Playa, tequila y deseo 1
Sebastián se la mama a César con hambre, le abre el culo y se lo rompe sin pedir permiso. César se lo devuelve, cogiéndolo con fuerza hasta correrse dentro. Sudados, dormidos y llenos, no saben que Alan los ve… jalándosela en silencio, deseando meterse en esa misma cama..
La fiesta había terminado hacía rato, pero Sebastián no tenía ganas de dormir. Tampoco César. La música ya se había apagado en el cuarto contiguo del hotel, los amigos habían caído rendidos, pero ellos dos seguían con esa energía eléctrica que el alcohol y el deseo no dejan apagar.
—¿Vamos a la playa un rato? —propuso Sebastián, con una sonrisa que escondía más de lo que decía.
—Vamos —respondió César, mirándolo con esos ojos que ya sabían lo que venía.
Caminaron en silencio, solo escuchando el crujido de la arena bajo los pies y el golpeteo suave del mar. La brisa de la madrugada les enfriaba la piel, pero entre ellos todo estaba en llamas. Se sentaron cerca del agua, con los pies descalzos tocando la orilla, y se quedaron ahí… hablando de nada y de todo.
Sebastián no resistió más. Le puso una mano en la pierna a César, como quien tantea un límite, y la fue subiendo lentamente, acariciando con los dedos. Luego lo miró y le acarició la espalda por debajo de la camiseta, sintiendo el calor de su piel.
—Tenías ganas de tocarme, ¿no? —dijo César con una media sonrisa.
—Desde hace años.
Hubo un silencio cargado. Y entonces Sebastián se acercó. Ya no preguntó. Le agarró la nuca con decisión y lo besó. Al principio fue suave, como si aún le pidiera permiso… pero César le respondió con lengua, con hambre. El beso se volvió húmedo, profundo, caliente. Sus bocas se chocaban con necesidad.
—Me vuelves loco, cabrón —le dijo Sebastián al oído—. Siempre lo has hecho.
César no dijo nada, solo le acarició la cara… y lo besó otra vez.
Volvieron al hotel caminando rápido, con el deseo dándoles prisa. Cerraron la puerta del cuarto sin hacer ruido. Alan dormía profundamente en la otra cama. Ellos ni lo miraron. Solo se vieron entre sí, como si el resto del mundo ya no existiera.
—Hace calor —dijo César, quitándose la camiseta.
—Y lo vas a sentir más —le respondió Sebastián, desnudándose también, quedando solo en bóxer.
Se metieron bajo las sábanas en la misma cama, piel contra piel, piernas rozándose, respiraciones agitadas. Sebastián fue el primero en hacer algo más. Le puso una mano en el abdomen, bajándola lentamente hasta el bulto ya duro que César no disimulaba.
—¿Así de caliente estás?
—Desde que me tocaste en la playa.
Sebastián se deslizó entre sus piernas y le bajó el bóxer con la boca. Ahí estaba: dura, gruesa, caliente. Se la metió entera entre los labios sin dudar, con hambre atrasada. La lengua le recorría la base, el glande, los huevos. Se los chupó también, uno por uno, babeando, haciendo que César gimiera bajo las cobijas.
—Verga, Sebastián… qué rico me la mamas.
Y no paró. Le escupió el culo, lo lamió, lo abrió con los dedos. Uno. Luego dos. César se arqueaba, se abría más. Pedía más.
—Méteme otro… quiero más.
Tres dedos. Su culo se lo tragaba con facilidad. Estaba completamente entregado, sudando, temblando. Entonces lo dijo:
—Métela ya. No aguanto más.
—¿Seguro?
—Hazme tuyo, Sebastián. Es tu puto cumpleaños… y este culo es tuyo.
Sebastián se escupió la verga, la alineó, y la metió de un solo empujón. César apagó su grito contra la almohada. El culo le apretaba riquísimo, caliente, húmedo, hambriento.
—Así… cógeme así… métemela toda, no pares…
Y Sebastián no paró. Le rompió el culo con ganas, marcando las embestidas con cada gemido. Lo agarraba de las caderas, le lamía la espalda, lo cogía con rabia y con amor al mismo tiempo. Se vino adentro de él, profundo, jadeando con la verga enterrada.
Después de un rato, cambiaron de posición. César se inclinó, le besó el cuello, bajó por el pecho y le mamó la verga con entrega. Luego los huevos. Luego se fue al culo.
—Ahora es mi turno —dijo con voz baja y caliente.
Luego lo levantó de las piernas, se las puso sobre los hombros… y se lo metió. Lo cogió con ritmo, con fuerza, con fuego. Sebastián gemía, se le escapaban las manos por todo el cuerpo de César.
—Así… así… sí…
Se vino dentro de él con un gemido ronco, mordiéndole el cuello, temblando. Quedaron pegados, sudados, llenos del otro. Las respiraciones tardaron en calmarse, pero cuando lo hicieron, los abrazos hablaron más que las palabras.
—Verga… —susurró César—. Esto no fue solo sexo.
Sebastián lo miró, le acarició la nuca con los dedos.
—Lo sé. Nunca lo fue.
Durmieron así, abrazados, desnudos, tibios aún del mar y del deseo.
Unas horas después, el cielo apenas comenzaba a aclararse. Alan, semidespierto, dio vuelta en la cama y sus ojos se posaron en ellos. Sebastián y César, completamente desnudos, aún entrelazados, con rastros de semen deslizándose por los muslos, las sábanas revueltas, el olor a sexo impregnando el cuarto.
Alan se quedó quieto. El corazón le latía con fuerza. Sintió cómo la sangre bajaba directo a su verga.
No hizo ruido. Solo observó. El espectáculo frente a él era puro deseo: los cuerpos sudados, la piel pegada, las manos aún enredadas, los rostros suaves, casi inocentes en el sueño.
No había morbo… había belleza.
Alan se sentó lentamente en la cama. Se bajó el pantalón del pijama, dejó la verga libre, ya dura como una piedra. Cerró los ojos por un instante, se imaginó entre ellos. Se vio mamando la verga de Sebastián mientras César le abría el culo. Se sintió cogido, deseado, tragado entre esos dos.
No se tocaba con urgencia, sino con hambre. El tipo de hambre que viene de haberlo soñado muchas veces. La punzada de saberse cerca… pero no dentro. Los jadeos apenas se le escapaban. Mordiéndose los labios, acelerando el ritmo, con la vista fija en el hueco entre sus cuerpos.
Y se vino así, en silencio, con un gemido ahogado. El semen le cayó en el abdomen, caliente, espeso. Lo limpió rápido, aún mirando.
Entonces Sebastián se movió en sueños, le acarició la espalda a César sin despertar. César se acomodó contra él y le besó el hombro.
Alan volvió a su cama, la verga aún palpitando.
No dijeron nada al despertar.
Pero el aire del cuarto olía a verdad.
A cuerpos que
se encontraron.
A culpas que no existían.
Y a un deseo que, en silencio, seguía creciendo.
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