Padre e hijo
Santiago pajero.
El olor a sudor y a pasto cortado todavía se adhería a la piel de Santiago. El partido había sido agotador, pero la victoria sabía a gloria. Al entrar en casa, encontró a su padre, Matías, en el salón. Matías, con solo 25 años, parecía más un hermano mayor que un padre. Era joven, atlético y con una energía que desmentía su paternidad temprana. Estaba sentado en el sofá, con el móvil en la mano, pero levantó la vista cuando su hijo entró y dejó caer la mochila.
—¿Ganaste, campeón? —preguntó Matías con una sonrisa cansada.
—Por supuesto —dijo Santiago, un orgullo juvenil en su voz. Se fue acercando, moviéndose con una gracia felina que heredó de su padre. Se detuvo frente al sofá, muy cerca de Matías.
La tensión no era nueva. Desde que Santiago había empezado a desarrollar, una atracción magnética y prohibida había crecido entre ellos, un secreto no dicho que llenaba los silencios de la casa. Matías se fijó en cómo la camiseta de fútbol de su hijo se pegaba a su pecho, en cómo los cortos de baño resaltaban unas piernas cada vez más fuertes y definidas.
—Estás hecho un hombre, Santi —murmuró Matías, su voz un poco más grave de lo normal. Su mirada descendió, deteniéndose por un instante en la entrepierna de su hijo, donde una prominencia sugería la dotación que ambos sabían que poseía.
Santiago sintió la mirada de su padre como una descarga eléctrica. Se sintió audaz, poderoso. Con un movimiento lento y deliberado, se pasó la mano por su propio paquete, acariciándose a través de la tela del short. —Y tú también, papá.
Eso fue todo. La barrera invisible que los mantenía separados se rompió. Matías dejó el móvil en la mesa y se levantó. Estaban a centímetros el uno del otro, el calor de sus cuerpos mezclándose en el aire denso de la sala. Matías levantó una mano y la posó sobre el hombro de su hijo, luego deslizó los dedos por su cuello sudado.
—Vamos a la ducha —dijo Matías, no como una orden, sino como una invitación a un ritual que ambos anhelaban.
En el baño, el vapor comenzó a llenar el aire mientras el agua caliente golpeaba las baldosas. Se desvistieron en silencio, sus ojos explorando cada centímetro de piel que se descubría. Cuando Matías se quedó en ropa interior, Santiago vio la silueta de su erección, un bulto formidable que prometía ser un centímetro más largo que el suyo. Finalmente, se quitaron los últimos retazos de tela.
Santiago tenía razón. El miembro de su padre era una obra de arte, de 23 centímetros, grueso y poderoso, con una ligera curva que lo hacía parecer aún más imponente. El de Santiago, de 22, no se quedaba atrás, erecto y palpitante, un testimonio de su juventud y vigor.
Entraron juntos bajo la ducha. El agua se llevó el sudor del partido, pero no el deseo. Matías tomó el jabón y comenzó a frotar la espalda de su hijo, sus manos deslizándose sobre los músculos tensos. Santiago se recostó contra él, sintiendo el miembro erecto de su padre presionando contra su nalga.
—Papá… —susurró Santiago, girándose para enfrentarlo.
Sus rostros estaban tan cerca que podían sentirse el aliento. Matías, con una ternura que contrastaba con la crudeza del momento, inclinó la cabeza y besó a su hijo. No fue un beso paternal. Fue un beso hambriento, profundo, lleno de años de deseo reprimido. Sus lenguas se encontraron, exploraron, se enredaron en una danza tan prohibida como excitante.
Las manos de Santiago se bajaron y envolvieron el miembro de Matías. Era más pesado de lo que imaginaba, más caliente. Matías exhaló un gemido en la boca de su hijo y began a masturbárselo con la misma urgencia. Sus dos erecciones, tan similares en tamaño, se frotaban una contra la otra, lubricadas por el agua y el pre-semen que ya manaba de sus glandes.
—Quiero sentirte dentro, Santi —dijo Matías con voz ronca, rompiendo el beso.
Santiago sintió un escalofrío de poder puro. Su padre, su figura masculina por excelencia, le estaba pidiendo que lo tomara. Asintió, incapaz de hablar. Matías se giró y apoyó las manos en la pared de la ducha, ofreciendo su trasero a su hijo. Con cuidado, Santiago guió su imponente pene hacia la entrada de su padre. El primer empuje fue lento, casi doloroso por la intensidad de la sensación. Matías gimió, un sonido de placer puro que animó a Santiago a continuar.
Pronto, Santiago encontró un ritmo. Movía sus caderas como lo hacía en el campo, con fuerza y precisión, embistiendo a su padre una y otra vez. Cada golpe era una afirmación de su poder, una consumación de su fantasía más oscura. Matías se masturbaba mientras su hijo lo poseía, sus gemidos llenando el baño.
Cuando sintieron que el clímax se acercaba, Santiago se retiró. Se arrodilló y, con una devoción filial, tomó el miembro de su padre en su boca. Matías no pudo aguantarlo más. Con un rugido, liberó su carga en la garganta de su hijo, que se la tragó ávidamente. Luego, Santiago se levantó y Matías, devolviéndole el favor, lo llevó al éxtasis con su boca, saboreando la semilla de su propia sangre.
Se quedaron bajo el agua, abrazados, sus cuerpos temblando. El tabú había sido roto, destrozado, y en su lugar nacía una nueva forma de intimidad, más profunda y peligrosa que cualquier otra cosa que hubieran conocido. Eran padre e hijo, pero ahora también eran amantes, unidos por un secreto que los ataría para siempre.



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