Tres amigis 6 (y último)
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Cuentero.
Una señora amiga de mi familia tenía una casa que ya no ocupaba, porque por su edad se había ido a vivir con sus hijos, pero se negaba a vender o alquilar su casona. No tenía prácticamente muebles en ella, solamente una gran biblioteca que había ido atesorando a lo largo de su extensa vida. También tenía algunas plantas ornamentales sembradas y como vivíamos bastante cerca, me había dado una llave de la misma e iba a regar sus plantas todas las semanas y además abría la casa para que se ventilara. Ese fue el pretexto que durante mucho tiempo utilicé para que Oscar regresara, pues como siempre fue un gran aficionado a la lectura, de ahí le prestaba libros que él, en cuanto terminaba me devolvía, pero lo bueno era que debíamos ir a esa casona para buscar la lectura que él deseaba y lo que yo también deseaba, y que por cierto no era lectura.
Recorríamos estante tras estante atiborrados de las más disímiles obras literarias y en lo que buscábamos algo que le interesara, yo iba sembrando en él la semillita del demonio, tentándolo para que volviera a pecar. A aquel lugar llegamos a llamarlo entre nosotros The Hell y a mí él me decía The Devil. Poco a poco yo iba logrando que se le parara y una vez que eso estaba logrado, ya lo demás seguía su camino natural. Siempre demoraba en caer, pero a la larga, más podía el deseo que sus propósitos de no volver a caer en aquellas relaciones homosexuales.
Una vez que la tenía erecta, se la iba tocando, él se negaba, iba para otro sitio, pero no se iba definitivamente de la casona. Yo lo seguía y lo volvía a tocar una y otra vez hasta que lograba cogérsela y que no me quitara las manos. Por fin le abría la portañuela y comenzaba a mamérsela y una vez que permitía eso, ya el resto era solamente cuestión de tiempo. Allí casi nunca él me la mamó, pues seguía sintiendo aversión a tener una pinga en la boca. Pero yo le zafaba el pantalón a pesar de sus protestas y juro que pasaba bastante trabajo para poderle quitárselo, pero al final lo lograba, quitándome yo también la ropa. Ya él estaba desesperado y en su lucha entre no hacerlo y hacerlo, las hormonas sexuales casi siempre salieron triunfantes. Como no había camas en que acostarnos, por lo general acudíamos a unos mapas que la señora tenía guardados en una de las habitaciones de cuando ella era profesora de Geografía, y yo desplegaba uno en el suelo y allí nos acostábamos y entonces utilizaba un poco de crema que casi siempre llevaba cuando íbamos a "buscar libros", y si no lo traía, utilizaba la bien conocida, útil y nunca bien ponderada saliva, pero a él no le gustaba mucho porque decía que su olor era muy fuerte y cuando llegara a su casa, lo podían sentir.
De todas maneras, generalmente terminábamos con mi pinga metida en su apretado culito y él moviéndose de aquella manera tan sensual de darle a las caderas. Una vez que me venía (casi siempre afuera, pues no quería que se la echara dentro), le hacía una paja, aunque generalmente al final él mismo se la agarraba y le daba al ritmo que le gustaba y no al que yo le hacía, hasta que eyaculaba. Entonces venía la etapa de arrepentimiento y de juramentos de que nunca más volvería a ese "sitio maldito", y aunque a veces estaba meses sin ir y simplemente me dejaba el libro que había leído en mi casa, y no teníamos ninguna otra actividad como no fuera conversar amigablemente. Al final la tentación (¿para leer o para otra cosa?) era mayor que su voluntad y volvía a pedirme que fuéramos a buscar otro libro, cosa que yo hacía más que rápido, no fuera a arrepentir; y de nuevo comenzaba el ciclo.
En esa etapa, yo hice unos dibujos en la computadora de un diablo con un tridente y un letrero que decía AUNQUE TÚ JUEGUES TU JUEGO, AL FINAL JUGARÁS EL MÍO. Ese letrero presidió muchas de nuestras reuniones y muchísimas conversaciones en las que no había ningún tipo de actividad sexual, claro que siempre era lejos de la casona de marras. Con el tiempo, la señora murió y le devolví la llave a sus hijos y nunca más pudimos ir a penetrar en aquel "antro de perdición". Pero aunque él nunca me lo ha confesado explícitamente, estoy seguro que al igual que yo, tiene muy buenos recuerdos del tiempo que pasamos en aquella casa, y que mal que le pese, se alegra de haber continuado aquellos esporádicos encuentros a los que asistía con el el pretexto de la lectura, pero la realidad era el inconfesable deseo sexual
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!