya que sólo un rato antes lo había puesto en su mochila y él ni siquiera lo sabía. Me pidió que comprara un par de cosas en el supermercado y yo accedí sin demostrar mi impaciencia, aunque quería cortar de una vez.
Aún hablaba con mi mujer cuando apareció Marito. Se quedó mirándome sin hacer nada. No se acercó a los urinales ni tampoco entró a algún cubículo. Sólo se quedó a mi lado mirándome… o esperando. Acaricié su cabecita y lo acerqué a mí. Cualquier persona que nos viera sólo nos tomaría por un cariñoso padre con su hijo.
Cuando terminó la llamada, lo miré y antes que yo dijera nada me contó:
—El profesor me dijo que viniera a verlo. Que seguramente ud. querría verme aquí.
—Venga mi niño, repliqué, y sin más entramos a uno de los cubículos y ahí mismo le bajé sus pantaloncitos y lo penetré. Ël no se quejó, abierto como estaba después de las culeadas del profe y de su amigo.
La verga entró tan suave que su rajita parecía hecha para mi pico. Su culo era caliente y suave. El pico entró hasta el fondo. A él lo puse agachadito afirmándose con las manos en el borde de la taza mientras con mis manos en sus caderas le daba potentes clavadas que lo lanzaban hacia adelante como un muñequito. Recibía mis estocadas de macho en celo con la actitud del niño obediente y que sabe que a los papás no se les discute. A ratos tendía a ladear su cabeza para mirarme. Su expresión era de sumo placer. Cerraba el hoyito apretándome la pichula como un experto. Supongo que don Fernando, ¡Ah, don Fernando!, le habrá enseñado todo lo que sabe.
Ahí sí que ya no aguanté más. Sentí mis bolas hervir y un cosquilleo recorrió mi zona púbica avanzando por mis piernas y solté el primer chorro de leche caliente. Luego otro y otro más. El culo de Marito recibía mi descarga tratando de contener el néctar, pero sin poder evitar derramarse por los bordes de la verga. Sentí el líquido correr por mis bolas y seguramente por las piernas de Marito que, desmadejado como una muñeca rota, se abandonaba al éxtasis de saberse receptor de la leche acumulada del macho que lo cubría adormecido por el sopor post orgásmico.
¡Ah!, ¡qué manera de gozar!, pensé. Qué chicos tan deliciosos. Mi hijo y Marito, dos ángeles creados para recibir las potentes vergas de hombres deseosos de sexo brutal e ilícito. Con un poco de papel, le limpié el potito y subí luego sus pantalones. Antes de subir los míos, el chico retiró mi mano y limpió mi verga con una mamada final. “Don Fernando debe ser todo un maestro”, se me ocurrió.
Antes de salir del baño, le pregunté a Marito si su papá sabía en lo que andaba. Me dijo que no, que le había dicho que estaba en casa de Miguel. Sonreí, “estos niños son unos diablillos», reflexioné, y por algún extraño motivo me sentí orgulloso de Miguelito. Pero ahora sí, no le permitiría que me volviera a mentir. Quería ser un participante más de sus escapadas sexuales. Quería repetir esto cuantas veces pudiera.
Marito me contó, a instancias mías, que su padre le había enseñado todo, que acostumbraban tener sexo cada vez que podían, más o menos la misma historia de mi hijo y yo. “Tengo que conocer a don Fernando”, pensé.
De regreso a nuestras butacas, ya todos estaban con sus ropas en su lugar. El profesor nos invitó a todos a tomar unas bebidas y salimos sin esperar a que la película terminara. ¿Habrá sido una buena película?, me pregunté tontamente.
Entramos a una fuente de soda y los niños pidieron helados. El profesor me pidió que los dejáramos solos en la barra y me llevó a una mesa donde más íntimamente intercambiamos impresiones de los eventos del día. Allí se enteró que Miguelito no sólo tiene sexo conmigo, sino que también con su abuelo y, al menos una vez, con el papá de Mario. Que también Marito tiene experiencias con su padre. Por mi parte supe que el profesor ha cogido algunos niños pequeños de la escuela con la ayuda de Gonzalo, el atractivo adolescente que lo acompaña. Nos prometimos repetir la experiencia, pero queremos que la próxima vez sea con mayores comodidades, organizar una orgía entre todos y en ausencia total de las restricciones que origina la presencia de gente no entendida. Quedamos en intentar reunir allí a los que faltan y ¿quién sabe?, tal vez algún otro chiquito necesitado de un pico adulto que lo guíe en la senda del sexo ilegal.
Torux
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