Mi jefe, el pizzero
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Hola, buenas.
Lo que voy a contarles sucedió realmente, hace un par de meses.
Para respetar mi intimidad y la de los involucrados, no diré de dónde soy y cambiaré los nombres de los aludidos.
Ante todo, me llamo Pedro y tengo 21 años.
Soy de un pueblo no muy grande, en la costa, donde abundan los turistas.
Como he terminado los estudios recientemente y me hace falta dinero, entré a trabajar como camarero en un restaurante italiano, muy modesto y acogedor.
La comida era muy buena, había ido varias veces a cenar y me pareció una buena idea: así estaría trabajando en un lugar agradable y familiar, a pesar de no tener nada que ver con mi carrera.
Así que me presenté allí, le entregué mi currículum al dueño y a los tres días estaba vestido con una camisa blanca en el restaurante para mis dos semanas de prueba.
Desde el primer día Carlo fue muy amable conmigo.
Él era el dueño del local, el encargado de hacer que el restaurante siguiera adelante y, además, hacía las pizzas.
Era italiano, no sé cuántos años llevaría ya en España, pero lo cierto es que aún tenía un profundo acento del norte de Italia.
Carlo era alto, mediría algo más del metro ochenta y pesaría unos noventa kilos.
Se veía bastante bien a sus cincuenta años, a pesar de usar gafas sin montura y tener poco pelo.
Sus ojos eran muy profundos, castaños, y su boca, enmarcada en una barba semi-canosa de varios días, era increíblemente sensual.
He de reconocer que desde el principio cada vez que me hablaba me ponía nervioso, pues los acentos siempre me han dado mucho morbo.
Para que podáis haceros una idea de cómo soy yo, os diré que soy algo más bajo que Carlo, no llegando al metro setenta y cinco, y estoy en bastante buena forma.
Suelo ir al gimnasio y mantener la línea, así que sin ser ningún Adonis, tengo un buen cuerpo.
Soy moreno y siempre llevo barba, bien recortada y cuidada.
Desde un primer momento, cuando llegué al restaurante, supe que me iban a explotar.
Iba a echar muchas horas mal pagadas y además trabajando más que el resto de los empleados… pero lo cierto es que no me importaba.
Realmente necesitaba el dinero, así que me esforcé todo lo que pude las dos semanas de prueba y al final el puesto fue mío.
Al principio Carlo no me llamó la atención más de lo que ya os he contado sobre su acento, pero poco a poco fue demostrando cierto interés en mí que no podía dejarme indiferente.
Me hablaba más, y más cerca que al resto de los empleados, siempre preocupándose por cómo se había desarrollado la jornada o si estaba todo bien.
Cada vez que lo hacía, ponía su mano en mi hombro o en mi pierna, mirándome fijamente y hablándome casi en susurros con ese acento que tan nervioso me ponía.
Sin darle mucha importancia, los días se sucedieron sin mayores contratiempos, aunque sus acercamientos cada vez eran más obvios.
Si ambos coincidíamos en la barra, en vez de esperar a que pasáramos de uno en uno, lo hacía a la vez que yo, rozando su cuerpo contra el mío.
Si a lo mejor yo estaba limpiando la encimera, él siempre encontraba algo allí que necesitaba urgentemente y se arrimaba a mí para alcanzarlo, poniendo su paquete contra mi culo.
Fue en una de estas que me di cuenta del paquete tan delicioso que tenía.
Él lo tomaba todo de forma natural, sin hacer ningún comentario fuera de lugar y sin miradas furtivas que pudieran delatar cualquier tipo de interés sexual hacia su joven y nuevo empleado.
Poco a poco todos esos roces inesperados fueron haciendo mella en mí.
Lo cierto es que andaba muy necesitado, puesto que hacía cerca de un año que no tenía sexo con nadie… y acabé por tener serios problemas para ocultar mis erecciones en el restaurante.
Llegó un momento en el que no hizo falta que él me rozara… tan sólo con ver los pelos de su pecho asomar por la camisa me ponía a cien.
Cada vez que me apartaba delicadamente para pasar, ponía su mano en mi costado –bastante más abajo del costado- y notaba cómo apoyaba suavemente su paquete en mis nalgas, para luego soltarme rápidamente y seguir con lo que estaba haciendo.
Cada vez que lo hacía me empalmaba.
Solía dar alguna excusa para entrar al almacén a buscar manteles de papel o cualquier cosa para hacer tiempo y que se me calmara la excitación.
Cada vez me parecía más atractivo: su forma de hablar sobre todo, cómo se dirigía a mí; su boca, su barbilla con hoyuelo, el pelo de su pecho, sus brazos fuertes (no sé si de amasar las pizzas), su paquete: abultado lo justo, lo suficiente como para marcar su hombría sin parecer que lo buscaba.
Cuando ya pensaba que iba a tener que dejar el trabajo si la situación continuaba así, los acontecimientos dieron un giro inesperado.
Era sábado, yo había entrado a trabajar más tarde porque no esperábamos mucha clientela debido a las fiestas del pueblo, y Carlo no necesitaba a tanta gente.
Sobre las once y media comenzó a mandar a sus casas al resto de empleados: camareros, cocineros, etc.
, ya que como habíamos previsto, no había a quién atender.
Cuando yo estaba preparándome para irme también, Carlo me detuvo:
-“Pedgo”, quédate tú a cerrar conmigo hoy, que quiego que aprendas por si alguna vez hace falta.
Yo asentí algo fastidiado, no os lo negaré, ya que tenía intención de irme con mis amigos de fiesta en cuanto saliera de allí.
Pero mi fastidio duró poco.
Cuando ya sólo quedamos Carlo y yo, me explicó cómo se cerraba la puerta del local, que era vieja y se atascaba continuamente.
Me mostró cómo se cerraba la cancela metálica y a correr todas las cortinas –el local estaba rodeado de grandes ventanales que era preferible mantener cerrados.
Durante el proceso lo noté más raro de lo natural: demasiado atento a mí, hablándome muy fijamente, entre titubeos, claramente nervioso.
Una vez acabamos, me fui tras la barra a recoger mis cosas: mi sudadera, mi móvil, todas mis pertenencias que solía dejar en un cajón bajo la encimera.
Cuando quise darme cuenta, él estaba justo detrás.
Me incorporé.
-¿Tú estás a gusto, “Pedgo”? –me dijo, mirándome de arriba abajo.
Detenidamente, como nunca solía hacer.
-Por supuesto –asentí, mientras veía cómo se iba acercando y ponía su mano en mi hombro.
-Yo estoy muy contento con tu “tgabajo”.
Cgeo que tienes muchas posibilidades, y he estado pensando en darte más “gesponsabilidades”…
Lo cierto es que no estaba entendiendo por dónde iban los tiros.
No sabía por qué me estaba diciendo aquello, sólo notaba que cada vez estaba más cerca y su tono era muy distinto al natural.
Yo tenía la barra a mis espaldas, así que no podía retroceder: estaba prácticamente acorralado.
No obstante, tampoco me interesaba alejarme, si os digo la verdad.
Él seguía hablando, y yo asentía sin mucha convicción.
Tenerlo a mi lado me estaba poniendo nervioso: sabiendo que estábamos solos… viéndolo tan cerca, prácticamente podía olerlo… Había pasado su brazo por mi hombro y casi me hablaba al oído.
No pude aguantar más y se me fue la vista a su siempre marcado paquete.
Cuál no fue mi sorpresa al ver que estaba empalmado.
Llevaba unos pantalones chinos de color beige que estaban completamente abultados.
Su polla se marcaba claramente detrás de la tela, empujando contra la cremallera desde el interior.
En cuanto la vi solté un suspiro y él se dio cuenta.
Era imposible que no lo hiciera cuando su cabeza estaba tan sólo a un palmo de la mía: sabía perfectamente hacia dónde estaba mirando; y yo no podía apartar la vista… Me había quedado petrificado.
Fue entonces cuando, mientras seguía con su brazo izquierdo en mi hombro, su mano derecha bajó lentamente hasta el bulto que era su polla y comenzó a sobarlo.
Yo empecé a respirar con dificultad, pesadamente, mientras notaba cómo mi polla crecía salvajemente en mis pantalones.
Él ya no hablaba, respiraba muy cerca de mi oído mientras se manoseaba el paquete ante mis ojos.
-¿Te gusta? –me susurró-.
¿Te gusta lo que ves, “Pedgo”?
En ese momento mi lívido se desató y juraría que me convertí en otra persona.
Lo miré directamente a la cara al intentar decirle que sí, pero me fue imposible porque ya tenía su lengua dentro mi boca.
Me besó apasionadamente, agarrando mi cara con ambas manos mientras me empotraba contra la barra y sentía todo su cuerpo contra el mío.
Su polla, dura, quedaba contra mi ombligo, y Carlo la movía despacio, como embistiéndome, volviéndome completamente loco.
Su lengua se movía ávidamente en mi boca, lamiéndome, penetrándome lo más hondo que podía; mordiéndome los labios, besándome las mejillas y más tarde el cuello y las orejas.
Para entonces yo ya no podía más, estaba a mil y se lo dije.
Él me respondió con un beso profundo en los labios y, agarrándome del culo, me aupó sobre la encimera.
-Me encantas, “Pedgo”, me pones a mil –me decía, mientras me abría la camisa y desabotonaba mis pantalones-.
“Quiego” comértelo todo… estás buenísimo, cazzo.
Con la camisa desabotonada se puso a besarme el cuello, luego el pecho, para después ir bajando hacia los pezones.
Se entretuvo un rato allí, lamiéndolos y mordisqueándolos mientras con sus manos me abría el pantalón y me agarraba la polla, que la tenía dura como un bate de béisbol.
De una sacudida me acabó de sacar los pantalones y los echó a un lado, mientras me besaba el ombligo y comenzaba a bajar.
Enterró su cabeza en mi paquete, aspiró su aroma y comenzó a lamerme los calzoncillos, que estaban impregnados en líquido preseminal.
Entonces se irguió, me besó de nuevo mientras me bajaba los calzoncillos y se metió mi polla en la boca.
Ahogué un fuerte gemido mientras sus labios bajaban por el tronco de mi rabo y su lengua jugueteaba con la punta, al tiempo que con una mano me acariciaba el pecho y con la otra los cojones.
No me lo podía creer.
Tenía a mi jefe mamándome la polla sobre la barra del restaurante donde trabajaba cada día, donde solía servir bebidas a los clientes.
Mi jefe, que duplicaba mi edad y podría haber sido mi padre… pensar aquello sólo me ponía más burro.
Dejé de intentar controlar los gemidos y, con la mano derecha sobre su cabeza, guie su movimiento a lo largo de mi polla, modulando su velocidad.
De vez en cuando Carlo paraba para tomar aliento y para saborearme los huevos, metiéndoselos en la boca y jugueteando con ellos, para luego volver al plato principal.
Otras veces se detenía, jadeando, y me besaba con pasión, metiéndome la lengua bien hondo, compartiendo conmigo el sabor de mi propia polla.
-¡Para, para! –le susurré, mientras lo apartaba-.
No quiero correrme todavía.
Estaba a mil, pero por mucho que quisiera correrme en su boca y llenársela de leche, aún era pronto.
No hizo falta insistirle, le dio un último lametón y se incorporó.
Esta vez fui yo el que fue al encuentro de sus labios, mordiéndoselos, besando sus mejillas y su cuello.
Mientras mi boca hacía ese recorrido, mis manos le desabrochaban el pantalón: su polla palpitaba en su interior, deseosa de que la liberaran.
Introduje mi mano dentro de los calzoncillos y Carlo se estremeció, comenzando a jadear aún más rápidamente.
Su polla estaba muy mojada, no paraba de lubricar por la excitación.
Entonces me bajé de la barra y me arrodillé frente a él.
Su polla era preciosa, no hay más palabras para describirla.
Aunque no era excesivamente grande –mediría alrededor de diecisiete centímetros-, sí que era bastante gorda, y tenía un glande que parecía dibujado, perfectamente proporcionado, muy rosa.
Sus cojones eran gordos y estaban hinchados por la excitación.
Se los agarré y me llevé la polla a la boca.
Su sabor y su olor eran muy fuertes: a hombre, a macho.
El líquido preseminal que no paraba de soltar le daban un regusto muy salado, pero delicioso… Comencé a mamársela con frenesí, como si fuera el primer alimento que me llevaba a la boca después de semanas sin probar bocado.
Saboreé primero el glande, mamándolo a conciencia con los labios, jugueteando con la punta de mi lengua, para luego metérmela casi toda en la boca y comenzar un mete-saca que casi me producía arcadas.
Carlo gemía sin parar, acariciándome el pelo y a menudo empujando mi cabeza hasta casi meterme los pelos de su pubis por la nariz.
“Cómemela” repetía una y otra vez, entre otras palabras y guarradas que yo apenas alcanzaba a oír.
Llegados a ese punto, yo no podía más.
Me sentía completamente liberado, como si hubiesen soltado a una fiera de su jaula dispuesta a devorar todo cuando se cruzase en su camino.
Aún de rodillas y con su polla en la mano, lo miré y le dije:
-Fóllame.
Quería sentirlo dentro.
Quería tener esa polla taladrándome el culo, quería que me follara, que me convirtiera en su puta.
-Vale –me dijo-, pero aquí no, espera.
Me incorporó y me besó una vez más.
Entonces se puso a buscar las llaves del baño, que en aquél momento no sabía dónde las había dejado.
Era una imagen bastante cómica, verlo con los pantalones por los tobillos y la polla empalmada buscando las llaves por todo el restaurante.
Gracias a dios no tardó mucho y pronto estábamos encerrados en el baño.
Mientras nos besábamos y le acariciaba la polla, le desabroché la camisa –que aún llevaba puesta- a la vez que él jugueteaba con sus dedos en mi culito.
-¡Qué culazo tienes! –balbuceó, con su lengua en mi boca.
-Reviéntamelo –susurré.
De una sacudida me dio la vuelta y me puso contra el lavabo, de cara al espejo.
En su reflejo vi cómo Carlo se relamía y me separaba las nalgas para directamente después comenzar a comerme el culo.
Fue la sensación más jodidamente placentera que había sentido en mucho tiempo.
Su lengua pasaba por mi ano una y otra vez, rodeándolo, ensalivándolo para asegurarse de que su polla me entraba sin problemas.
Poco a poco fue introduciendo su lengua en mi agujero, cada vez más adentro, una deliciosa y cálida follada que me ponía los pelos de punta y hacía que encogiera los dedos de los pies.
Yo gemía y suspiraba, notando cómo Carlo introducía un dedo en mi culo.
Escupía y lo introducía un poco más.
Podía oírlo gemir, un sonido gutural alojado en su garganta mientras lamía mis nalgas y me metía otro dedo más en el culo.
De pronto noté su cálida lengua en mi oreja, jugueteando con ella, mientras un tercer dedo se sumaba al suave metesaca que me estaba propinando.
Estuvo así varios minutos, mordisqueándome la oreja y besándome el cuello a la vez que me follaba con sus dedos, cada vez más profunda y más rápidamente.
-Ven aquí –me dijo, cogiéndome del brazo y arrastrándome con él hacia el inodoro.
Carlo se sentó sobre la tapa, entreabrió sus piernas y por ellas se asomó su polla erecta, que apuntaba directamente hacia mí.
Mirándome profundamente, Carlo me colocó sobre él, acariciándome y besándome la cara.
Nos fundimos en un apasionado beso mientras me sentaba sobre él y notaba cómo su rabo resbalaba entre mis nalgas.
Sin mediar palabra, tan sólo mirándonos con toda la pasión y el deseo que nos inundaba, Carlo agarró su polla y la dirigió a la entrada de mi culo.
No teníamos condón, pero a esas alturas nada nos importaba.
Yo sólo podía pensar en tener ese trozo de carne dentro de mí, en fundirme con Carlo hasta que ambos desahogásemos todo el deseo y la lujuria que habíamos acumulado estas semanas trabajando juntos.
Noté la cabeza de su capullo en la entrada, apretando.
Suspiré.
Mientras mi jefe empujaba lentamente su tranca dentro de mí, nuestros labios apenas se rozaban, nuestras narices muy juntas, nuestras miradas cruzadas.
Su aliento en mi boca me enloquecía, haciendo que yo mismo dejara caer mi peso sobre su polla.
Lo cierto es que me estaba doliendo porque hacía mucho tiempo que nadie me la metía, pero lo soporté porque no había nada que deseara más en aquél momento.
Una vez hubo entrado la cabeza, el resto tan solo fue deslizándose en mi interior despacio.
Me ardían las nalgas, notaba cómo mi ano se estaba acomodando al tamaño de su polla y creía que no iba a aguantar el dolor.
Carlo se dio cuenta, debido a mis gemidos y mis muecas de dolor, y comenzó a besarme y a acariciarme todo el cuerpo, a fin de que no reparase en la molestia mientras mi culo terminaba de habituarse a él.
Sin embargo, Carlo no fue capaz de esperar a que el dolor se disipara.
Poco a poco empezó a mover las caderas de delante hacia atrás, despacio, mientras con sus manos sobre mi cintura me atraía hacia sí.
Yo solté un ruidoso gemido que Carlo acalló besándome en los morros.
Empezó así un suave vaivén, metiéndome la polla poco a poco, tan sólo uno o dos centímetros cada vez, mientras yo enloquecía al notarla, caliente y palpitante, ensanchar las paredes de mi culo.
Yo estaba abrazado a él, mis brazos alrededor de su cuello y mis piernas haciendo pinza en su cintura.
Así, tan pegado como estábamos, mi polla quedaba aprisionada contra su barriga y con cada embestida que él me daba, yo enloquecía de placer.
Entonces empecé a moverme yo también sobre él, dándole a entender que estaba preparado para que me follara de verdad.
Carlo entendió perfectamente el mensaje.
Se sentó un poco más al filo del váter y comenzó a embestirme desde abajo, a la vez que tiraba de mí hacía sí con ímpetu.
Notaba su polla penetrándome profundamente, más adentro cada vez, húmeda y ardiendo.
Notaba mi propio rabo, empapado en pre-semen, frotarse contra el vello de su torso.
Y notaba su lengua recorriendo mi cuello, mi oreja, mis labios… Estaba a mil.
Y él también, a juzgar por cómo su polla lubricaba mi culo sin parar, facilitando cada vez más su follada.
Yo gritaba cada vez que me embestía y él no paraba de gemir como un toro, mirándome a los ojos y mordiéndose el labio inferior.
Los dos sudábamos, abrazándonos y sintiendo cómo nuestras pieles resbalaban, buscando el máximo contacto posible.
Estuvimos así unos cinco minutos y le susurré al oído que iba a correrme.
Él se detuvo, me sacó la polla y se puso en pie.
Con rudeza, demostrando quién mandaba, me colocó sobre el váter, bocarriba, mirándolo, y levantando mis piernas volvió a metérmela hasta el fondo.
Yo estaba muy incómodo, pero el placer que sentía al tener su polla dentro me hacía olvidar todo lo demás.
Desde esa postura podía ver todo su torso peludo, su barriga, su pecho sudado, y podía acariciarlo mientras él me aguantaba los tobillos con sus manos para seguir penetrándome.
Su follada era cada vez más salvaje, más rápida, y aunque yo no me estaba tocando la polla, notaba que no iba a aguantar mucho más y se lo dije.
Entonces me la volvió a sacar, se arrodilló frente a mí y se metió mi polla en la boca.
Con un par de dedos siguió follándome el culo mientras me la comía, poniendo todo su empeño para que yo terminase.
Con dos gemidos largos, me corrí en su boca.
Carlo seguía mamando ávidamente, tragándose toda la leche que yo le disparaba directamente al interior de su boca, gimiendo sonoramente a la vez.
No dejó que se escapara ni una gota.
En aquel momento, Carlo se incorporó, volvió a penetrarme de una sola embestida y me besó, metiéndome la lengua hasta la campanilla mientras me bombeaba el culo de nuevo.
No tardó mucho hasta que la sacó de golpe y la dirigió hacia mí, cabezona como era, empezando a soltar lefazos que me caían por todo el cuerpo y me alcanzaban hasta la cara.
Instintivamente cerré los ojos y abrí la boca, y un par de chorros de semen caliente me cayeron en la lengua.
Se lo enseñé y lo saboreé, tragándomelo igual que él había hecho.
Nos fundimos entonces en un beso apasionado, jadeando aún por la excitación.
Yo estaba completamente desnudo y tenía todo el pecho y el abdomen lleno de semen, y alguna que otra salpicadura en la barba.
Él seguía desnudo de cintura para abajo, pero no le importó aún llevar puesta la camisa para abrazarme y que su leche nos manchase a ambos.
Ahora, además de sudor, también tenía la camisa llena de semen.
Sin decir nada más, nos vestimos.
Yo me demoré un poco más al tener que limpiarme todo el cuerpo con papel higiénico, y él se dedicó a terminar de recoger lo que habíamos dejado a medias en el restaurante.
Una vez hubimos terminado, salimos a la calle.
Antes de despedirnos, busqué su mirada, pero parecía incapaz de mirarme después de lo que había sucedido.
Con un simple adiós, se metió en su coche y se fue.
Aquello me turbó durante los días siguientes.
Ambos habíamos disfrutado muchísimo y no entendía por qué de repente se comportaba así.
Para mí había sido una experiencia sin igual y me pajeaba cada día pensando en él, en su polla, en su cuerpo.
No descubriría lo que ocurría hasta la semana siguiente, que volvió a llamarme para trabajar… y “hablar”.
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