Sexo en la tempestad
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por VaronSilente.
No soy fanático del deporte, pero sí de las actividades al aire libre, como el ciclismo, la natación y el senderismo. Frecuento constantemente el cerro El Casupo, en Valencia, y disfruto recorrer sus caminos, a veces solo, a veces acompañado. El silencio de la altura y la vista de la ciudad me cautivan y me hacen olvidar todos los problemas del día a día. Creo que ese efecto cautivante me ayudó a perder el pudor cierta mañana y a cumplir un deseo que quemaba mi piel.
En otros relatos hablé de Andrés, el amigo de mi grupo de bachillerato con el que no me canso de fantasear. Su cuerpo siempre fue un imán para mis ojos. Pues bien, no solo lo deseaba a él. Los otros del grupo también me atraían, pero en menor grado. Armando, que era con el que más contacto mantuve después de finalizado el colegio, también me ponía caliente cuando pensaba mucho en él. Era blanco, muy blanco. Casi siempre nos metíamos con él por eso. No era tan alto como yo, pero tenía un cuerpo muy bien definido, con menos carne de lo que mi gusto pide, pero igual muy bien marcado. Cuando usaba franelas muy ceñidas –lo cual pasaba a menudo- se notaba claramente la línea de sus abdominales, la suave curvatura de su pecho firme y unos músculos en los brazos que encantaban a las chicas. Su cabello era negro y siempre corto. Y era de trato muy chévere. Pana, como decimos en mi país.
Armando me acompañaba al cerro en muchas ocasiones. La más memorable sucedió una fresca mañana de sábado decembrino. Desde temprano, mientras caminaba hacia el cerro, noté que el cielo se había encapotado por la noche y seguía tan nublado como para retrasar el amanecer. Viento y trueno se paseaban entre las nubes. Le mandé un mensaje a Armando para saber si eso impediría nuestra excursión, y su respuesta fue que le daba igual si llovía. A mí me ponía un poco nervioso, porque el cerro pudiera estar muy resbaloso, pero procuré mostrarme tan indiferente como él hacia el clima.
Nos conseguimos a la entrada del sendero, nos saludamos y abrazamos. Ese día llevaba un simple short negro, algo corto, y una franela blanca sin mangas. Se veía precioso, y las miradas que atraía acentuaban esa impresión mía. Ni siquiera me distraje viendo a los que por allí hacían ejercicio, incluso con el torso expuesto, derrochando físico. Armando tenía toda mi atención esa mañana. Me pregunté si la electricidad que sentía en mi cuerpo tenía que ver con el tiempo tormentoso o con algo más.
Comenzamos la subida. Todo normal. Charlábamos temas intrascendentes. El cielo se ponía más y más oscuro. Ya a esa hora, ocho de la mañana, por lo general nos moríamos de calor. Sin embargo, un viento fuerte agitaba los árboles del cerro. El brillo de las cosas se volvía surreal. Unos trazos de sol apenas cruzaban el manto de nubes, pero estos eran rápidamente abatidos y la oscuridad volvía. No le hicimos nada de caso a eso. Yo, al menos, eso aparentaba.
Ya en la primera cima, comenzaron las gotas de lluvia. Muchos comenzaban a bajar, medio histéricos, para que la tormenta no los atrapara. Otros continuaban impertérritos. Yo sentía mi ropa humedecerse y vi como Armando se despojaba de su franela. Mientras se la sacaba por la cabeza me lo comí con los ojos. De haber tenido el valor, le hubiese puesto una mano sobre su pecho. Era lampiño. Solo tenía un poco de vello en las axilas. El resto de lo que yo veía, muy blanco, como si nunca le diera el sol, brillaba tenuemente por la capa de humedad que lo recubría. Podía contar cada uno de sus abdominales, con pequeñas gotas recorriendo sus surcos, muriendo en su ombligo o continuando hasta perderse en la negrura de su short. Sus tetillas, delicadas y rosadas, estaban un poco erectas, no sé por qué. Me excito mucho ver todo aquello en los breves segundos que tuve para hacerlo indiscretamente. Tanto que tuve que sentarme un momento para que mi pene erguido no delatara mi impúdica excitación. Me excusé diciendo que estaba cansaba y tomé agua. Me contuve.
-¿Te gusta lo que ves? –me preguntó, burlón como de costumbre.
-Uy, sí, rico –le dije con sorna. Como toda buena amistad, la nuestra se basada en comentarios sexuales subidos de tono y acusaciones sobre la orientación sexual del otro. Todo en broma, por supuesto. Aunque yo a veces lanzaba puntas muy disimuladas.
-Si eres pato –me dijo entre risas-. ¿Será que le damos hasta los pinos? Esta lluvia debe ser pasajera. Es diciembre.
-Vamos a darle, entonces –respondí. Él comenzó a avanzar adelante por el estrecho sendero y yo iba siguiéndole, buceándome su espalda.
Pocas personas habían seguido subiendo. A penas veía puntos blancos o fosforescentes entre las lomas. Estábamos solos en un rango de más de cien metros. El agua seguía cayendo, sin arreciar. Sin embargo, la vista hacia Naguanagua estaba casi completamente velada por la lluvia.
Íbamos prácticamente solos entre las piedras y el monte. Avanzamos un montón con la lluvia ligera. Pero hubo un momento en que el viento creció en fuerza y unos goterones del tamaño de monedas nos golpeaban con fuerza. Yo me había quitado también mi camisa, que no hacía sino incomodarme ya. Mi piel morena estaba emparamada y mis nervios a flor de piel. Los truenos comenzaron a rajar el cielo y breves ráfagas de mediodía caían sobre nosotros. Armando también estaba un poco nervioso. Me gritó algo por encima del revuelo de la tempestad que apenas alcancé a escuchar:
-Se está poniendo fea la vaina. Vamos a ver dónde nos metemos hasta que se calme la lluvia.
Avanzamos casi corriendo entre los peñascos. Pero estábamos aún muy expuestos. Finalmente, conseguimos una arboleda más o menos resguardada y nos metimos bajo sus ramas. Allí estaba más oscuro y las gotas caían más acompasadas. Yo llevaba el corazón a millón, tanto por la rápida escalada como por una extraña sensación bajo la piel.
Recuperamos el aliento como pudimos, sosteniéndonos de los troncos húmedos. Dejamos caer nuestras cosas sobre las hojas y nos dimos cuenta de lo lejos que estábamos de todo, encerrados por la naturaleza.
Nos miramos a los ojos fugazmente, con el pecho subiendo y bajando por el cansancio. Luego no pudimos separar la mirada. Estábamos temblando del frío, mojados de pies a cabeza, solo vestidos son el short y los zapatos. Su cuerpo se me hizo irresistible, y como que el mío lo encendió también, porque sin previo aviso estábamos el uno frente al otro, a pocos centímetros de distancia, oliendo el aliento ahogado del otro. Nuestros labios sedientos fueron los primeros en tocarse. Sentí su lengua venir y pegué mi cuerpo moreno al suyo, tan blanco. Nos fundimos en un abrazo torpe, pero ardiente. Ninguno de los dos sabía exactamente qué pasaba, estoy seguro, pero no por eso nos íbamos a detener. Recorrí esos brazos que tanto tiempo miré desde lejos, como queriendo grabarme sus líneas. Sus hombros eran poderosos, sin ser tan voluptuosos. De allí me agarré, y comencé a besarle el cuello. Armando comenzó a gemir. Su mano bajó reptando por mi abdomen, traspasó el elástico de mi short y me agarró la verga, temblando. Comenzó a hacerme la paja dentro del bóxer. Mi güevo crecía aún más de lo que podía. Fue una suerte que la lluvia me tuviera medio frío, pues de lo contrario me habría corrido ante el trémulo tacto de sus dedos largos.
Lo hice retroceder un poco, para mirar mejor su cuerpo brillante de lluvia, como una fantasía vegetal, y le bajé el short con todo y bóxer, mientras me arrodillaba. Un pene asombrosamente largo, pero no tan grueso, me golpeó la cara. Unos vellitos negros lo enmarcaban virilmente. Ni en mis sueños más locos había imaginado yo que Armando tendría un monstruo de verga como aquella. Sin exagerar, ese pene tenía unos ventitantos centímetros de largo. Comencé a mamarlo, sin poder metérmelo entero a la boca. Le lamía con pasión su cabeza caliente, mientras mis manos frotaban todo el trozo que no pasaba por mis labios. Armando se agarró con fuerza del árbol más cercano y gimoteó de gusto, pidiendo más entre palabras rotas. Y yo le daba más. Yo se la chupaba con la fuerza de la tempestad que se acrecentaba.
En eso comencé a pensar en cómo se sentiría esa verga larga entre mis nalgas. Recordé mi única experiencia, en el apartamento de Ernesto, y pensé en el dolor que sentiría. Pero cual sería mi sorpresa, al ver que Armando me sujeta por los cabellos y me aparta con delicadeza. Una de sus manos jugueteaba con su ano desde hacía rato, y ahora el hombre me daba la espalda, parando su cola, arqueando la espalda, abrazando el tronco del árbol. Todo su cuerpo gritaba una sola palabra: Cógeme.
Yo voy y le separo un poco las piernas. Pongo mis manos en su cintura y le paso el güevo por la raja de sus nalgas. Todo era puro instinto. No éramos más que dos animales tirando entre las matas. Ya el agua tenía todo bien lubricado y su ano, dilatado por su dedo juguetón, esperaba mi embestida. Mi pene sí era grueso, aunque no tan largo como el suyo. Tardó en atravesar su primer anillo. Armando gritaba. Decía cosas contradictorias como que le estaba partiendo el culo o que quería que se lo metiera hasta el tronco. Yo no lo escuchaba, pero sus alaridos me ponían más y más caliente. Al fin entró toda la cabeza, con lo que Armando gritó aún más. Allí me balanceé de un lado a otro, procurando abrir todo lo posible todo su orificio. Cuando sentí que la presión disminuía se lo clavé lenta para firmemente, hasta que la tuvo toda adentro. Ahora él estaba como ahogado, gesticulando mucho, pero sin hacer ni un solo ruido. Yo me estaba muriendo del placer. Nada tan rico como la presión de su culo sobre mi pene palpitante.
Y comencé a cogérmelo en serio. Los dos, de pie, nos balanceábamos en direcciones opuestas, temblando como animales indefensos. Yo me agarraba como podía de su cintura y él del árbol. De haberse soltado uno de los dos, habríamos ido a parar al suelo. El mete y saca duró un buen rato, y notaba como sus quejidos de dolor pasaban a gemidos de gusto. Yo me aguantaba solo para verlo temblar de gozo. Pero hubo un momento en que ya no pude más. Ya el semen me quemaba en mis entrañas. Necesitaba llenarle el culo de leche. No había nada más por hacer en el mundo. Mi ritmo se aceleró con los truenos y me abandoné al movimiento involuntario de mi pelvis. Todos nuestros músculos se tensaron y la presión de su culo se sintió gloriosa. Lo prensé lo más que pude contra mí y acabé como nunca dentro de él. El semen lo inundaba como un caudal. Armando se soltó del agarre y un chorro blancuzco se escurrió violentamente de entre sus nalgas. Yo jadeaba como si hubiera corrido kilómetros, y gemí más cuando su güevo largo me apuntó y me soltó un chorro de semen encima. Mi barriga quedó llena de goterones blancos que pronto se mezclaron con la lluvia. Armando me miraba con ojos desorbitados, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer. Chocó contra el árbol, de espaldas, y se quedó allí, mirándome y respirando con violencia.
-No puedo creer que me hayas cogido –dijo, tembloroso aún-. No me creo que esto haya pasado. Yo soy gay, Santiago. Pero no me creo que lo haya hecho contigo.
Yo me acerqué a él, y lo abracé, conciliador. Armando trató de poner resistencia, pero yo fui firme.
-No te sientas mal, hombre. Yo también lo soy. Pero nunca te lo había dicho. Disculpa si la revelación fue tan violenta. Pero te digo algo: no hubiese deseado que fuera de otra manera.
Armando me miró largamente, hasta que una sonrisa apareció en sus labios como un rayo de sol.
-¿Lo dices en serio?
-Sí –respondí-. Eres un gran amigo. Y un amante excepcional.
Le planté un beso y entonces me abrazó. Pude sentir como sus músculos se relajaban y una preocupación abandonaba su cuerpo.
Fuera de la arboleda, dejó de llover. Un último trueno cruzó la lejanía y el manto de nubes comenzó su lento recular.
VARÓN SILENTE
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