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Gays, Incestos en Familia, Voyeur / Exhibicionismo

Nico I: Espié a mi padre mientras se la machacaba.

Vivo obsesionado con el cuerpo y la enorme polla de mi padre albañil desde el día que lo encontré haciéndose una paja en su dormitorio..
Mi padre regresó del trabajo con una más que notable erección. Deduje que, una vez más, se habría topado en la calle con la voluptuosa inquilina de la casa de al lado que tan cachondo solía ponerle con sus escotes de vértigo. Siempre trataba de disimularlo ante mi madre, resultándole inútil el noventa por ciento de las ocasiones.

 

Quizás porque sabía que esa tarde ella no andaría por casa, se permitió a sí mismo —y ante mí— el lujo de no coartar su virilidad desatada, reflejada ahora en el impresionante bulto de sus pantalones. Y menudo bulto…

 

Os describiré a mi padre. Es un hombre de cuarenta y ocho años y parece esculpido por el mismo trabajo que ha hecho toda su vida: es albañil. Su cuerpo es fuerte, fornido, con los músculos marcados por décadas de cargar sacos de cemento, levantar paredes y trabajar duramente bajo el sol. Su piel está curtida y en su rostro se dibujan arrugas profundas, no de sequedad, sino de experiencia. Luce una barba entrecana, a juego con su cabello, que le da un aire imponente, como si cada hilo blanco fuera una historia vivida. No habla mucho, pero cuando lo hace, sus palabras pesan. Siempre camina con paso firme, como si el suelo le debiera respeto. Lo admiro en silencio cada vez que le veo regresar cubierto de polvo, con la ropa manchada y la mirada cansada, aunque siempre orgulloso.

 

A veces lo miro de reojo cuando sale del baño con la toalla anudada a su cintura… Y no puedo evitar compararme. Con casi cincuenta años, sigue siendo un muro: fornido, con los brazos gruesos, el pecho ancho y cubierto de vello, como si su cuerpo hablara de fuerza y virilidad sin necesidad de palabras.

 

Yo, Nico, a diferencia de mi padre, soy delgado, con una piel casi pálida y sin apenas vello ni músculos definidos, más cercano a un chico emo que a un hombre hecho y derecho. No tengo ni su estampa ni su presencia. Incluso en lo íntimo, me siento de menos. Hay una mezcla rara de admiración, envidia y frustración. Pero, sobre todo, de inapropiada excitación sexual.

 

Pero volvamos a él y a la más que evidente consecuencia física de haberse topado con la vecina.

 

Veinte minutos después, su erección seguía mortificándole, pues ni una cerveza fría —cuyo botellín mi padre había arrimado varias veces a su paquete— le sirvió para desinflamar aquello que sus vaqueros aprisionaban. Y a mí, como buen adolescente homosexual con las hormonas revolucionadas, también me mortificaba. Sin importarme que se tratara del calentón de un albañil heterosexual, machista y algo homófobo, de casi cincuenta años. Sin importarme que se tratara de mi propio padre.

 

—Te vas a quedar ciego, chaval —gruñó mi padre desde el otro extremo del sofá.

 

Creía que se había quedado dormido viendo la tele, de ahí que me permitiera a mí mismo clavar la mirada, con más descaro que disimulo, en su hipnótica entrepierna.

 

—Pensaba en mis cosas —me excusé sucinto, esperando haber borrado del rostro lo embobado de mi anterior expresión.

 

—Tus cosas… —masculló tras bufar con menosprecio, como si no terminara de creerse mi justificación o considerara mis “cosas” absurdas y reprochables “cosas de marica”. Después apuró de un largo trago lo que quedaba de su cerveza, eructando a continuación.

 

—Como si a ti nunca se te pusiera dura.

 

Ahora parecía ser él quien se excusara, aún sin yo habérselo pedido.

 

—Déjalo ya, papá. Eres un hombre. No tienes por qué…

 

Fui interrumpido por un aviso del WhatsApp. Un mensaje de mi colega Denis. Salvado por la campana.

 

—¿Qué tal, puto?

 

Como siempre tan encantador a la hora de saludarme.

 

—Aburrido de cojones. Mi padre acaba de llegar del curro y anda medio rayado.

 

Le respondí más despacio de lo habitual, con las manos aún temblorosas por lo bochornoso de la pillada e incómodo de la situación.

 

—¿Cómo está el hombretón?

 

Empalmado, escribí para después borrar. Al final opté por la siempre elegante moderación.

 

—A punto de quedarse frito. Aunque… Una parte de su cuerpo parece estar bastante despierta.

 

—(Emoticono de cara de asombro y/o sorpresa)

 

No cabía duda de que Denis había pillado al vuelo lo que trataba de insinuarle.

 

—Vaya con el cincuentón. (Emoticono de cara sonriente con los ojos cerrados)

 

—La vecina tetuda de al lado, ya sabes.

 

—Hazle un foto, cabrón. Quiero ver ese pedazo de bulto. (Emoticono de cara guiñando un ojo)

 

Sonreí tras leer su petición, del todo previsible tratándose de Denis.

 

—Pórtate bien, guarra. Que hablamos de mi viejo.

 

Denis se demoró un par de minutos en responder a mi último comentario. Seguramente por andar deliberando la forma más efectiva de convencerme.

 

—(Emoticono de cara consternada) (Emoticono de cara suplicante)

 

Estaba claro que al pobre desgraciado no se le había ocurrido nada mejor.

 

—Está bien, zorra. Dame un minuto.

 

—(Emoticono de persona inclinada, en señal de alabanza o de agradecimiento)

 

Aproveché que mi padre había vuelto a cerrar los ojos para apuntarle disimuladamente con la cámara del móvil, haciendo zoom para enfocar la abultada zona de su entrepierna. ¡Click! Paquetón inmortalizado y… Enviado.

 

—Aquí lo tienes. ¿Te dará para paja?

 

—(Emoticono de cara con la boca abierta de asombro y tres emoticonos de fuego)

 

—Joder con tu viejo, menudo pollón calza. O al menos eso parece. Estoy por pasarme y despertarle con una buena comida de rabo. (Emoticono de cara babeante)

 

—Sin dientes te ibas a quedar de la hostia que te daría.

 

—No me importa. Así se la podría mamar mejor.

 

Casi estallo de la risa ante el pragmatismo de los maricas cuando andamos cachondos, especialmente del de Denis y su devoción hacia los brutos heterosexuales.

 

—Córtate ya, tío. Se trata de mi padre.

 

—Pero no del mío, cabrón. (Emoticono de diablo sonriente)

 

En eso tenía razón. Además, aunque no quisiera admitirlo, yo era el que había sacado el paquete de mi progenitor a colación.

 

—Hablamos, ya se ha despejado del todo.

 

Digité rápidamente tras oír bostezar al aludido y murmurar después una sarta de improperios en contra de mi adicción al móvil.

 

—Salúdale de mis partes. (Emoticono de cara sonriente con lágrimas de risa)

 

—Voy a echarme un rato.

 

Me hizo saber mi padre tras levantarse del sofá, posicionando su flamante paquete a la altura de mis ojos. Todo él parecía cansado, a excepción de aquel impresionante rabo que permanecía duro, como un bajorrelieve en su tejido vaquero.

 

—Despiértame si llama tu madre.

 

Su voz de barítono me estremeció casi tanto como aquello de lo que, por un instante, pensé que parecía estar exhibiendo ante mí, alardeando de ello.

 

—No te preocupes, papá. Lo haré.

 

Cuando se retiró, dejándome a solas en el salón, no pude evitar manosear mi propio pene por encima del pantalón, ligeramente engrosado a consecuencia de tan poderoso estímulo visual. Pensando en mis cosas.

 

Al dirigirme yo también hacia mi cuarto me percaté de que la puerta del dormitorio de mis padres no había sido cerrada del todo. Mi dotado progenitor, extrañamente, la había dejado entornada.

 

No llegué siquiera a plantearme el pasar por alto la oportunidad de poder contemplar en todo su esplendor al hombre que me había engendrado, de manera que me acerqué sigilosamente con la intención de ver al fin erecto ese cimbrel que única y vagamente podía recordar en estado de flaccidez.

 

Siempre había sido el protagonista principal de mis fantasías más inconfesables. Un norteño de cuarenta y ocho años realmente atractivo, fornido y alto, con fuertes brazos de obrero y una barba oscura salpicada de canas que le confería un aire guerrero de lo más seductor.

 

Pese a todo, su entrepierna seguía siendo terreno vedado para mí. Desde que empezara a intuir que su único hijo era gay —y lo percibió cuando yo no era más que un crío— había sido de lo más cuidadoso con la exhibición de su desnudez. De modo que únicamente recordaba su polla de fugaces ojeadas en el baño de casa o en los urinarios públicos, pues de niño no perdía ocasión de apuntarme a ver como desahogaba su vejiga. Obvio que por aquel entonces se me antojara gigante. Y creo que no andaba del todo errado a la hora de calibrarla.

 

Sentado a los pies de la cama, bajo una media luz crepuscular que le sentaba de fábula, mi padre se deshizo de la camiseta directamente por encima de sus anchos hombros, exhibiendo para mí —aparentemente sin él saberlo— aquel torso bronceado y velludo que tantas noches en vela había deseado poder utilizar de almohada. Luego se quitó las botas con cordones apresuradamente y, tras incorporarse, sus manos hicieron el ademán de encargarse de la hebilla del cinturón. No obstante, algo hizo que interrumpiera súbitamente su precipitado “striptease”, y ese “algo” era yo.

 

Tan embelesado me tenía el imponente fardo de sus vaqueros, el suspense de si podría o no al fin disfrutar de la versión extendida y sin censurar de mi padre, que no me había percatado de que sus penetrantes ojos castaños apuntaban ahora hacia la rendija de la puerta, hacia mí.

 

Corrí directo a mi habitación, balbuceando disculpas por el pasillo que ni siquiera sé si mi padre alcanzó a escuchar. Me sentía sumamente avergonzando por lo ocurrido. También cabreado por mi torpeza de espía inexperto, ya que de haber sido más precavido tal vez habría acabado disfrutando de la visión de mi viejo en cueros, empalmado y desfogándose a gusto sobre el edredón.

 

Apenas me había tumbado en la cama, dispuesto a reflexionar y a fustigarme por lo insensato de mi incestuoso voyerismo, por haber bajado de nuevo la guardia, resolví que lo más inteligente sería regresar para pedirle disculpas con toda naturalidad, acompañando mi excusa en defensa de lo ocurrido con un alegato del tipo… ¿Qué podría justificar el hecho de andar espiándole mientras se desnudaba?

 

En cualquier caso, y sin tener aún del todo claro lo que iba a decirle, salté del colchón decidido a volver a la escena del crimen.

 

Me extrañó que la puerta de su cuarto siguiera entornada, filtrándose a través del hueco la cálida luz del atardecer.

 

Al asomarme de nuevo pude ver a mi padre de pie frente al mueble tocador de mi madre. Se la estaba cascando de espaldas a mí, llevando ahora puesta una camiseta interior de tirantes. Sostenía el móvil con la mano que no empuñaba su polla, en cuya pequeña pantalla creí poder distinguir un video porno en el que una morena de grandes pechos —bastante parecida a la vecina que tan burro le ponía— estaba siendo doblemente penetrada. Un cálido escalofrío —si aquello era posible— recorrió todo mi cuerpo, concentrándose como un cosquilleo en mi prepuberal entrepierna.

 

Se había bajado los calzoncillos blancos, tipo brando, hasta las rodillas, permitiéndome admirar su culo, sus robustos y velludos muslos, así como unos huevos enormes que le colgaban con un suave y rítmico balanceo. La perspectiva brindada desde mi campo de visión me impedía poder verle el rabo, así como tampoco me lo facilitaba aquel espejo de pared que únicamente reflejaba su cuerpo de cintura para arriba. Pero lo que su diestra empuñaba parecía ser algo enorme, colosal a tenor de lo mucho que se extendía su mano durante el gesto de brindarse placer.

 

Mi cuerpo se había paralizado, sin poder apartar los ojos de aquella escena tan sumamente excitante que ningún hijo debería poder ver y mucho menos disfrutar. Pero en mi caso lo hacía, sintiendo cómo mi polla se engrosaba hasta el punto de empezar a dolerme debido a lo ceñido de mi bóxer. Envidié la cómoda libertad de mi progenitor y su miembro, el cual seguía atendiendo manualmente sin apartar la vista de aquello reproducido en su móvil y que tanto parecía estimularle.

 

Me centré en las partes de su cuerpo que no me habían sido vetadas, en sus peludas y bronceadas piernas, en ese culo aún prieto ligeramente tapizado de vello entre las nalgas, en sus oscuros y pesados testículos seguramente colmados de leche… Xoel, así se llamaba mi padre, era todo un ejemplar de macho ibérico para fortuna —y en cierto modo, desgracia— de mi pobre y cornuda madre. También me deleité con la visión de su recio cuello de toro, sus peludas axilas y la única de sus manos que ahora alcanzaba a ver, grande y callosa, la mano de un albañil. Con la otra intuí que se estaba ordeñando el glande, como si le sacara brillo al pomo de una puerta. De tanto en tanto escupía en la palma de esa misma mano, embadurnando después con su saliva aquella barra de carne que, maldita sea, aún no me permitía ver.

 

El ritmo del pajote que se estaba regalando incrementó por momentos, del mismo modo que lo hizo su propia respiración. Ahora rebufaba como una bestia en plena cópula, sin dejar de mirar ni por un segundo aquel video porno cuya banda sonora no era otra cosa más que una sinfonía de gemidos y gritos femeninos.

 

Pensé que ya se habría corrido —de una manera tan discreta como anticlimática de haber sido así— cuando vi que se detenía, pero en realidad sólo lo hizo para posicionar su smartphone sobre el tocador de mi madre, apoyándolo —el muy cabrón— en el marco de plata con la foto de ambos recién casados.

 

Deslizó por debajo de su camiseta la mano con la que hasta ese momento había sostenido el móvil, acariciándose sensualmente el torso. Después se deshizo de la misma así como de los calzoncillos, que se deslizaron desde sus rodillas a los tobillos antes de apartarlos con un gesto similar al de una coz que se me antojó eróticamente adorable.

 

Saber que se había quedado completamente desnudo hizo que mi pene palpitara en demanda de la misma acción que él estaba ejecutando.

 

Tenía que registrar ese momento de igual forma que Denis me había pedido que hiciera con su indiscreta erección. Aunque esta vez no me limitaría a fotografiarle, aquel momento era merecedor de ser grabado. Fui consciente del riesgo, pero ni me pasó por la cabeza el no hacerlo. Así que saqué el móvil de mi bolsillo trasero y, tras asegurarme de haber bajado el volumen hasta el mínimo, enfoqué la desnuda retaguardia de mi padre mientras se la machacaba con ahínco.

 

Se detuvo unos segundos, jadeante, con la piel de su cuerpo algo más brillante a consecuencia del sudor que directamente ahora perlaba su frente.

Mis ojos se abrieron como platos cuando, por un instante, creí advertir un grueso glande asomar en el reflejo del espejo. Aquello sólo podía significar que su rabo, de posicionarse en vertical, sobrepasaba su ombligo o como mínimo lo alcanzaba. Ya iba a descartar mi conjetura por lo descabellado de la misma —tal vez me confundiera y lo que creía haber visto tan sólo fuera su puño o una sombra del mismo— cuando le vi retomar la masturbación a dos manos. Lo que empuñaba como si se tratara de un mandoble, sin duda, era algo grande. Muy grande.

 

La culminación se reveló como algo inminente cuando sus gemidos se tornaron gruñidos. Entonces flexionó un poco las piernas y, poniéndose de puntillas,  con una de sus manos apoyada en el mueble frente a él, presencié como mi padre tensaba todos los músculos de su anatomía y se convertía en un violento volcán en erupción de espesa lava blanca. Rugiendo como un animal, con la cabeza echada hacia atrás, empezó a descargar sus huevos con tres o cuatro disparos de lefa que impregnaron el tocador, la pantalla de su móvil y el cristal que protegía la foto del día de su boda. Tal vez iba a quedarme sin poder verle la polla, pero aquella corrida fue tan antológica que hasta cierto punto lo compensaba.

 

Me asusté al oír unos repentinos golpes contra la madera, pero aquellos sonidos no iban a captar su atención ya que él mismo los había provocado haciendo golpear su pollón contra la superficie de madera, pareciendo ordeñar después hasta la última gota de semen que pudiera quedarle dentro.

 

Mi esfuerzo por obligarme a desaparecer de allí, antes de que mi padre se volteara, fue considerable. Todo mi ser anhelaba quedarse, poder ver aquel enorme miembro con el que Dios o la Madre Naturaleza habían dotado a mi progenitor, pero consideré que lograrlo no valía el odio de mi madre, recibir una paliza o ser enviado a una escuela militar. Ya me había arriesgado bastante grabando aquella excitante escena de masturbación que únicamente compartiría con mi amigo Denis. De manera que, insatisfecho, sigiloso como un gato y con los calzoncillos empapados, me dirigí a mi habitación con un nuevo video amateur en mi móvil que valía oro.

 

Pasé el resto de la tarde medio erecto, prefiriendo recordar lo visto a reproducirlo en pantalla, sin poder sacarme de la cabeza un par de interrogantes que aquella noche me impedirían pegar ojo. ¿Por qué mi padre no me dijo nada tras pillarme espiándole al desnudarse? ¿Y por qué cojones no cerraría después la puerta si planeaba machacársela?

 

219 Lecturas/17 mayo, 2025/0 Comentarios/por Brigadoon
Etiquetas: baño, gay, heterosexual, hijo, madre, militar, padre, vecina
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