¡Tan caliente y excitado!
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Pedrope.
Me encontraba bajo la ducha, haciéndome un pajote, y sólo sé que todo sucedió deprisa y de manera muy espontánea.
Venía del Club de Tenis, de echar mi partida de pádel
Y por cierto, que el desastre de esa tarde en la cancha no tenía precedente.
Fue una de esas ocasiones en la que uno no da pie con bola, ni bola con pie, ni nada que tenga sentido.
Si hubo un culpable, ese fui yo.
Pero como quiere el tópico, la culpa la tuvo una mujer; pura hembra hispana de silueta de avispa que pica y muerde, cuyo cometido en la cancha no fue el de batirse conmigo para probarme si era más ducha que yo en el pádel.
Mi reputación en el Club de Tenis de imbatible jugador era algo más que una leyenda.
Y ella lo sabía.
Por lo tanto, jugó a distraerme usando su feminidad como cebo y sus bonitas piernas.
Y algo más que quedó bien clarito cuando saltaba en un saque, o corría para no perder un servicio.
En esas ocasiones, el pliegue de su faldita corta se volteaba y a la vista quedaba que no llevaba bragas.
Ni sujetadores, a juzgar por cómo se bamboleaban sus melones en un súbito salto, los pezones bien marcados en aquella sudadera blanca.
Y como ella sabía que yo la miraba, aún saltaba más alto que la vez anterior, y con su salto, el vuelo de su falda me mostraba su coñito, debidamente depilado, o el deleite de sus pálidas nalguitas.
Ante aquel espectáculo, no acerté ni un saque, ni un servicio y ella me machacó vorazmente en la cacha hasta humillarme.
Cualquier hombre hubiera sucumbido a sus encantos, y nadie le hubiera culpado por ello.
Mientras me enjabonaba mis pectorales y mi liso vientre bajo la ducha, decidí devolverle el favor a mi amigo Jorge.
Fue él quien reservó la pista, y fue él quien envió en su lugar a aquella pérfida mujer aquella tarde, probablemente una profesional del sexo, para hacer caer, definitivamente, mi inquebrantable reputación de as del pádel.
Pensando en cómo pagarle las cuitas a Jorge, pero en el fondo teniendo en mi mente a aquella buena hembra, me encontré con que se me había puesto la verga morcillona.
¿Y por qué no? Hasta entonces, y sin vacilar, me consideraba un hombre heterosexual.
Y además yo aún me sentía como un chaval de 20 años, siempre con ganas de fiesta y con el instrumento bien a punto.
Pero la realidad era otra bien distinta.
Tenía 37 años de edad, e iba a por los 38, en medio de una situación lamentable: tenía ya tres años que me había separado de mi mujer.
Nuestro matrimonio terminó en medio de una vasta frialdad tanto sexual como afectiva.
No sólo se apagó nuestro fuego, si no que en momento dado, casi toda señal afectiva pareció morir.
De hecho, lo único que nos quedada era nuestro hijo, Alberto, quien por cierto me estaba esperando en el salón de mi apartamento completamente ajeno a mis pensamientos.
Había prometido llevarle al cine a ver la última película de superhéroes, seguida de un banquete en una céntrica hamburguesería.
Veo a mi hijo periódicamente.
Muchos fines de semana los paso con él: lo recojo en casa de su madre y procuro estar con él aprovechando el tiempo al máximo.
Ahora tiene 16 años pero sé que, en un par de años, ya no querrá pasar los fines de semana conmigo y querrá estar con sus amigos, o con su novia.
¡Qué le voy a hacer! Es la vida.
Y si esto sucede, confieso que le voy a extrañar mucho.
Ahora, notando como el agua caía sobre mi cabeza, y mientras imaginaba si aquella camisa tan ceñida que me regaló mi última amante, aquella ridícula camisa a cuadros de chillones colorines, me amariconaría un poco o me haría lucir mejor de lo que yo pensaba, asumí que mi calentura no había terminado.
¡Y es que aquella mujer no se me iba de la cabeza! Pensé en hacerme un pajote rápido, como cuando era un crío, bajo la ducha.
Tal vez ese alivio instantáneo ahuyentaría a aquel pérfido fantasma en forma de hembra.
¡Qué diablos! Sin dudarlo ni un segundo empecé a sobarme, a agarrármela, y procuré no hacer mucho ruido para que Alberto no se enterara de lo que yo estaba haciendo.
De pronto, cuando me quedaban escasos minutos para acabar, se abrió puerta y entró mi hijo atropelladamente.
Le noté cara de preocupación, el rostro circunspecto y serio.
Apresuradamente agarré una toalla, me la sujeté a la cintura e intenté darle la espalda al menos hasta que se bajara mi erección.
Sólo atiné a fijarme que vestía uno de esos horrendos vaqueros de cintura caída que dejaban a la vista su ropa interior, combinados con una vieja camiseta amarilla.
-¿Qué ocurre hijo? -le pregunté al fin.
-¡Mira, no me pasa nada! -afirmó.
Luego permaneció en silencio durante algunos segundos, y finalmente cuando pareció reunir cierto coraje, continuó hablando.
-Verás papá -dijo- creo que tengo un problemilla en la polla.
Yo me sentí aliviado.
Me había temido algo muy malo.
Que me hablara de una chica, a la que para bien o para mal, hubiera embarazado.
¡Menuda responsabilidad! A pesar de que a mi hijo nadie, ni siquiera su madre, le conocía ninguna novia, ésa era una posibilidad muy real que cualquier padre o madre ha debido de considerar más de una vez en la vida.
-Bueno cuéntame -le animé- ¡Estamos entre hombres!
-A ver -comenzó- Es que me daba vergüenza contárselo a mamá.
Y se me ocurrió que era mejor decírtelo a ti.
-¿No irás a decirme que eres gay, verdad? -bromeé.
Esta es, por cierto, otra consideración sobre sus hijos a la que, en ocasiones, muchos padres también se deben enfrentar.
Absurdamente fui conscicente de que a estas alturas, mi erección parecía estar controlada a causa de la seriedad que había tomado la conversación.
Alberto soltó una risita que a mí me sonó un poco histérica.
-Mira papá -continuó mi hijo- Lo que me pasa es que.
Bueno, que cuando estoy empalmado no descapullo del todo.
Tengo que echar para atrás ese poco de piel que cubre la cabeza de mi.
Bueno, ya sabes.
Tras meditarlo unos segundos, rotundamente afirmó:
-!Creo que tengo algo de fimbrosis!
Yo pasé por alto el error de pronunciación y fui directamente al grano.
-¿Y te duele cuando está dura?
Se encogió de hombros con el desparpajo y despreocupación típica de los adolescentes, pero
acto seguido se bajó aquellos extraños vaqueros hasta las rodillas, y luego con total naturalidad, hizo lo mismo con sus bóxers.
Su pene quedó al aire.
Para mi sorpresa él estaba también medio empalmado.
-¡Es ahí! -dijo, señalándose el prepucio- Me duele un poco, sí.
-afirmó- Sobre todo cuando me hago una.
Ya sabes, lo que hacemos todos los hombres cuando estamos necesitados -confesó mi hijo.
Yo me limité a observar su pene mientras él hablaba y no vi nada especial.
A primera vista, un pene semirrecto, no muy grueso, recubierto de abundante vello púbico, sobre la base de dos más que respetables cojones.
Tan grandes y gordos como los míos, pensé vagamente.
-Papá, ¿y a ti no te pasa?
-Mira hijo, yo también tengo un poquito de fimosis -dije frente al espejo mientras me peinaba- pero no me supone ningún problema para.
-¿Follar? -inquirió Alberto.
-Tener relaciones sexuales -maticé- Si crees que debe verte un médico, yo mismo te acompañaré.
Mañana pido cita, si quieres.
Luego me eché a reír sin motivo.
-¿De qué te ríes papá? -me inquirió ofendido- ¡Esto no tiene la menor gracia!
-Sólo me río porque pensé que te pasaba algo peor.
-¿Peor que esto?
-¡No te preocupes, hijo mío! -exclamé- Cuando te vea un doctor, lo más probable es que te diga que tienes un pene tan sano como el mío.
Alberto no debió quedarse muy tranquilo.
Acto seguido me pidió algo que me pilló completamente desprevenido.
-!Venga papá! ¿Me dejas ver la tuya? -me rogó- Si dices que tienes algo de piel ahí y que no te duele, quiero compararlo con lo que tengo yo.
¡A lo mejor más tarde puede que a mi ya no me haga daño!
Curiosa asociación de ideas, aunque repleta de falsa lógica.
Pero si el niño se quedaba más tranquilo viendo el pene de su padre.
¿Qué iba a hacer yo? ¿Decirle que no? De modo que dejé caer la toalla que me cubría y mi pene quedó al descubierto.
-¡Joder papá! -exclamó él- ¡Qué grande es!
Miré hacia abajo, y me di cuenta que era normal que mi hijo se asombrara.
Aún estaba semi erecta.
Los efectos del veneno de aquella avispa en la cancha de pádel no se habían disipado, habiendo sido sorprendido por mi hijito, inoportunamente, en cierto momento crítico.
Fue entonces cuando tomé conciencia de mi desnudez.
Me quedé paralizado y me ruboricé porqué mi hijo me estaba mirando directamente mi sexo, al borde de la erección, mostrando su rostro curioso de expresión vergonzosa.
Entonces él hizo un gesto como de querer tocarla pero a medio camino se detuvo.
Mi miró durante unos instantes, y yo le hice un gesto afirmativo.
Y se arrodilló frente a mí, con mi polla a la altura de su boca.
-¡A ver como se te descapulla! -fue único que dijo cuándo me agarró la polla.
Se limitó a bajarme lo poco de piel que aún cubría mi prepucio y yo reaccioné al estímulo.
Al punto mi polla alcanzó su máxima erección.
Perdido, sentí que me estaba excitando por momentos, con más violencia, si cabe que cuando me hallaba condenado en la cancha de pádel.
Noté cierta humedad en la punta de mi verga, ya sabéis: líquido pre-seminal.
Bajo ningún concepto podía dejar que mi hijo me viera así, ni permitir que las cosas llegaran más lejos, pese a que en el fondo la situación me estaba dando mucho morbo.
Iba a agacharme para recoger la toalla y poner fin a todo aquello, cuando noté que mi hijo sopesaba mi miembro.
Parecía acariciarlo, para luego frotarlo, y sacudirlo, bajando y subiendo la poca piel del prepucio, masturbándome descaradamente.
Alelado por el cambio que dio la situación, se me escapó un gemido de placer.
Un instante después, él se la metió en su boca, y simplemente, engulló mi glande y lo que salía por mi agujero, chupándolo, como quien chuparía una piruleta.
A continuación se tragó el resto de mi rabo, engullendo todo lo que dio de sí su garganta.
Yo no podía salir de mi parálisis, completamente alucinado.
Finalmente y para mi sorpresa, se me doblaron las piernas.
Ni supe ni pude contenerme y, señores, de pronto me sobrevino el orgasmo: tan caliente y excitado estaba que un torrente de semen escapó por mi orificio cuando inevitablemente me corrí, con la mano de mi hijo todavía asiéndome la polla.
Su expresión alucinada, embelesada, absorta en mis potentes lefazos, no impidió que nuevos gemidos escaparan de mi garganta mientras me corría.
Un par de trallazos de mi leche impactaron en su camiseta amarilla, pero lo más asombroso siguió siendo la actitud de mi chaval, el cual aún se hallaba arrodillado frente a mí, contemplándome con unos ojos abiertos como platos que parecían pedirme más, mucha más leche.
Tras el último trallazo de mi simiente resbalando por el tronco aún duro de mi verga, mi hijo sólo atinó a decir:
-¡Joder papá, cómo te has corrido! Ya veo que no tienes problemas con tu polla.
Luego se enderezó, me dio la espalda y abandonó el cuarto de baño.
Yo me quedé solo, intentando asimilar lo que acaba de suceder.
La primera vez que un hombre me agarraba la polla fue aquella.
Y ese hombre era mi propio hijo.
Y mi propio hijo acababa de hacerme un pajote de miedo ¿Dónde quedaba mi heterosexualidad a prueba de bombas? ¿Era yo maricón sin yo saberlo durante todos estos años? ¿Incestuoso y gay? Tuve que sentarme sobre la taza del sanitario porque las piernas no me sostenían.
Y sin remedio, mi polla volvía a estar tiesa, anhelando que mi hijo reapareciera por el umbral de la puerta.
Fin.
Autor: Watchingyou y Carlos R.
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