Todo ocasional
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Monyt.
La cosa es que no esperaba encontrarme con el tipo, y menos en la entrada del hotel.
Acababa de viajar toda la noche en autobús, y por las largas horas de viaje me sentía molido. Aún no amanecía y estaba adormitado, con deseos de tirarme un rato en la cama.
El taxi me dejó en la entrada y me apresuré a checar mi reservación. Vi que el encargado estaba registrando al tipo, uno de pelo canoso, rizado y abultado, con apariencia de extranjero. Cuando le oí hablar supuse por su acento que debía ser originario de algún país de sudamérica.
Me atendió otro empleado y en seguida me registré. Quería llegar a dormir un rato antes de irme a la oficina a hacer lo que debía. Por ello me sorprendí cuando, al entrar en el elevador con mi valija, el hombre estaba allí, como si estuviera esperándome. No hice mucho caso y entré sin saludar.
—¿A qué piso? –me preguntó, con los dedos puestos en el control.
—Siete, por favor.
Sentí que no apartaba su mirada de mi. Alcé la vista y lo recorrí. Debía tener cuarenta y cinco o más, aunque vestía elegante y con porte. Su mirada era incisiva, inquietante. Vi que sus ojos estaban muy rojos, y supuse que debía estar tan cansado como yo.
—¿Eres mexicano? –me preguntó.
—Si.
—¿Andas de trabajo?
—Vengo a la matriz de mi empresa.
—Oye –soltó con confianza—, ¿no quieres darte un toque?
—¿Toque?… No, gracias. Lo que quiero es dormir algo.
—Eso te quitará el cansansio –insistió.
Vi que me miraba con desparpajo, con tanta insistencia que casi me desnudaba con los ojos. Bajé la vista. Su mirada era tan fuerte y tan firme que me avasallaba.
El elevador se detuvo en el sexto piso. Abrió la puerta y sin sacar sus maletas lo mantuvo detenido.
—Podemos pasar un buen rato si quieres –volvió a decir—. Yo también vengo de trabajo, pero puedo hacerme un tiempo.
Por la sonrisa que delineó y el tono en que me lo dijo, me di cuenta que debía ser un experto seductor. Yo, en verdad, apenas tenía veintisiete, aunque algo había corrrido en algunos aspectos de la vida. Pero claro, sin duda no podía compararme con un hombre de la talla del desconocido, que con tanto desparpajo había logrado inquietarme.
Verlo tan insistente me puso un poco en alerta, y hasta confieso que sentí cierto miedo. Además, me gustaba ser responsable en mi trabajo y quería llegar a tiempo a la oficina.
—Mira –dije en tono discreto—, ahora no puedo, pero podemos vernos después del trabajo.
—¿Es en serio?
—Si, en serio.
—Si puedes esta noche sería estupendo… me dieron el 604 –dijo, mostrándome el llavero del hotel.
—Yo el 710 –dije—. ¿A la hora de la cena?
—Está perfecto.
Nos saludamos con un ademán de cabeza. El tipo soltó el botón y abandonó el elevador. Subí hasta mi habitación, abrí la valija, colgué rápidamente la ropa, puse el despertador y me tiré a dormir.
Ya en la oficina, en todo el día no me acordé del incidente sino hasta las seis, cuando volví al hotel. Subí a mi cuarto y me duché. Apenas salía del baño cuando sonó el teléfono. El hombre llamado Ray me llamaba.
—Creí que podríamos vernos ahora –dijo—. Te he visto llegar.
—Ah… hola como estás.
—¿Podemos bajar a tomar algo ahora?
—Tengo que hacer unas llamadas –dije—. ¿Qué tal a las 8:30?
—Muy bien. ¿En el bar?
—Allí estaré.
Hice las llamadas y después me relajé un rato viendo televisión y leyendo el diario. Poco antes de la hora fijada bajé al bar. Ray me esperaba sentado junto en la barra con un vaso en la mano. Nos saludamos. Me invitó algo de beber. Después de un rato de charla, pasamos al restaurante. Cenamos ligero, porque las bebidas nos había reanimado.
Ray me confió que venía de Lima, lo cual confirmó mis sospechas. Sin duda era un hombre de mundo, corrido y experimentado. Yo apenas si había salido del país un par de veces, pero siempre en viajes de trabajo. Ray, en cambio, parecía un cosmopolita. Hablaba con desenfado de muchos lugares, como cualquier viajero del mundo.
—¿A qué te dedicas? –quise saber.
—Viajo por negocios. Joyería y metales. Sólo estaré aquí un par de semanas. Luego tengo que estar en Montreal.
—¡Canadá! –exclamé—, vaya trabajo interesante que tienes.
—Es lindo, claro… pero uno se siente solo cuando viaja.
—Ya lo creo.
Terminamos de comer. Ray pagó la cuenta con su American Express. Era claro que el dinero le sobraba. Miré el reloj: eran casi las once.
—¿Subimos? –dijo en voz baja.
—Si, claro.
Tomamos el elevador. Mientras subíamos, Ray me preguntó si deseaba ir a su cuarto. Me tomó por sorpresa que me lo dijera tan a bocajarro, aunque era normal en él. Realmente el tipo me atraía por su simpatía y su aire de mundo. Sin decir nada, paramos el ascensor en el sexto piso. Su cuarto estaba al fondo del largo pasillo. Era una de las suites del hotel. La habitación era fantástica, muy lujosa y amplia.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras –me dijo—. Incluso si no quieres pagar tu cuarto, no lo hagas.
—Gracias, pero tengo que presentar la factura para acreditar mi viaje.
—Bueno, quédate aquí de todos modos.
Era tan insistente que no me negué. Desde que llegamos preparó dos copas del pequeño bar y las bebimos. Después nos acostamos. Él se tumbó en una de las camas, al parecer cansado de tanto ajetreo, y yo lo hice en la otra.
En unos minutos Ray se pasó a la cama donde estaba y se me montó.
—¿Te gusta la droga? –dijo casi pegado a mi cara.
—Muy poco. No la pruebo desde el liceo.
—Pero si fumas, ¿no?… Oye, tengo de todo, siempre traigo de todo.
—¿De veras?
—Si.
—¿Y no es peligroso para tí?
—Claro, pero lo manejo.
Estaba tan cerca que podía oler su aliento impregnado de licor. Comencé a sentirme excitado. Sólo le susurré:
—Mira Ray, tengo mucho trabajo esta semana y no puedo destramparme. Puedo quedarme un par de horas si lo deseas.
Seguro que Ray esperaba que le dijera eso. Se levantó, sacó algo de una valija y se encerró en el baño. No tardó mucho en salir. Venía completamente cambiado. Su desnudez era atrayente. Mis ojos se clavaron en su entrepierna, y lo que vi no me desagradó en absoluto.
Cuando se acostó conmigo, yo no me opuse a que diera rienda suelta a sus deseos, y yo me apresuré a hacer mi parte. Nos acariciamos con calma, como dos que saben bien lo que quieren. Nos mantuvimos abrazados con fuerza. Después rodamos en la cama en un abrazo lentamente, prodigándonos caricias. Ray era un tipo especial, un seductor de oficio, y eso me había deslumbrado.
—¿Te has acostado antes con un hombre? –preguntó entre jadeos.
—No. Sólo he tenido sexo oral.
Ray se enderezó. Su gesto de incredulidad le hizo verse más joven. Su desnudo cuerpo delgado se perfiló en la penumbra, y me dije que para su edad, su físico era bastante aceptable.
—¿Entonces cómo supiste lo que quería…? –volvió a susurrar.
—No sé cómo… pero algo intuí esta madrugada en el elevador. Entonces tenía frío y mucho sueño –dije sonriente.
—Jajaja, claro sí… el elevador. También yo, aunque te noté algo reacio.
—Es porque no te conocía… pero mírame ahora.
Sonrió de nuevo. Me volvió a abrazar con delicadeza. Supe que Ray era un experto seductor de hombres; no podía explicármelo de otra manera. Además, en lo íntimo se mostraba con una vivacidad avasallante. Es muy posible que se debiera a la novedad del momento, o al impacto de la droga que había tomado. En todo caso se comportaba explosivamente y me sentía rebasado por él. Por su modo de ser en la cama me pareció que el asunto se volvía de lo más encantador y caliente.
Demoramos mucho tiempo acariciándonos. Los dos estábamos empalmados desde hacía rato, pero no forzábamos las cosas. Ray, desde luego, era un experto con su boca. Ahora mi glande era suyo, era un caramelo delicioso flotando en movimiento entre su lengua y sus labios. Aún con su barba recortada no sentía el roce de sus pelos. También su verga me fue de un sabor muy atractivo cuando le mamé. Era muy limpia y delicada, y se afeitaba por completo el pubis y los huevos.
Recordé en medio de la lasivia que hacía más de cinco años que no estaba con un hombre. La última vez que lo hice fue con un compañero de escuela con quien mantuve por varios meses una relación de sexo oral exclusivamente.
No niego que los dos deseábamos llegar a más, pero tuve miedo entonces y no quise dar el paso. Aún ante su insistencia y sus berrinches, jamás tuvimos contacto sexual. Luego supe por él mismo que mi negativa de ir más allá había sido la causa de nuestro rompimiento. Yo lo sentí por algún tiempo, pero al final no me pareció tan malo desligarme.
Aparte de esto, empero, hubo algo más personal que nadie sabía. En lo íntimo yo tenía temor de que se supiera algo de mí, y no deseaba ser objeto de rechazo social. Desde entonces procuré no meterme con nadie, ni siquiera oralmente. Hubo pretendientes, algunos muy claros e incisivos, pero jamás acepté. Ignoro qué era lo que veían en mí, pues mi conducta era de lo más normal posible.
Así que me mantuve seco, sin volver a experimentar con otro chico. Pero aún así sabía en el fondo que mi deseo, aunque oculto, se despertaba de cuando en cuando, y entonces recurría siempre al uso de dildos y a las masturbaciones. Esto tenía la virtud de calmar mis ansias, por cuando me volcaba en la experimentación por largas horas hasta acabar extasiado.
Y ahora, sin siquiera esperarlo, estaba metido en la cama con un peruano desconocido, un hombre que me llevaba 20 años, aunque experimentado, vivaz y potente. Supe entonces que lo inesperado tiene un mejor sabor, más cuando se hace con alguien que apenas has visto, en una ciudad lejana y sin riesgos de que se enteren.
Mientras, en la suite del sorprendente peruano, las cosas subían de nivel. Cuando nos cansamos de chuparnos mutuamente los miembros en pose de sesenta y nueve, (donde cambiamos varias veces de posición), al fin decidimos ir al punto más deseado.
Por defecto asumí el papel pasivo en espera de que Ray se espabilara. En el fondo siempre he deseado ser penetrado, aún cuando me negaba a aceptarlo. Así que aquella noche me decidí a experimentarlo de una vez por todas. Solo fue cosa de tomar una actitud, y punto.
El mismo Ray, percibiendo con su olfato de depredador sexual mis íntimas inclinaciones, se me encimó por detrás y me puso el pene entre las nalgas. Me lo frotaba lentamente en la raja, todo con mucha calma pero a la vez con deseo contenido. Podía sentir las ráfagas de su aliento caliente en la espalda y en la nuca, y eso me excitaba más.
La piel blanca de su miembro había enrojecido, pero su manejo era delicado y paciente. Ray tenía un pene largo, delgado y jugoso que pronto se abrió paso en mí, ayudado por muchos escupitajos de saliva. Puesto en cuatro patas me lo insertó por detrás suavemente, como para irme acostumbrando paso a paso.
Es cierto que yo usaba regularmente algunos dildos, en especial uno de aceptable grosor que últimamente era mi favorito. Tenía ciertas convicciones en el uso de los dildos, aunque no me consideraba homosexual. Sabía que en tanto no dedicase mi vida al sexo exclusivo con hombres, haciendo a un lado a las mujeres, no podía considerarme homosexual.
No sé por qué tuve la impresión de que Ray imaginaba lo del dildo, y esto daba al momento una incandescencia muy especial. Jadeábamos como posesos y el ambiente en la suite era muy ardiente.
Ray me acometió largamente por detrás, como tanto anhelabamos. Entró y salió de mi recto repetidamente, con buen ritmo, moviéndose a veces en rehilete y punzando mi culo hasta lo más profundo. Sus acometidas me produjeron intensas sensaciones de placer.
Yo estaba experimentando, estaba descubriendo algo nuevo en el contacto anal con un hombre, aunque estaba al tanto del inmenso placer de insertarse algo por detrás, sensación que siempre es incomparable, incluso más intensa que el sexo tradicional.
Para entonces el peruano, inspirado sin duda por la droga, se convirtió de pronto en un huracán sexual a quien no podía parar. No necesitó ayuda en nada; él solo se abrió paso y me “desfloró”, por así decir, penetrándome hasta el tope largamente y sin ninguna comsideración. Y esto a mí me encantó en verdad, por lo que exploté sin reservas y de manera abundante, gozando de un orgasmo espasmódico desde mucho antes que Ray se decidiera a llenarme con su semen.
Mentalmente, mientras explotaba en una sarta de gritos obscenos, quise hacer comparaciones entre un dildo cualquiera y una verga de hombre. Mas luego consideré que aún era muy pronto para sacar conclusiones, aunque ahora ya tenía el primer indicio de apreciación personal.
Poco después yacíamos en la cama sudorosos, juntos y apretujados. Ray estaba eufórico de tener junto así mi cuerpo delgado y flexible y mi culo joven, jugoso y apretado. El tipo me friccionaba una mano y me miraba sonriente. Yo le agradecía también con guiños el momento tan intenso que me había hecho vivir, sintiéndome despabilado y laxo.
Cerca de las tres de la mañana me pasé a mi cuarto lo más en silencio que pude. Temía a las cámaras del hotel, así que me apresuré por el pasillo cubriéndome la cara con las manos. Bajé por la escalera para evitar el ruido del elevador. Había sido difícil convencer a Ray, quien deseaba que me quedara, pero le hice ver que tenía que ir al trabajo, o no podría estar más tiempo en la ciudad.
Esa noche dormí poco, pero con una sonrisa dibujada. Después de todo era más o menos fácil tener sexo ocasional en un lugar lejano sin correr prácticamente ningún riesgo.
Nadie en mi círculo conocía a Ray, y yo sabía que en unos días él estaría en otro país, y en pocas semanas quizás lo habría olvidado, y esto me daba cierta seguridad. Comprendía asimismo que esta clase de encuentros ofrecía muchas ventajas, y una de ellas, aparte de lo ocasional, era la falta de compromiso. Qué bien se sentía no tener compromisos en los asuntos del sexo entre hombres.
Confieso que yo, al menos, nunca había pensado en dedicarme a la homosexualidad, si es que se puede decir de esta manera. Para algunos ser homosexual es un estilo de vida, y yo respetaba eso. Pero realmente mi interés estaba puesto en las mujeres, y con ellas sí que deseaba pasar una vida. Lo otro era un pasatiempo de placer agradable e intenso, pero nada más.
Claro que no desdeñaba para nada la idea de conocer a gentes, y menos ahora que había descubierto todas estas ventajas. Por ello me había decidido a probar, siempre que fuese de esta manera. Sabía que tenía a disposición mis frecuentes viajes de trabajo, y que todo era cosa de poner manos a la obra.
La tarde siguiente, apenas regresé de la oficina, me duché y llamé a Ray a su habitacón. Me pareció raro que no respondiera a mi llamada. Me comuniqué a la administración y pregunté por el inquilino de la suite 604. Me dijeron que su llave estaba en el casillero, y que probablemente había salido.
Lo esperé hasta la media noche sin tener noticias de él. Me sentía desesperado, pues me había hecho a la idea de que tendríamos otra noche de placer sin restricciones, quizá mejor que la anterior. Sin embargo, a la una de la madrugada Ray no apareció, y decidí dormirme.
Por la mañana no quise contactarlo. Imaginaba muchas cosas, incluso que había ligado con alguien más olvidándose de mí. Cavilaba que después de todo no tenía tanta importancia si él hacía ésto. Ray en realidad era un viajero del sexo, y yo no tenía derecho a refutar sus costumbres.
El siguiente día me mantuve en la oficina tratando de olvidarme del asunto, pero no pude. A la hora de la comida, arriesgando a que lo supieran en la oficina, me fui volado al hotel para ver si lo encontraba. Lo hallé con otro hombre, comiendo en el restaurante. Ray me invitó a sentarme y lo hice.
Me presentó a su amigo, sin duda otro amigo ocasional como yo. Se trataba de un americano que no hablaba español, aunque Ray hablaba bien el inglés. Entre ellos se decían cosas que yo no entendía. Comimos juntos, y a las tres le dije a Ray que tenía que volver al trabajo.
—Oye, ¿qué tal si nos vemos por la noche? –me dijo.
—Pero… ¿no estarás ocupado? –le dije con indolencia, sabiendo que el otro no me entendería.
—Nada de eso… tú baja a mi cuarto. Sé que lo de hoy te gustará.
Asentí y me fui.
A las 8:30 le llamé. Me pidió que bajase a su cuarto. Lo encontré charlando con el americano, los dos en fachas, como si hubieran estado cogiendo toda la tarde. No me amilané, aunque sí me sentí un poco raro por estar ahí.
—Eugene es amigo mío –dijo sonriendo—. Hoy se quedará a dormir. ¿Quieres unirte a nosotros?
—No gracias… hoy tengo cosas que hacer.
—Vamos, haz el esfuerzo. Puedes darnos unas horas si lo deseas.
—¿Te refieres a… los tres?
Vi que Eugene me miraba de arriba abajo, sin esconder su lascivia.
—Claro. Él es muy interesante.
—Hoy no –dije resuelto—. Tal vez mañana. ¿Nos hablamos?
—Bueno, tú te lo pierdes.
Aquella noche me despedí de Ray con frialdad. Cuando le di la mano a Eugene, me la apretó con fuerza sin dejar de sonreír. Entonces supe que se habían estado drogando, y que la adicción era algo que tenían en común, un lazo muy difícil de desarraigar.
Me sentí un poco fuera de lugar porque supuse que Ray se lo había contado todo al americano, y entonces me fui lo más rápido que pude.
Mientras caminaba de vuelta por el pasillo me puse fúrico. Pensaba que Ray no tenía derecho a hacerme eso.
Apenas llegué a mi cuarto, me llevé una sorpresa aún mayor. Dentro de mi habitación me esperaba un hombre con aspecto de policía, aunque estaba vestido de civil.
Enfadado por su intromisión, le espeté casi con gritos:
—¿Qué hace usted aquí?… Salga o llamo a la administración.
—Cálmese y siéntese –dijo el tipo secamente.
Lo miré con atención. Debía tener unos cuarenta años, aunque su pelo ya pintaba algunas canas. No quise sentarme; me quedé en pie esperando a que hablase:
—Mire señor D… pertenezco a una empresa de seguridad muy poderosa. Usted ha violado las reglas de este hotel y tenemos pruebas de todo.
Yo palidecí. De pronto, como en cinta de película, pasaron por mi mente las escenas de la noche anterior en la suite de Ray y me sentí bastante mal. Comencé a preocuparme. Hice intentos de controlarme, pero era muy difícil lograrlo con un tipo metido en mi cuarto que miraba atentamente mis reacciones.
—Dígame… ¿qué reglas he violado?
—Será mejor que se siente.
Lo hice. Sin decir nada, el tipo se levantó y arregló la casetera, encendió el televisor y metió una pequeña cinta que sacó de su gabardina. La pantalla se llenó de puntos blancos y negros, pero después apareció una toma desde lo alto de la cama de la suite 604. Allí estábamos Ray y yo, en el cuarto a media luz, teniendo sexo anal. En aquél momento me sentí morir de vergüenza. Me parecía imposible que todo lo que yo consideraba seguro, en un instante se desmoronase ante mi propia vista.
No tuve valor para ver al hombre a los ojos. Sabía que me tenía en sus manos. Lo único que alcancé a balbucear fue una breve frase en voz baja.
—¿Debo… dejar el hotel?
El hombre me seguía mirando en silencio. No parecía que tuviera intenciones de nada, o al menos eso capté en su mirada. Aunque claro, era obvio que el daño mayor ya estaba hecho.
Pensé que tal vez pudiera manejar las cosas, aunque no tenía la menor idea de cómo hacerlo.
—Usted puede seguir en el hotel –dijo de pronto—. Pero hay dos condiciones para no revelar las cintas. Tenemos todos sus datos personales, y sé que comprende lo que esto significa.
Asentí. Tenía ganas de llorar.
—¿Qué… qué es lo que quiere entonces…?
—Cálmese y escúcheme con atención. La primera condición es que esto quede entre nosotros, que no hable a nadie más de esto. La segunda, que acepte lo que le voy a pedir. Si llegamos a un acuerdo, le entregaremos la cinta para que usted la destruya.
—¿No tienen copias?
—Usted debe saber que nosotros nunca jugamos a una sola carta. Pero cumplimos.
—No me queda más que confiar, ¿no es cierto? –dije, recuperando poco a poco el aplomo.
—Cierto.
—Bien. Quedará entre nosotros, eso no lo dude. No me conviene dar a conocer nada de esto. ¿Qué es lo otro que pide?
—Hay alguien que está muy interesado en conocerle. Alguien muy importante.
—No entiendo… ¿Quién podría…?
—Es fácil. Se trata de aguien que ya miró la película completa. Él no quiere tener al peruano… lo quiere a usted.
Cerré los ojos ante la sorpresa. Era increíble escuchar lo que hombre me estaba diciendo con tanta tranquilidad.
—Oiga… esto parece un sueño siniestro… ¿cómo es posible que…?
—No lo es en absoluto –me interrumpió—. Es su realidad, se lo aseguro.
Sacudí la cabeza y luego la puse entre mis manos, tratando de entender lo que ocurría. Me daba cuenta que estaba metido en un brete, de que me tenían en sus manos. Ignoraba por qué me habían filmado a mí, o más bien a Ray y a mí. Ignoraba si hacían igual con todos los que se hospedaban en la suite 604, y después escogían a sus víctimas para hacer no sabía qué.
También ignoraba si Ray era parte del plan o era también otra víctima. Aunque por lo dicho por el hombre, parecía no estar al tanto del asunto, pero ya no podía estar tan seguro.
Mi mente era un caos. Estaba obligado a hacer lo que ellos dijeran sin opción de negociar, eso lo sabía.
—¿Puede decírmelo ya? –pregunté.
—Aquí no. Vamos a otra parte.
Dejamos el hotel y salimos a la calle. Me dejé llevar por el desconocido hasta un bar que estaba a tres calles de ahí. Miré el reloj. Eran cerca de las diez. Nos sentamos y ordenamos la bebida.
—Bien –dijo el hombre—, los del hotel no saben nada de esto. Nos dedicamos a buscar prospectos para una persona con mucho poder. Él tiene ciertas… digamos debilidades, y le agradan las personas como usted. Pero no quiere compromisos. Todo es siempre casual y después se olvida.
—¿Y qué hay que hacer?
—Vendrá conmigo esta noche y le conocerá. Sólo quiere estar con usted unas horas… Después, se le entregará la grabación, nos quedamos con la copia por seguridad, y asunto concluido.
—¿No temen que yo demande al hotel y a todos ustedes?
—No le convendrá. Usted no nos conoce. Nosotros sabemos todo de usted. Le recomiendo que ni siquiera lo considere. Solo piense en esto: ¿Quién le creerá semejante patraña? Para nosotros sí que será fácil revelar en su círculo cercano todo lo que tenemos grabado.
Comprendí que no tenía ninguna opción. Tenía que confiar. Yo estaba en sus malditas manos.
—Está bien. Usted dígame qué hacer.
—Terminemos la bebida –dijo con tranquilidad.
Minutos después me llevó en su auto por las calles de la ciudad. Pronto avanzamos por una zona desconocida. No sabía si era para despistarme; probablemente sí. En menos de una hora arribamos a una mansión enorme situada en lo que parecía ser una zona exclusiva de la ciudad de México.
El tipo se detuvo frente al portón automático y operó algo en el auto. La puerta se levantó y entramos. Los jardines eran hermosos aún en la penumbra de la noche. Nos detuvimos frente a la mansión. Calculé que debía tener unos cuatro o cinco pisos quizá, pero no se divisaban bien por el modo en que estaba construida.
—Bajemos –me ordenó.
El hombre me llevó por una puerta lateral hasta el interior. Dentro, tomamos un lujoso elevador. Éste se detuvo más arriba y salimos. Llegamos hasta un cuarto bien arreglado y lujoso, adornado con toda clase de objetos caros y vistosos.
—Entre y espere. –dijo.
—Oiga –comenté en un susurro—, ¿usted me llevará de vuelta?
—No se preocupe por eso.
El tipo salió, cerró la puerta y desapareció. Caminé por la espaciosa estancia mirando todo lo que había dentro. En pocos minutos escuché un ruido. Detrás de mí estaba un hombre bajito, calvo, de ralo bigote, orejón, sonriente y muy bien vestido. Lo observé en silencio mientras él también me miraba. Debía tener unos cincuenta años a lo mucho.
—Gracias por venir –dijo cortésmente.
Quise espetarle una sarta de palabrotas pero me contuve. Sabía que no tenía mas opción, y decidí llevar las cosas con calma, en la medida de lo posible.
—¿Quién es usted?
—Alguien que ya te conoce –dijo con sorna—. Sé que lo sabes, de lo contrario no habrías venido.
Asentí en silencio.
—Iremos al grano. Tú me gustas y quiero tenerte. Te sugiero que cooperes en todo y nada pasará. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
El hombre empezó a desvestirse frente a mí. Cuando estuvo desnudo comprendí algunas cosas. El miembro del hombre estaba totalmente erecto, pero se miraba descomunal. De momento pensé que no era un hombre, sino un animal.
—Oiga –dije espantado—, ¿qué es eso que tiene…?
—¿Esto?… bueno, es con lo que me gusta trabajar a todos los que vienen a mi –dijo sonriendo— Las prótesis son una realidad hoy en día… creí que lo sabías.
—Eso… ¿es una prótesis?
—Así es. Y muy efectiva.
—¿Y con eso….? Nooo… por favor no lo haga.
—Tranquilo chico. Nadie que haya venido aquí se ha ido sin quedar complacido. Sólo relájate.
El tipo fue al grano. Me desvistió rápido y luego me llevó hasta una cama. Yo solo alcancé a balbucear, estremecido de miedo:
—Oiga… por favor no vuelva a filmarme. Haré todo lo que me pida, pero no lo haga.
—Claro que no. Los filmes nunca se hacen aquí. A mí no me conviene aparecer en ellos.
Un poco más tranquilo, me decidí a cooperar con él. Quería que todo terminara y entre más rápido sucediera, mejor para mí.
No hubo más conversación. El hombre preparó con una crema especial su falo, que debía medir unos 35 centímetros, y como tres o más pulgadas de grueso. Me pidió que me pusiera en cuatro patas y en seguida me acometió. No lo hizo con brutalidad, sino más bien con maestría.
Me fue llevando poco a poco, aunque sin preámbulos, a la acometida fatal, pero entró en mi recto lentamente, sin apuraciones. No supe qué clase de crema usó, pero sin duda era bastante eficiente. Su prótesis ingresó hasta la mitad; el tipo comenzó a bufar y a moverse como si estuviese borracho.
Confieso que el miedo que sentí al principio empezó a desvanecerse, de tal suerte que en pocos minutos, de tan solo sentir cómo me abría el culo, también hice por moverme suavemente. Era maravilloso lo que me estaba metiendo.
—Así, hijo de puta, así… anda, mueve el culo que eso me gusta, ¡eres una puta perra!
Comencé a moverme con lentitud. Pronto entramos en una vorágine de lujuria y sexo, con movimientos violentos y sincronicados, un acto explosivo e inesperado, algo fuera de serie.
Sentí el primer azote en las nalgas y me estremecí de dolor. Pero al segundo, un profundo placer se desprendió de dentro, dándome cuenta que después de todo, no era tan desdeñable mezclar el dolor con el placer.
Los azotes continuaron hasta el cansancio. Entonces exploté como una bomba de tiempo, derramando mi semen sobre la cama. Mi torturador siguió bombeando sin parar, pero dejó de azotarme. Extrañamente era él quien se azotaba ahora los glúteos mientras sus acometidas arreciaban hasta empalarme por completo.
Ni en mis sueños más guarros imaginé nunca absorber una verga de semejante grosor y tamaño. Y aunque era una prótesis, era al parecer de un material muy parecido al de un pene, y me proporcionaba un placer muy semejante al que sentí con Ray, sólo que elevado a la máxima potencia.
De momento ya no quería que el desconocido acabara, y así lo hizo en efecto. Una y otra vez me descargue sin que siquiera me la sacara. Tuve orgasmos únicos y orgasmos múltiples, y fueron tantos que los últimos tan solo eran espasmos, pues mi escroto se había quedado sin una gota de leche.
¡Qué noche tan inolvidable aquella por todo lo que ocurrió!
Cuando el ricachón se cansó de bombearme, fue a tirarse en la cama, sudoroso y agitado.
—Acércate. –ordenó.
Lo hice. Me abrazó y comenzó a prodigarme besos. Sólo besó mis labios y después mis axilas. Por un momento pensé que me chuparía el pene. Yo estaba francamente deseoso de que lo hiciera, pero no lo hizo.
Al parecer era un homosexual penetrador, de esos activos recalcitrantes de los que, según supe tiempo después, existen pocos. Al parecer su hobbie principal era penetrar, darle uso a su prótesis como si fuese un niño probando su juguete favorito, y todo lo bordaba con los latigazos.
No usó ningún otro objeto; sólo el látigo. Además, fueron tres horas de intensa penetración que me deslecharon como nunca antes había experimentado, aún en mis interminables noches jugando con mis dildos.
De pronto, el tipo se levantó y dio la orden:
—Ha sido todo. Ahora olvídate de esto y vete. Te llevarán al hotel ahora mismo.
Mientras me vestía, fue hasta un escritorio y sacó algo. Vino hasta mí y adelantó su mano para darme un paquete.
—Toma. Te lo ganaste.
Miré para ver de lo que se trataba. Era un fajo de billetes de quinientos pesos. Una cantidad que jamás había visto junta.
—Oiga… —dije con cierto resquemor—, ¿podré volver a venir?
—Nunca. Sólo uso un culo una sola vez.
Asentí sin saber por qué lo hacía. Me guardé el dinero y salí de la lujosa habitación sin volverme.
Al fondo del pasillo estaba un hombre. Se acercó y me hizo un ademán. Lo seguí. Bajamos hasta el primer piso. Me asombró saber que mi acompañante era otra persona. El tipo que me había llevado a a mansión no se veía por ningún lado.
Otro vehículo me condujo a una cuadra del hotel. Antes de bajarme, el hombre me dio un sobre. Dentro estaba una copia de la película. Me la habían ofrecido y cumplieron, aunque sabía que ellos conservaban una copia.
Ya en mi cuarto me puse a cavilar. Había tenido una experiencia increíble, como nunca pensaba volver a tener. Además, todo resultaba más que interesante. Porque ningún hombre porta una macana tan descomunal como la del ricachón, aunque fuese una prótesis.
En ese momento comencé a pensar en dildos grandes, cosas enormes que me dieran el mismo placer, pero de pronto comprendí que no era sólo el falo; necesitaba también del movimiento autónomo del portador, y eso nunca lo encontraría en ningún dildo, por grande que fuese.
Quise olvidarme del asunto poniéndome a contar los billetes. Era una suma considerable. Con los cincuenta mil que recibí podría comprarme el auto que necesitaba, aunque fuese de medio uso.
Había además otra duda que deseaba aclarar: no sentía ningún ardor en mis glúteos, de modo que me desnudé frente al espejo. Mi sorpresa fue enorme cuando descubrí que el fuete no había hecho el menor daño sobre mi piel, y ni siquiera marcas me había dejado. Era genial todo lo que aquél tipo usaba. También no sentía dolor ni daño en mi recto. El material de aquella cosa debía ser una novedosa maravilla para ricos. ¡Qué increíble!
Sé que lo que pensé en aquél instante era una paradoja, pero tenía que aceptarlo: Me había gustado estar con aquél tipo, aún en las circunstancias en que fui llevado.
Después de todo, había no solo aprendido y experimentado cosas nuevas, sino que también había conseguido efectivo, lo cual me hacía sentir emocionado.
Por seguridad no quise irme del hotel.
Supuse que los vigías del ricachón estarían vigilándome de algún modo que ignoraba.
Aún podía ser cualquiera de los que pasaban por huéspedes o servidores en el inmueble. Así que decidí quedarme quieto hasta terminar mi comisión.
La noche siguiente, luego de cumplir con mi trabajo, sentí grandes deseos de volver a ver al enigmático tipo de la lujosa mansión. El resto de la noche anterior había soñado con su enorme prótesis colgándole entre las piernas, pero sabía que volver a verlo de nuevo era un imposible para mí.
No quise quedarme en mi habitación a pensar en lo que la extraordinaria verga del tipo estaría haciendo aquella noche, de modo que decidí salir a la calle a tomar un poco de aire para calmarme.
Caminé por la avenida, viendo que más adelante la gente hacía colas para entrar a un cine. Supuse que la función debía ser interesante pero no me motivaba. Seguí de largo y entré en un bar para desperezarme. Tomé un par de copas en calma, y después de pagar la cuenta me volví al hotel.
De repente había sentido dentro de mis entrañas el fuerte latigazo del deseo por volver a tener sexo. Era una sensación tan apremiante en mi recto, que hacía que el viento frío que golpeaba mi cara acrecentara más mi lujuria.
Sabía que en ocasiones vivía momentos así, sobre todo un día después de masturbarme intensamente con el dildo. Creo que se despertaba una necesidad apremiante en las células anales un día después, cuando volvían a pedir ser estimuladas, enviando el peculiar mensaje que nacía entre las nalgas y llegaba a golpearme el bajo vientre.
Era una cosa repentina que se manifestaba y me recorría una y otra vez. Y cuando me sucedía solía masturbarme una y otra vez con el dildo, resultando una sesión larguísima e intensa donde drenaba tanta leche que aprovechaba para tomarme una poca. Esto era como un estrambótico ritual, algo que disfrutaba mucho hacer en la intimidad.
Pero ahora me lamentaba de no haber traído el dildo conmigo. No lo hacía porque no me arriesgaba a dejarlo en la maleta y a que la camarera lo descubriera. En esto era aún muy timorato, aunque reconocía que eso era un comportamiento muy raro, ya que no era timorato en todo lo demás.
Comencé a otear por la calle en busca de alguna solución. ¿Un prospecto? –me preguntaba; y mi respuesta mental era: ¿Por qué no?.
De pronto no me importó que la gente me viera. Sabía que era imposible que adivinasen mis intenciones, así que deseché esos lastres mentales. Al fin y al cabo, no podía pasarme algo más riesgoso que lo que me había ocurrido la noche anterior.
De pronto sentía que todo me importaba poco, incluso que se dieran cuenta que abordaba a alguien a quien no conocía. Tomé valor y me decidí a hacerlo, a pesar de que no había casi transeúntes solitarios a esas horas.
No supe por qué llegué a considerarme el único mortal caliente y solitario que andaba en busca de un rato de placer, caminando por entre los altos edificios de la capital. Me sentía como un bicho raro. Avancé varias cuadras hasta que divisé la marquesina del hotel. En mi cara se reflejaba la decepción de una búsqueda infructuosa, silenciosa, inútil.
Comenzaba a pensar en pasar al restaurante del hotel para hacerme de una botella larga y calmar así mis ansias, o hacer uso de una de las botellitas de licor del servibar. Pensé también hasta la pata de algún mueble de mi habitación. Tanto así era mi calentura en aquél momento.
Atravesé los arriates del bulevar que daba a la esquina del hotel. Y justo allí fue que lo ví. El hombre estaba parado casi en la esquina, fumando un cigarrillo. Estaba oscuro y por eso no lo había visto antes. Pero era claro que él sí me había estado observando desde que aparecí en la avenida. Ralenticé el paso deliberadamente, sintiendo que mi pulso se aceleraba a mil por hora. Por alguna razón supe que era mi oportunidad, si es que resultaba lo que pensaba. Decidí hacer el intento de contacto con algún pretexto. Con nervios y todo, me dirigí a donde estaba parado y le dije con voz quebrada:
—¿Podrías regalarme un cigarrillo? Caminé varias cuadras y no hallé ningún puesto de tabaco.
—Claro, toma.
Sacó la cajetilla y me la entregó. Me puse uno en la boca y tomé el encendedor que me ofrecía. Fumé fuerte y luego exhalé. Él no dejaba de mirarme. Era claro que le había interesado puesto que había correspondido con naturalidad a mi tuteo.
—¿Vives por aquí? –me preguntó.
—No. Estoy de paso en este hotel.
—Ah, qué bien. A mí me encanta viajar… ¿vienes en plan de negocios?
—Si, a trabajar cerca de aquí.
—¿Eres administrador, no?
—Si. –dije emocionado—. ¿Cómo supiste?
—Es fácil. Casi siempre atino por corazonada.
Sus palabras hicieron que me recorriera un sentimiento nervioso por toda mi columna vertebral.
—¿Y tú a qué te dedicas? –farfullé nervioso.
—Soy abogado y me gusta salir a pasear por las noches. Es lindo fumar en las esquinas mientras uno observa a gente interesante.
Esto que dijo fue como la llave que abrió la ventanita que yo estaba deseando.
—También me pareces interesante. ¿Qué tal si subimos a beber un trago?
—Encantado.
Entramos en el hotel y subimos a mi cuarto. El hombre se quitó la chamarra oscura, con felpa en la solapa. Vi que vestía informal, con pantalones de mezclilla y camisa a cuadros. Su aspecto era como de vaquero citadino, y además era joven, de unos treinta y cinco.
Serví un poco de licor en dos vasos. Sentado frente a mí, él también se estaba formando una opinión de mí al mirarme con intensidad mientras bebíamos.
—¿Estarás mucho aquí? –preguntó.
—No mucho. En unos cuantos días me iré.
—¿Sabes? Me encantan los amigos ocasionales.
—Qué coincidencia, yo soy del mismo gusto. De hecho salí para ver si conocía a alguien, y creo que lo he encontrado.
Bebimos un par de tragos y eso fue suficiente. Sin decirnos nada nos acercamos para besarnos. Era algo tácito, algo buscado y encontrado sin decir más. Éramos dos almas solitarias en una noche caliente, que andaban en busca de lo mismo.
Nos acariciamos con delectación por largo rato. Estábamos muy excitados y nos quitamos la ropa el uno al otro. Qué sensaciones tan intensas e inéditas produce el descubrir y compartir el sexo con alguien a quien no conoces. Eso es sexo ocasional; un sexo muy especial por cuanto te llena de expectativas.
Me daba cuenta que en este viaje yo iba a conocer muchas cosas. Primero conocí al peruano, quien me deslumbró con su arrojo. Luego, por esta misma causa fui llevado a conocer, inesperadamente, a un n hombre rico con gustos sexuales esxpeciales. Y qué experiencia. Y ahora, sin haberlo previsto, tenía a otro hombre dentro de mi cuarto, y ya saboreaba las expectativas que conocería. Muy interesante.
Manuel, que así se llamaba, no era tan experto como Ray, pero sí muy interesante. No tan intenso, pero sí más fresco. No tan conocedor, pero sí más auténtico. Manuel no alardeó en la intimidad como Ray, y eso me agradadó. Nos tentaleamos largamente conociéndonos el uno al otro, palpando nuestros atributos. Supimos las armas que portaba cada cual y esto propició la intensidad que necesitábamos para entregarnos.
A partir de ahí ya no nos dijimos nada, tan sólo accionamos. Sólo oí que un vago susurro, Manuel me pidió que lo penetrara porque andaba muy urgido. Mientras yo lo hacía, me decía jadeante que era algo que anhelaba desde hacía muchos días. Según él, no había encontrado a nadie que le cuadrara por muchas noches. Esto desde luego tuvo su efecto, y más exitado de lo que pensé, lo penetré con saña. Nunca había penetrado a un hombre antes, sólo a mujeres. Pero lo que imaginaba, se hizo real.
Sabía que el culo es un conducto mucho más estrecho que la vulva, y que por tanto ofrece mayor intensidad de placer. Y esto fue lo que encontré en el agujero de Manuel, que al parecer no estaba tan usado.
Me descargué por primera vez con frenesí dentro de sus entrañas. Fue una venida descomunal, como siempre muy especial. En seguida, él reclamó su parte en el juego, y yo le ofrecí gustoso mi trasero.
Su pene ingresó en mí con toda paciencia, pues era grueso y de regular tamaño. Y vaya que lo disfruté; lo disfruté como disfruta cualquier puta la buena verga de un hombre, entre gritos y sollozos de placer.
Estábamos tan a gusto que una hora después lo repetimos. Apenas lo habá penetrado por segunda vez cuando oí que me gritaba enloquecido.
—Azótame… azótame… pellízcame y azota mis nalgas.
Sin zafarme de su culo jalé una almohada y le quité la funda. La enrollé rápidamente y luego le hice un nudo en la punta. Comencé a azotarlo como a una yegua en celo, como a una burra de carga. Entre más le pegaba más gritaba, así que le hice señas para que bajase de intensidad.
Me resultaba curioso que este hombre fuese proclive a los azotes, placer que apenas había yo conocido la noche anterior. Por tanto, cuando me llegó mi turno de estar en cuatro patas, le pedí que me azotara también. Gocé intensamente de una larga cogida, sabrosa y penetrante, aderezada con un duro spanking inolvidable.
Esta vez mis nalgas me ardían, pero pensaba que bien valía un ardor el intenso placer de un buen palo ocasional.
Aquella noche nos dimos un gusto fenomenal cogiéndonos mutuamente otra vez, aún cuando ya nos habíamos descargado. Veía lo increíble que era tener una relación así, que aumentaba la líbido y también el potencial eyaculante. Porque en casos así la sensación se vuelve doblemente placentera.
Confirmé una vez más que era una experiencia increíble disfrutar el sexo de esta forma. Así que me dije que aquello era algo que tenía que volver experimentar más allá de lo que había experimentado hasta ahora.
Por puro gusto, Manuel y yo dormimos juntos esa noche. Al otro día lo levanté temprano, pues no deseaba que nadie lo viese salir. Quedamos en vernos a la noche siguiente, pero no en el hotel, sino en su casa.
Manuel me había dicho que vivía con su madre, pero que tenía una casita aparte donde nadie lo molestaba. Saber esto me agradó y acepté su invitación. También lo hice para estar lejos de Ray, a quien a pesar de no haberlo vuelto a ver, ya comenzaba a percibir con otros ojos.
A la noche siguiente, cuando esperaba a que Manuel pasara por mí, Ray me telefoneó. Quería dormir conmigo, pero me excusé. No deseaba volver a estar en la suite 604 por las cámaras escondidas. Tampoco quise decirle nada al peruano. No era mi intención meterme en más problemas.
Ante mi negativa de complacerlo, sentí a Ray algo tirante. Era como si yo estuviera obligado a estar con él contra mi voluntad. Este excesivo talante comenzaba a molestarme. No obastente le dije, para calmer las cosas, que yo lo buscaría a la noche siguiente.
Manuel pasó justo a las diez, y nos fuimos en un taxi. No vivía tan lejos de la zona; tardamos quince minutos en llegar. En efecto, su pequeña propiedad estaba dividida en dos viviendas. En el ala mayor habitaba su mamá, que ya descansaba a esas horas. Manuel y yo entramos por una calzadita aledaña hasta el patio, donde se alzaba la rústica vivienda, toda de madera.
—Qué lindo nido tienes –le dije.
—¿Te gusta? Es muy tranquilo vivir aquí –dijo en voz baja.
Entramos. Manuel preparó unas bebidas dulces con Bacardí, y las bebimos. Después me hizo pasar a la recámara. Estaba tapizada con póster de Elvis Presley tocando la guitarra. Esto le daba una vista y un toque genial.
Sin más preámbulos nos desnudamos y comenzamos a acariciarnos. Lo hicimos de pie, sin poner atención al tiempo. Parecíamos una pareja que se conociera de años; tanta era la confianza que nos inspirábamos.
Esta vez fue Manuel quien quiso penetrarme primero. Tenía dispuesta una especie de vaselina blanca que usó para embadurnarse la verga. Sentí genial el toque de su cabeza tocando a mi trasero, y después su grueso pene entrando sin detenerse en mi culo.
Fue una sensación tan fuerte que eyaculé agitado sin poder contenerme. Manuel me bombeó por media hora antes de venirse dentro. Su riada me golpeó con vigor y yo me moví más rápido para regalarle mayor placer.
Descansamos varios minutos antes de que lo montara. Lo hice con gran placer, pues mi miembro se puso tan duro que parecía de fierro. Manuel gemía, casi gritaba de lujuria. De momento me daba cosa que su madre escuchara los gemidos, muy parecidos a los de cualquier mujer empalada hasta el tronco.
—Azótame… dame con el fuete que está allá –dijo señalando la pared.
En efecto, había sobre la pared un látigo con muchas puntas, todas de cuero. Supuse que era el instrumento más usado en los flagelos íntimos, y mi amigo tenía uno para su uso personal. Comencé a azotarlo sin detenerme. Me excitaba hacerlo, me encendía al máximo. Algo tenía esta práctica que me llevaba al paroxismo.
Por sus gritos, Manuel me recordó cierto evento sucedido un año atrás, en uno de mis viajes a la capital. Aquella noche había yo bebido varios tragos, y con las copas encima me sentía más atrevido. La circunstancia se presentó justo cuando subí al piso de mi habitación. Apenas salí del elevador escuché los estridentes gritos de una mujer; gritos de placer animal, de deseo galopante. Mi euforia aumentó al instante y me puse en alerta.
Sin duda se la estaban cogiendo en uno de los cuartos del piso, y mi excitación fue tanta que fui hasta la puerta y me asomé por el ojillo de cristal, aunque no pude ver nada. Pero con los alaridos mostruosos fue más que suficiente para masturbarme con furia oyendo el vigoroso eco femenino, gemidos y clamores desconocidos, pero a la vez ardientes. Intuí que era una francesa quien gritaba, a juzgar por ciertas palabras que de cuando en cuando pronunciaba— Así que con una mano me prodigué las jaladas mientras estaba atento al elevador y a las escaleras.
Esa vez eyaculé con ferocidad sobre la madera de la puerta de los amantes desconocidos, quienes ajenos a mi accionar, siguieron entregados a su frenética batalla montada. Quise imaginar lo que dirían al descubrir al otro día las manchas parduzcas en su puerta. Pero quizá los amantes ni se dieron cuenta. Tal vez quien las descubrió fue la camarera, como casi siempre ocurre, y quien debió preguntarse cómo había llegado a suceder aquello.
Mi monta sobre Manuel fue espectacular. Y también los azotes en sus nalgas y su espalda. Volví a descargarme dentro de él compartiendo con reciprocidad mi semen con el suyo. Después de esto y un par de copas más, nos quedamos dormidos. Antes de las seis salí de su cabaña para volver al hotel, ducharme, desayunar e irme a trabajar.
Aquél día fue duro para mí, pues el desvelo hizo sus estragos al filo del medio día. Tuve que aguantar a pie firme la presión hasta la hora de la salida. Extrañamente, aquél día terminé de arreglar todos los asuntos que me quedaban por hacer.
Sabía que estaba listo para dejar la ciudad, pero quise quedarme dos días más para estar con Manuel. No olvidaba mi cita con Ray, pero estaba decidido a no volverme a acostar con él.
Incluso pensé en dejar el hotel e irme a otro más cercano a la casa de Manuel, pero no lo hice. Había por lo menos dos razones para salir de allí, pero decidí quedarme. Tenía que ponerme a prueba y salir avante.
Sin embargo, más de una vez consideré el sospechoso pensamiento de si me quedaba allí con la silenciosa esperanza de que el cogedor de la prótesis volviera a buscarme, pero no supe responderme a mí mismo. Decidí dejar las cosas como estaban.
Llegada la noche, Ray me telefoneó. Yo sabía que esta vez no podía desairarlo. Decidí meterme una noche más con él para calmar las cosas, pero no en su suite, sino en otro hotel. Se lo hice saber y a él le pareció buena idea.
—Saldremos de la rutina –me dijo por teléfono, riendo.
Antes de irme con él, le telefoneé a Manuel para decirle que no podría verlo sino hasta el día siguiente. Manuel aceptó, sin duda cansado a causa del desvelo.
Nos fuimos en un taxi a una colonia lejana, y por allá rentamos una habitación en un motel llamado Phoenix. Era claro que aquella noche, antes de salir, Ray había tomado sus drogas: Su ánimo y su semblante lo denotaban.
Bebimos un par de copas del servibar mientras conversábamos. No mencionó a Eugene para nada. Y de hecho tampoco yo hanía vuelto a ver al americano. Comprendí que a la postre, Eugene había sido simplemente otro amigo ocasional del arrogante peruano seductor.
Nos acostamos cuatro horas y con eso fue suficiente. Ray me dio por detrás hasta que quiso. Lo hizo tres veces y con mucha intensidad. Su excitación era descomunal, casi rayana en la locura. Nunca pensé que las drogas pudiesen proporcionarle a un hombre tal salvajismo en la cama. Parecía no querer dejar de cogerme, y lo hizo con tanta saña que el recto me dolía por tanto ajetreo. Al día siguiente amanecí con el ojete rozado, y me preocupé un poco por la promesa dada a Manuel.
Lo que hice por la mañana, camino a la oficina, fue pasarme por una farmacia para comprar una crema suavizante con antibiótico. Me la puse tres veces durante el día en los sanitarios del edificio. Había decidido acudir a trabajar, más para justificar mi permanencia en la ciudad que porque tuviese algún pendiente.
Por fortuna, el medicamento hizo su efecto y por la tarde ya estaba como nuevo. A las diez en punto, Manuel pasó a buscarme al hotel y nos fuimos a su cabaña. Tuvimos otra sesión de sexo sensacional. Manuel se esmeraba en agradarme y yo le correspondía a la par en todo. Nunca supe la manera en como logramos tener esa sincronía, ni tampoco él. Simplemente sabíamos que era algo que se daba entre dos, y punto. Así me lo hacía saber mientras se arrullaba en mis brazos después de cada cogida.
Los azotes por supuesto estuvieron a la orden del día, y esta vez quedé lleno y satisfecho, con las posaderas ardiendo, totalmente enrojecidas por el castigo.
Salí de ahí muy temprano, ahíto de semen y con el recto adolorido. Me había despedido de Manuel porque tenía que marcharme.
Mi amante no hizo ninguna escena ni mucho menos. En esto era más maduro que el peruano ocasional. Quedé de llamarle después, apenas tuviese viaje de trabajo en la capital.
A Ray le dejé un papel dentro de un sobre en el casillero de la administración. Me despedía de él con buen talante, deseándole que le fuera todo bien en Montreal, y en todas las ciudades del mundo a donde que fuese.
Del otro hombre, el del gran pene en forma de prótesis no me pude despedir. Se puede decir que de él me despedía ocasionalmente en mi mente, siempre que me acordaba del momento inolvidable que pasamos en su mansión, una mansión que ni yo mismo llegué a saber en dónde de ubicaba.
Dos meses después, sin haber visto a Manuel en lo absoluto, fui comisionado a cierta ciudad del norte para hacer una supervisión de ventas. Me atraía volver a viajar por lo que ello representaba para mi: tener algún encuentro casual que pudiera disfrutar.
El recuerdo de Manuel estaba aún fresco, pero sabía que no debía encasillarme en lo mismo, sino buscar, conocer, descubrir, si es que quería llevar a cabo mi plan de expandir mis experiencias homosexuales ocasionales.
Esta premisa me agradaba y me excitaba de tan solo pensarla.
Por supuesto, en ese lapso tuve relaciones sexuales con varias chicas. Tenía una novia sin compromiso llamada Elisa, con la cual cogía con regularidad y lo disfrutábamos al máximo. También, para no variar, había otras dos o tres que se decían amigas de Elisa, pero que en realidad se veían de vez en cuando conmigo en algún motel discreto.
No podía quejarme porque sexo nunca me faltaba.
Además, para no variar, tenía la cinta muy bien escondida. Y de cuando en cuando, en noches solitarias donde no hallaba un modo de satisfacción plena, la sacaba de su escondrijo y la ponía en mi casetera. Por demás está decir las veces que me masturbaba con el dildo más largo, recordando al hombre que había mandado filmarla sin mi consentimiento.
Así que todo lo que hacía era ocasional, siempre ocasional.
Y así es como vivo mi homosexualismo.
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