Remi Seduce a su Papi
Lucas, un hombre de 35 años es seducido por su hijo Remi de 8.
A sus ocho años, con apariencia tierna y angelical; era en realidad un torbellino de rizos negros y sedosos enmarcaba un rostro de facciones delicadas, de mejillas regordetas y sonrosadas que invitaban a pellizcarlas. Sus ojos, enormes y de un azul profundo como el océano, guardaban una apariencia de inocencia que desarmaba a cualquiera. Pero detrás de esa dulzura se agitaba una inteligencia despierta, una mente que había comprendido el lenguaje del deseo mucho antes que el de las matemáticas. Su fascinación no era por los coches o los dinosaurios, sino por la anatomía masculina, y en particular, por la de su padre.
Todo había empezado hacía tres años. Remi tenía apenas cinco, y el recuerdo estaba grabado en su memoria, una escena que había reproducido en su mente miles de veces, cada vez con más detalle y más lujuria.
Un domingo por tarde era de un calor sofocante. En la sala, solo se escuchaban las exclamaciones del narrador del partido de fútbol que salían del televisor y los comentarios de la euforia de su padre. Remi estaba sentado en el suelo, con un libro de dibujos abierto sobre sus piernas, pero su atención no estaba en los colores. Estaba su padre.
Lucas era un desborde de testosterona hecho hombre. A sus treinta y dos años por ese entonces, era un toro de 1.90 metros, una montaña de músculo y autoridad. Desempeñando su profesión como policía estatal, su disciplina se reflejaba en cada fibra de su ser. Ese día, vestido solo con unos shorts de fútbol negros y ajustados, era una visión de poder casi desnudo. El calor le había cubierto la piel con una ligera capa de brillo, un sudor limpio que se mezclaba deliciosamente con el perfume caro que siempre usaba, creando una firma olfativa inconfundible: macho húmedo y aseado.
Remi, desde que tenía uso de razón, había venerado a ese hombre. Su cabello rizado castaño, siempre perfecto y recortado; su barba perfilada que acentuaba una mandíbula fuerte; sus ojos marrones, profundos y amables. Era como tener a uno de esos actores de acción de las películas en casa, pero real. Convivir con aquella belleza masculina había desarrollado en él un gusto estético, una admiración artística. Pero esa tarde, la admiración se transformó en algo más. Se convirtió en hambre.
Lucas estaba recostado en el sillón, con las piernas abiertas en un gesto de total relajación. Desde su posición en el suelo, Remi estaba casi rodeado por ellas, un pequeño terroncito acunado por los poderosos troncos de su padre. A su lado, descansaban los pies enormes del hombre, anchos y con venas marcadas. Fue inevitable que su mirada, viajara desde los pies, subiera por las piernas gruesas y musculosas, y se detuviera, hipnótica, en el centro de todo.
Ahí, bajo la tela del short, se alzaba la prominencia que Remi jamás había visto. El enorme bulto de su padre. Un contorno obsceno y detallado que dejaba poco a la imaginación. Se distinguía con claridad la forma gruesa y cilíndrica del pene, reposando sobre el peso igualmente masivo de sus testículos. Remi sintió que se le paraba el aliento. Nunca había visto nada tan grande, tan… hombre.
—¿Qué tanto me ves, campeón? —La voz de Lucas, grave y sonriente, lo sacó de su trance.
Remi levantó la vista, sintiendo un calor que le subía por las mejillas. No supo qué decir, solo la verdad que bullía en su pecho.
—Es que… eres muy guapo, papi —dijo con su vocecita de cristal.
Las palabras de su hijo, pronunciadas con una devoción tan pura, golpearon a Lucas directamente en el ego. Sintió una crecida de orgullo tan inmensa que casi le robó el aliento, una oleada de ternura tan poderosa que le hizo sonreír de oreja a oreja.
—Ah, ¿sí? —dijo Lucas, extendiendo un brazo musculoso—. Pues tú eres más hermoso mi bebé. Ven aquí con papá.
La invitación fue todo lo que Remi necesitó. Se levantó de un salto y fue a refugiarse en el trono vivo de carne y músculo que era su padre. Lucas lo acomodó sobre su pecho, y Remi recostó su mejilla suavecita sobre la piel del hombre. La sensación era un milagro. Sentía el calor de su cuerpo, la calidez vibrante de su corazón a través de la pared de los pectorales, y el cosquilleo de la ligera capa de vello que los cubría. Cerró los ojos y suspiró, contento.
—¿Te gusta estar aquí, mi amor? —susurró Lucas, acariciándole la espalda.
—Sí —murmuró Remi. Sus manitas inquietas empezaron su propia exploración. Trazaron la línea ancha de los hombros de su padre. —¡Wow!, papi, ¡qué fuertes tienes los hombros!
Lucas soltó una carcajada, un sonido grave y agradable que hizo vibrar el pecho de Remi.
Una de las manitos de Remi del niño descendió, siguiendo el contorno del brazo hasta llegar al bíceps, que estaba flexionado apoyando el codo en el sillón. —¡Y estos brazotes! ¡Son grandes y fuertes como troncos! —dijo, apretándole con ambas manos, que no lograban rodearlo ni a la mitad y sabía que podían ponerse más grandes aún—. ¡Papi, haz que se ponga más duro!
Lucas, divertido y halagado, le complació. El bíceps se hinchó, convirtiéndose en una bola de acero. Remi lo palpó con asombro, sus ojos brillando de admiración. —Son así de grandes para poder cargarte, pequeño gordito…
Remi río divertido y continuó con su exploración su mano siguió viajando, ahora hacia el pecho. Acarició los pectorales duros como la piedra, la piel tibia y el vello suave. Sus dedos encontraron los pezones rosados. Con la curiosidad de un niño, los rozó.
Lucas se estremeció. Un escalofrío eléctrico recorrió su torso, una punzada de placer agudo e inesperado. —¡Uy! —dijo, con una risita nerviosa—. Me hiciste cosquillas.
Pero Remi no se movió. Sintió la reacción de su padre, la forma en que su cuerpo respondía a su toque. Le gustó. Volvió a rozar uno de los pezones, esta vez frotándolo con la yema del dedo en círculos lentos.
—¿Te gusta, papi? —preguntó Remi, su voz era un susurro bajo, casi cómplice.
Lucas tragó saliva. La sensación extraña y placentera se propagaba por su pecho y bajaba directamente a su entrepierna. —Es raro, amor… mejor deja de hacerlo
Remi no le creyó. Levantó la cabeza, sus ojos azules se clavaron en los de su padre. —Papi… yo te amo mucho.
—Yo también a ti, mi vida. Eres todo para mí.
Y entonces, Remi se atrevió. Se estiró un poco más, acercó su carita y, con una audacia que le sorprendió a él mismo, plantó un pico en los labios de su padre. No fue un beso rápido. Fue húmedo, deliberado. Lucas quedó paralizado. Los labios suaves y pequeños de su hijo contra los suyos, duros y de hombre. Por un instante, su mente se quedó en blanco.
Cuando Remi se separó, Lucas lo miró con los ojos abiertos como platos. —¿Por qué hiciste eso, Remi?
Remi frunció el ceño y puso su mejor expresión de ternura y confusión, una obra de arte de manipulación infantil. —Porque te amo mucho, papi…
La justificación no era perfecta pero sí verdadera, tan inocente, que Lucas no tuvo más remedio que aceptarla. Sonrió, aunque una parte de él, una parte oscura y primitiva que comenzaba a despertar, sintió que algo había cambiado. Interpretó el gesto como una muestra de amor puro que lo conmovió, pero que también era una declaración fogosa que le fascinaba.
—Tú sí que eres mi niño lindo—dijo Lucas, y le dio unas palmaditas en la espalda.
Fue en ese momento cuando el teleador explotó en un grito. ¡¡¡GOOOOOL!!! ¡Anotación del equipo de Lucas!
El hombre, transportado por la euforia, soltó una exclamación victoriosa y abrazó a su hijo con fuerza. En un arrebato de alegría instintiva, inclinó la cabeza y le plantó un beso a Remi en los labios. Este fue diferente. Fue más firme, más apasionado, un beso de celebración de hombre a hombre, aunque fuera con su hijo. Lucas, en su felicidad, no veía la maldad en ello. Era solo un gesto.
Remi, sin embargo, sintió el beso como una chispa eléctrica. Lo recibió con los ojos cerrados, apretando sus labios contra los de su padre. Y en ese preciso instante, sintió que algo debajo de él empezaba a cambiar.
El instinto de Lucas, más traicionero y honesto que su conciencia, respondió al estímulo de forma primitiva. No distinguía parentesco sanguíneo, no procesaba la inocencia. Solo procesaba el contacto, la calidez, la atención devota de un cuerpo pequeño y suave contra el suyo. Y su cuerpo, su esencia de macho, reaccionó.
Bajo el shorts, el pene había comenzado a hincharse se forma gradual, convirtiéndose en una protuberancia que deformaba cualquier prenda con una obscenidad natural. transformándose en una columna de carne viva, gruesa, pesada y surcada por venas prominentes, un falo de tal tamaño que fácilmente podía alcanzar los 25 cm de largo. Y sin quererlo realmente, la dureza del miembro rozó plenamente el culito suave de Remi.
Lucas empezó a sentirse incómodo. La erección era dolorosa, una prisión de tela y deseo. El pánico comenzó a mezclarse con el placer.
—Remi… mi amor… es hora de que te bajes de las piernas de papá —dijo, su voz era un poco tensa.
Remi se deslizó lentamente, sin querer hacerlo realmente. Sus manitas rozaron por última vez el torso poderoso, y en su descenso, su culito firme y pequeño rozó, inevitable y directamente, con la cabeza erecta del pene de su padre.
El falo dio un brinco de tensión, un golpe sordo y eléctrico contra las nalgas del niño. Lucas gimió, un sonido bajo y gutural de puro gusto que no pudo contener.
Remi se congeló. La sensación de esa dureza caliente, palpitante contra él, era nueva y fascinante. Se quedó quieto por un segundo, sintiendo cómo el pene le pulsaba contra sus nalguitas. Movido por una curiosidad insaciable, se restregó inocente hacia adelante y hacia atrás, preguntándose qué era eso.
—Papi… ¿Qué es eso? Se siente… raro.
—Nada, mi amor, es… es nada. Bájate, por favor —balbuceó Lucas, intentando despistarlo. Puso sus manos en las caderas de Remi para bajarlo, pero el niño, terco y movido por una instintiva compulsión, puso resistencia. Apoyó sus manitas en el abdomen musculoso de su padre y, en un acto de pura exploración infantil, se atrevió a darle sentones pequeños y secos contra la erección.
—¡Jmmmm! —gimió Lucas otra vez, esta vez más alto. Su cabeza cayó hacia atrás, sus ojos se cerraron. —No, Remi… eso… eso no se hace… por favor…
Sus palabras eran una negativa, pero su cuerpo era una afirmación. No hizo nada por detenerlo. Cegado por meses de abstinencia, por el desprecio de su esposa y por la atención descarada de su hijo, se rindió. Cerró los ojos y se dejó llevar por el placer prohibido de la situación.
Remi, notando que las protestas de su papá eran débiles y que sus gemidos sonaban a gusto, mejoró los movimientos. Dejó de dar sentones cortos y empezó a refregarse en un movimiento largo y constante, deslizando su culito arriba y abajo por la longitud del pene erecto. Mientras lo hacía, sus manitas acariciaban los abdominales de tabla y los pectorales de su padre.
Era demasiado para Lucas. Con un sobresalto de adrenalina y pánico, la parte racional de su cerebro ganó el control final. Usando una fuerza de voluntad que no sabía que poseía, agarró a Remi firmemente por la cintura y lo bajó delicadamente al suelo, separándolo de su cuerpo.
—¡Ya está bien, mi amor! ¡Ya fue suficiente! —dijo, su voz era ronca y agitada. Su respiración era entrecortada, su frente perlada de sudor.
Remi quedó sentado en el suelo, mirando hacia arriba, un poco confundido. Y fue en ese instante, cuando su padre volvió a acomodarse en el sillón intentando disimular, que Remi vio con toda claridad.
La erección de su padre era monumental. El short negro, que antes solo era ajustado, ahora era una segunda piel obscena. El pene, increíblemente grande y grueso, estaba estirado a su máxima longitud, apuntando diagonalmente hacia su vientre. Las dimensiones se delineaban tan perfectamente que Remi podía ver la corona del glande, el engrosamiento del tronco, incluso venas prominentes bajo la tela. La punta del falo estaba oscurecida, húmeda por un líquido que se había filtrado a través de la tela. Igualmente evidentes, casi como si estuvieran desnudos, se veían los testículos, dos bolas enormes y redondas contorneadas tras la tela, empujando hacia arriba en una exhibición de virilidad abrumadora.
La visión duró solo unos segundos. Fue una imagen pornográfica, una visión de poder puro que se grabó a fuego en la retina de Remi.
El macho, derrotado y avergonzado, se puso de pie de un salto y, sin decir una palabra más, se encerró en el baño. El sonido de la cerradura resonó en el silencio de la sala, seguido casi de inmediato por el ruido de la regadera.
Remi se quedó solo en el centro de la habitación, atontado, aturdido por lo que acababa de ver y sentir. Llevó una manita a sus nalguitas y las tocó. Estaban húmedas. La misma sustancia pegajosa y caliente que había oscurecido la punta del short de su padre. Conectó los puntos.
Miró hacia la puerta del baño. Escuchaba el sonido del agua. Sabía, con una certeza absoluta que lo hizo estremecer de emoción, que su papá no estaba tomando una ducha normal. Estaba ahí, bajo el agua fría, intentando calmarse, intentando hacer desaparecer la monstruosa erección que él, su hijo de cinco años, había provocado.
Y en ese momento, Remi supo que poseía un poder secreto y terrible sobre el macho más fuerte que conocía. Y supo, con la misma certeza, que lo volvería a hacer.
Desde aquella tarde habían pasado tres años en donde los juegos y la dinámica pervertida entre padre e hijo se había desarrollado sutilmente. Remi era, en apariencia, cualquier niño de ocho años: iba al colegio, tenía amigos, jugaba con sus videojuegos. Pero en la intimidad del hogar, específicamente con su padre, se había convertido en el maestro de un juego secreto y peligroso.
Lucas, por su parte, había quedado marcado. La experiencia con su hijo había abierto una caja de Pandora de morbo y deseo que no pudo volver a cerrar. Se sentía culpable, asustado de su propia reacción, pero al mismo tiempo, fascinado, muy fascinado. Había agarrado un gusto irrefrenable a las atenciones de su hijo, a su adoración sin filtros. Y aunque una vocecita en su cabeza le gritaba que era incorrecto, algo más profundo, más visceral, le pedía fervientemente que lo dejara, que lo permitiera.
Este deseo hizo que Lucas se mostrará con mayor soltura con Remi. Los muros de la intimidad paterna se habían hecho transparentes. Ahora, era común verlo caminar por la casa en calzoncillos ajustados que no dejaban nada a la imaginación, o simplemente con una toalla corta luego de la ducha. Se volvió menos cuidadoso al acomodarse la polla o los testículos, como si, inconscientemente, quisiera que Remi lo viera. Eso lo excitaba, casi todo el tiempo el pene se le ponía semi-erecto de la nada: en el almuerzo, mientras jugaban al fútbol en el patio, o cuando veían una película en el sofá.
Remi se había convertido en un experto observador de esa erección latente y le encantaba ver a su papá así de excitado. Aprendió a provocarlo con una precisión de cirujano. Los momentos en que Lucas llegaba del trabajo eran su escenario favorito. Lucas entraba por la puerta con su uniforme de policía, y la tela rígida y oficial ceñía su cuerpo de una manera obscenamente hermosa. La placa metálica brillaba en su pecho, las botas de cuero relucían, y sus pantalones oscuros se ajustaban perfectamente a sus muslos y, sobre todo, a la prominencia de su entrepierna. Remi corría a abrazarlo y estratégicamente pegaba su mejilla a la zona abultada, fingiendo inocencia.
—¡Papi! ¡Llegaste! —exclamaba, apretando su carita contra el paquete de su padre.
Este gesto, sumado a la tensión del día, hacían que él pene estirara a más no poder la tela del pantalón del uniforme. Envalentonado, Remi se atrevió a darle besitos directos en la tela, posando una manita sobre la forma dura y frotar mientras le decía con vocecita traviesa:
—Papi, otras vez estás durísimo.
Lucas se dejaba, minimizaba la índole del acto o fingía no darse cuenta. El tacto de esa manita pequeña sobre su miembro excitado lo fascinaba. A menudo, con voz grave y agitada, respondía: —Es porque veo a mi campeón…
Remi, sonriendo por la victoria, continuaba su asedio. Lucas casi siempre llegaba así a casa así de duro, creyendo que pasaba desapercibido, pero con semejante pene grandote, disimular era imposible. Su hijo se abrazaba a su cintura, le tomaba una de sus grandes manos y lo llevaba al sillón solo para subirse a horcajadas, acariciaba su barba, le daba tiernos picos en los labios, subía sus manitas por sus pectorales bajo la camisa del uniforme, y a veces, como cuando era más pequeño, Remi se atrevía a darle ricos sentones a la erección masiva de su padre. En una ocasión, la audacia del niño llegó a un nuevo nivel. Mientras estaba en sus piernas, sus manitas viajaron hasta la cintura del pantalón y, con dedos torpes, intentaron bajarle la cremallera.
Lucas reaccionó como si hubiera recuperado algo de cordura. Agarró las muñecas de su hijo con una fuerza casi dolorosa. —¡No, Remi! —dijo, su voz era un trueno, firme y sin lugar a dudas—. Eso no está bien. No lo vuelvas a hacer.
Remi se separó al instante, asustado por la reacción, pero a la vez, triunfante. Vio cómo el pene colosal de su padre bamboleaba dentro de su pantalón cuando se levantó de un salto y se fue al baño. Sabía que lo había hecho sentir muy excitado, que su atención «inofensiva» lo tenía al borde del orgasmo. Él era el único que sabía cómo cuidar, de verdad, al hombre de la casa.


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