Mi efebofilia 1 – "Juan, ojos azules"
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por meteorotuc.
Conocí a Juan siendo un niño de 13 años, acuerpado sin ser gordo, de vivaces ojos azules. Educado y respetuoso tal vez al extremo, como pocos otros. Simpático y agradable al trato como vecinos cada vez que uno se cruzaba con él y sus padres en la escalera o el ascensor. Estudia música y toca el piano. Es su pasión. Sus padres, profesionales ambos, habían moldeado su carácter que, a mi parecer, parecía sumiso a ellos. Digamos que un niño sobreprotegido.
Reconozco haberme sentido atraído por él. Aunque jamás se me ocurrió intentar acercarme a él de modo privado. Fue el tiempo y sucedió casi al revés, y casi también por casualidad.
A sus 14, casi 15, había obtenido más independencia. Se movía solo, lo veía salir y regresar de su colegio, del conservatorio, del supermercado. Había empezado a fumar, a escondidas claro, y eso lo llevó a pedirme en confianza le convidara un cigarrillo un mediodía que me lo encontré al llegar a casa en el portal del edificio. Se lo di con la condición que no fuera a delatarme si lo pillaban. Me aseguró que sí, que no había problema. Que estaba solo en casa hasta la tarde que volvían sus padres. Fue un instante de complicidad que se repetiría a partir de entonces.
Fueron muchas las veces que coincidíamos entrando o saliendo.
Cierta vez me contó que casi lo pillaron un día que su madre regresó antes y olió a tabaco en la casa. Le aconsejé tuviera cuidado, y me preguntó si podía subir alguna tarde a mi casa y compartir unos cigarrillos con tranquilidad. Yo siempre preocupado por mi intimidad y evitando suspicacias vecinales traté de que entendiera que si subía debía ser discreto. Aceptó con una sonrisa que demostraba esa complicidad en la que estábamos y un dejo de picardía por la travesura que iba a cometer.
Vivo en el ático, sin vecinos colindantes, lo que favorece a mi privacidad. Estoy solo desde hace unos años; mi familia quedó lejos en mi tierra. Mi casa es mi mundo, donde sólo entra quien yo quiera que entre. Juanito, como le llaman sus amigos, subió una tarde poco después de la comida, y pasó unas horas conmigo. Charlamos de todo, de música, de sus estudios, de los vecinos. Le invité a merendar algo antes de que él se bajara a su casa y yo saliera rumbo al trabajo.
La sorpresa vino al día siguiente cuando cerca de las 2 de la tarde me tocó la puerta de casa con suaves tres golpes. Volvía Juan a visitarme. Intuí que esto se iba a repetir casi a diario, y me preocupó. Claro, empezaba a sentirme invadido. Intercambiamos números de móviles y acordé con él siempre preguntar por sms si podía subír. Lo entendió a la vez que empezaba a cuestionarme los por qué. Le costaba entender mi punto de vista de que era su bien propio. Nunca fue bien visto una relación de amistad entre un jovencito y un adulto, y no estaba yo interesado en escandalizar vecinas.
Con el tiempo agarramos mucha confianza, al punto de él descubrir mi bisexualidad y de entender y aceptarlo sin mayores conflictos. Empezó a abrirse en sus conversaciones tratando temas más íntimos, contándome de su relación con sus padres, de su soledad, de lo estructurada de su vida, de sus pocos amigos. Con su emotividad a flor de piel se atrevió a llorar delante de mí, a yo ofrecerle un abrazo de consuelo y tener ambos un primer contacto físico que me puso en estado de alerta y excitación y de lo que él no fue ajeno. Algo había cambiado.
Una tarde fría de invierno lo esperaba para ver juntos una película en plan sofá y manta. Mi morbo estaba disparado al punto de estar dispuesto a conseguir lo que pudiese llegar a darse. Teníamos tiempo libre hasta cerca de las 7 de la tarde y había quedado a las 2. Llegó con una mochila donde, para mi sorpresa, traía un pijama. Sorprendido yo y con mucha gracia él me dijo que le gustaba estar así de entrecasa. Entró a mi dormitorio a cambiarse, luego hice lo mismo yo, y nos fuimos a la sala. Fue muy fácil adormilarse bajo la manta en el sofá, la película tampoco ayudaba mucho. De pronto nos vimos muy cerca el uno del otro. Pasé mi brazo por sobre sus hombros, se acurrucó aún más a mí y nuestra excitación surgió como por arte de magia. Pronto ya estaba acariciando su rostro, su cuello. Él abrazándome el pecho y suspirando quedamente. Le agradaba y me agradaba. No me impidió meter mi mano bajo su camiseta y tocar su pecho, sus pezones. Subió su rostro hacia mí y, con ojitos vidriosos y mirada de deseo, me besó.
No hacían falta palabras. Se montó sobre mí refregando su pene en el mío. Me dejó tocarlo todo. De su espalda bajé a sus nalgas, redondas y carnosas. Incluso me permitió aventurarme en su ano virgen, a la vez que él empezaba a tomar con sus manos mi verga y masturbarme. Le propuse avanzar más, desnudarnos e intentar penetrar, si así lo quería. Pero me dijo que no con su cabeza, que otro día. Bajó hasta mi verga en todo su esplendor, y liberándola de mi pijama empezó una tímida mamada que me llevó al cielo. Su torpeza me excitaba tanto como el empeño que le ponía. No se atrevía a tragarse todo mi falo; entiendo que le costaba. Le pedía que pasara su lengua a la largo de mi verga y lo hacía. Yo llegaba como podía a su culo con una mano mientras la otra frotaba su polla adolescente, esplendorosa y húmeda. Detuve su mamada para echarlo de espaldas y bajar su pantalón y ofrecerle la primera felación de su vida. Se retorcía de placer. Tomaba sus huevos a la vez que tanteaba con mis dedos la circunferencia de su ano. No logré entrar, pero sí lo disfrutaba.
No duró mucho más. Se vino con una corrida abundante y dulce. Un poco la tomé en mi boca y es resto se volcó en su vientre con suspiros profundos y gemidos de plena excitación. A mi turno de acabar, me monté en su pecho acercando mi polla a su boca. La besó un poco y entendí que no iba a gustarle tomarse mi leche. Me masturbaba con furia hasta que exploté en su rostro. Me vine un montón. Su cara era un poema al éxtasis vivido.
Le había agradado, era evidente. Aunque como era de esperar, lo notaba sumido en una especie de vergonzosa timidez. Quizás lo abrumaba las consecuencias de esta travesura. Traté de llevarlo con naturalidad y simpatía. Nos limpiamos y lo abracé. Nos recostamos muy juntos otra vez bajo la manta del sofá y nos dormitamos. Todo había sucedido en poco tiempo. Nos dio tiempo a relajarnos.
¡¿Qué hemos hecho?!, fue su expresión. Le pregunté si la había pasado bien y si le había gustado. Me dijo que sí. Le dije que ¡no hicimos nada! Nadie le iba a preguntar nada, porque a nadie le importaba nada.
Mirándome, se sonrió y me besó. Definitivamente, algo había cambiado.
Nuevas tardes habrían para ganar en confianza y complicidad. Para avanzar en nuestra intimidad. Esa que tenemos desde esa tarde invernal del 2008.
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