Me puntearon en el bus
Un tipo que se propasa me abre la mente a las delicias de otros horizontes.
Eran los 80 del siglo pasado. Regresaba de mi colegio en el bus apretado cuando un tipo comenzó a puntearme. Yo estudiaba en la tarde, por lo que en invierno ya estaba oscuro y las luces del bus eran tan tenues que dejaban en penumbra todo más allá de los hombros de las personas. El tipo me rozaba el trasero con su mano e intentó frotarse contra mí. Yo me molesté mucho y me alejé.
Pero en los días siguientes, mi fantasía sobre ser punteado por ese tipo se desató. Me corría la paja recordándolo. Lo había visto de perfil y en las semanas que siguieron lo buscaba con la mirada cuando pasábamos por donde había comenzado a puntearme.
Hasta que un par de meses después lo vi de nuevo en el bus. Estaba un poco lejos de mí. Mi arrechura se disparó y me abrí paso entre la gente hasta llegar a su lado. Yo estaba en tercero de media, era pequeño, delgado y culón. Me paré a su costado y él se dio cuenta de que me esforzaba por meterme delante suyo. Se retiró hacia atrás para dejarme espacio y yo me coloqué delante de él, dándole la espalda.
Apenas sentí su roce cauteloso cuando empujé mi trasero hacia su mano. Él, en la oscuridad, me agarró el culo y apretó. Yo para comunicarle mi deseo, llevé un pie hacia atrás y le acaricié la pierna.
Fue como un aviso para el tipo. Inmediatamente olvidó su cautela ante mí y se pegó a mi espalda. Yo sentí por primera vez el pene caliente de alguien aplastándose contra mis carnosas nalgas. Me quedé inmóvil, porque no tenía que hacer nada, él lo hacía todo. Se frotaba, empujaba, se meneaba, me agarraba las nalgas. Llegó a cogerme de la cintura para poder aplastarse con más fuerza contra mí.
También era pensante. No hacía todo eso de modo que las personas que nos rodeaban se dieran cuenta. Todo era contenido, disimulado.
A veces, yo llevaba mi mano hacia atrás para palparle el bulto caliente que se encerraba debajo de su pantalón. Él se ponía al costado para que yo procediera a apretarle y masajearle el bulto a mi gusto. Luego, cuando yo retiraba la mano, él volvía a su sitio detrás de mí para continuar punteándome.
Eso duró hasta que el bus comenzó a vaciarse. Mi casa no quedaba tan cerca del paradero final, pero poco antes de llegar, el bus se quedaba con asientos libres. En cuanto me di cuenta de que perdíamos la protección de la muchedumbre, me aparté. El tipo ahí fue un poco insistente, pero yo no deseaba que me viera nadie, así que me alejé, y cuando bajé en mi paradero, él no me siguió.
Durante unas cuantas semanas me corrí la paja pensando en esa punteada que me habían dado. Las mujeres me gustaban y arrechaban, quería follarme a cada hembra que conocía, incluidas las de mi familia. Pero descubrí entonces que también me gustaba ser la mujer. Y deseaba ser la hembrita de ese tipo.
Un tiempo después lo volví a ver. Él estaba caminando cerca de un cine, por una calle donde pasaba mi bus. Yo entendí que era mi oportunidad y gritando que bajaba, detuve el bus. Corrí hacia atrás buscándolo y lo encontré. Él seguía caminando por la vereda. Me le acerqué y de frente lo saludé tímidamente. Él me miró y no me reconoció de inmediato. Pero era un homosexual pedófilo, le gustaban los niños y adolescentes, y ahí tenía uno, un colegial delgado, potón y guapo que le pasaba la voz en la calle.
Se me acercó sonriendo y yo le dije tímidamente que nos habíamos conocido en el bus, cuando él me estaba punteando. Ahí me recordó y me preguntó sonriendo si me había gustado. Yo le dije que sí. Cuando me preguntó si quería más, asentí en silencio, sonriendo y mirando al suelo. Me avergonzaba mi conducta, pero mis ganas me avasallaban.
«Podemos ir al cine», me dijo, señalando el portón cercano. Era un cine que pasaba películas pornográficas. «¿Me van a dejar entrar?», pregunté. Yo estaba con uniforme de colegio. Él contestó que sí y me dejé conducir.
En la taquilla, el tipo compró dos boletos. Cuando el vendedor le dijo que no podían pasar menores de edad, el tipo sacó otro billete y se lo entregó. “Siéntate cerca de la salida de emergencia”, masculló el vendedor. “Por si entra la batida”.
Nos adentramos en el cine. La pantalla era una enorme vagina rezumante recibiendo un vergón gigante. Me sentí un pigmeo. En la oscuridad, el tipo me jaló de la mano hasta unos asientos cercanos a la puerta de emergencia. Comprobó que se abría a un callejón adyacente y se sentó junto a mí.
Yo ni vi la película. Recuerdo que me comenzó a chupetear el cuello y los labios mientras sus manotas me agarraban por todos lados. Una mano me apretaba los genitales, que estaban estallando dentro de mis pantalones, y la otra me apretaba las nalgas.
Entonces, se retiró, se bajó la bragueta y su pene saltó al aire, enhiesto. “Chúpamela”, me susurró. Yo se la agarré y me entró un estremecimiento delicioso cuando sentí su textura firme y suave, caliente y palpitante. Me incliné abriendo mi boca y me lo metí dentro. Comencé a chupársela como en las revistas porno que había leído, botando mucha saliva y succionando con fuerza. No dejaba de frotarle el tronco mientras le lamía y mordisqueaba suavemente el glande. El tipo se retorcía de gusto, presa de mis manejos. Yo estaba súper excitado, mi pene me dolía, apretadazo dentro del pantalón.
Entonces el tipo me dijo: “Voy a acabar”. Yo apreté con más fuerza y le comenzó a brotar la lechada. Caliente y viscosa, con un sabor agradable, me la tragué todita, aferrado a su verga, inclinado en esa butaca de cine, olorosa a petróleo y sudor.
Seguí prendido al pene mientras este iba perdiendo firmeza, se convertía en un trapo mojado, se desarmaba. Yo seguía pegado a él como una lamprea, lamiendo y extrayendo los últimos jugos que chorreaban.
Respirando pesadamente, el tipo me empujó para que lo soltara. En la oscuridad, alumbrados por el reflejo de las parejas gigantescas que follaban, me dijo que yo era excepcional. Usó esa palabra. Y me preguntó cómo estaba, Yo le dije que estaba arrecha. Me puse el género femenino por primera vez. Estoy arrecha, le dije. Uf, bufó él, nuevamente excitado. Lo supe porque su pene volvía a ponerse duro, yo seguía manoseándolo mientras hablábamos.
“Pero quiero ir a otro sitio”, me dijo. “¿Tienes tiempo?”.
¡El tiempo! Yo estaba regresando a mi casa. ¡Qué dirían mis padres! Asustado, le pregunté qué hora era y cuando me lo dijo, supe que estaba en problemas. Debía inventar alguna excusa, pero ante todo ya era hora de volver. Ambos salimos, él también un poco preocupado por mí. Me dijo que iba a tomar un taxi, me llevaría.
Fue así como aquella noche mis padres me creyeron cuando les mentí sobre mi ingreso a la banda de música del colegio. La misma noche que chupé pene y tragué semen por primera vez.
Además, el tipo y yo quedamos en encontrarnos tres veces a la semana en mi paradero. Él subiría detrás de mí al bus y pasaríamos un agradable viaje, él punteándose a un muchachito complaciente y yo dejándome puntear por un hombre pervertido.
Con el tiempo, lo seguí a su casa, un pequeño departamento casi al final del trayecto del bus. Allí al fin pude usar ropita de hembra para mi marido, que me hacía chillar como putita, follándome con fuerza y fiereza. Pero esa es otra historia.
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