Mí primera vez con el albañil 1/3
Cómo de adolescente trabajar en una obra en construcción me hizo conocer un albañil de 43 años que me hizo enamorar.
En ese momento tenía 13 años, había comenzado mis vacaciones de verano y mi madre insistía en que consiguiera un trabajo por las tardes para no estar en casa todo el tiempo. Esa búsqueda me llevó a conocer al gran amor de mi vida, un albañil de 43 años que jamás volvería a ver.
A esa edad había comenzado a ver porno con frecuencia y me pasaba el tiempo haciendome la paja y explorando mis fantasías. Sabía que me gustaban los hombres, pero nunca lo había probado, y pensaba que nunca lo haría. Criado por una madre soltera, confesarle mi orientación no era una opción.
Un día llegó a casa con un trabajo para mí: ayudar en una construcción, removiendo el pasto y sacando unos árboles cortados que llevaban años en ese terreno. Claramente fui de mala gana; no quería trabajar, y menos bajo el sol.
Al llegar a la obra, encontré a tres albañiles trabajando. Los saludé tímido. Eran atractivos a su manera, o quizá era mi libido descontrolada, pero de inmediato me fijé en uno de unos 20 años, delgado, con tatuajes en los brazos. También estaba un hombre mayor y, finalmente, uno de unos 43, de brazos anchos, pecho grande y algo de panza. Su rostro era duro pero agradable, con unos ojos profundos y oscuros.
El trabajo resultó ser agotador. Especialmente bajo el sol. Pero esa exigencia física me hizo conectar con los albañiles, en especial con Renzo, el de 43, que solía quedarse hasta el cierre de la jornada. Al poco tiempo, el chico de 20 dejó de interesarme. Su personalidad me desagradaba y se burlaba abiertamente de mí.
Todo cambió en una tarde de calor insoportable. A eso de las 15:00, los otros dos se habían ido y yo me esforzaba en arrancar un tronco del suelo cuando la vista se me oscureció y me sujeté de lo que pude para no caer. Sentí que Renzo se acercó por detrás y me sostuvo por la espalda.
—Mucho calor, pibe —dijo.
No respondí para no parecer débil, pero me dejé guiar hasta la construcción, donde me senté en un balde. Me dio un vaso de Coca-Cola, y en ese momento una sensación de seguridad me envolvió. No tenía cómo agradecerle. Ese gesto despertó algo en mí.
Renzo se quitó la remera. Su piel morena brillaba de sudor. Tenía algo de vello en el pecho. Nunca había mirado porno de maduros, pero aquel hombre despertó un deseo inesperado.
—Pegate una ducha —me sugirió.
—Cuando llegue a casa —respondí, avergonzado.
—No seas boludo, pendejo —y, sin previo aviso, me roció con agua de una botella.
Se rió y, con la misma naturalidad, se bajó los pantalones sucios, quedando en ropa interior. Sus piernas eran gruesas, velludas. Su bóxer estaba algo gastado y se le marcaba el bulto, que me pareció enorme. Volcó más agua sobre su cuerpo.
—Mirá, pibe —dijo mientras se mojaba—, no nos pagan lo suficiente para cagarnos de calor. Y a vos menos. No vaya a ser que te dé un bobazo bajo el sol.
Esa noche, al llegar a casa, me metí a la ducha y me masturbé como nunca. El simple recuerdo de Renzo, su actitud, su cuerpo, me volvía loco. Desde entonces, cada mañana iba a la obra con entusiasmo, solo para pasar tiempo con él.
El viernes, al final del trabajo, nos quedamos solos como siempre, pero esta vez él no se fue a su hora habitual.
—¿Qué hacés acá todavía? —le pregunté.
—Espero hasta las ocho para irme. Hoy voy a buscar a una mina que trabaja cerca. ¿Viste qué culo tiene la hija de puta?
—Sí, la vi un par de veces. Es una mujer trans.
—Nene, es una mujer. Cuando crezcas, vas a darte cuenta de que todas las manzanas son iguales si se pueden comer —dijo, guiñándome el ojo.
—Pero vos tenés familia —solté, sabiendo que tenía esposa e hijos.
—Es un gusto, pibe. No voy a dejar a mi mujer por una puta. Es como hacerse una paja, pero con alguien más. Además, no la estoy cagando con otra.
Se empezó a desvestir como si nada.
—Che, si no te jode, haceme un favor —me dijo—. Subite a esa silla y tirame agua con esta botella. No quiero irme chivado.
Obedecí, pero inesperadamente se bajó los bóxers y empezó a lavarse. Su verga era gruesa, grande, con piel gruesa y venas marcadas. Me calenté tanto que tuve que excusarme para buscar más agua y acomodarme la erección.
Esa noche, me masturbé hasta que me doliera la pija. No podía sacarme a Renzo de la cabeza. Tuve que esperar al lunes para volver a verlo, pero el trabajo estaba por terminar y solo me quedaban dos días más. Debía aprovecharlos.
El lunes, cuando quedamos solos, me preguntó:
—¿Nunca fuiste de putas vos? ¿Tu viejo no te llevó?
—No tengo viejo. Y no, nunca me llevaron.
—Ah, garrón —respondió.
Mientras me subía a la silla para tirarle agua, se volvió a desnudar. Esta vez, su verga no estaba dormida. Era gruesa, gomosa, con venas marcadas. Lo miré más de la cuenta. Entonces, inesperadamente, puso su mano sobre mi entrepierna.
—¿Y esto, pibe? —preguntó.
—No es nada —respondí nervioso, bajando de la silla de inmediato.
—No pasa nada, pibe —dijo, secándose.
Se acercó por detrás y me tomó de los hombros.
—¿Pensás que el viernes no me di cuenta? Ya pasé por eso, pendejo.
Se acercó más, pecho contra pecho.
—¿Querés tocar algo? —susurró.
Puse la mano en su pecho. Estaba frío por el agua. Entonces me tomó del cuello y me besó. Nunca había besado a nadie. Sus labios gruesos guiaron todo. Me atreví a tocar su verga, que se endureció de inmediato.
Se sentó en un balde y me hizo una seña. Me arrodillé. Nunca lo había hecho y estaba lleno de nervios. Al principio me costó, pero me esforcé. Ver su expresión de placer me animó a seguir. Su panza sobre mi cara, su pecho subiendo y bajando. Sin previo aviso, contrajo las piernas y acabó en mi boca. Sentí su semen espeso llenándome la boca. Lo tragué con esfuerzo.
Se levantó, usó lo que quedaba del agua para lavarse y se cambió.
—Dale, pibe, que me esperan con la comida en casa —dijo, con una sonrisa.
—¿Estuvo bueno? —pregunté.
—Para tu primera vez, sí —respondió—. Pero mañana hay que volver a laburar.
Cerró la obra y salimos juntos. Finalmente, lo había hecho. Y me había encantado. No podía esperar a que se repitiera.
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