Memorias de la infancia: Don Flavio 1
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por dulcesitoconsal.
Mamá y yo vivíamos en una casa rentada que tenía dos habitaciones, una era para ella y la otra para mí, aunque estaban divididas tan sólo por una pared con un pasillo sin puerta, así que prácticamente era como un solo cuarto.
Recuerdo que era una casa bastante fresca y ventilada, que comunicaba con un patio trasero por un pasillo repleto de luz.
Al final del pasillo había algo así como otro departamento, formado por un amplio salón, un baño y un cuarto más pequeño, sin muebles.
Hago esta descripción de la casa porque ese fue mi mundo durante una parte de mi niñez, en donde tuve maravillosas aventuras con mis amigos… y con otros personajes que no eran mis amigos, pero que se las ingeniaron para jugar conmigo de maneras terribles y deliciosas a la vez.
Mi madre se divorció de papá apenas nací.
No viene al caso narrar las circunstancias de la ruptura, tan sólo me parece importante destacar que no tuve, por tanto, una figura paterna en casa, salvo mis tíos por parte de mi madre y algunos primos, mayores y menores.
Si en algo nos parecíamos mis primos y yo, es que ninguno de ellos tenía papá en casa.
Nací en 1965 en Guaymas, Sonora, México.
Las historias que voy a contar narran mis inicios precoces a la sexualidad, tomando como hilo principal mi infancia a los cinco o seis años.
Con bastante frecuencia, mi madre me dejaba en casa de una tía mientras ella se iba a trabajar a una enlatadora de sardina.
Era obrera y se ocupaba toda la mañana.
Realmente no puedo decir cuándo sucedió mi primer contacto de tipo sexual porque siempre estuve en medio de un puñado de muchachos mayores que yo, de 7, 9, 12 o quince años, entre primos y vecinos del barrio.
La calle por las tardes era, como solía decirse por entonces, un chamaquero.
Juegos, carreras, escondidillas, grupitos de adolescentes mayores fumando bajo algún árbol.
Así eran para mí los días, entre parientes y vecinos.
Y desde que tengo memoria, les conocía las nalgas y los huevos a todos mis primos.
Supongo que siendo yo el menor, en sus juegos eróticos infantiles encontraron en mí un muñequito con quien entretenerse.
Y digo que lo supongo porque no recuerdo el momento exacto en que comenzaron sus juegos libidinosos, simplemente están aquí, en mi memoria.
Me acuerdo que se quitaban la ropa y se mojaban con la manguera del agua en el traspatio de su casa.
Esperaban que su mamá (mi tía) saliera a las compras cotidianas de la mañana y me dejaban encargado con ellos, particularmente con el mayor, lógicamente.
Bajo el calor del sol, los primos corrían, brincaban, sudaban, de pronto alguien disparaba el primer chorro de agua con la manguera y comenzaba otra guerra.
Yo los veía sentado a corta distancia, pues no me dejaban jugar con ellos, era muy chico, tres, cuatro años, quizá.
Mis primos me veían como un hermano menor y me estimaban bastante, pero no me dejaban jugar con ellos en sus juegos de peleas y correr, así que sólo me limitaba a verlos.
Ellos tenían bien calculado el tiempo que mi tía tardaba en hacer las compras.
Sabían que buscaba pretextos para dilatar su regreso, pues le gustaba andar en la calle, se entretenía de más, pues.
Al final del patio de la casa de mis primos había un cuarto pequeño, que alguna vez estuvo destinado a sanitario y regadera al que le habían clausurado todos los servicios, estaba vacío y no se usaba.
Excepto por el resumidero de la regadera, lo demas no funcionaba.
Eso convertía ese lugar en un fresco escondite para toda clase de juegos, pero en particular, para entrar todos juntos y sin ropa a remojarse con el chorro de agua de la manguera.
Eso les encantaba a mis primos.
Deben haber tenido entre los 7 y los 12 años, mis primos M, N, O y P (déjemos sus nombres verdaderos aparte, no importan).
Como dije, entre juego y juego, se acaloraban, se mojaban y finalmente se quitaban la ropa, quedando desnudos y libres en la mañana de sol.
En el verano sonorense las temperaturas suben muchísimo, por eso los primos terminaban sudorosos y oliendo a perro.
Mi primo P, el mayor, me llamaba y yo acudía corriendo, alegre porque me dejaban entrar y me mojaban.
Como andaba en trusa, por el calorón, me desnudaban y comenzaba entonces el otro juego… y los muy cabrones me decían: tú ganaste Pollo! –nunca supe por qué me decían pollo, pero no me importaba- Y comenzaban a jalarse el pene, los cuatro, del más chico al más grande.
Tú ganaste! significaba que me daban el honroso primer puesto para chuparles las vergas a los cuatro.
Estaban extrañamente bien dotados para sus edades, aunque en correspondencia con su desarrollo infantil.
Se la pasaban midiéndose la talla usando la punta del pulgar y la punta del dedo medio, y de acuerdo con sus manitas infantiles, a todos les medía igual o un poquito más de lo que registraba el espacio de sus dedos estirados, de punta a punta.
El mío era una bellota.
M y N, los más pequeños, se reían mucho mientras les chupaba sus penes, pero se peleaban por el tiempo que les tocaba para que yo los lamiera.
O y P… esos eran diferentes, más grandes y robustos, especialmente P, quien era el mandamás, el que decía cuánto tiempo y a quién se la iba a chupar el pollo.
Cuando me tocaba mamársela a O, P tenía que calmarlo, porque quería meterme todo su miembro hasta la garganta y me hacía que me ahogara y me dieran ganas de vomitar.
“O” era bastante brusco, me tomaba la cara con sus dos manos y me metía la lengua en la boca.
A mí me gustaba el sabor de su saliva, me gustaban mucho los besos.
Luego me colocaba mis dos manitas en su verga y me decía que la chupara.
“O” debe haber tenido unos diez años de edad, pero era bien vago y hasta fumaba.
Todos teníamos prepucio, lo cual a mi
me gustaba particularmente, porque me emocionaba bajarles la piel y lamer sus cabecitas, brillosas, saladitas.
Para cuando me tocaba mamársela a P, ya los demás se la chupaban unos a otros, los chiquillos muertos de risa y el loco de “O” les picaba el culo con los dedos, entre juego y juego.
P vigilaba y ponía orden, despues de todo era el mayor.
De doce años, más o menos, tenía unos pelillos incipientes brotándole en la ingle.
Misma talla de verga, midiéndola como haciendo “una cuarta”, de punta del dedo pulgar a la punta del dedo medio, bien estirados… pero tenía la mano más grande.
O y P estaban, comparativamente, más vergudos que M y N, pero el más grueso, fuerte y grande era el de P.
Él guardaba para mí una botella de refresco, siempre.
Me daba traguitos porque sabía que tendría sed despues de estar mamándosela a los demás.
Se echaba chorritos de cocacola en la verga y se le hacía una espumita que sonaba y me dejaba lamerle hasta las bolas.
P era distinto, la pubertad había llegado para él y la verga le palpitaba y se le ponía duro todo el cuerpo.
Me apartaba de los demás y los dejaba jugando a merced de “O”.
A mí me besaba y me acariciaba con su lengua, ponía mi manita en la suya y hacía un sube y baja ritmico en su miembro, su respiración cambiaba y me apretaba contra su estómago y se frotaba contra mi cuerpo.
Yo me dejaba querer.
No me lastimaba, y me gustaba el juego en el que todos nos saboreábamos.
De pronto se detenía y me mandaba con M y N.
Entonces le decía a “O” con voz de mando: ven.
A “O” se le iluminaba la cara y de inmediato se hincaba, se ponía en posición de mamar verga y lo hacía a su modo, tragándose toda la pieza, con movimientos ensayados ya muchas veces.
P cerraba los ojos y le soltaba chorros de esperma en la boca a su hermano.
“O” se los bebía deliciosamente, goloso y contento.
No sé cuantas veces jugamos ese juego, pero al pasar el tiempo P comenzó a distanciarse, ya no quería jugar conmigo ni con sus hermanos, es decir, simplemente creció y comenzó a tener otros intereses.
Se convirtió en un primo grande, casi señor.
M, N y O no tenían tanto liderazgo como su hermano mayor, así que los tiempos de jugar en el cuartito quedaron en el pasado.
Un par de años después, me inscribieron en la escuela primara.
Había cumplido seis años.
Pasaba mucho tiempo en casa de mi tía.
Después de todo, ahí estaban mis primos y en la calle los amigos de la infancia.
Yo siempre fui de sangre ligera, entrón para lo que fuera y no me importaba si quedaba entre puros chamacos más grandes que yo.
Algunas veces me hicieron bullying, pero me reponía con facilidad.
No faltaba un fin de semana que no le pidiera a mamá que me dejara dormir en casa de los primos, pues eran pícaros y sabían contar historias de miedo que a mí me ponían los pelos de punta, pero me fascinaban.
Sobre todo las que contaba “O”.
Los tiempos de acariciarnos mutuamente habían pasado, al menos para ellos, como que ya no les llamaba la atención y su curiosidad ya había sido saciada.
A mi no me pasaba igual.
A mi la curiosidad se me volvió un legítimo juego que me gustaba poner en práctica siempre que podía.
Una noche de fin de semana, me quedé a dormir con los primos.
“O” se ofreció a compartir su cama conmigo, pues no había camas extra.
Yo la pensé un poquito, porque “O” era –y sigue siendo- el más rudo, de manera que sus juegos siempre son de someter o de lucha libre que siempre ganaba.
Yo con seis años y el de 12 o 13.
Bien, dije.
Compartiremos la cama, pero no me hagas llaves de lucha, ni me aplastes.
Él sonrió y me dio un coscorrón, suave, pero marcado.
No seas llorón, me dijo.
La noche transcurrió entre juegos de mesa y cuentos de espantos.
Luego nos fuimos a la cama.
Era invierno, diciembre, porque había luces navideñas en la ventana.
La tía nos cobijó a los dos, quedamos sepultados bajo el peso de tres cobertores y nos dispusimos a dormir.
La tía apagó la luz y el cuarto quedó a oscuras.
Se iluminaba intermitentemente por una luz naranja que salía de un calentador eléctrico, de aquéllos de resistencia.
Se encendía y se ponía rojo, con un sonido característico, emitiendo calor.
Luego el termostato lo apagaba y el cuarto quedaba en silencio, oscuro.
Y se repetía en la noche una vez tras otra.
Nos dormimos en trusas, “O” abrazándome, pegado a mi espalda.
Cómo me gustaba sentirlo detrás, fuerte, respirando junto a mi oreja.
Había cumplido su palaba, no me hizo ninguna llave de lucha libre, no me torturó.
Y me dejé llevar por el sueño.
No sé qué hora sería, tal vez de madrugada.
Me despertó una risa apagada, cómplice de la oscuridad, apenas perceptible.
“O” estaba hincado frente a mi cara, con una mano se recargaba en la cabecera de la cama y con la otra sostenía su verga erecta, gruesa y con sus venas marcadas por la presión de la sangre.
Se reía y me pasaba por encima de los labios la cabeza de su miembro, dejando hilos transparentes de baba, entonces se agachaba y lamía mis labios, saboreando el sabor de mi boca y su pre semen.
Al meter la lengua en mi boca, sentía la sal de su jugo, y me acordé de P, porque tenían el mismo sabor.
“O” se dio cuenta que había despertado, porque le regresé el gesto tocando su lengua con la mía.
Despues de todo, hacía mucho tiempo que no jugábamos.
¿Qué estás haciendo? le pregunté.
Sh! dijo, callate, vas a despertar a mi mamá, y se va a encabronar.
Me acordé, dijo, que cuando estabas más chiquito te gustaba jugar a mamarnos la verga… Sí, dije, tambien me acuerdo.
Quieres mamar un ratito, pollo? Te ganaste el primer lugar! me dijo casi en secreto, riendose.
Entonces entendí el truco, pero me dio risa.
Nos estábamos riendo, secretamente, como cómplices.
“O” me había quitado ya la trusa y tambien él estaba desnudo.
No hay punto de comparación entre el cuerpo de un joven de 13 años y un niño de seis.
Para mi era un juego rico y secreto, pero para “O” seguramente era otra cosa.
Se arriesgaba a que lo viera mi tía.
Pero no le importaba, seguramente porque lo que buscaba le prometía gran recompensa.
Su verga en mi boca no cabía y, la verdad, no sabía ni cómo comenzar a mamarla, toda mi experiencia anterior estaba nublada por recuerdos de bebito, y si había chupado otros pitos, los de mis amigos en el barrio, habían sido de niñitos como era yo entonces, niños jugando a reconocerse en juegos de tocarse y chupar.
Pero ya mi primo había crecido y su verga era amenazante y olorosa, dejaba salir mucho pre semen y yo lo lamía porque me gustaba mucho su sabor.
Y comenzó a tratar de meterla hasta mi garganta, como antes, sólo que ahora P no estaba para detenerlo.
Era inútil porque no cabía en mi boca.
Topaba con mi paladar y hasta ahí llegaba.
Insistir hubiera sido demasiada violencia y “O” lo comprendió en algún momento.
Ay, pollito, dijo.
Todavía estás chiquito, dijo, sacandome la verga de la boca.
No, le dije, sí puedo, sí puedo, verás que te la mamo todo lo que quieras… tu babita está muy rica, dije.
Y le agarré con las dos manos el miembro y me lo volví a poner en la boca, lamiéndolo, saboréandolo, al menos la cabeza quedaba bien justa en mi boca.
Tengo esa imagen y ese sabor guardados en la memoria, su cuerpo de joven, mucho más grande que yo, iluminándose con la luz del calentador y oscureciéndose, tan sólo el zumbido de la resistencia al calentarse y un chasquido leve, despacito que hacía mi lengua al chupar la verga dura de mi primo “O”.
De pronto se tensó su cuerpo y su miembro se puso muy duro, palpitando.
Por un momento ví en mi memoria a “P” cuando se tensaba igual, pero volví a lo que estaba haciendo cuando “O” puso sus piernas sobre mi cabeza, con sus rodillas sobre mis hombros, en la cama.
Su mano izquierda apoyada sobre la pared encima de la cabecera, su mano derecha sosteniendo con fuerza la palpitante verga con su glande jugoso en mi boca, se movía despacio metiendo y sacandola de mi boca, tratando de no hacer ruido… con mis manos podía sentir sus nalgas y su ano, algunos pelillos, y sus testículos como aterciopelados balancéandose hacia mi barbilla, sin tocarla.
Los sentí calientes y duros en la mano, los quise apretar un poco y ahí fue cuando “O” ya no pudo más y vació su esperma en mí.
Ay, puta! susurró.
Varios chorros de líquido caliente que no cabía en el poco espacio de mi boca, se desbordaban por mi cuello y hasta mis oídos.
Lame, lame, decía, con los ojos cerrados y la voz casi imperceptible.
Disminuyó la agitación en su pecho, cesó de fluir el esperma, pero se quedó en la misma posición, como para que yo pudiera ver, oler y seguir lamiendo, cosa que hacía con gusto.
Yo estaba muy sorprendido por lo que había pasado, no había probado el semen de nadie, y no pensé que fuera a suceder.
“O” me dijo, dame tu manita, ven, aprieta y exprime… Y en la punta de esa verga caliente, por el orificio brotó una gota densa y blanca, como una perla líquida, que de inmediato deposité en la cuenca de mi lengua, saboreándola.
Mi primo lamió de mi cara y mi pecho todo lo que se había derramado en mí.
Me dio muchos besos y me dejó dormir agarrado de su miembro, ya frágil y terso.
No me dormí hasta que dejó de sacar fluído.
Cada gota iba a mis labios, como la miel que tienen algunas flores.
Estos son sólo algunos pasajes de mi infancia.
Sólo juegos de niños aprendiendo a reconocer sus alcances y sus límites.
Con el tiempo vendrían otros eventos un poco más impactantes a mi vida, eventos terribles y a la vez deliciosos.
En su momento, les presentaré a Don Flavio y sabrán por qué esta serie de relatos lleva su nombre.
Nos vemos.
Agradeceré enormemente sus comentarios.
excelente