Mi primera vez
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Perder la virginidad no tiene nada de mágico. Por mucho empeño que le pongas no escaparás de maquillar tu inseguridad aplicando los conocimientos adquiridos en el porno. Hasta que te das cuenta -lamentable revelación- que no se folla como en el porno. Ni es cómodo ni se disfruta. Vale, se hace mucho deporte pero es como intentar copiar un Van Gogh con Plastidecor: no convence ni su ejecución ni el resultado.
Y yo pasé por esto no una sino dos veces. Ya sabes como fue mi primera vez con una mujer y lo que me costó sacudirme los miedos para poder empalmar. Tuve que intentarlo unas cuantas veces y solo lo resolví con la complicidad de mi pareja y buenas dosis de paciencia. Y esto es algo que no se suele tener en un polvo de una noche.
Antes de mi primera relación homosexual mi mejor amigo (que también era gay reciente y cuya vida es asombrosamente parecida a la mía) me sentó para darme unos consejos a seguir con la misma solemnidad que las reglas de los Gremlins.
La principal y más importante (comparable a la de "no dar de comer después de medianoche"): no te acuestes con el primero que salga a tu camino. Me dijo que me tomara mi tiempo, que no tuviera prisa y que solo lo hiciera cuando estuviera muy seguro de ello. Él cometió ese error y lo pagó con un lío mental.
¿Y qué es lo que hice yo? Pues acostarme con el primero que tuve a tiro. ¿Qué iba a hacer? Los niños no aprenden a andar sin pegarse unas cuantas tortas. Y a mi me faltó tiempo para darme la primera.
Era un chico que conocí en un bar, uno de los primeros de ambiente a los que fui. Recuerdo esos momentos como algo casi mágico. Entrar de repente en un sito lleno de tíos que buscan tíos. Me pareció, por unos segundos, un paraíso. Aquí no hay equívocos. Todos buscamos lo mismo. Y eso me hizo sentir como en casa.
Al enterarse de mi salida del armario algunos amigos me sacaron a rastras a los bares. Y en una de esas salidas montaron una especie de subasta para presentar al mundo la última novedad, yo. Uno de los que pujaron por mi en ese juego tan tonto fue un joven estudiante y nadador.
Nuestra primera cita, semanas después, fue en su casa. Compartía piso con otros estudiantes pero estaban todos fuera de fin de semana. Me preparó una cena en un piso desordenado, sucio y cutre propio de un piso de estudiantes. Me di cuenta en ese momento del desfase horario de mi vida. Empezaba a tener citas con hombres en una especie de segunda adolescencia pero a mis 32 años. Eso era una ventaja aliñada de inconvenientes. Para empezar, tu cabeza está ya suficientemente en su sitio como para no tolerar según que gilipolleces. Y, para terminar, hay ciertas comodidades que llegan con la edad y a les cuales es muy difícil renunciar. Y eso incluye una cocina limpia sin paellas con comida de días atrás en el fregadero o consumir productos que no sean de marca blanca.
Cenamos pechugas de pollo de receta estudiantil y tomamos vino para distender el ambiente. No teníamos mucho en común pero agradecía su interés. Era un joven de veintitantos, pelo rubio y ojos claros. La natación le había dejado unos hombros anchos pero no tenía un cuerpo especialmente esbelto. Era más bien bajito y no podría decir que fuera mi tipo ni mucho menos. Era, simplemente, alguien interesado en mi.
Después de cenar salimos a tomar una copa. Nos pasamos la noche de taxi en taxi y de bar en bar y, en cada uno de ellos, tomábamos un gin-tonic. Llegué, por fin, a la discoteca que me costaba poner un pie delante el otro. Mi cabeza daba vueltas pero mi cuerpo se movía al ritmo de una música electrónica y aburrida.
El nadador se me plantó delante de la cara y me puso la lengua en la boca. Me susurró al oído: me gustas mucho. Bailamos un poco más y me propuso volver a su casa. Y yo dije que sí. Recuerdo que, al subir al taxi, le solté: no se que estoy haciendo. Pero a él pareció ni importarle. Me tenía en el bote.
Llegamos a su casa, me quité los pantalones y me senté en la cama. Él volvió del baño en camiseta y me sorprendió verle empalmado. No se a que vino mi sorpresa. Quizá porque era la primera erección ajena que veía en directo. O quizá por la rapidez con la que demostró su alegría de estar conmigo.
Me desnudó sin compasión y sin dejar lugar al erotismo y nos besamos en la cama. Lamió mi cuerpo y bajó hasta mi pubis. Y empezó a chuparme la polla. Le puso mucho esmero pero mi erección ni se intuía. Mi cuerpo no reaccionaba. Me frustró que lo que siempre había soñado, estar con un hombre desnudo, me provocara la misma indiferencia que ver un perro mear en una farola.
El nadador sabía mi historia, sabía que él era el primero y entendió que le pidiera que parara. Así que se tumbo y me puse, por primera vez, una polla en la boca. Chupaba como había visto en las películas pero sin saber muy bien donde presionar y succionar. Apliqué la sabia estrategia de hacer lo que a mi me gustaba que me hicieran. Pero le hice una mamada bastante chapucera.
Segundos después de tener su polla entrando y saliendo por mis labios, mi boca empezó a llenarse de saliva. Síntoma inequívoco que estaba a punto de pasar algo bochornoso: tenía que vomitar. Me disculpé como pude y me fui corriendo al baño y vomité con todo mi desespero.
Volví avergonzado y me excusé con los gin-tonics. Nos acariciamos un rato pero no quise dejar pasar la oportunidad. Volví a chupársela. Ahora estaba yo tumbado y él de piernas abiertas encima de mi pecho. Al rato me avisó que se iba a correr. Me saqué la polla de la boca y le masturbé hasta que se corrió en mi pecho. Lo hizo con abundancia y con unos chorros intensos que solo había visto en las películas. Se disculpó por haberme pringado en ese sentimiento de arrepentimiento que suele acompañar un orgasmo y le dije que no me importaba. El semen nunca me ha provocado asco. Al contrario.
Dormimos un rato y, a la mañana siguiente (solo horas después), noté su polla dura en mis nalgas. La mía parecía reaccionar por fin. Soy de esos que tiene un despertar un tanto fogoso. Chupó por fin mi polla dura (o lo máximo que conseguí) y luego me propuso follar. Me preguntó si era activo o pasivo y le miré con la misma cara que escucharía a un chino darme indicaciones de tráfico.
Los dos miramos mi polla y vimos en seguida que si eso tenía que entrar en cualquier agujero iba a ser necesario un collarín de yeso como mínimo. Así que se puso el condón, me humedeció el ano con lubricante y empujó hasta que me penetró.
Todo el mundo dice que la primera vez duele como si arrancaran un brazo. Pero su polla entró con una facilidad que me lleva a una conclusión: la tenía larga pero muy delgada. Me estuvo dando por el culo con mis piernas encima de sus hombros. Al sacarla se me escapó un pedo. No era algo nuevo para mi. A mi ex también le entraba aire en la vagina y, a veces, sonaba un pedo. Pero otra cosa muy diferente es que el pedo saliera de un sitio que suele ser fuente de malos olores. Entendí que el sexo entre hombres acarreaba también grandes dosis de escatologia.
Me puso de cuatro patas y volvió a darme por el culo. Yo empujaba hacia atrás con fuerza, simplemente aplicando la teoría que había estudiado en las películas porno. Era un acto despojado de cualquier emoción o sensación. No me excitaba, ni me sentía mejor ni peor. Simplemente ejecutaba mi papel de pasivo. Minutos después mi saliva delató las ganas de vomitar así que tuve que correr al baño de nuevo. Mi cabeza seguía dándome vueltas.
Volví, comprobó que estaba bien, me puso a horcajadas enfrente de él y yo empecé a pegar saltos arriba y abajo, nuevamente, como en las películas. Él se maravilló con mi iniciativa y me dijo que había nacido para ser pasivo, algo que todavía sigo sin saber con certeza.
Al cabo de mucho rato, demasiado incluso, se quitó el condón y se corrió en mi pecho de nuevo.
Me propuso dormir un rato más pero sentí la necesidad de huir. Especialmente después de vomitar una tercera vez.
Salí ese domingo, a las 11 de la mañana, con la ciudad todavía en slow motion y el frío en la cara. No me sentía con fuerzas de sonreír. Había tenido mi primera experiencia sexual con un hombre y me sentía decepcionado. Casi estafado. ¿Era eso para lo que había dejado toda mi vida? ¿Me habría equivocado? Evidentemente estaba sufriendo cada una de las consecuencias contra las que me advirtió mi gran amigo. En mi aventura por encontrarme me había perdido por completo.
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