Mario y Miguel — Capítulos I y II
Capítulos previamente publicados en SST (inc, gay, Hh).
Capítulo I: Mi Papá Fernando
Mis primeros recuerdos son los de un padre muy cariñoso. Yo era hijo único y él estaba muy orgulloso de mí. Me sentaba en sus piernas y me daba de comer en la boca, me acariciaba mucho y a mí me gustaba tocarlo, besar su cara, y una que otra vez, besar sus labios. También me gustaba sentir ese particular y especial aroma, mezcla de tabaco y masculinidad que de él emanaba; me sentí siempre muy atraído por su olor y por su calidad de hombre grande. Mi padre era un hombre moreno, de pecho y piernas pobladas de vello oscuro, al igual que sus brazos.
Yo tenía alrededor de nueve años cuando mis padres se separaron y eso me afectó tanto que hasta caí enfermo por esa forzosa ausencia, aunque nunca dejé de verlo pues pasaba todos los fines de semana con él. Con el tiempo supongo que me acostumbré a verlo sólo los sábados y domingos, primero en la casa de la abuela y después en su propio departamento en el que tenía una pieza para mí solo. Claro que yo prefería dormir con él porque su olor me enervaba. Extrañamente, aún no sabía qué quería; tenía sensaciones, lo espiaba cuando se cambiaba de ropa, me intrigaba el tamaño de su bulto.
Por ese entonces ya mis compañeros de escuela comenzaron a cargarme con eso de «mariquita» y tocaditas en las duchas y todo aquello que hace miserable la vida de los homosexuales; en ese entonces comencé a tomar conciencia de mi gusto por los hombres. Y fue allí, en la escuela, donde tuve mi primera experiencia; creo que ya tenía once años de edad.
El urinario estaba vacío, habían tocado la campana para entrar a clases cuando un chico de un curso superior se presentó de pronto, se paró al lado mío y sacó la pichula afuera. No pude evitarlo, se la miré, él hizo espacio y sacó también las bolas; me puse rojo, pero me quedé clavado allí, mirando. Mi pitito se endureció tanto que me dolía y aquello se agrandó más. Su cabeza tocó la mía y creí morir de placer, restregó su pene contra el mío, agarró con fuerza mi culito y me dolió, entonces reaccioné y salí corriendo hacia mi sala de clases.
Ya me hacía la paja, no sé si antes o después del suceso, que anhelaba se repitiera. De allí en adelante todo se hizo más claro para mí: deseaba a papá. Sentía la urgencia de mi cuerpo por su cuerpo; quería sentir sus piernas, su abrazo viril, pero por sobre todo sentía una urgente necesidad de tomar su verga en mis manos y acariciarla para siempre. Hasta que al fin sucedió. Y ocurrió simplemente porque ya no aguantaba más.
Llegué una tarde a su departamento y lo encontré algo bebido. Se acostó antes que yo y poco después lo seguí; él ya dormía plácidamente. Con mucho sigilo, acurrucado a su lado lo empecé a tocar y a acariciar; primero toqué su pecho y luego bajé mis deditos con susto y nervios, es verdad, pero también con una gran calentura que no paraba; pronto mi mano se posó sobre sus genitales. Los sentí abultados. Mi corazón latía con fuerza y mi mano, lenta y temerosa, pero decidida, fue metiéndose a poco dentro del slip; mis dedos se perdieron en una impresionante mata de pelos que me parecieron maravillosos y de pronto…. la verga, caliente, gruesa. Las bolas peludas y deslizantes. Me volví loco. Me deslicé debajo de las sábanas y en la oscuridad de la habitación chupé con fruición el falo paterno; lamí sus bolas y sentí el sabor del macho.
Muy pronto la verga comenzó a crecer hasta llegar a convertirse en un monumento, en un Dios que, allí al fin lo supe, habría de adorar toda mi vida. Súbitamente mi padre se retiró, se sentó en la cama encendiendo la luz del velador y me miró espantado. Se cubrió y por un instante pensé que me iba a golpear. Entonces comencé a llorar asustado y tremendamente avergonzado. Él, sin decir palabra, me acostó a su lado, pasó un brazo por debajo de mis hombros, apagó la luz y cariñosamente me arregló el pelo mientras me consolaba.
Estuvimos así un rato hasta que me calmé y comenzaron las preguntas; que si me gustaban los hombres; que desde cuándo; que si alguien me había hecho algo. Le dije la verdad entre susurros, luego nos quedamos callados y abrazados mientras mi pene otra vez se erguía. Me sentía protegido por él que nuevamente preguntó: que si las mujeres…… que él me ayudaría… que me quería mucho… que era su culpa, etc.
Avanzada la noche me dormí abrazado a él. Cuando desperté era aún de noche, mi padre estaba ebrio. Había seguido bebiendo mientras yo dormía y ahora me despertaba con su aliento a alcohol a mi lado y sus dedos encremados hurgando en mi potito. Yo cooperaba, un dedo entró completamente. Lo hacía entrar y salir ininterrumpidamente mientras me daba suaves mordiscos en la oreja, en el hombro, en el cuello. Ambos de costado, enfrentados, abrazados, su pene entre mis piernas apretadas.
De pronto se acostó de espaldas y me sentó sobre él. Me dio instrucciones, la cabecita tocó mi agujero, me fruncí, me pidió que me relajara, me tiraba hacia abajo con sus manos en mis caderas; yo sujetaba firmemente su miembro con una mano a la entrada de mi virginidad recientemente traspasada por sus dedos y empujaba. Me dolía. Me pidió que me relajara y que hiciera fuerzas como para cagar (haga fuerzas como para hacer caquita, me susurraba). Lo hice y al mismo tiempo mi papito presionó con sus caderas y un tercio de su verga se enterró en mi potito infantil. Creí morir de dolor, pero ni por un instante se me ocurrió tratar de sacármelo. Una deliciosa sensación recorrió desde mi esfínter hasta mi estómago y al rato sentí que me desmayaba, un escalofrío recorrió mi cuerpo y comencé a temblar. Sentí su eyaculación, los borbotones que expulsaba parecían interminables. Nos quedamos abrazados, me besó en la boca, su lengua tocaba la mía y la chupaba, sus manos acariciaban mi espalda y su pene seguía en mi interior.
Para mí era inconcebible que se pudiera gozar tanto; rogaba porque esa noche no terminara nunca; que papá siguiera amándome como lo había hecho por toda una eternidad. Me susurraba:
–»¿Le gustó mi perrito?
–¡Sí! –gemí—, ¡Sí!, mientras apretaba mi esfínter para sentir la todavía semierguida pichula que me había hecho tan feliz.
Capítulo II: Mi hijo Mario
Me llamo Fernando, tengo 40 años y quiero contar lo que me ocurre hoy y cómo fue que llegué a esto.
Me casé a los 27 años con una mujer hermosa como un sol, con un cabello rubísimo y piel blanca que contrasta fuertemente con mi piel morena. La conocí en la universidad y fuimos novios desde estudiantes. Luego de egresar nos establecimos bien en nuestros trabajos y unos años después nos casamos y trajimos al mundo a nuestro hijo, el primero y el único, un par de años después.
Los primeros años fueron una locura de sexo y buen entendimiento. Jamás nos imaginamos que con el correr del tiempo nuestra relación terminaría como terminó… ni mucho menos que luego la vida nos volvería a juntar. Claro que esto último, ya por razones completamente distintas y, por mi parte motivado por el hecho de querer estar junto a mi hijo. De eso se trata esta historia.
Luego de separarme de mi mujer, nuestras relaciones trataron de seguir por un cauce civilizado, ni ella ni yo queríamos líos judiciales por la custodia de Marito ni mucho menos que él sufriera por culpa del desamor de sus padres. Así fue como llegamos a un arreglo para que Marito viviera con ella y pudiera visitarme a mi tanto como fuera posible. Yo me allegué en la casa de mis padres en un primer momento, pero luego ya armé un departamento para mí solo y con las comodidades necesarias para recibir allí a mi hijo, por ese entonces de 9 añitos.
Mi hijo es una maravilla, siento que mi amor por él es inconmensurable. Desde pequeño acostumbraba a sentarse en mis piernas para que le diera de comer y muy frecuentemente me llenaba a besos que yo respondía con todo el cariño que me inspiraba y me inspira aún hoy. Fue difícil internalizar el hecho de vivir fuera de casa y lejos de él.
Se hizo una rutina que Mario me visitara en la casa de mis padres y luego en mi departamento, a veces por fines de semana enteros. Yo no era completamente feliz, me sentía solo y mi hijo me servía de compañía, pero aún así, necesitaba algo más. Sexo. Poco a poco me aficioné a la bebida también, aunque nunca al punto de perder los estribos ni las riendas de mi vida. Esto nunca ocurría cuando Marito estaba conmigo, pero ocurrió un día, tal vez un año después de mi separación, que Marito llegó al depto. un viernes en la tarde y me encontró algo bebido, no mucho, pero lo suficiente para que él se diera cuenta. Me sentí mal por eso así es que muy luego me fui a la cama y le dije a Marito que se acostara también. Me sentía cansado y un poco vacío.
Mi hijo tiene una pieza propia en el departamento, pero suele acostarse conmigo. Es más, desde pequeño siempre ha sido muy cercano a mí. Al llegar del trabajo lo primero que ocurría al abrir la puerta era que Marito corría a aferrarse a mis piernas y luego no me dejaba ni a sol ni a sombra. Eso me hacía sentirme muy orgulloso. Ahora ya estaba un poco más grande, pero no me atrevía a mandarlo a dormir solo. Como ya dije, es un chico muy querendón de su padre.
Me dormí rápidamente, ni sentí cuando Marito se acostó a mi lado. Supongo que el cansancio y la bebida hicieron su efecto en mí.
No he tenido muchas parejas desde que vivo solo y eso me preocupa. No es que no tenga nada, de vez en cuando, alguna amiguita con quien saciar mis apetitos, pero siempre, por alguna razón quedo insatisfecho, es como una sensación de vacío que no sé con qué llenar. Extraño el buen sexo. Esa noche soñé con una de mis últimas conquistas. Sentía su calor a mi lado y sus manos acariciando los pelitos de mi barriga. Era un sueño extraño, a ratos era muy sexual, pero en momentos se hacía indefinible, me hacía sentir relajado, como en un estado de extraña placidez. A ratos esa amiguita se transformaba en mi esposa en los momentos buenos que tuvimos y sentía su mano en mi verga, acariciándola como ella siempre lo hacía. Su boca me rodeaba el glande y me succionaba pasando la lengua por toda mi cabecita. Luego eran mis pelotas las que mimaba con su ardor. Se sentía rico, pero era como tantas otras veces, sólo un sueño. ¿Un sueño?… Desperté de pronto horrorizado por lo que estaba sucediendo. Me senté y encendí la luz. No, no era un sueño, mi hijo sostenía mi verga enorme con una mano y con sus ojitos muy abiertos me miraba aterrorizado.
A duras penas me cubrí el bajo vientre mientras mi hijo comenzaba a sollozar. Lo atraje hacia mí completamente desconcertado y a la vez avergonzado. Más por estar así, con la verga aún palpitante, que por lo que había sucedido. Rodeé al niño entre mis brazos y lo consolé. Le hice muchas preguntas. Me sentía culpable. No sabía por qué, pero me sentía culpable. Tal vez porque lo que me estaba haciendo era lo que necesitaba y no podía permitir que ese pensamiento se apoderara de mí.
Un rato después logré que Marito se durmiera, pero yo no pude conciliar el sueño otra vez. Mi verga seguía dura y soltando jugos que corrían por mis bolas. Intenté pajearme, pero algo me decía que lo que quería era algo más. Por mi mente pasaban imágenes de Marito chupándome la verga, ensartado en ella Trataba de pensar en una mujer, pero la imagen de mi hijo volvía una y otra vez. Levanté la sábana y lo ví allí, acurrucadito dándome la espalda. Toqué suavemente su colita sobre el pijama. Me recriminé por eso, pero al rato le había bajado el pantaloncito sólo unos centímetros, lo toqué allí, pasé un dedo en una caricia imperceptible por su rayita, queriendo descubrir no sé qué cosa.
No sé cómo fue, realmente no lo sé. Un rato después le había bajado el pantalón dejando su colita completamente descubierta y me arrodillé a su lado poniéndolo de guatita. Abrí sus cachetes y acaricié su anito con mi lengua. Me sentía mal por eso, pero no lo podía evitar, era más fuerte que mi voluntad. Traté de meterle un dedo mojado en mi saliva. Pero él se movió y me asusté. Lo dejé y preferí levantarme un rato a fumar un cigarro.
Del cigarro pasé a tomarme un trago. Entré a la cocina y me serví un vaso, luego fue otro. Decidí acostarme nuevamente, pero ahora ya no podría echar pie atrás, era algo que se había metido en mi mente y no había manera que pudiera sacar ese pensamiento de mi cabeza. Antes de meterme a la cama, destapé a Marito y lo desnudé completamente. Me saqué el slip y acaricié sus nalgas con mi vergajo. Pasaba la pichula por entre sus nalgas dejando una estela brillante y húmeda con el líquido preseminal que no dejaba de brotar. Me ensalivé un dedo y poco a poco lo fui metiendo en su cuevita. Como resultaba un poco difícil hacerlo así, saqué una crema para las manos del velador y metí un dedo allí. Entró con mayor facilidad. Marito se movía como queriendo cooperar o eso al menos me pareció. Eso me enervó más y metí un dedo, luego otro. Lo penetraba ardiente, pero suavemente con mi dedo medio. Me acosté a su lado sin sacarle el dedo del hoyo y lo dí vuelta hacia mí. Lo comencé a besar en su carita, su cuello, le daba mordisquitos en su orejita. Todo ello sin sacar mi dedo de su culo que ardía. Aferró mi pene entre sus piernecitas y entonces, temiendo que me hiciera eyacular prematuramente, lo subí sobre mí y ya sin importarme nada, le fui diciendo qué hacer. De alguna manera quería disminuir la culpa y no sentir que era yo el que lo obligaba a hacerlo. Él cooperó, poco a poco la pichula fue entrando en esa caverna ardiente y estrecha que me estrangulaba y me hacía gemir de placer. Sabía que mi hijo sufría, pero nada haría que cejara en el intento. Así fue como me culeé a mi hijo. A los diez años, casi once, fue penetrado por su papá.
Mi hijo. Mi pequeño de once añitos aún por cumplir, cabalgaba obscenamente sobre el cuerpo maduro de su padre con sus ojitos cerrados por un placer supremo. Su gruta ahorcaba mi pene, pero de una manera deliciosa. ¿Sería capaz de renunciar alguna vez a ese supremo placer que mi niño me entregaba?.
Soy un hombre grande. Mi pecho está cubierto de espeso vello oscuro, mi pene es grueso y venoso, mis pelotas son dos esferas pesadas y colgantes, poderosas, mis brazos son fuertes y mis piernas dos troncos ásperos y duros. Cuánta diferencia con mi niño, él salió a su madre, era delgado y blanquito, sus facciones finas. Dos seres completamente distintos, pero entregados al supremo placer de dar y recibir amor. Era un espectáculo de lujuria sin igual. Sentí que no aguantaba más y exploté dentro de mi niño aferrándolo a mí y dándole todo lo que en derecho le pertenecía. Lo besé con ardor. Mi perrito también había gozado a su papito.
Al día siguiente lo llevé donde su madre. Estaba asustado, y no tuve valor para enfrentar la situación. Casi no hablamos. Antes de llegar a la casa de su madre, me agaché y le dije:
–Marito, no se olvide nunca que yo lo quiero mucho y muy pronto vamos a estar juntitos otra vez, ¿sí?
–Sí, papito –me dijo.
De ahí en más traté de ordenar mis pensamientos, pero día a día se me hacía más imperiosa la necesidad de poseerlo nuevamente. Comencé a frecuentar la casa de su madre en días de semana, cosa que yo no acostumbraba a hacer. Esperaba ver a mi hijo y hacerle sentir que yo era suyo, que no me había perdido.
Así fue como se fueron dando las cosas y unos meses después, había vuelto con su madre. Pero claro, yo no más sabía el porqué quería volver. Mi esposa me recibió de vuelta y si bien, no todo era miel sobre hojuelas, decidimos recomponer nuestro destino. Me esmeré en hacerla feliz, pero cada vez que hacíamos el amor, sentía que necesitaba ese otro hoyito abrazando mi pichula.
Nos cambiamos a una casa más grande con el afán de iniciar una nueva vida pero no era fácil. No había suficientes momentos a solas entre él y yo, pero al menos sabía que ahí estaba, que ya podría hacerlo mío nuevamente cuando la oportunidad se presentara. A solas en la cocina, le daba besitos en los labios y le hacía ver que eso sólo era entre nosotros. No sé por qué, si antes lo hacía también y era totalmente natural. Supongo que ahora quería que todo fuera lo suficientemente privado, como para hacer de esos momentos algo especial. No perdía la oportunidad de exhibirme ante él cuando salía de la ducha. Y Marito me buscaba, claro que sí. Tampoco él perdía oportunidad de mirarme la entrepierna cada vez que podía; y a veces, hasta pude conseguir que me la chupara rápidamente en el baño o en la sala en momentos en que mi mujer hacía sus cosas.
Otra oportunidad de culear un hoyito virgen se presentó poco después; no a mi hijo, claro, él ya no era virgen, a quien penetré en la siguiente ocasión fue a Miguel, un compañero de escuela de Marito que fue a buscar un cuaderno un día en que mi hijo y su madre no estaban en casa.
Torux
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