Ocultos
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Alambique.
Esa noche jugábamos en la cuadra al `escondido´. Hacía años que no estábamos juntos el primo adorado y yo. Él había dejado la ciudad para ir a vivir con sus padres en climas más templados. Éramos como siete o más, contando con que al rato se vinieron otros de las casas de más arriba que dan a la cruz de mayo. Cuando el juego estaba en lo más pleno, se fue la luz en todo el barrio.
Yo me había escondido detrás de la barra de la portería del edificio familiar; allí fue a dar también, aturdido por el apagón, mi primo Marcel, el del medio de tres hermanos y el más guapo y lascivo. Ahora sí la mar de ocultos con semejante oscurana. Allí nos vimos de pronto en cuclillas uno al lado del otro, con los rostros muy cerca a la pared. Parecíamos los últimos en hallar, o el tiempo (y la luz) y se había suspendido. Pura sombra, solo silueta y olor y respiración entrecortada, resoplante, agitada; las manos sudando; todo tibieza y vapor. Allí sin pudor y de suave forma Marcel deslizó su mano hacia mi sexo, empezó a acariciarlo por encima de la bermuda (entonces sí usaba ropa interior). El asunto había estado hibernando en ese tiempo de ausencia. A partir de este episodio resurgía como volcán en vilo; como un grito guardado, adormecido. La luz nunca vino sino hasta bien entrada la madrugada, para nosotros la alta y fresca noche, excelsa, cargada de delicias.
El edificio familiar consta de cuatro pisos, uno por apartamento; amplios, espaciosos, con varios balcones y vistas verdes y florecidas. Marcel se alojaba (eran sus vacaciones) en el segundo piso, la casa de sus padres, ahora separados, lo que quiere decir donde el papá. A él como que no le atraía mucho la idea de tener que dormir solo en una pieza con aire acondicionado. A partir de lo ocurrido en el `escondite´ esa sería ya la primera noche a la que sucederían muchas más; esa noche no sería sino parte excelsa de una constelación de noches. No sé si seguir con este relato y andar entrando en detalles `ínfimos´ que quizá el lenguaje no daría en expresar. Y es que sería el colmo del clímax si se dice sin pudor todo lo que acaeció a continuación…
Mi pieza digamos era la última, daba al patio frondoso del mango del vecino (el mismo al que una vez amenacé con lanzarme a su dosel). Compartía el baño con mi hermana. De ahí el enredo de los seguros en las puertas cuando algo íntimo tenía lugar. A Marcel le gustaba mi pieza, no porque fuera casi igual a la de él, justo dos pisos abajo, sino porque en él teníamos toda la libertad para consumar aquello que latía, por años dormido. Su padre se iba a la cama después del noticiero de sieteitreinta y se paraba a las tresitreinta a preparar la primera jarra de café. A esa hora es muy posible que estuviéramos tendidos y entrelazados en la cama, exhaustos de horas del placer más puro. Cosa imposible en su casa, puesto que el padre no dejaba poner seguro a las puertas y le daba por entrar a husmear y revisar cada pieza. Mientras que en la mía podíamos encerrarnos, darnos llave total hasta el día siguiente bien tarde si apetecíamos.
Así que la puerta tendrían que tumbarla, mi madre que era la que más molestaba porque mi papá (que aunque también molestaba) no paraba en casa. Así que pasar la noche en mi pieza era sinónimo de libertad, de despliegue torrencial de todo ese deseo por años contenido. Marcel se acomodó en la cama auxiliar que se sacaba de ruedas por debajo. Cuando apagábamos la luz (aunque esa noche como se sabe no fue necesario) él, tratando que yo no lo advirtiera, se bajaba el bóxer quedando completamente desnudo y se ponía bocabajo. Yo empezaba a percatarme de ello por el olor de su sexo todo. En esas yo me iba deslizando de a poco hasta el borde de la cama, y en medio del nervio ir tanteando con mis manos entre pliegues de tibieza y dulzor. Nos fascinaba `pajearnos´ hasta más no poder; él siempre tenía que aguantarme, frenarme, ya que no podía desprenderme de su verga memorable (que con el tiempo le fue creciendo más y más como una ceiba milenaria). Nos las chupábamos sí, yo más a él porque Marcel tenía brackets y me rayaba un poco, más por sensibilidad que por susto.
Por entonces aun no eyaculábamos, no más una babita viscosa, traslucida… Era más el temblor y el espasmo, una corriente por todo el cuerpo, la lasitud que viene en el lumen del placer. En esas noches yo le enseñé una forma que se llama el 69, ahí empezó un nuevo ciclo que gozamos hasta más no poder. Un elixir gratuito, puesto allí sin siquiera tener que alzar el teléfono. Todo era muy manual entonces, muy lingual, todavía fallidos los intentos de embestir al otro. Aún muy virginales (apretaditos); el parecía apretarlo y contraerlo más cuando le rozaba la punta en los contornos de su ano y alcanzaba a metérsela un poco, ya todo gemidos y retorcerse de placer. No era fácil en ocasiones dar en el `punto´, pero cuando atinaba era un manantial de gozo sostenido.
Más en la víspera de su regreso a tierras frías, una tarde (cosa poco usual y hasta arriesgada) no contuve las ganas de penetrarlo más de lo acostumbrado y ahí devino un temblor de arrebato, sobresaltos y jadeos de la pura delicia y ¡ay! Cómo me diste allí justo allí que rico, dame más y el alargaba sus manos hasta mi culo empujando, ya dilatado. En los años tempranos, antes que Marcel dejara la ciudad, no ocurrían esas delicias y destrezas que con el tiempo fuimos adquiriendo; ello no quiere decir que esas delicias tempranas no fueran delicias. Lo que pasa es que algo se había consumado en esta nueva etapa, era ya el puro vicio por el otro. Los primeros contactos con lengua, toqueteos y pajas entre Marcel y yo se dieron en la vieja casona de la abuela paterna, donde vivíamos con nuestros padres y en veces un tío abuelo.
En esa casa hacíamos y deshacíamos en las piezas y los pasillos, a cualquier hora del día y de la noche, detrás de las puertas, debajo de las camas, en las camas, en los baños, en la azotea, en el cuarto del servicio, una vez en un closet…
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