RAPAZ ADOLESCENTE (PARTE II)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por zoohot.
Mi primera experiencia con Dante había sucedido estando yo de huésped en casa de su padre, en la ciudad argentina de Mar del Plata. En aquella oportunidad, luego de vivir tan intensas vivencias con él, habíamos quedado en que tal vez pasaría sus vacaciones de invierno conmigo, en mi casa. Sin embargo no pudo ser así pero más adelante, en el mes de diciembre, su padre me llamó por teléfono para comentarme que Dante ya estaba libre después de sus exámenes y deseaba viajar para visitarme, preguntándome si sería posible.
Le dije que sí, justamente yo había tomado ese mes como “período sabático” y estaría libre de recibirlo en mi casa con mucho gusto. Como relaté, yo vivía en la ciudad de La Plata pero acababa de mudarme a la de Buenos Aires, así que allí lo esperaba. Entonces, Dante pasaría conmigo tres semanas durante ese mes.
Mi amigo aprovechó que un vecino suyo de Mar del Plata viajaría a Buenos Aires para enviar a Dante con él (a efectos de que no viaje solo, con sus ya 16 años). De tal forma, el día y hora preavisados, los esperé en la Estación de Micros. A su llegada, observé que Dante había crecido bastante, estaba más corpulento, su cabello más largo aún y sus rasgos faciales mucho más definidos y varoniles. Cuando me vio esbozó una amplia sonrisa (típico de su carismática personalidad) se acercó y me abrazó (durante el breve abrazo, pude percibir los excitantes olores viriles de su cuello y su larguisimo cabello). Me presentó al vecino que lo acompañaba y allí nos despedimos de él ya que Dante venía a casa conmigo.
Durante el viaje en mi auto, Dante habló mucho y muy graciosamente de sus andanzas en su ciudad de origen en esos tiempos, sin alusión alguna a las fuertes experiencias íntimas que habíamos tenido. Ya en mi departamento, desempacó, se acomodó en el que sería su cuarto y me pidió permiso para ducharse. Al hacerlo, salió, se vistió y se sentó conmigo a comer y tomar algo y seguir conversando, siempre sin aludir para nada a nuestras experiencias sexuales juntos. Estaba hermoso, su cuerpo adolescente mucho más voluminoso y marcado, su piel bronceada por el sol de su lugar de residencia, su voz algo más grave y siempre simpático, gracioso. Me relataba sus historias acomodando a cada momento su largo cabello y dirigiéndome sus típicas miradas de aguilucho, punzantes y cómplices, cargadas de intenciones ocultas. Cuando hacía el movimiento para acomodar su pelo, al alzar ambos brazos se marcaban sus incipientes pero firmes bíceps y –corriéndose las mangas de su remera- se dejaban ver algo de sus velludas axilas.
Así transcurrió ese primer día de visita, luego salimos en mi auto a recorrer Buenos Aires para que Dante la conozca, paramos en distintos sitios a tomar algo y seguir nuestra animada y alegre conversación, todo con gran bienestar pero sin que el joven mostrara intención alguna de retomar nuestra pasada vivencia sexual. Durante ese día, pasamos por la Avenida Costanera y bajamos del auto para recorrerla un poco a pie, contemplando el Río de la Plata. Hacía calor. Mientras Dante hablaba y me comentaba cosas, en un momento se quitó la remera y quedó con el torso desnudo. Estaba bellísimo, bronceado, con los hombros más fuertes, los pectorales más marcados, una tenue “tablita” lucía en su vientre, la espalda más ancha y en su pecho resaltaban bien definidos sus músculos pectorales y sus pezones grandes y duros. Como un “tic” a cada momento echaba hacia atrás su largo cabello, marcando los bíceps y exhibiendo sus axilas velludas. Con todo ese despliegue de belleza viril me seducía y enloquecía a cada instante, pero yo prefería respetar la distancia para no incomodarlo. Pensaba que Dante sólo había venido a visitarme y conocer Buenos Aires y no a retomar nuestros ardientes embates sexuales.
Esa noche, ya en mi departamento, Dante me pidió permiso para darse una ducha. Al salir del baño no se vistió, permaneció sólo envuelto con una toalla grande. Tuvimos una breve charla de temas triviales, y en un momento se alejó unos pasos y, de pie, me dijo: “¿Cómo me encontrás, mejoré el físico?”, y comenzó a marcar sus pectorales, levantar los brazos y endurecer sus bíceps. Dejó sus manos apoyadas en su cintura, abrió algo las piernas y me repitió: “¿Y, me ves bien?”. Algo balbuceante le respondí: “Sí, te pusiste como un tigre. Estuviste haciendo mucho deporte, como siempre?”. “¡Claro, y algo de gym!” me respondió sonriente y mirándome fijamente agregó: “Y te falta ver lo mejor”. En ese momento se quitó la toalla y la dejó caer, mostrando su potente y bien desarrollado sexo, el péndulo perfecto de sus huevos grandes, su hermosa y enorme verga ya durísima, hinchada y latente, todo coronado por la oscura y tupida mata de pendejos.
Su mirada viró a la lujuria y me dijo: “¿creías que había venido para pasear no más?, noo, vine por vos, sos la mejor perra que conocí, después que te fuiste de mi casa me clavé mil pajas acordándome de todo lo que te hice”.
Enseguida me ordenó: “¡sacate la ropa, toda!”. Obedecí e intenté acercarme, pero Dante extendió la palma de una mano y me exigió: “¡no, hasta ahí. Ponete en cuatro patas, y vení caminando así, como una perrita!. Le hice caso, y fui gateando hacia él. Allí comenzaron sus autoritarias voces de mando, de macho dominante: “¡Oleme las bolas y la pija, perra!, ¡pasale la lengua, chupame los pendejos!. Mientras lo hacía casi temblando pero con placer, me decía: ¡qué puta que sos, como te gusta, te voy a reventar!. Cuando se cansó de hacerse lamer por mí, obligándome a permanecer así en cuatro patas, se colocó detrás de mi, salivó mi ano y me penetró salvajemente arrancándome un grito. Siempre en esa posición, me dio verga sin descanso, frotándose sobre mi cuerpo, sosteniéndome del pelo y sin dejar de decirme “¡puta, perra, mujeeer!”, hasta que una potente eyaculación bien dentro de mi recto terminó el sometimiento.
A partir de ese desenlace, los veinte días que pasaría conmigo serían una ordalía de lujuria. Ya conocía la obsesiva potencia sexual de Dante, pero ahora notaba que estaba mucho más encendido y más morboso. Día a día fueron variados e incesantes los actos de sometimiento y dominio sexual sobre mí, el joven macho saciaba toda su lujuria adolescente con mi cuerpo, con una sorprendente capacidad eyaculatoria. Por más que acabara muchas veces por día, su esperma era abundante, espeso, muy caliente y muy oloroso.
En una de nuestras conversaciones, volvió a confesarme que él deseaba a su padre, deseaba poder cogerlo, penetrarlo, pero que era imposible porque aquel no tenía “onda” para dejarse, mientras que en mí encontraba lo que ansiaba: poder someterme duramente con su sexo viril. Me contó el feroz joven que cuando él se desarrolló sexualmente, su padre acostumbraba traer hembras a la casa y las cogía en su presencia para que el hijo aprendiera cómo darle a una mujer. Un día, le ordenó que se montara a una de esas mujeres “visitantes”, que se iniciara como macho. Pero cuando Dante lo hizo, su padre permaneció allí contemplando el acto y dándole instrucciones. Me contaba el joven que le gustó darle a las hembras, pero que más lo encendía ver a su padre cogerlas, observar como se movía él y como se apretaban sus nalgas cuando las penetraba. De allí le nació el sentimiento de deseo de poseerlo al padre, penetrarlo, cogerlo, demostrarle que él era mucho más macho. Pero Dante insistía que en mí había encontrado lo que necesitaba para desahogarse de la bronca que le daba la “machumbre” de su padre, y que me cogería con todo “para que yo las pague todas juntas”. Agregaba “cogí mujeres, pero vos me hacés gozar mucho más, sos mucho más perra y más puta”.
En esos días adoré sus perversiones. Acostumbraba sentarse en mi cara frotando sus huevos y su verga en ella. Como era habitual, me obligaba a bañarlo –como si yo fuera su esclava- y en esa actividad una vez me hizo arrodillar delante de él, puso su verga en mi boca y orinó poderosa y abundamente, ordenándome tragar sus orines: “¡tragá el meo, perra, sos re puta, tomátelo todo, obedecé, yo soy el macho acá!”.
Durante esta visita hubo una diferencia con la experiencia vivida en casa de él. En efecto, estando en mi departamento, a solas conmigo y lejos de su casa, fue un poquito más condescendiente. Me permitió lamer y chupar su cuerpo, oler su pelo y su pubis (me fascina el olor de macho) y hasta conseguí que me besara con lengua. Pero para demostrarme su condición de dominante, estando una vez dándonos lengua en boca, usó sus manos para sostenerme la frente con una y el mentón con la otra, obligándome a mantener la boca bien abierta; entonces, escupió repetidas veces dentro de mi boca al grito de : “¡perra caliente, tomá, tomate mi escupida, que te gustaa!”. En otra ocasión, pese al calor reinante en el verano de Buenos Aires, me pidió que apague el aire acondicionado. Se puso a hacer ejercicios físicos y flexiones durante largo rato hasta quedar completamente empapado en sudor, que le corría por todo el cuerpo. Cuando terminó, brillando por los sudores, me ordenó: “¡vení yegua, lameme, chupame todo, tomate mi chivo!”, cosa que hice con un placer infinito, disfrutando la sal del cuerpo y los olores de mi macho dominante.
Así transcurrieron esos días, ocho o nueve cópulas por jornada en todas las formas imaginables y muy morbosas todas, siempre buscando remarcar su condición de macho dominante. Dormíamos juntos (cuando dormíamos…) y cuando lo notaba en un profundo sueño, yo aprovechaba para disfrutar contemplando su cuerpo perfecto, recorriéndolo para disfrutar sus olores, admirando a ese macho que me colmaba de semen y de lujuria. No sentía culpa por ser él un adolescente y yo un adulto o por ser mi amante el hijo de un antiguo amigo, pensaba que Dante era un macho y que me había conquistado, dominado y sometido. Lo que me hacía sentir jamás lo había experimentado. Tuve que aceptar íntimamente que me había enamorado de ese potro semental. Antes que se fuera, le propuse que cuando cumpliera los dieciocho años y fuera mayor de edad, viniera a estudiar o trabajar a Buenos Aires y viviera conmigo, que fuera mi macho. No aceptó ni rechazó la idea, solo dijo que lo pensaría…
Llegó el día en que Dante debía volver a su casa. Nos citamos en la estación de micros con el mismo vecino con el que había venido, quien lo acompañaría de regreso. Yo estaba desolado por esta separación, aunque mi amante parecía –como siempre- alegre y divertido. Trataba de no pensar en no tenerlo conmigo. Durante la despedida, en un instante en que su vecino se distraía acomodando los equipajes y cuidando que nadie viera, levantó su brazo y me ordenó que lamiera un poco su axila. Luego me abrazó y ambos viajeros abordaron su micro ya para partir.
Regresé a casa con gran pesar, caminando con dificultad por el gran vapuleo que había recibido mi ano durante todos esos días, y sintiendo mis entrañas colmadas por los espesos espermas que me había colocado este macho inolvidable. Ya en mi cuarto, me desnudé y rescaté un slip que Dante había olvidado, el cual conservaba todavía el olor de su sexo. Lo aspiré profundamente, lo froté en todo mi cuerpo y me masturbé salvajemente pensando en él.
Sólo me quedaba la ilusión de que aceptara mi propuesta y algún día viniera a vivir conmigo y fuera mi macho.
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