Predator’s confessions II
Crónica novelada, capítulo II .
Eran días de mal tiempo, chubascos y viento. El inicio de este verano venía convulso. Seguía trabajando pues aún no me tocaban mis vacaciones. Sólo deseaba que llegado ese tiempo el clima mejorara.
En la tarde de ese jueves había ya acabado con mi tarea. El trabajo de oficina se hacía por las mañanas dejando las horas vespertinas para continuar en casa. Soy un arquitecto que disfruto de esta segunda forma en mi entorno de tranquilidad y comodidad. Creo que es así como rindo mejor: mi propio ritmo y mi entorno inspirador.
Hacia las 3 y media sonó el timbre del portero eléctrico y en la pantalla vi a Marito. No era que me había olvidado de él después de dos semanas. Pero verdaderamente no lo tenía presente en mi conciencia. No lo esperaba ni imaginaba que podía presentarse.
– ¡Qué raro! Por qué no me aviso que iba a venir – pensé que por lo menos me habría mandado un mensaje.
Decidí salir y abrir la puerta de calle manualmente, y mostrarme sorprendido… y sacarme la duda de su presencia. Mi motivación iba cambiando: de la extrañeza pasé a una especie de incertidumbre, de recuerdo y, finalmente, de deseo.
– ¡Eh, chaval! ¿Qué te trae por aquí?
– Vine por mi propina, o ¿ya se te ha olvidado?
– ¡No!, no es eso…
– Qué pronto me has olvidado.
– ¡Ahaja!, no te esperaba… sólo es eso. Debería haberme llamado para ver si estaba en casa.
– Pues me quedé sin teléfono… estaba aburrido en el cole y me salí. Y arranqué para aquí.
– ¿Te escapaste de clases?
– Bue… clases… En realidad, no hacemos nada y de por sí me aburro un montón. Son los últimos días antes de vacaciones.
– Pero si te pilla tu madre…
– Ya me quitó el móvil… qué va hacer: ¿encerrarme en casa? Si no me aguanta… ¡ahaja!
Lo hice pasar. Caían ahora algunas gotas de lluvia. No traía su bici. Había aprendido a llegar en autobús que pasaba cerca de la escuela pública donde estudiaba. Lo senté en la sala y fui a buscarle algo de beber. Había zumo de piña. Se lo ofrecí y, frunciendo su nariz en señal de desagrado, lo aceptó. Yo me serví un café.
– ¿Por qué pones esa cara? ¿No te gusta el zumo?
– Sí, está bien. Aunque preferiría una cerveza – en un tono de picardía.
– ¡Vaya pillo que estás hecho! No voy a darte alcohol. Eres un niño. ¿Acaso bebes?
– ¡Ahaja! ¡Noooo… qué va!
Puse la tele, casi en un arranque automático. Dejé mi café en la mesilla y fui a cerrar la ventana de mi despacho: arreciaba una fuerte briza que hacía entrar agua de la lluvia copiosa que se había desatado.
De a poco iba excitándome. Mario sentado a mi lado en el sofá grande no paraba de moverse ante el programa futbolístico de la tele. Mi abuela diría que “parece que tiene hormigas en el culo”. De relajado apoyando su espalda en el cuero, a expectante irguiéndose en el borde frontal. Abría y cerraba sus piernas delgadas cubiertas del pantalón largo de gimnasia que llevaba. Y de nuevo para atrás… y otra vez adelante. La camiseta que tenía parecía corta, y ante cada erguimiento dejaba ver la cinturilla del bóxer verde. El pantalón también se le bajaba, porque o no estaba bien sujetado o es que había visto tiempos mejores.
Me excité sobremanera. Ya no tenía manera de cubrir mi verga hinchada. Y Marito lo notó. No se asustó. La vio, me miró y se sonrió.
Comenzó a tocarse su pollita, así casi sin disimulo. Y cada rato volteaba a expiar la mía. Estaba a la distancia de mi brazo. Lo estiré para rozarlo. En su hombro… en su pierna.
– No te olvides que me debes mi propina de la otra vez.
Este chico me estaba volviendo loco y, a su vez, parecía que se burlaba de mí. Esa sonrisa socarrona era su manera de controlar la situación intentando dominarme. Entonces decidí que era momento de demostrarle mi vulnerabilidad a esa especie de provocación y, jugándome del todo, tentarlo con dinero.
– No me olvido. ¿Cuánto quieres? – le dije posando mi mano de lleno en su espalda baja, donde la camiseta y jogging dejaba a la vista lo verde de su calzón.
Sonreía sin mirarme. Noté un leve movimiento de atrás para adelante para rozarse mejor con mi mano. Intrépida ésta, y sutil, comenzó a levantarse por su espalda bajo la camiseta. Y otra vez para abajo sin respetar el límite de su bóxer. Tocaba sus nalguitas, turgentes y bien formadas. Sonreía y no decía nada.
El chaval sabía lo que pasaba. No era ajeno al morbo. Reprimí mi curiosidad natural por saber qué conocía de todo esto, qué experiencia tenía, qué le gustaba hacer, desde cuándo, con quién … lo de siempre: creemos que tenemos que saber todo para no arriesgarnos al fracaso.
Era evidente que sabía lo que hacía y que le gustaba. No lo demostraba ni con gestos ni amaneramientos de ninguna índole. No sonreía ya. Estaba agitado y acalorado. El morbo le había ganado.
Su brazo se alargó hasta que su mano me pilló la verga. La apretaba con delicadeza como tanteándome. El movimiento que hacía con su cintura -imperceptible en su comienzo-, se tornó más intenso. Tuve la oportunidad de colocar mi mano directamente bajo su culito, y es lo que hice a la vez que afirmaba su propia mano en mi verga y le hacía masturbarme. Ya no miraba la tele. Miraba lo que hacía su mano. Jadeaba y -hasta me pareció que- babeaba.
Sí. Sus labios agarraron un tono rojo intenso por la humedad de sus secreciones. Su boca entreabierta denotaba lo agitado que estaba y sus ganas de probar mi polla.
– Sácala y chúpala, si es lo que quieres.
No me miró ni me contestó con palabras. Su silencio no significaba desacuerdo. Sus ojos fijos en mi bulto y su gesto de negación con la cabeza me decían que esperaba que tomara yo la iniciativa.
– ¡Vamos! Si es lo que quieres – dije sacando mi pinga erecta y acercándolo de su nuca.
La devoraba. Lo sabía hacer. No había timidez en su mamada. Era saliva y más saliva la que mojaba hasta mis huevos. No lo forzaba. Tampoco se la tragaba toda. No era capaz su pequeña boca. Pero hacía el mérito.
En la posición que lo tenía pude deleitarme en caricias a sus nalguitas, primero sobre su bóxer y luego directamente sobre su piel. Suaves y calentitas. Hay algo que tiene que ver con el deseo y la excitación que hace a la temperatura de la piel, y en su culito se notaba. Empecé a dedear el hoyito de su ano, y él a gemir con más decisión.
– ¿Te gusta, Marito? Con cuántas ganas te comes mi verga. ¿Te gusta que toque, así, el culito?
No pretendía una respuesta ni buscaba su consentimiento. Era evidente que se la estaba pasando bien. Tampoco voy a decir que estaba muy relajado. Sí que había atisbos de inseguridad y, quizás, un poco de temor.
Debía dar otro paso y demostrarle que yo lo quería tanto como él, así confiara en que nada malo le iba a pasar. Nada que no quisiera.
Lo detuve y me paré sacándome el pantalón y haciendo que él también lo hiciera. Hice que se ubicara de perrito sobre el sofá… me monté casi sobre su espalda y le hablé suavemente en su oreja:
– Confía en mí. No te haré daño. Me gustas mucho y no soporto las ganas de comerme este culito que te cargas. Si no te gusta dímelo y paramos.
Le di lengua como hacía tiempo no lo hacía. Me apasiona el beso negro, magrear un anito imberbe. Sublime es su sabor. Alternaba lengua y dedos hasta que entendí que era suficiente. Volví a montarme en su tierna espalda.
– ¿Quieres que te la meta?
– Sí – un sí que era casi un susurro.
– Te va a doler un poco.
– Ya lo sé.
Lo sabía. No sé si en teoría o es que lo había experimentado.
Traje un poco de crema del baño y, lubricándonos, empecé la tarea de introducirme en él. Era arduo el proceso. Por instantes, desesperante para mí. Supe controlarme y no violentar la experiencia. Más crema, más dedos… hice que él mismo se metiera sus deditos. Eso me pone al cien. Nuevos intentos… y así por un rato.
– ¿Quieres que pruebe a clavarme yo solo?
¡Qué pocas dudas me podían quedar! Me senté cómodo en el sofá y Marito se subió a horcajadas sobre mí. De frente no me miraba. Atendía sólo a la punta de mi verga y a su culito. Tomado de mis hombros hacía el ademán de sentarse en ella y se alzaba. Así, poquito a poco, fue entrando mi polla.
Con el glande adentro, se relajó. Ahí sí que me miró, vanagloriándose de su éxito. Y abriendo su boca empezó a mecerse sobre mí. Me excitó esa suerte de “danza de amor” que hacía con su cintura y entornando sus ojitos oscuros. No podía hacer más que disfrutarlo en su placer a la vez que acariciaba su cuerpo delgado y su enhiesto pene infantil.
Esa danza acabó a un ritmo superior. No sé cuánto de mi pinga había estado en su interior. Me corrí en un orgasmo largo. Su culito denotaba la fricción y la hendidura que había sufrido. Rojizo y redondito, húmedo y brillante.
… …
La lluvia había amainado, pero era seguro que caería un nuevo chaparrón. Los negros nubarrones hacían que las 5 y poco más de la tarde parecieran casi un anochecer. Acompañaba a Marito hacia la puerta. Las nubes del cielo parecían reflejarse en su mirada. Estaba callado por demás. Sólo contestaba a mis intentos de diálogo con gestos y monosílabos. Antes de llegar a la puerta lo detuve y, de frente cara a cara, le pregunté si estaba todo bien.
– Sí -me dijo- pero tengo miedo que pienses mal.
– ¿Mal? ¿Por qué he de pensar mal de ti?
– … … – encogiéndose de hombros-.
– ¿La pasaste bien? ¿Te gustó? A mí también. Muchísimo. Espero que no pienses tú mal de mí.
Me sonrió, casi como en un alivio. Lo tomé de su espalda hasta la puerta.
– Al final, no me diste la propina. Tendré que venir otro día.
… …
Lo vi alejarse de mi puerta hasta la misma esquina en que antes de girar se detuvo para saludarme con la mano.
– Espero que vuelvas pronto – dije para mí diciéndole chau.
Lindo relato. Me encanta la frase de «no me diste la propina». Genera morbo y curiosidad. Espero sigas pronto.
Muy buen relato y, además muy bien escrito. Espero que no sea el último.