Paseo a las Islas
Jhon, capitán cartagenero de 48 años, casado y con hijas, lleva por primera vez a dos niños (9 y 11) y cinco clientes pedófilos en su lancha. Apenas lejos de la costa, Roberto desata la orgía: tanguitas bajadas, popper inhalado, vergas de 18 a 24 cm rodean a los pequeños. .
Paseo a las Islas
Vivo en Cartagena, una ciudad rodeada de turismo y prostitución para todos los gustos. Tengo 48 años, me llamo Jhon, tengo dos hijas y una esposa. Poseo mi propia lancha y presto servicios a una agencia especial para clientes con deseos pedófilos hacia varones. Este es mi primer servicio de este tipo; hace años trabajo con lanchas realizando paseos a las cuatro islas: Isla del Rosario, Cholón, Aguazul y Barú, con regreso a la bahía de Cartagena. Anteriormente lo hacía con público general.
Hace un mes me contactó Roberto, un paisa (así llamamos en Colombia a los de Medellín) de 50 años, un señor adinerado. Me comentó que tenía una agencia donde trae turistas extranjeros y nacionales a Cartagena, pero necesitaba ampliar sus servicios: no solo cuartos para encuentros sexuales, sino fantasías en alta mar. Mi lancha no es la más grande, pero se considera mediana: tiene asientos alrededor de la proa para 8 personas (4 en cada lado, frente a frente), asientos cubiertos en los costados y centro para 6 más, y en la popa 4 asientos adicionales.
En fin, el hombre me ofreció el quíntuple de lo que gano por paseo; lo que me ganaba en una semana, me lo ofrecía en un día. Así que acepté.
Estoy familiarizado con la prostitución, ya que se ve demasiado en esta ciudad. Me han contratado la lancha para despedidas de soltero donde ponen a las mujeres a chupar verga o se las culean, así que no me era tan alarmante el asunto… hasta que me explicó bien que los clientes buscaban chicos de 8 a 14 años para «compañía». Al principio quedé un poco tocado con el tema, pero Roberto, con la plata en la mano, me quitó el pudor.
Primer turno: sábado 11 de octubre, 6 a.m. en la Bodeguita (bahía donde se embarcan los pasajeros). Apareció Roberto con bermuda blanca, camisa rosada, gorra y morral. Fue el primero en embarcar. En la lancha siempre damos una cava o nevera llena de hielo; Roberto abrió el morral y sacó 3 botellas de whisky, una de ron, botellas de agua, Coca-Colas y varios tarros de popper (unos 6), que metió en una bolsa dentro de la nevera. En el morral también pude ver 2 dildos, varias cremas y condones.
Luego llegó una mujer morena de unos 35 años con dos niños; estos podían tener 10 y 12 años como mucho. Venían con gorras que les tapaban casi toda la cara, camisas anchas, bermudas y chancletas, con la mirada baja. Al verlos, pensé que se equivocaban de lancha y le dije que esta estaba reservada. Roberto me tranquilizó: «Capi, tranquilo. Esta es Sandra, la responsable de los pelaos. Por si nos para la policía marítima, ella es la tía de los niños y trae documentación para mostrar».
Los dos niños saludaron dándole la mano a Roberto, quien les sonrió con malicia y los repasó de arriba abajo.
Roberto: «Capi, te presento: este es Manuelito, tiene 9 años y ya lleva un año trabajando conmigo» (el niño era un morenito hermoso, piel canela, medía 1.30 metros, pelito ondulado y cara de travieso). «Y este es Raulito, tiene 11 años y ya lleva 2 años en la empresa, jajaja» (Raulito medía unos 1.45 cm; ambos eran muy bajitos y delgaditos. Raulito era más trigueño, con pelo rapadito negro).
Inmediatamente llegó un grupo de 5 hombres y otra mujer a embarcar. Eran 2 colombianos, 1 mexicano y 2 gringos; la mujer era otra colombiana.
- Los colombianos: uno de 38 años, de Cali, moreno, muy bien acuerpado, alto, con buenos brazos y piernas. El otro, de Bogotá, 45 años, robusto (no gordo, pero con gran barriga), aunque con muy buen cuerpo.
- El mexicano: 55 años, trigueño, con gran bigote canoso y bastante gordo.
- El primer gringo: unos 40 años, de buen porte, alto, elegante, tonificado (el propio navy seal), pelo corto, todo marcado por músculos.
- El último gringo: el mayor del grupo, unos 68 años, pero se veía interesante; barriga dura, brazos y piernas fuertes.
- La mujer: otra paisa, parte de la organización. Como era el primer tour en alta mar, si paraba la policía era menos sospechoso con 2 mujeres, 5 hombres y 2 niños, que solo una mujer. Ellas harían de familiares.
Todos los hombres saludaron con abrazo a cada niño. El mexicano bajó una mano al culo de Manuelito y le apretó la nalga; Roberto se levantó de inmediato y le pidió que «aquí no, cuando arrancáramos daba la orden».
Así fue: a las 8 a.m. partimos. Roberto dio unas palabras en español y luego en inglés, explicando las reglas: si paraba la policía o otra lancha, éramos amigos que estudiaron juntos en Miami; las mujeres hacían de parejas (una del bogotano, otra de Roberto); los niños no se podían tocar en público. Al llegar a playas, solo en zonas autorizadas. Abrió la primera botella de whisky y sirvió un trago en las rocas a cada pasajero, menos a las mujeres.
Cuando nos alejamos de las demás lanchas que partían, Roberto se levantó, agarró a Manuelito del brazo, le quitó la camisa y bajó la bermuda, dejándolo solo en una tanguita de baño. Hizo lo mismo con Raulito. Las dos mujeres se levantaron y se fueron a la popa (parte trasera). Ambos niños, sin que les dijeran nada, empezaron a trabajar en la proa: allí estaban las dos hileras de asientos frente a frente. En una hilera: los dos colombianos y el mexicano. En la otra, frente a ellos: los dos gringos.
Manuelito y Raulito se agacharon de rodillas entre los hombres, que se tomaban sus tragos y ya se apretaban el bulto. Manuelito, el más pequeño, se puso enfrente de los colombianos y con cada mano empezó a masajear sus bultos. Lo mismo hizo Raulito con los gringos: sobarles las vergas, que seguían guardadas en sus bermudas de playa.
Enseguida, los hombres, con sonrisas lujuriosas en sus miradas, empezaron a sacarse las vergas una por una, liberándolas al aire salado del mar. Todas eran impresionantes, trofeos de carne dura y palpitante que hicieron que el ambiente se cargara de un calor sofocante.
El caleño fue el primero: una bestia de 22 cm, gruesa como un antebrazo, con la cabeza morada e hinchada, el tallo oscuro y venoso, exudando ya un brillo de precum que invitaba a lamer.
El cachaco bogotano no se quedó atrás: rosada y gorda, 19 cm de puro músculo, con la cabeza rosa brillante y reluciente, rodeada de un nido espeso de pelos negros que le daban un aire salvaje y primal.
El mexicano sacó la suya con orgullo: ancha como una lata de cerveza, un monstruo de 18 cm con un cabezón brillante y abultado que hipnotizaba a todos, acompañado de huevos gordos y velludos que colgaban pesados, prometiendo una carga espesa y caliente.
Pero en tamaño ganaron los gringos. El más joven desplegó una verga de 24 cm, llena de venas gruesas y retorcidas, tan gruesa que apenas cabía en una mano, latiendo con fuerza como si tuviera vida propia.
El mayor, con sus 68 años, no defraudaba: 22 cm de carne curva hacia abajo como un garfio perverso, igual de gruesa y venuda, lista para enganchar y destrozar.
Los niños estaban con caras ida, la verdad; no se les veía ni tristeza ni emoción, solo una vacío obediente, como marionetas en manos de sus dueños. Cada uno empezó a pajear una verga con movimientos mecánicos pero expertos: Manuelito con las manitas en el caleño y el bogotano, Raulito en los gringos, subiendo y bajando con ritmo hipnótico mientras las pollas crecían aún más en sus puños diminutos.
El mexicano, incapaz de contenerse, se levantó y se puso en el centro, entre ambos niños. Empezó a golpearles las caras con su verga pesada: ¡plaf, plaf!, cada cachetada dejaba un hilo viscoso de semen preeyaculatorio colgando, un cordón umbilical blanco y pegajoso que unía a los dos chiquillos como un lazo indecente, goteando sobre sus tanguitas y el piso de la lancha mientras los hombres gemían de placer anticipado.
El mexicano, con los ojos inyectados de lujuria, dio un paso más al centro de la proa. Su verga ancha colgaba pesada, ya chorreando un hilo constante de precum que se mecía con el vaivén de la lancha. Agarró a Manuelito y Raulito por la nuca, uno con cada mano, y los juntó como si fueran muñecos: mejilla contra mejilla, bocas abiertas apenas un centímetro.
—Abránle, puticos… les voy a dar el desayuno —gruñó en su español ronco, con acento norteño.
Empujó la cabeza gorda de su polla entre las dos caritas. Los labios de los niños se rozaron alrededor del grosor imposible; la piel del glande brillaba, estirando sus bocas hasta el límite. Manuelito, el más pequeño, apenas podía abarcar la mitad del cabezón; Raulito, con un poco más de práctica, lamió el frenillo con la puntita de la lengua. El mexicano soltó un rugido bajo y empezó a mover las caderas: adelante y atrás, follando las dos bocas a la vez, usando sus caritas como un juguete doble.
Los cuatro hombres restantes —el caleño, el bogotano y los dos gringos— se quedaron sentados, vergas en mano, pajeándose lento al ritmo del espectáculo. El caleño se mordía el labio inferior, viendo cómo la cabeza morada de su propia polla asomaba entre los deditos de Manuelito cada vez que el niño soltaba un segundo para respirar. El bogotano, con la barriga subiendo y bajando, se lamía los labios peludos mientras se apretaba la base rosada. Los gringos, uno al lado del otro, sincronizaban sus puños: el joven con movimientos rápidos y secos, el mayor más lentos pero con presión brutal, haciendo que las venas de su garfio se hincharan como cables.
Algo cambió en los niños. Al principio, sus ojos seguían vidriosos, perdidos en ese limbo de obediencia ciega. Pero el sabor salado del mexicano, el calor de la carne gruesa llenándoles la boca, el roce constante de sus lenguas… algo se encendió. Manuelito fue el primero: un leve gemido, casi un suspiro, escapó de su garganta. Sus manitas dejaron de pajear al caleño y se aferraron a los muslos gordos del mexicano, como si quisiera más. Raulito, no queriendo quedarse atrás, empezó a chupar con más ganas: succionaba el cabezón como si fuera un chupo gigante, haciendo ¡pop! cada vez que lo sacaba para lamer el hueco.
—Mirá eso… —susurró el gringo joven, acelerando el ritmo de su puño—. La perra interior se les despertó.
Y era cierto. Los niños, como si un interruptor se hubiera encendido, se volvieron expertos. Manuelito metió la lengua bajo el prepucio del mexicano, girándola en círculos rápidos mientras Raulito lamía los huevos velludos, succionando uno entero en su boca y soltándolo con un ¡plop! húmedo. Se turnaban: uno chupaba la cabeza, el otro lamía el tallo; luego se besaban alrededor de la verga, lenguas rozándose, compartiendo el sabor pegajoso del precum que ya les chorreaba por las barbillas.
El mexicano los guiaba como un director de orquesta: —Así, mis niños… chupen como si les fuera la vida en ello.
Empujaba más hondo, alternando: un segundo en la boca de Manuelito, que se ahogaba con un “glu-glu” pero no retrocedía; luego en la de Raulito, que tragaba hasta donde podía, los ojos lagrimeando pero con una chispa nueva, casi hambrienta. Los hilos de baba y precum se estiraban entre sus labios y la polla, goteando sobre sus tanguitas empapadas, formando charquitos en el piso de la proa.
Los cuatro espectadores gemían en coro, pajeándose con más fuerza. El caleño soltó un “¡ay, gonorrea!” cuando vio a Manuelito mirar hacia arriba, directo a sus ojos, mientras chupaba al mexicano con una sonrisa traviesa que no tenía antes. El bogotano se apretó los huevos, gruñendo: “Esa carita… ya quiere más”. Los gringos intercambiaban miradas, sonriendo como lobos: el joven aceleró tanto que su verga de 24 cm parecía un pistón; el mayor, con su garfio curvo, se pajeaba lento pero con saña, dejando que el precum le resbalara por los nudillos.
La proa era un espectáculo de morbo puro: el mexicano follando dos bocas infantiles que, de repente, parecían haber nacido para eso; los niños lamiendo, chupando, gimiendo bajito como si disfrutaran; los hombres pajeándose en círculo, vergas palpitantes, esperando su turno. El sol pegaba fuerte, el mar brillaba alrededor, pero allí arriba solo existía el sonido húmedo de succiones, los jadeos roncos y el olor espeso a sexo que lo impregnaba todo.
Yo, Jhon, el capitán, no me consideraba gay ni mucho menos pedófilo. Llevo 48 años casado, con dos hijas que son mi orgullo, y siempre pensé que mi verga solo se ponía dura por mujeres. Pero ahí, al timón, viendo la escena en la proa… carajo, se me paró como una piedra. La bermuda ancha que llevaba se convirtió en una carpa de circo: la tela se tensaba, y cada brinco de la lancha hacía que mi verga diera un golpe contra la bragueta, palpitando como si tuviera vida propia. Me mordí el labio, tratando de concentrarme en el horizonte, pero mis ojos se desviaban una y otra vez hacia esos dos niños chupando como si el mundo se acabara.
A popa, las dos mujeres —Sandra y la otra paisa— ni se inmutaban. Eran las proxenetas, frías como hielo. Se dedicaban a vigilar el mar: una con binoculares, la otra escaneando con la mirada. Cada vez que veían una lancha acercarse, aunque fuera a lo lejos, una se levantaba y me gritaba: —¡Capi, vira a babor! ¡Rápido!
Yo obedecía sin chistar, girando el timón para alejarnos. En una de esas advertencias, la paisa me pilló con la mano dentro de la bermuda, apretándome la verga dura mientras miraba el espectáculo. Me miró con cara de “contratamos a otro degenerado más” y soltó una risita seca antes de volver a su puesto.
En la proa, Roberto ya no aguantó más. Se bajó la bermuda blanca y sacó su verga: 20 cm de carne pálida, recta como una lanza, con la cabeza roja y brillante. Agarró a los niños por la nuca y los apartó del mexicano un segundo. —Vengan pa’cá, mis campeones… ahora me toca a mí.
Yo, Jhon, el capitán, no me consideraba gay ni mucho menos pedófilo. Llevo 48 años casado, con dos hijas que son mi orgullo, y siempre pensé que mi verga solo se ponía dura por mujeres. Pero ahí, al timón, viendo la escena en la proa… carajo, se me paró como una piedra. La bermuda ancha que llevaba se convirtió en una carpa de circo: la tela se tensaba tanto que podía ver el contorno de mi glande hinchado marcándose contra la bragueta, y cada brinco de la lancha hacía que mi verga diera un golpe seco contra la tela, palpitando como si tuviera vida propia, latiendo al ritmo de los gemidos que subían desde abajo. Sentía el precum empapándome los boxers, un calor pegajoso que me resbalaba por el muslo, y tuve que agarrarme el timón con las dos manos para no meterme la mano y pajearme ahí mismo. Me mordí el labio hasta casi sangrar, tratando de concentrarme en el horizonte, pero mis ojos se desviaban una y otra vez hacia esos dos niños chupando como si el mundo se acabara, sus caritas infantiles deformadas por las vergas gruesas, y lo peor: cada vez que uno de los hombres les bajaba un poco más la tanguita, veía cómo el hilo fino de la tela se metía entre sus culitos morenos, hundiéndose en la rajita apretada como un hilo dental perverso, marcando el ano diminuto y haciendo que se contrajera con cada movimiento. Eso me volvía loco; mi verga brincaba sola, imaginando cómo se sentiría ese culito virgen apretándome.
A popa, las dos mujeres —Sandra y la otra paisa— ni se inmutaban. Eran las proxenetas, frías como hielo, con caras de piedra que no mostraban ni asco ni excitación. Se dedicaban a vigilar el mar como halcones: Sandra con unos binoculares viejos que sacó del morral, escaneando el horizonte en círculos lentos; la paisa de pie, con una mano en la cadera y la otra protegiéndose los ojos del sol, girando la cabeza cada pocos segundos. Cada vez que veían una lancha acercarse, aunque fuera a lo lejos —un puntito blanco en el azul—, una se levantaba de golpe y me gritaba con voz seca y autoritaria: —¡Capi, vira a babor! ¡Rápido, que esa mierda viene directo! ¡O a estribor, no jodas!
Yo obedecía sin chistar, girando el timón con fuerza, sintiendo el motor rugir mientras nos alejábamos. En una de esas advertencias, la paisa —la más joven, con el pelo recogido en una cola— se acercó corriendo al timón y me pilló con la mano dentro de la bermuda: tenía los dedos apretando la base de mi verga dura, subiendo y bajando lento mientras miraba el espectáculo, el pulgar untado en mi propio precum. Me miró fijo a los ojos con cara de “contratamos a otro degenerado más, qué sorpresa”, soltó una risita seca y sarcástica que sonó como un latigazo, y murmuró bajito: “Guarda eso pa’ después, capi, que aquí hay clientela que paga”. Luego volvió a su puesto como si nada, pero yo sentí la vergüenza y la excitación mezcladas, mi verga latiendo más fuerte.
En la proa, Roberto ya no aguantó más. Se bajó la bermuda blanca de un tirón y sacó su verga: 20 cm de carne pálida y recta como una lanza, con la cabeza roja e hinchada, brillante de precum que goteaba en hilos largos. Agarró a los niños por la nuca con manos firmes y los apartó del mexicano un segundo, empujándolos hacia él. —Vengan pa’cá, mis campeones… ahora me toca a mí, que llevo esperando todo el viaje.
Los puso de rodillas frente a él, uno a cada lado. Manuelito y Raulito, con las caritas ya pegajosas de precum y baba, se turnaron como expertos: primero Manuelito lamió la base desde los huevos peludos hasta la mitad del tallo, con la lengua plana y larga; Raulito chupó la punta, succionando el glande como un chupo, haciendo ¡pop! cada vez que lo sacaba. Luego cambiaron: Raulito bajó a lamer los huevos, metiéndose uno entero en la boca y masajeándolo con la lengua; Manuelito se tragó media verga de un golpe, ahogándose con un “glu-glu” pero sin retroceder. Roberto gemía bajito, empujando las caderas para meterles más hondo, agarrándoles el pelo ondulado y rapado para guiarlos: “Así, mis puticos… compartan la verga como buenos hermanos”.
El mexicano, con los ojos desorbitados y la cara roja de tanto contenerse, no aguantó la archera ni un segundo más. Soltó un rugido gutural que retumbó en la proa y explotó sin quitarles la verga a Roberto: apuntó directo a las caritas de los niños mientras seguían chupando. —¡Abran la boca, putos! ¡Aquí viene la leche del desayuno!
Chorros espesos y calientes salieron como una manguera descontrolada, pintando las caritas de ambos niños en ráfagas blancas y pegajosas. El semen salpicó desde la frente hasta la barbilla, pegándose en mechones gruesos que colgaban como guirnaldas; un chorro le dio a Manuelito en el ojo, haciendo que parpadeara pero no dejara de lamer; otro a Raulito en la nariz, resbalando hasta la boca abierta. La leche era abundante, espesa como yogurt, oliendo fuerte a cloro y sudor, goteando sobre sus tanguitas y el piso de la lancha en charquitos que se mecían con el oleaje.
—¡Límpienme todo, puticos! ¡No desperdicien ni una gota! —ordenó el mexicano, agarrándolos por el cuello duro con sus manos gordas, casi levantándolos del piso como pollitos, sacudiéndolos para que se miraran.
Los niños, obedientes y con las caras chorreando, se lamieron mutuamente como perritos: Manuelito sacó la lengua y lamió la mejilla izquierda de Raulito en lengüetazos largos y húmedos, recogiendo la leche espesa y tragándosela con un “mmm” bajito; Raulito hizo lo mismo en la derecha de Manuelito, succionando los mechones pegados al pelo ondulado y pasándolos de boca en boca en un beso baboso y lechoso. Se turnaban para lamerse los ojos, la nariz, la barbilla, compartiendo la carga caliente hasta que sus caritas quedaron brillantes solo de saliva y restos pegajosos. El mexicano, satisfecho, los empujó hacia los cuatro hombres que seguían pajeándose con furia: —Ahora chupen a estos cabrones mientras yo me relajo… hagan que se vengan rápido.
Se dejó caer pesadamente en un asiento lateral, sirviéndose otro vaso generoso de whisky con manos temblorosas. Roberto, solícito como un mesero de lujo, le llenó el hielo de la cava, le pasó la botella y hasta le encendió un cigarro que sacó del morral. Los dos se quedaron en el centro de la proa como directores de cine en su set privado: Roberto de pie, verga aún dura apuntando al cielo; el mexicano sentado con las piernas abiertas, verga semi-blanda goteando los restos. Comentaban la escena en voz baja, riendo: “Mirá cómo tragan, parce… estos pelaos son oro puro”. “Sí, hombre, y con el popper van a volar”.
Roberto sacó un tarro de popper del morral —uno de los seis que había metido en la nevera—, lo abrió con un clic y se lo pasó por debajo de la nariz de Manuelito primero, tapando la otra fosa con el dedo. —Inhala profundo, campeón… bien hondo, que te va a volar la cabeza.
El niño aspiró con fuerza; sus pupilas se dilataron al instante como platos negros, el pecho se le infló y soltó un jadeo. Luego Raulito: misma rutina, inhalación profunda, ojos vidriosos. El efecto fue inmediato y brutal: los 15 segundos de euforia los transformaron en bestias. Ahí sí despertaron de verdad, como si el popper hubiera encendido un interruptor en sus culitos y gargantas.
Manuelito, con las manitas temblorosas de excitación, agarró la verga del caleño con la izquierda —pajeándola rápido y fuerte— y se metió la del bogotano en la boca hasta la garganta, gimiendo alrededor de ella: —¡Más, dame más verga, por favor!
Se turnaba: chupaba al bogotano unos segundos, succionando la cabeza rosada con ¡slurp! ruidosos, luego pasaba al caleño, lamiendo el tallo oscuro y venoso mientras pajeaba al otro. Pero no conforme, Roberto les metió las dos vergas en la boca al mismo tiempo cuando el popper pegaba fuerte: al caleño y al bogotano en Manuelito. El niño abrió la boca al máximo, las mejillas hinchadas como un hamster, las dos cabezas —morada y rosa— rozándose dentro, empujando contra sus carrillos. Baba y precum chorreaban por las comisuras en ríos, goteando sobre su tanguita donde el hilo ya se hundía profundo en el culito, marcando el ano que se contraía con cada inhalación.
Raulito no se quedaba atrás: mano derecha en la verga del gringo joven (24 cm de venas gruesas, pajeándola con puño apretado), boca en la del mayor (el garfio curvo de 22 cm). Se turnaba igual: chupaba al joven con succiones profundas que le llegaban hasta la garganta, haciendo que le saliera baba por la nariz; luego al mayor, girando la lengua alrededor de la curva perversa. En el clímax del popper, Roberto forzó las dos gringas en su boca: Raulito estiró los labios al límite, las dos pollas gruesas entrando a presión, frotándose una contra la otra dentro de su boquita infantil, el garfio enganchando el paladar mientras el joven empujaba recto. Los niños gemían como locos, pedían más: “¡Péguenme con la verga! ¡Dame más, papi!”, pegándose cachetadas con las pollas libres, dejando marcas rojas en las mejillas ya cubiertas de leche seca.
Los hombres empujaban sin piedad, follando sus caritas como si fueran coños calientes y apretados: el caleño y bogotano en Manuelito, alternando ritmos para que una entrara mientras la otra salía; los gringos en Raulito, sincronizados para meterlas al unísono y hacer que el niño se ahogara en un “glu-glu-glu” constante. Los 15 segundos del popper pasaron volando, pero el fuego ya estaba encendido para siempre: los niños no paraban, chupaban con más hambre, lamían huevos, tragaban profundo, gemían como perras en celo pidiendo “¡Otra vez popper!”. Roberto reía, pasando el tarro de nuevo: “Tranquilos, mis amores… hay pa’ rato”.
Yo, desde el timón, con la verga a punto de reventar la bermuda —el precum ya me había empapado hasta la rodilla, y sentía las bolas pesadas como plomo—, viré la lancha hacia mar abierto, lejos de cualquier mirada. Nadie nos iba a interrumpir; el espectáculo apenas empezaba.
Roberto se puso de pie con una sonrisa de oreja a oreja, se acomodó al lado de los cuatro hombres —el caleño, el cachaco bogotano, el gringo joven y el gringo mayor— y les dio la orden como si fuera el maestro de ceremonias de un circo privado: —Buenos caballeros, completémosle la leche del desayuno a estos campeones. Vamos a desembarcar en la primera playita pa’ relajarnos un ratico, pero antes… todos al tiempo en sus caritas. ¡Que no quede ni un huequito sin pintar!
Los cinco se levantaron de un salto, rodeando a los dos niños que seguían de rodillas en el centro de la proa. Manuelito y Raulito tenían las caritas hechas un desastre: saliva brillante por todos lados, hilos de precum seco pegados como telarañas, mechones de semen del mexicano ya resecos en la frente y las mejillas. El pelo de Manuelito, ondulado y moreno, estaba revuelto como si hubiera pasado un huracán; el rapadito de Raulito tenía pegotes blancos que brillaban al sol. Los cachetes les ardían rojos, marcados por las cachetadas de verga que los cinco les habían dado sin parar: ¡plaf! ¡plaf! cada golpe dejando una huella rosada y un hilo viscoso colgando.
Roberto se agachó rápido, les ajustó las tanguitas a los dos —el hilo ya hundido hasta el fondo entre sus culitos, marcando el ano como una cuerda tensa— y les murmuró al oído: —Abran bien la boca y las manitos, mis amores… viene la gran tanda.
Los cinco hombres formaron un círculo perfecto alrededor de los niños, vergas en mano, pajeándose a un ritmo frenético. El aire se llenó de sonidos húmedos: ¡fap-fap-fap! de puños subiendo y bajando, gemidos roncos, el oleaje de fondo. El mexicano, ya sentado con su whisky, solo miraba y reía: “¡Dale, cabrones, bañen a mis puticos!”.
Desde el timón, yo solo veía el culo de tres de ellos —el caleño moreno y musculoso, los dos gringos con sus espaldas anchas— tapando por completo la vista de las caritas de los niños. Cada vez que uno se pegaba más, metía la verga un segundo en la boca de Manuelito o Raulito —un ¡glu! rápido— y volvía a pajearse duro, la cabeza hinchada a punto de estallar.
De repente, hicieron una abertura en el círculo, como si me abrieran una ventana al infierno. Y ahí los vi: los niños con los ojos idos, la lengua afuera, las manitos abiertas en forma de cuenco.
Los gringos fueron los primeros en romper: —Fuck… here it comes! —gruñó el joven. Su verga de 24 cm explotó en chorros largos y pesados, leche blanca y espesa que salió disparada como crema batida, cayendo en la carita de Manuelito y Raulito al mismo tiempo. El gringo mayor, con su garfio curvo, apuntó al centro: chorros curvos que se enredaban en el aire antes de aterrizar, cubriendo frentes, narices, párpados. La cara de los niños quedó sepultada bajo una máscara blanca, tan espesa que parecía maquillaje corrido.
Enseguida el caleño —se llama Andrés, el moreno de Cali— se vino pegado a los labios de Manuelito: —¡Toma, mi niño, pa’ que desayunes bien! Chorros potentes que le entraron directo en la boca abierta, desbordando por las comisuras y resbalando por el cuello.
El cachaco bogotano —Germán, el de la barriga dura— y Roberto se vinieron en unísono sobre Raulito: —¡Ahora, parce! —gritó Roberto. Dos vergas explotando al mismo tiempo: la de Roberto recta como lanza, la de Germán rosada y gorda. La leche cayó en cascada sobre la carita de Raulito, mezclándose con la de los gringos, goteando en ríos espesos por el pecho, el ombligo, hasta la tanguita.
Los niños ponían las manitos como platillos, recogiendo la leche que caía, y se la restregaban por la cara con movimientos lentos y lascivos: dedos untados en blanco, metiéndoselos a la boca, lamiendo, tragando. Roberto se agachó con su verga aún goteando y la usió como cuchara: recogía la mezcla espesa de las mejillas y se la empujaba a la boca de Manuelito, que abría obediente y tragaba con un “glu-glu” satisfecho. Andrés, el caleño, hizo lo mismo con Raulito; el gringo joven untó su propia leche de la frente del niño y se la metió entre los labios: —Swallow it all, baby… good boy.
Cuando terminaron, las caritas eran un lienzo blanco: capas y capas de semen de cinco hombres, pegajoso, caliente, oliendo fuerte. Los niños lamían lo que podían, se besaban entre sí para pasarse la leche de boca en boca, riendo con esa risa ida del popper que aún les duraba.
Los hombres, exhaustos, se dejaron caer en sus asientos con las vergas flácidas colgando entre las piernas, sudorosos, riendo a carcajadas mientras se servían otro trago de whisky. —¡Salud por el desayuno criollo! —brindó Roberto, chocando vasos.
Yo… yo no pude más. Sin tocarme, sin pajearme, solo viendo cómo los niños guiaban la leche con las lenguas hasta sus bocas abiertas, sentí el orgasmo subir como una ola. Chorros calientes y abundantes me salieron dentro de la bermuda, empapándola por completo, resbalando por mis muslos mientras apretaba el timón. Un gemido ronco se me escapó, pero nadie me oyó entre las risas.
Roberto se puso la bermuda, gritó hacia popa: —¡Sandra, dile al capi que nos tiremos al agua! ¡Ya llegamos a Isla del Rosario!
Miré el GPS: una hora exacta de viaje. La lancha viró hacia una playita desierta, agua turquesa, arena blanca. Los niños, aún con la cara chorreando leche, se levantaron tambaleantes, sonriendo. El espectáculo apenas comenzaba.


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