Mi segunda vez
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Newland.
Me costó mucho volver a acostarme con un hombre. Y creo que, en buena medida, influyó mucho mi desastroso primer polvo. Me dejó bastante descolocado. Sentí, de repente, el terror de haber empezado a cruzar un puente para darme cuenta de que no estaba seguro en ninguno de los dos extremos. Lo había analizado con mi psicóloga, lo había hablado con mi familia y mis mejores amigos y lo había confesado a mi ex-mujer para llegar a… ¿a donde?
Meterse en la cama con alguien y ver que tu cuerpo está muerto de cintura para abajo no solo es algo un poco embarazoso sino difícil de manejar en la cabeza. Supongo que es el chasco nada raro de tener una imagen mental que, con el tiempo y la imaginación, se ha hecho casi un sueño y que, al no encajar con la realidad, te deja desamparado. Quizá pensé que todo sería tan fácil como había visto en el porno. Si esas situaciones me excitaban, ¿por qué no me pasaba lo mismo cuando lo estaba viviendo en directo?
Llegué a pensar que me había equivocado y que debía dar marcha atrás y meterme de nuevo en el dichoso armario. Pero al final comprendí que necesitaba cierto tiempo (mucho, de hecho) para acostumbrarme a mi nuevo papel.
Seguí saliendo por el ambiente de la mano de mi mejor amigo. Allí me encontré con algunos amigos gays que me interrogaron con la mirada con solo verme. La mayoría no abrió ni la boca. Comprendieron que era otra de esas incorporaciones tardías y se solidarizaron con mi desconcierto regalándome su complicidad.
En los bares me sentía abrumado y utilicé mi fachada de timidez infantil para esquivar cada una de las insinuaciones o gestos de los chicos que abrían fuego a discreción para interactuar conmigo. Nunca había sido bueno en eso y tampoco esperaba que mi salida del armario fuera a cambiar nada.
Una de esas noches se incorporó al grupo que se fue haciendo habitual un amigo de un amigo. Era un chico alto y corpulento, con una barba frondosa pero recortada y de voz suave. Trabajaba para una compañía aérea en el aeropuerto. Intercambiamos un par de frases y nada más.
Salimos del bar y nos fuimos a la discoteca. Era un local donde la gente de todo tipo iba a ligar. Gays pero también heteros en busca de las amigas de los gays. Pero yo, con mi debilidad por la buena música, iba a bailar. De hecho casi me molesta cuando mis amigos me dan la coba cuando suena música que me gusta. Necesito sudarla y que cada músculo de mi cuerpo se mueva a su ritmo.
Así que, sin querer, fui un poco borde con todo el mundo. Por eso me sorprendió cuando, de repente, ese chico espigado se me puso detrás y me cogió por la cintura. Supe al instante por donde iba e intenté que los espasmos de mi cintura que acompañaban la canción que sonaba dejaran claro que no iba a conseguir lo que se proponía.
Pero algo pasó en mi cuerpo que, sin autorización de mi cabeza, se giró y le estampó un beso en los labios. De repente todas las teorías que había fabricado después de la lección que recibí de mi primera vez se fueron al traste. Lo besé por inercia, sin que me apeteciera, forzando a mi yo gay a reaccionar de una vez. O quizá fueron los gin-tonics de nuevo.
Salimos de la discoteca y me propuso ir a su casa. Me hice el remolón, no para jugar con él, sino porque mi cabeza intentaba en vano enviar un mensaje claro: no lo hagas. Pero lo hice.
Nos metimos en un taxi e hicimos el trayecto en silencio. Llegamos a su casa, un pequeño y oscuro estudio a los pies de una colina que daba a un parque, y nos sentamos en el sofá. Hablamos un poco, nos besamos y nos desnudamos sin quitarnos los calzoncillos. Froté con mi mano su paquete y noté como su polla se iba poniendo dura. A pesar de mi poca experiencia en tamaños y formas percibí que era un poco corta. Dentro de mi puño (y tengo unas manos enormes) a duras penas iba a sobresalir el capullo.
Bajé mi cabeza y empecé a chupársela. Nuevamente, mis acciones eran mecánicas. No sentí cosquilleo, ni un subidón de calentura, ni mi deseada erección. Al cabo de un rato noté que su polla perdía rigidez y él me apartó y me dijo que prefería que nos abrazáramos.
Hablamos un largo rato y me contó su vida. Su familia vivió con intensidad su salida del armario, algo que nunca aprobaron del todo, pero, encima, tuvieron que lidiar con los problemas de adicción a la heroína de su hermana. Lo que me contó era un poema dantesco y, egoistamente, me hizo valorar todo lo que tenía.
Finalmente nos fuimos a la cama, con mi cabeza todavía asimilando el alcohol. Allí probamos de nuevo. Le bajé los calzoncillos y se la chupé hasta que tuve nauseas. Salí corriendo para vomitar en una situación que empezaba a hacerse una costumbre. Volví a la cama como un perro apaleado y decidimos dar por terminados los juegos sexuales.
Dormimos acurrucados y recuerdo esa bonita sensación de sentir cierta intimidad con alguien. No lo había sentido desde mis últimas noches con mi ex-mujer, casi un año atrás. Y lo echaba de menos. Estar desnudo al lado de alguien, sentir su respiración en mi espalda y poder hablar de lo que fuera, compensaba cualquier carencia lujuriosa.
Pasaron unas horas y decidí irme. Volví a ponerme mi ropa humeante todavía de tabaco y salí a la calle en un domingo glorioso de sol. No hacía falta ser un buen detective para darse cuenta de que era uno de esos seres trasnochados que se mezcla con la gente sana que sabe aprovechar las mañanas del fin de semana.
Nos vimos una vez más, al cabo de unas semanas. Él estaba visiblemente interesado pero me despedí de él convencido de que sería la última vez. Hay algo visceral que se produce cuando conoces a alguien y te atrae. Y él no despertaba nada en mi. Quizá era demasiado pronto pero no quería volver a caer en el mismo error. A partir de ahora solo me metería en la cama con alguien que me hiciera vibrar. O al menos lo intentaría.
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