Mario y Miguel — Capítulo VII
(inc, gay, Hh).
Capítulo VII: El Profesor
El día pasó sin novedad, me junté con Miguel en el recreo, jugamos, nos contamos cosas, tonteras, al mediodía vi como el profe de gimnasia me miraba desde lejos, mientras yo jugaba en el patio con los demás niños. Yo tenía clases con él esa tarde y con lo de mi papá lo había olvidado completamente, pero ahora me desesperaba que el tiempo pasara tan lento.
En clases me distraje un tanto con los chistes de Miguel, me gustaba mi amigo. Lo pasaba bien con él. Hasta pensé que tal vez algún día lo podría invitar a mi casa a dormir. Yo no conocía su casa, pero él sí conocía la mía. Conocía a mi papá también. El abuelo de Miguel es quien asiste a las reuniones de apoderados y parece que ahí se conocieron con mi papá o algo así tengo entendido. Miguel una vez me dijo que le tenía un poco de miedo a mi papá. Es que mi papá es un hombre grande y a veces uno no sabe si está enojado o no. Una vez Miguel vino a mi casa a buscar un cuaderno y yo no estaba. Quizás qué le habrá dicho mi papá, porque al otro día yo le pregunté y no me quiso decir. Yo sentí como que me ocultó algo. ¡Si supiera lo que hemos hecho mi papá y yo! ¡Se moriría de la impresión!
Una vez le pregunté por su papá y me enteré que su nombre es Roberto. Yo no lo conozco, nunca lo he visto. Pero se nota que Miguel lo quiere mucho; habla de él con admiración.
La hora de Educación Física fue muy frustrante; el profesor nunca me dedicó gesto alguno que se pudiera interpretar como lo que yo quería, pero… tampoco sabía muy bien qué quería; sin embargo, lo veía distante, pasó mucho tiempo con los demás y a mí no me dedicó ningún momento a solas. Tampoco se sonrió, ni me guiñó un ojo ni me acarició la nuca como acostumbraba, menos aún pude ver su verga bajo el short. De hecho, no usó short tampoco, sino su buzo largo que ocultaba su virilidad cuanto podía aunque sin mucha suerte: el bulto era muy grande como para disimularlo muy bien.
Cuando terminó la clase y mientras ya todos marchábamos hacia las duchas, me llamó y me dijo que lo ayudara a guardar las colchonetas. Lo dijo con seriedad y casi sin emoción. Me dio rabia que fuera así.
Tomé una de las colchonetas y fui a dejarla al cuarto donde se guardan, luego fui por otra y otra más. Cuando salí por la última, él ya la traía en sus manos. –La pelota también, me dijo. Yo salí cabeza gacha, tomé la pelota rumiando mi descontento y entré a guardarla. Él estaba parado ordenando las colchonetas en unos grandes estantes de madera que sirven para ese propósito, de espaldas a mí. Luego se dio vuelta y cerró la puerta. Se sentó en una banca y sacó un cigarro. Me sorprendió eso, porque nunca lo había visto fumar y menos dentro de la escuela, pero me miró y me dijo:
–No le vas a decir a nadie, ¿no?
–No, respondí yo.
Encendió el cigarrillo y me pidió que me sentara un ratito a su lado. Fue recién en ese momento en que mis esperanzas volvieron. Allí comencé a atisbar, a imaginar que algo pasaría. El primer gesto que hizo que me hizo pensar en que esa podría ser la ocasión fue cuando se llevó una mano hacia abajo y se acomodó su herramienta.
–¿No fumas?, me dijo.
–Nooo pues, le dije yo, sonriendo algo avergonzado.
–¿No te gustan los cigarros?, insistió.
–No sé, nunca he probado, respondí, pero soy muy chico para fumar.
–¿De ningún cigarro?, volvió a insistir.
Entonces me imaginé a papá con su verga en mi boca. No sé por qué lo relacioné con un cigarro, pero pensar eso me hizo poner rojo. El profesor me miró y me dijo:
–Sí has probado otros cigarros, ¿no?. No respondí.
–¿No te gustaría fumar uno ahora?, me dijo –Es entre nosotros no más, nadie más lo va a saber. ¿Te gustaría?
Todo esto me lo decía mientras se acariciaba cada vez más abiertamente la entrepierna ya abultada por lo que imaginaba debía ser una verga muy gruesa. Luego hizo algo raro, me pudo el dedo índice en la boca y me dijo:
–Chúpalo.
Lo hice, le chupé el dedo imaginándome su palo en mi boca lo que hizo que se me pusiera muy durita y así, coloradito como estaba, cerré los ojitos y me dejé hacer. Primero fue su dedo. Tenía pelitos en el dorso, áspero, me tocaba la lengüita. Después se paró. Aplastó el pucho en el suelo y mirándome fijamente, llevó sus manos a su costado y se sacó la polera. Se acarició el pecho y el abdomen sin dejar de mirarme, mientras yo no perdía segundo en admirar sus vellos, sus pezones claritos y grandes, el camino de pelitos que se perdían en su bajo vientre. Acercó mi cabeza con sus manos y me pidió que le diera besitos en la guatita.
A ratos no entendía por qué me pedía eso, pero igual me gustaba. Todavía me faltaba mucho para entender todo lo que puede ser placentero para un adulto o todo lo que yo aprendería a apreciar en los años venideros. Sin embargo, había algo de lo que sí estaba completamente seguro. Su verga. Quería su verga.
Con la mirada fija en mí, se fue bajando los pantalones de a poquito, dejándome ver como en cámara lenta cómo sus pelitos castaños se espesaban más abajo hasta convertirse en una mata enmarañada de pelos ensortijados que gritaban a los cuatro vientos que ese era un hombre, no un niño, un macho de verdad.
La base del pene se mostraba como un cilindro muy grueso y blanco. Apretado hacia el costado de la truza de algodón que usaba ese día. De súbito saltó, larga y gruesa, hacia adelante y de ahí a tomarla en mis manos y meterla en la cueva ardiente de mi boca no pasó más de un segundo. La chupé como lo hacía con papá, con adoración. Mi profesor que no esperaba eso, dio un gemido y un estremecimiento dio cuenta del gusto que sintió al ver a su alumno, a Mario, su alumno, con la mitad de su verga en la boca como tantas veces había soñado.
Los minutos pasaban, el profesor sabía que no podría retener a Marito mucho más tiempo en ese quehacer. Tendría que dejar la culminación de sus deseos para otro día, pero al menos ya sabía que eso sería más temprano que tarde. Miró a Marito embelesado con su pico ardiente y ya no aguantó más, su verga palpitó un par de veces y luego se derramó en la boquita infantil llenándola con el moco caliente de macho adulto. Un gesto de sorpresa cruzó su cara cuando vio a Marito tragarse la leche con un deleite inaudito, como si lo hubiera hecho muchas veces antes.
–¿Será posible que… ? –pensó, justo antes que los estertores post orgásmicos lo sumieran en un divino sopor.
Me gustó el sabor del profe; su leche le sentí calentita y de un gustito raro, pero rico. A mi papá no se la comí… o sea, le comí el pico, pero no supe a qué sabían sus mocos, porque me los inyectó todos en el culo, pero con el profe fue como si siempre lo hubiera hecho.
Me sorprendí yo mismo de lo mucho que me gustó que me diera su leche en la boca. Creo que estaba aprendiendo muy rápido a complacer a un macho. Con pocos días de diferencia había probado eso tan rico de dos hombres diferentes; uno, mi papá y el otro mi profesor. Yo pienso que a mi profe también le gustó que le haya tragado todita la leche, porque después de estar un rato con los ojos cerrados y respirando fuerte, me miró con una expresión como de incredulidad o de placer, todo mezclado. Cerró los ojos de nuevo y se quedó así un ratito, con la boca abierta. Luego los abrió nuevamente y me acarició la cara con sus dedos; parece que un poquito de su leche se me había escapado por la comisura de los labios porque hizo ademán de juntarla y me dio su dedo para que lo chupara lo que hice sin mediar palabra alguna. Luego tomó mi mentón y me acercó los labios para darme un beso muy lento y muy rico. Metió su lengua suavemente en mi boca, luego la sacó y me besó en la frente, en la cara, en la nariz y en el cuello mientras apretaba mis nalguitas. Mi penecito dio un salto y me dolió por un instante porque lo tenía muy duro y pegadito a mi guatita de tan parado que estaba.
En los días que siguieron todo se me hizo un poco confuso. A veces, cuando me juntaba con mi amigo Miguel, todo estaba bien, pero a ratos pensaba en mi papá ¡y me daban tantas ganas!, pero nunca podía hacer nada. Mi profe me seguía mirando de manera especial, pero tampoco hubo oportunidades de estar solo con él. A ratos pensaba que él evitaba estar a solas conmigo. ¡Los adultos son raros!, pensé.
Un día, mi profe estaba haciéndole clases a un curso de niños grandes y lo ví cuchichear con un niño grande, estaban lejos, pero me pareció reconocer a ese niño que me mostró el pico en el baño un día. Por algún motivo me pareció que se veían demasiado cercanos y aunque no estaban haciendo nada raro entre ellos, por algún motivo, sentía que algo había, aunque no sabía qué era.
Otro día, el profe nos dejó jugar una pichanga media hora antes de terminar la clase y terminamos bien cansados. Él hizo de árbitro y al final nos tiramos todos a descansar antes de irnos a las duchas. Yo me distraje mirando las nubes cruzando el cielo azul, a veces me gustaba hacer eso. Yo puedo distinguir hartas formas… ¿habrá alguna con forma de pico? Ojalá que no, porque como las nubes las ven todos, no me gustaría que la viera mi mamá si es que se le ocurriera mirar para arriba.
En medio de mis divagaciones, escuchaba que el profe daba instrucciones de algo, realmente no lo estaba escuchando, pero de un momento a otro se paró justo al lado mío y el paisaje de nubes cambió por un rotundo par de cocos peludos que colgaban por el costado del short. Claro que yo no más los podía ver. Él ni me miró siquiera, pero igual me gustó que se parara al lado mío.
La siguiente ocasión en que estuvimos juntos fue un día que yo me quedé jugando en el patio a la salida del colegio y cuando ya me iba, él se apareció frente a mí y me dijo casi sin mirarme «espérame en la sala 10». La sala 10 está al fondo del pasillo y es una sala que no se ocupa en clases, sino que ahí hay como una bodega. Parece que antes era sala de clases, pero ahora se usa para guardar cosas. Así que con el corazón palpitando me fui para allá y encontré la puerta abierta. Entré y ahí me quedé esperando a que apareciera mi profe.
Esperé como 5 minutos hasta que apareció con una carpeta que dejó en una mesa después de cerrar la puerta y ponerle un pestillo. Claro que la puerta tiene una ventanita de vidrio en la parte de arriba, así que me tomó del hombro y me dirigió hacia el fondo, detrás de un mueble. Allí sin mirarme, sin decirme nada, se bajó la parte de adelante del short y se tomó la pichula parada y dura, mientras con la otra mano me tomó de la nuca y me acercó al pico que inmediatamente me eché a la boca. Hizo un ruidito con los dientes como cuando a uno le gusta mucho algo y después me lo metió muy adentro; tanto, que me dio una arcada, pero igual me aguanté y le puse empeño en chupárselo bien rico, porque ya sabía que eso a él le gustaba mucho. Le chupé fuerte la cabecita y después me la saqué y le chupé los cocos, uno primero y después el otro, porque los tenía bien grandotes.
El profe me miraba muy sorprendido o muy excitado, no lo sé bien, gemía suavecito cada vez que pasaba mi lengüita por la parte de abajo de la cabecita de su pichula. Me daban ganas de morderla, pero sabía que no debía hacer eso porque mi papá ya me había enseñado. Pero igual me daban ganas.
Tomé sus bolas con una mano mientras con la otra aferraba la verga y la movía despacito de arriba y abajo mientras chupaba, a ratos despacito y a ratos más violentamente. Me gustaba eso de cuando lo chupaba bien fuerte se le ponía muy, muy dura y cabeceaba dentro de mi boca.
Estaba en eso, mirándole extasiado las bolas peludas y chupándole la verga cuando me tomó de la nuca y gimiendo me soltó toda la leche. Me pilló un poco desprevenido y me atraganté, pero me gustó beberla, calentita y directa desde su pico a mi boquita. Me pareció advertir que me miró fijamente cuando tragaba, parecía desconcertado.
Después rápidamente se subió los pantalones y me dijo que antes de salir contara hasta 30 y se fue. ¡Puchas! Me hubiera gustado que me hiciera cariñitos, pero parece que estaba medio asustado de que nos fueran a pillar. En eso se me ocurrió pensar en mi papá, él sí me haría cariñitos después de meterme el pico.
Torux
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