Playa, tequila y deseo 2

La tensión entre Alan y Sebastián ardía bajo el sol y se desbordó en la intimidad del cuarto. Entre caricias, miradas y susurros, se buscaron hasta perderse el uno en el otro. Cuando quedaron exhaustos, supieron que lo que había nacido ya no era deseo… era necesidad..
El sol caía con fuerza esa tarde, y la resaca de la noche anterior seguía latiendo en la sien de Alan y Sebastián. Estaban tirados junto a la alberca del hotel, con el torso desnudo, las gotas del agua resbalándoles por el pecho, y una tensión entre ambos que ya no sabían cómo disimular.

—Oye, Sebastián… ¿qué pasó anoche con César? —preguntó Alan, como quien lanza un anzuelo.

Sebastián sonrió sin responder de inmediato. Tomó un trago de su cerveza, lo miró de reojo, y dijo con voz grave:

—¿De verdad quieres saber?

Alan asintió, tragando saliva. En ese momento, sin querer —o queriendo—, su mano rozó la entrepierna de Sebastián. Fue un segundo. Pero la dureza que notó ahí le recorrió todo el cuerpo como electricidad.

—Cuidado… —susurró Sebastián, mirándolo con una mezcla de picardía y fuego.

Y sin pedir permiso, le pasó la mano por la espalda, bajando hasta el culo. Lo agarró con fuerza. Alan no se apartó. Al contrario, suspiró.

—¿Te calienta saber lo que hicimos?

—Me calienta imaginarlo —respondió Alan, con los ojos ya cargados de deseo.

El calor del día se mezclaba con el de sus cuerpos. Las miradas duraban más. Las risas eran más bajas. La tensión crecía como una ola que ya no se podía detener.

Volvieron al cuarto diciendo que dormirían un rato, pero ninguno tenía sueño. Sebastián se duchó primero. Alan lo esperó desnudo, echado en la cama, con la verga ya dura, mirándolo como un animal listo para cazar.

Cuando Sebastián salió, apenas cubierto por la toalla, Alan se levantó, lo tomó de la cintura y le arrancó la tela húmeda. Su verga ya colgaba pesada, palpitando, y Alan se la metió en la boca sin esperar permiso.

—Mierda… —murmuró Sebastián—. Qué bien la mamas.

Alan lo mamaba con hambre, con furia, tragándose hasta la base, dejando hilos de saliva que le escurrían por el mentón. Le chupó los huevos, le lamió la base, le metió la lengua en el culo, haciéndolo temblar de placer.

—Quiero que me cojas como a él… —susurró Alan—. Quiero que me revientes igual. Y luego yo te voy a hacer mío.

Eso bastó. Sebastián lo giró de golpe, lo empujó contra la cama y le abrió el culo con las manos. Le escupió el centro, lo chupo con hambre, metiéndole la lengua hasta el fondo. Alan gemía, se arqueaba, pidiéndolo.

—Méteme los dedos… quiero sentirlos.

Sebastián obedeció. Uno. Luego dos. Luego tres. Alan ya se abría con facilidad, goteando, desesperado.

—Hazlo ya… por favor. Dame esa verga.

Sebastián se la escupió, la frotó por la entrada, y se la metió toda de un empujón. Alan gritó, con la cara enterrada en la sábana.

—Así… así, cabrón… más duro.

Sebastián lo cogía con rabia. Las embestidas eran rítmicas, violentas, calientes. Le agarraba el cuello, le mordía los hombros, le lamía la espalda sudada. Alan se dejaba hacer, disfrutaba cada centímetro, cada estocada profunda.

—Te gusta que te rompa el culo, ¿eh?

—Me encanta… dame más… no pares, dime qué mi culo es mejor que el de César.

Sebastián se vino dentro de él con un gemido largo, la verga latiendo enterrada hasta el fondo.

Pero no terminó ahí.

Alan se giró, todavía jadeando, y lo empujó de espaldas a la cama. Le abrió las piernas, le chupó la verga con pasión, bajando hasta la entrada del culo entonces Sebastián empezó a temblar de placer.

—Ahora vas a saber lo que se siente —susurró, mientras le levantaba las piernas.

Se la metió sin aviso. Sebastián gimió fuerte. El ritmo fue brutal, preciso, delicioso. Alan lo cogía con ganas, con hambre acumulada. Le lamía los pezones, le besaba el cuello, le agarraba la verga y se la pajeaba mientras lo follaba con fuerza.

—¿Te gusta? ¿Eh? ¿Te gusta sentirla adentro?

—Sí… sí… más fuerte… más profundo…

Ambos acabaron sudados, manchados, gemidos entrecortados entre besos sucios. Se vinieron uno tras otro, llenos, temblando.

Quedaron abrazados, tocándose mutuamente, jadeando, mientras la tarde se apagaba tras la ventana.

No dijeron nada.

Pero sabían que algo había cambiado.
Ya no era solo deseo.
Era adicción.