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Gays, Incestos en Familia

Vacaciones de Verano Prohibidas: La Aventura Sexual de dos Primitos

Mateo afirma tener un pene más grande que Lucas mientras ambos se comparan desnudos. Sus miembros casi se tocan accidentalmente cuando se acercan demasiado, causando una reacción física inesperada en ambos niños que los deja paralizados pero curiosamente excitados por el contacto..
«¡Ahí está! ¡El rancho del abuelo!», gritó Lucas pegando la nariz al vidrio del auto mientras señalaba con entusiasmo. Mateo, sentado a su lado, se estiró para mirar mientras su camiseta de tirante se levantaba, dejando al descubierto su vientre plano y pálido donde asomaba el borde de sus calzoncillos.

El viejo jeep familiar chirrió al detenerse frente a la casa principal, levantando una nube de tierra que se pegó al sudor en sus piernas delgadas. «Dios, qué calor de mierda», murmuró Mateo pasándose la mano por el pecho, donde los pequeños bultos de sus pezones marcaban la tela holgada de su camiseta. Al bajarse, los shorts desgastados de Lucas se deslizaron peligrosamente sobre sus caderas, mostrando por un instante la curva pálida donde comenzaba su trasero.

El abuelo Ramón apareció. «¡Bienvenidos, cabritillos! ¿Listos para trabajar como hombres?», les dijo mientras Lucas y Mateo intercambiaban miradas cómplices. Al agacharse para tomar sus mochilas, las camisetas de ambos se abrieron como cortinas, dejando ver completamente sus pequeños pezones oscuros y las suaves depresiones entre sus costillas.

Dentro del rancho, el aire era aún más denso y caliente. «Aquí están sus cuartos», anunció el abuelo señalando dos puertas contiguas. Mateo se quitó la camiseta de un tirón, revelando su torso infantil y delgado mientras su short de baloncesto colgaba precariamente de sus caderas angostas.

Los primos Lucas y Mateo llegan al rancho del abuelo bajo un calor sofocante, mostrando sus cuerpos juveniles mientras se acomodan. Lucas casi muestra accidentalmente su trasero al bajarse del jeep, mientras que Mateo revela su torso desnudo al llegar a sus habitaciones. El abuelo Ramón los recibe con bromas mientras los niños intercambian miradas cómplices, ya comenzando a exhibir sus cuerpos preadolescentes sin pudor.

Lucas hizo lo mismo, dejando al descubierto su cuerpo similar, aunque algo más pálido. «Juguemos algo», propuso. El abuelo ya se había ido a trabajar y el silencio del rancho comenzaba a pesar.

«¿Verdad o reto?», sugirió Mateo, donde sus pies descalzos dejaban huellas húmedas de sudor. «Verdad», respondió Lucas casi sin pensarlo. «¿A qué le tienes miedo?», preguntó Mateo mientras se acomodaba mejor, apoyando la espalda contra la cama. Sus piernas delgadas se estiraron frente a él.

«¿A qué le tengo miedo?», repitió Lucas mordiendo su labio inferior. Pensó en los truenos, en los perros grandes, en la oscuridad absoluta del campo por las noches. Pero en lugar de eso, respondió: «A que me agarren desprevenido». Mateo se rio. «Eso no cuenta. No es algo real», dijo mientras cruzaba sus pies descalzos sobre el piso polvoriento. Lucas se encogió de hombros y aceptó el reto: beber un vaso entero del agua tibia que había en la jarra de la mesa.

Después de varias rondas, las preguntas seguían siendo inocentes. «¿Cuál es tu comida favorita?» «¿Has robado alguna vez?» «Si pudieras ser un animal, cuál serías?». Mateo se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre sus rodillas huesudas. «Verdad», eligió nuevamente Lucas, esperando otra pregunta trivial. Pero esta vez, Mateo lo miró fijamente. «¿Alguna vez te has tocado ahí abajo?», preguntó en un susurro.

Los primos comienzan a jugar «Verdad o Reto» en la habitación. Después de varias rondas triviales, Mateo sorprende a Lucas con una pregunta íntima sobre si alguna vez se ha masturbado, marcando un giro en el juego inocente hacia algo más personal y sexualmente sugerente.

Lucas sintió que su cara se calentaba de repente. La pregunta parecía flotar en el aire caliente entre ellos. Movió los pies nerviosamente, sintiendo el roce de sus dedos contra el piso de madera. «Eso no es justo», protestó, pero Mateo solo se encogió de hombros. «Es un juego. Puedes responder o aceptar el reto». Lucas tragó saliva. Nunca habían hablado de eso antes, aunque a veces, en la cama, en la oscuridad, sus manos habían vagado por curiosidad.

El silencio se hizo más pesado. Mateo no retiró la pregunta, esperando. Finalmente, Lucas murmuró: «Sí, un par de veces», y rápidamente agregó: «Tu turno». Pero Mateo no eligió verdad o reto de inmediato. Se quedó mirando a su primo, como si hubiera descubierto algo fascinante. La curiosidad brillaba en su rostro, mezclada con algo más, algo que ninguno de los dos podía nombrar todavía.

Al día siguiente, después de ayudar al abuelo con los animales, Mateo arrastró su silla hasta quedar frente a Lucas en el comedor. «Oye», comenzó en voz baja, mientras sus dedos jugueteaban con el borde de su short, «¿recuerdas lo de tocarse?». Lucas clavó los ojos en su plato, sintiendo un calor extraño en el vientre. «Sí», masculló. Mateo sonrió, ese gesto travieso que siempre precedía a sus ideas más osadas. «Hagamos un reto. A ver quién la tiene más grande».

Después de admitir que se ha masturbado, Lucas se siente incómodo pero intrigado cuando Mateo vuelve al tema al día siguiente. Mateo propone un nuevo reto sexual: comparar sus penes para ver quién tiene el más grande, intensificando el juego entre ellos hacia un terreno más explícito.

Lucas casi se atraganta con el agua. «¿Qué?», susurró, mirando hacia la puerta por si el abuelo aparecerá. Mateo ya se estaba poniendo de pie. «Vamos, es solo un juego», insistió, pero había una excitación en su voz que no podía ocultar. Sus pequeños pezones se endurecieron bajo la camiseta holgada, marcando la tela fina.

Los dos se quedaron quietos en el cuarto de Lucas, la puerta cerrada con un click. Mateo fue el primero en mover, deslizando sus shorts por sus caderas estrechas hasta que el elástico quedó atrapado justo debajo de su suave ombligo. Lucas contuvo la respiración al ver la pequeña protuberancia pálida que asomaba bajo la tela interior de algodón. «Tú también», ordenó Mateo, no como un desafío, sino casi como una súplica. Lucas sintió cómo sus manos temblaban al agarrar su propio short, mientras su pene delicado e infantil comenzaba a reaccionar contra su voluntad, presionando contra la tela húmeda de calor.

En el cuarto con la puerta cerrada, Mateo empieza a bajar sus shorts frente a Lucas, quien sigue su ejemplo con manos temblorosas mientras su cuerpo infantil comienza a mostrar una respuesta sexual involuntaria, marcando el inicio de su primer contacto íntimo directo.

«El mío es más grande», insistió Mateo con la voz más aguda de lo habitual mientras se bajaba los calzoncillos de un tirón nervioso. Su miembro flácido era rosado y estrecho, con apenas una leve curvatura hacia arriba. Lucas, ahora completamente desnudo de la cintura para abajo, miró fijamente el pene de su primo. «No es cierto», refutó, aunque su voz sonaba insegura. Se acercó un paso, luego otro, mientras su propio miembro, blanquecino y con la piel tan fina que las venitas azules se transparentaban, empezaba a palpitar levemente. El aire entre ellos olía a sudor adolescente y a la tierra seca que se les había pegado a las piernas.

Sin darse cuenta, estaban tan cerca que los muslos delgados casi se rozaban. «Míralo», murmuró Mateo, inclinándose hacia adelante hasta que la punta rosada de su pene tocó por accidente la base del de Lucas. Ambos chicos contuvieron el aliento al mismo tiempo. Era solo un contacto fugaz, apenas un roce de piel sensible contra piel, pero sentían el calor del otro en sus propios cuerpos. «Espera», balbuceó Lucas, aunque no se apartó. Su mirada se clavó en donde sus penes casi se tocaban, la humedad del sudor haciendo que los delgados miembros se peguen ligeramente cuando Mateo se movió sin querer.

Mateo afirma tener un pene más grande que Lucas mientras ambos se comparan desnudos. Sus miembros casi se tocan accidentalmente cuando se acercan demasiado, causando una reacción física inesperada en ambos niños que los deja paralizados pero curiosamente excitados por el contacto.

Una corriente eléctrica de vergüenza y excitación recorrió a Lucas cuando finalmente ocurrió: el suave choque de ambos penes infantiles, todavía pequeños y sin erección completa, pero ahora indudablemente juntos. Mateo dejó escapar un sonido entrecortado, como si se hubiera golpeado el codo, pero sus ojos brillaban con una curiosidad que iba más allá del juego inicial. Sin pensarlo, su mano huesuda se elevó hacia el espacio entre ellos, los dedos temblando antes de rozar primero su propio pene y luego, en un movimiento que parecía hipnótico, el de Lucas. «Déjame… comparar», susurró, aunque ambos sabían que eso ya no era lo importante.

Los penes respondieron con una lentitud adolescente, pero respondieron. Mateo sintió cómo el suyo se estiraba hacia arriba contra su vientre plano, mientras el de Lucas palpitaba entre sus dedos. Era la primera vez que tocaban algo así, algo vivo y cálido que no fuera su propia piel. «Se siente raro», murmuró Lucas, pero no apartó las caderas. El contacto era demasiado nuevo, demasiado intenso; sus pequeños cuerpos no sabían cómo reaccionar excepto con esta erección torpe que los hacía sentir más expuestos que nunca. El glande de Mateo, ahora completamente descubierto y brillante de humedad, se contrajo cuando Lucas, por instinto, pasó el pulgar sobre la punta.

«¿Ya sabes cómo…?», comenzó Mateo con la voz más ronca de lo habitual, tragando saliva antes de terminar la pregunta, «¿ya sabes masturbarte?». Lucas negó con la cabeza sin convicción, sus cachetes encendidos de un rojo intenso. «Solo así, rápido», admitió finalmente, haciendo un gesto vago hacia su propia entrepierna. Mateo mordió el labio inferior, mirando fijamente hacia donde sus cuerpos se conectaban. «Yo tampoco sé bien», confesó, pero su mano ya estaba moviéndose con más decisión ahora, tirando suavemente de la piel fina que recubría el pene de su primo.

Fue entonces cuando Lucas hizo algo inesperado: con un movimiento brusco, como si le hubieran dado cuerda, agarró el miembro de Mateo con toda la mano. Ambos gemieron al mismo tiempo, un sonido agudo y corto que quedó atrapado entre sus bocas entreabiertas. La sensación de tener otra mano allí, más grande que la propia, más segura, hizo que Mateo arquease la espalda involuntariamente. «Así, hazlo así», jadeó, mientras el corazón le golpeaba las costillas como si quisiera escapar. Lucas obedeció, fascinado por cómo el pene de su primo latía entre sus dedos, cómo la piel se estiraba y se enrojecía bajo su manipulación torpe pero entusiasta.

Los días siguientes fueron una revelación lenta, húmeda. Encontraron excusas para estar solos, para deslizarse en la misma cama cuando el abuelo pensaba que dormían. Las primeras veces apenas se atrevían a mirarse, frotándose con movimientos cortos y nerviosos que terminaban en suspiros frustrados cuando la sensación se hacía demasiado intensa. Pero luego Mateo descubrió que si se echaba boca arriba con las piernas abiertas, dejando que Lucas se sentara entre ellas, el ritmo podía ser más lento, más profundo. Sus pequeños estómagos se pegaban de sudor mientras las manos exploraban, aprendiendo qué presión usar, qué velocidad, qué ángulo hacía que el otro gimiera sin poder contenerse.

Una tarde especialmente calurosa, cuando el aire era tan denso que se les pegaba a la piel como una segunda camisa, Mateo tuvo una idea. «Túmbate», ordenó con una voz que no admitía discusión, y Lucas obedeció de inmediato, estirándose sobre las sábanas húmedas. Fue entonces cuando Mateo se subió a horcajadas sobre él, su trasero diminuto rozando el vientre de su primo, y por primera vez sus penes se frotaron directamente, piel contra piel, sin mediación de manos. El gemido que salió de Lucas fue casi un llanto, ahogado contra el hombro de Mateo mientras este comenzaba a moverse arriba y abajo, frotándose contra él con una determinación que no sabía que tenía. El calor entre sus cuerpos era insoportable, glorioso; sus pequeños músculos abdominales temblaban con el esfuerzo, sus penes palpitantes y rojos de tanto frotamiento.

Al cuarto día, descubrieron el líquido. Al principio fue solo un brillo en la punta, una humedad distinta al sudor que los asustó tanto que casi paran. Pero la curiosidad fue más fuerte. «No duele», susurró Lucas, pasando el dedo por el glande de Mateo y luego mirando la sustancia viscosa que quedó en su yema. Mateo, con los ojos muy abiertos, repitió el gesto en el pene de Lucas, y cuando la misma sustancia apareció, algo cambió entre ellos. Ya no era solo juego, no era solo curiosidad. Ahora había un propósito nuevo, una meta secreta que los hacía jadear más fuerte, moverse con más urgencia, buscando esa sensación extraña y maravillosa. Y aunque nada salía aún, aunque seguían siendo niños en cuerpos de niños, sus gemidos se hicieron más largos, más melodiosos, hasta que el rancho entero parecía vibrar con ellos.

El calor los hizo audaces. Una tarde en que el abuelo salió al pueblo, Mateo arrastró a Lucas hacia el cuarto del abuelo. «Aquí debe haber algo», insistió mientras sus dedos pequeños revolvían los cajones de la mesa de noche. Fue Lucas quien encontró el tesoro escondido bajo una pila de papeles: revistas con mujeres desnudas en portadas arrugadas, sus pechos grandes y oscuros, sus bocas abiertas en sonrisas que no entendían del todo. Pero fueron las páginas internas lo que los dejó sin aliento. Hombres musculosos con penes enormes, tan distintos a los suyos, siendo succionados por mujeres que los miraban con ojos vidriosos. «¿Eso… se puede hacer?», preguntó Lucas con la voz quebrada. Mateo no respondió, demasiado ocupado tocándose sobre el short mientras sus ojos devoraban las imágenes. Sus pequeños miembros palpitaban bajo la tela, más duros que nunca, mientras aprendían en silencio esta nueva posibilidad.

Al día siguiente, el juego cambió. Cuando se encontraron en el granero polvoriento, Mateo no esperó a que Lucas se quitara el short. Se arrodilló frente a él con una determinación que los sorprendió a ambos, sus manos temblando al desabrochar los botones. El pene de Lucas, ya semierecto, saltó hacia adelante como si lo hubieran llamado. Mateo lo miró fijamente, luego a los ojos de su primo, y sin avisar inclinó la cabeza. La primera sensación de lengua húmeda en ese lugar hizo que Lucas gritara, agarrándose del hombro de Mateo para no caer. No sabía lo que hacía, su boca era demasiado pequeña, sus dientes rozaban, pero el calor era tan intenso que ninguno quería parar. La saliva goteaba por la base, mezclándose con el sudor que ya brillaba en los muslos pálidos de Lucas.

Mateo levantó la vista con los labios brillantes. «¿Te gusta?», preguntó con voz ronca, aunque podía sentir cómo el pene de su primo palpitaba contra su lengua. Lucas solo pudo asentir, incapaz de formar palabras mientras su cuerpo se tensaba de una manera nueva. Entonces Mateo hizo lo que habían visto en las revistas: envolvió los labios alrededor del glande y succionó levemente. El gemido que escapó de Lucas fue tan agudo que casi se asustan. Su mano se enterró en el cabello de Mateo, no para empujarlo sino para asegurarse de que no se detuviera. El calor de la boca de su primo era diferente a todo lo que había sentido; más húmedo, más íntimo, como si cada movimiento descubriera un secreto que su propio cuerpo le había estado ocultando.

Fue Lucas quien, con manos temblorosas, hizo que Mateo se levantara para cambiar de posición. Ahora era él quien se arrodillaba en el heno, frente a la entrepierna de su primo, oliendo ese aroma nuevo y excitante que emanaba de la piel sudorosa. Cuando su boca tocó por primera vez el pene de Mateo, ambos sintieron una sacudida eléctrica. Lucas probó la piel salada, luego se atrevió a meter la punta entre sus labios, imitando lo que había sentido momentos antes. La reacción de Mateo fue instantánea: un gruñido gutural mientras sus caderas empujaban hacia adelante, buscando más. Los sonidos que salían de sus gargantas ya no eran de niños jugando; eran jadeos cortos, gemidos entrecortados, el lenguaje universal de cuerpos descubriendo el placer por primera vez.

Sin necesidad de palabras, en la tercera noche se encontraron boca abajo, uno frente al otro en la cama estrecha. Mateo fue el primero en inclinarse hacia adelante, movido por un impulso que no entendía pero que obedecía ciegamente. Cuando sus labios encontraron el pequeño miembro de Lucas al mismo tiempo que sentía la lengua de su primo en el suyo, fue como si una chispa explotara en su vientre. El 69 improvisado fue torpe al principio: narices chocando, dientes rozando por accidente, pero pronto encontraron un ritmo. Mateo aprendió que si giraba un poco la cabeza podía tragar más, mientras Lucas descubrió que usando las manos en la base podía controlar mejor los movimientos. Sus cuerpos se enroscaban como serpientes, sudor pegajoso entre vientres planos y costillas marcadas, mientras las bocas trabajaban hasta adormecerse.

La técnica mejoró con cada intento. Lucas aprendió a usar la lengua en círculos alrededor del glande rosado de Mateo, notando cómo éste se ponía más duro y palpitante con cada movimiento. A su vez, Mateo perfeccionó el arte de succionar mientras masajeaba los pequeños testículos de su primo con una mano huesuda pero diestra. Los gemidos se volvían más largos, más profundos, especialmente cuando uno de ellos arqueaba la espalda y empujaba más adentro de esa boca húmeda que los devoraba con una avidez que los sorprendía a ambos. A veces se detenían solo para mirarse, labios brillantes de saliva y precum, antes de lanzarse de nuevo al abismo.

Cuando el abuelo salió al pueblo una mañana, aprovecharon para repetir el ritual en el granero, donde la luz del sol filtrándose por las maderas iluminaba sus cuerpos entrelazados como en un cuadro prohibido. Esta vez, Mateo se montó encima de Lucas en un 69 más audaz, sus muslos delgados a cada lado de la cabeza de su primo mientras bajaba su trasero pequeño hasta que el pene de Lucas casi rozaba sus labios. El contacto fue tan eléctrico que ambos gimieron en unisono, creando una vibración húmeda entre sus cuerpos. Lucas tomó aire entre dientes apretados cuando la lengua de Mateo encontró su perineo sensible, lamiendo hacia arriba con una precisión que no podía ser de un principiante.

Las vacaciones terminaron demasiado pronto, dejando en sus mentes una enciclopedia de sensaciones nuevas y preguntas sin respuesta. De vuelta en la ciudad, en sus casas separadas pero conectadas ahora por un secreto pegajoso, descubrieron que sus padres habían instalado internet de alta velocidad durante su ausencia. Las primeras noches fueron de exploración intensa: tecleando palabras claves con dedos temblorosos.

Lucas se quedó paralizado cuando apareció ante él su primer video gay explícito: dos hombres musculosos enredados en un movimiento líquido, sus penes enormes entrando y saliendo de bocas ansiosas. Se tocó compulsivamente bajo el escritorio, imaginando que eran los labios rosados y pequeños de Mateo los que se estiraban alrededor de esa carne.

Mateo, por su parte, pasó tres horas seguidas en una página llamada «Primeras Veces», buscando desesperadamente alguna imagen que se pareciera a ellos. Cuando encontró un video de adolescentes delgados frotándose con torpeza. Pausó el video en el momento exacto en que uno lamía el pezón del otro, y reprodujo ese fragmento una y otra vez, mientras imaginaba la lengua cálida de Lucas haciendo lo mismo.

Esa noche, se enviaron mensajes cifrados: «Encontré algo parecido a nosotros» seguido de «Yo también, ¿cuándo nos vemos?».

La respuesta llegó en forma de una excusa tramposa: un proyecto escolar que requería trabajar juntos. Fue allí donde Mateo mostró por primera vez una imagen que los dejó boquiabiertos: dos hombres en posición de misionero, pero invertidos, donde uno penetraba al otro mientras se masturbaban mutuamente. «¿Crees que podríamos…?», susurró Lucas, sintiendo cómo su pene palpitaba contra el elástico de sus calzoncillos.

Mateo solo tragó saliva y asintió, ya planeando mentalmente la próxima visita a casa del otro, donde las cerraduras de las puertas y la soledad permitirían probar esta nueva frontera.

El destino les jugó a favor cuando los padres anunciaron que asistirían a una boda el próximo fin de semana. «Nos quedaremos solos», murmuró Lucas al teléfono, sus dedos jugueteando nerviosos con el cordón de sus sudaderas. La noche anterior al gran día, Mateo llegó con una mochila más abultada de lo normal, donde escondía el frasco de vaselina.

El sábado por la mañana, apenas los autos familiares desaparecieron, los chicos corrieron al cuarto de Lucas. Las manos les temblaban al desplegar la laptop sobre la cama, buscando frenéticamente el video guardado donde los actores usaban abundante lubricante. «Primero esto», dijo Mateo abriendo el frasco con un chasquido, sumergiendo dos dedos hasta el nudillo en la sustancia fría y resbaladiza. Lucas contuvo el aliento cuando esos dedos húmedos se deslizaron por su entrepierna, pasando por el perineo hasta detenerse en el orificio tenso que nunca había sido tocado así.

El primer intento fue un desastre. Lucas gritó cuando el dedo de Mateo intentó entrar sin suficiente preparación, su cuerpo rechazando la intrusión con una contracción involuntaria. «¡Duele!», gimió, alejándose mientras su pene, que antes estaba erecto, se encogió por el dolor súbito. Mateo maldijo entre dientes, limpiándose los dedos pegajosos en la sábana. Volvieron al video, esta vez prestando atención a la parte donde el hombre masajeaba lenta y metódicamente antes de siquiera intentar penetrar.

La segunda vez fue diferente. Lucas se puso de lado, respirando hondo mientras Mateo, ahora más paciente, dibujaba círculos suaves alrededor del área con la punta de un dedo embadurnado de vaselina. La presión gradual hizo que el músculo empezara a ceder, permitiendo que la yema del dedo se deslizara dentro, apenas un centímetro. «Es raro», susurró Lucas, pero no dijo que pararan. Mateo sintió el calor interno apretando su dedo delgado, una sensación tan íntima que le hizo gemir sin darse cuenta. Avanzó milímetro a milímetro, deteniéndose cada vez que Lucas tensaba los músculos. Cuando finalmente tuvo el dedo completamente dentro, ambos jadearon como si hubieran corrido una maratón.

Pero el verdadero desafío llegó cuando Mateo intentó montar a Lucas horas después. A pesar de la preparación, cuando la punta del pene de Lucas buscó entrar, el dolor hizo que Mateo se encogiera instantáneamente. «No puedo», admitió con voz quebrada, desesperado por complacer pero limitado por su cuerpo sin experiencia. Lucas, frustrado pero comprensivo, lo abrazó por detrás mientras ambos se masturbaron juntos hasta llegar al orgasmo, derramando semen caliente sobre los dedos entrelazados. «La próxima vez funcionará», prometió Mateo entre jadeos, aunque ninguno sabía cómo exactamente.

Los días siguientes fueron de práctica constante. Usaban los dedos primero, luego objetos pequeños bañados en vaselina, aprendiendo gradualmente cómo relajar esos músculos desconocidos. Una tarde, mientras Lucas yacía boca arriba con las piernas temblorosas abiertas, Mateo logró insertar dos dedos hasta el nudillo. El gemido gutural de Lucas no fue de dolor esta vez, sino de una sensación tan intensa que lo dejó paralizado. «Ahí… otra vez», suplicó cuando Mateo rozó algo interno que envió escalofríos por su espina dorsal. Fue la primera vez que Lucas tuvo un orgasmo sin que nadie tocara su pene, solo con los dedos de Mateo moviéndose dentro de él como si descifraran un código secreto.

El sábado amaneció con los cuerpos desnudos de los chicos entrelazados en cucharita, el pene semierecto de Mateo descansando entre las nalgas de Lucas. No hubo prisa esta vez, solo movimientos lentos y besos perezosos mientras la luz matutina entraba por las rendijas de las persianas. Mateo lubrificó su pene y el de Lucas con languidez, como si cada roce fuera un ritual sagrado. Cuando finalmente se deslizó dentro, hubo un quejido de incomodidad inicial, pero luego… adaptación. Lucas sintió cómo su cuerpo aprendía a acomodar esa presencia, cómo el dolor se transformaba en una presión extrañamente placentera.

El amor que surgió entre ellos ese día fue tan palpable como el sudor que pegaba sus torsos. Mateo abrazó a Lucas desde atrás mientras se movían en un ritmo imperfecto pero sincero, sus bocas buscándose en besos húmedos entre gemidos. Cuando el orgasmo llegó, fue con lágrimas en los ojos y promesas susurradas contra piel sudorosa. No fueron solo primos descubriendo el sexo esa mañana; fueron dos almas encontrándose en un lenguaje nuevo, creado solo para ellos entre sábanas revueltas y corazones acelerados.

La ciudad nunca sería igual después de aquello. Cada visita se convirtió en una oportunidad para perfeccionar técnicas aprendidas con manos ávidas y bocas hambrientas. El sofá del sótano de Lucas fue testigo del primer orgasmo simultáneo, donde sus cuerpos se convulsionaron entrelazados. El baño de Mateo conservó el eco de los gemidos ahogados contra toallas húmedas, cuando descubrieron lo placentero que era el agua caliente resbalando sobre pieles sensibles post-clímax.

Un invierno particularmente frío los encontró experimentando con la calefacción bajo las cobijas. Lucas, siempre más osado, sugirió probar algo visto en un video: «Quiero sentarme… así». Mateo no entendió hasta que vio a su primo colocarse a horcajadas sobre él, guiando su miembro hacia esa entrada ya conocida pero nunca explorada en esta posición. El gemido que escapó de ambos cuando Lucas descendió fue un sonido crudo, primitivo. Desde arriba, Lucas controlaba el ángulo, encontrando ese punto mágico con cada balanceo de caderas que los llevaba más cerca del borde.

El verano siguiente, al regresar al rancho, el abuelo Ramón notó algo diferente en sus nietos. «Han crecido», comentó mientras los veía intercambiar miradas cargadas durante la cena. No sabía cuán cierto era su comentario. Esa noche, en el granero donde todo comenzó, Lucas y Mateo sellaron su amor adolescente con una sesión de sexo lento y profundo que terminó con ambos derramándose no solo físicamente, sino emocionalmente, en un abrazo tan fuerte que dejó marcas en sus pieles delgadas. El futuro era incierto, pero el presente les pertenecía completamente.

Bajo el cielo estrellado, con las luciérnagas como únicas testigos, Lucas y Mateo se deslizaron fuera de la casa hacia el río cercano. El agua brillaba plateada bajo la luna llena, reflejando sus cuerpos desnudos cuando se quitaron la ropa con manos temblorosas de anticipación. La corriente fresca les rodeó los tobillos mientras se abrazaban, sus penes ya erectos y rozándose entre los muslos mojados. Los besos fueron salados por el sudor y el agua, sus lenguas explorando bocas con la misma urgencia con que sus manos acariciaban traseros firmes y mojados.

Mateo empujó a Lucas contra una roca plana junto a la orilla, su boca descendiendo por el cuello palpitante de su primo hasta morder suavemente un pezón endurecido. Lucas arqueó la espalda con un gemido ahogado, sus dedos enterrándose en el caberno húmedo de Mateo mientras este se arrodillaba en el agua. La lengua caliente que rodeó su miembro lo hizo gritar hacia el cielo nocturno, las estrellas pareciendo vibrar ante su éxtasis. Cuando Mateo se levantó, Lucas no esperó; lo giró bruscamente contra la roca, sus manos separando esas nalgas pálidas y mojadas para exponer el anillo rosado que ya conocía tan bien.

La penetración fue brutal y perfecta bajo la luna. Lucas embistió dentro del cuerpo tembloroso de Mateo, ambos gimiendo en armonía con el coro de ranas y grillos. El río salpicaba alrededor de ellos, mezclándose con el sudor y otros fluidos mientras sus cuerpos se fundían en un ritmo ancestral. «Solo tuyo», jadeó Mateo, volviendo la cabeza para capturar los labios de Lucas en un beso que sabía a promesa y a futuro. Cuando el orgasmo los alcanzó, fue con tal intensidad que Lucas tuvo que morder el hombro de Mateo para no gritar, mientras este derramaba su semen en el agua que seguía fluyendo, llevándose todo excepto el amor que esos dos adolescentes habían tallado en cada célula del otro.

Los años siguientes los encontró insaciables. A los 17, ya veteranos en el arte de satisfacerse mutuamente, exploraron nuevos límites en la prepa. Los baños de la escuela fueron testigos de furtivas masturbaciones simultáneas en cubículos contiguos, sus miradas encontrándose por el espacio entre las puertas mientras se masajeaban con manos expertas. Las botellas de plástico vacías se convirtieron en juguetes improvisados; Lucas aprendió a cabalgar una de 2 litros con tal pericia que podía llegar al orgasmo sin tocar su pene, mientras Mateo lo observaba con los ojos oscuros de lujuria y orgullo.

Los desodorantes en barra, envueltos en condones y lubricados hasta brillar, encontraron su camino en sus cuerpos hambrientos. Mateo gemía como una fiera cuando Lucas trabajaba un roll-on especialmente grueso dentro de él, sus músculos internos aprendiendo a estirarse para acomodar cada centímetro. «Más», suplicaba con los ojos vidriosos, y Lucas obedecía, introduciendo primero dos dedos, luego tres, hasta que cuatro nudillos desaparecían en ese pasaje ardiente que se contraía alrededor de su mano como una boca ansiosa.

Las noches de insomnio se llenaron de experimentos audaces. Descubrieron que si Mateo se ponía boca abajo con las nalgas levantadas y Lucas soplaba aire dentro de él con una pajilla, el sonido que producían al retirarla los hacía reír hasta llorar antes de volver a frotarse frenéticamente. Sus cuerpos adolescentes, ahora más desarrollados pero igual de ávidos, eran mapas de sensaciones que no se cansaban de explorar. Cada nuevo día era una excusa para inventar otra forma de unirse, otra manera de sentirse vivos en la piel del otro.

Cuando cumplieron 18, la oportunidad llegó como un regalo envuelto en mentiras piadosas. «Una pasantía en California», le contaron a sus padres con miradas inocentes que ya no eran tan convincentes. Las maletas contenían más lubricante que ropa, más condones que libros. El avión despegó llevándose sus corazones acelerados y sus promesas susurradas: por fin podrían gritar cada nombre, cada «más duro», cada «sí, ahí» sin morderse los labios hasta sangrar.

El apartamento alquilado cerca de Venice Beach se convirtió en su templo de libertad. Las ventanas abiertas dejaban entrar el sonido del océano mezclado con sus gemidos descontrolados cuando Lucas empujaba a Mateo contra el refrigerador a media noche, ambos desnudos y sudorosos después de una fiesta universitaria. Los vecinos sonreían sin preguntar cuando los veían llegar con mercados llenos de frutas, aceites de masaje y toallas que nunca duraban limpias más de un día.

Fue en esa cama queen size donde probaron por primera vez sin condón, cuando el calor los hizo imprudentes y la confianza absoluta. Lucas enterró su rostro en el cuello de Mateo mientras lo penetraba lentamente, sintiendo cada músculo interno abrazándolo como si llevaran años practicando para este momento exacto. «Siempre tuyo», jadeó Mateo girando la cabeza para alcanzar los labios de su primo, sus lenguas bailando al mismo ritmo que sus caderas. El orgasmo los arrancó de la realidad, dejándolos temblando y pegajosos, sin prisa por limpiarse.

Los fines de semana exploraban la ciudad con las manos entrelazadas, deteniéndose en callejones oscuros para besarse como si fueran adictos a la salvia del otro. En el asiento trasero del auto usado que compraron, descubrieron que el espacio reducido hacía las fricciones más intensas, los mordiscos más urgentes. Cuando la policía los sorprendió una madrugada en un estacionamiento vacío, solo vieron dos jóvenes enamorados. «Váyanse a casa, chicos», dijo el oficial con una sonrisa cansada, sin saber que para ellos, cualquier lugar donde estuvieran juntos ya era hogar.

11 Lecturas/24 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Rodrixxx
Etiquetas: abuelo, baño, gay, orgasmo, primos, semen, sexo, vacaciones
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