Yo Heterodoxo Capítulo 12 Una tarde de tormenta
Un temporal se desata en mi pueblo caldeando los ánimos.
De mis encuentros con el dueño del restaurante, hubo uno que quedó en el tintero. Fue una tarde oscura en que se largó una terrible tormenta, con unos rayos y truenos impresionantes sumado a un corte del suministro eléctrico; él estaba idiota, no quería saber nada de sexo. Yo me pavoneaba con mis tacones y mi tanga por el salón del restaurante cuando de repente un relámpago iluminó la figura de una persona guarecida bajo el toldo del negocio, tratando de capear ese aguacero interminable, estaba apoyado en la puerta de vidrio de la entrada.
Salí corriendo hacia adentro, resbalando y cayendo, raspándome las rodillas. Me había visto? Cuánto tiempo llevaba parado ahí? Estaba mirando hacia adentro del local? El gallego me preguntó qué pasó, por que estaba asustado; cuando le conté su rostro pasó de la idiotez a la rabia, fue hacia adelante para cerciorarse que esa persona aún seguía allí, y regresó lleno de ira e insultos hacia mi persona.
– Sos un pelotudo! No te das cuenta que desde ahí se ve todo para adentro! Rajá de acá, puto de mierda!- me gritó con el rostro desencajado.
En ese momento yo era una mariquita con lágrimas en los ojos y las pantis rotas, cojeando me acerqué a él pidiendo mil disculpas, pero él no paraba con su catarata de palabrotas hacia mi persona. De pronto me tomó de un brazo, de un tirón me puso acostado boca abajo sobre sus piernas y comenzó a nalguearme descargando toda su bronca y frustración en cada golpe.
Yo lloraba, pedía perdón, sus golpes eran fuertes, su mano pesada; imploraba por un poco de piedad, que no volvería a pasar, le rogaba que se detenga por favor. Mis nalgas estaban rojas, del mismo color que la tanga que llevaba, él corrió la tira y sin miramientos me metió dos de sus toscos dedos. Me dolió mucho, no estaba preparado para eso, pero no le importaban mis lágrimas.
– Pedazo de puto! Puto de mierda! – me repetía en tono amenazante. A pesar del sufrimiento y del dolor, mi cuerpo reaccionaba con una erección. Él también estaba listo, me empujó para que siguiera boca abajo sobre la cama, sacó su pija que parecía más corta y más gruesa que nunca, para sodomizarme como a un vil esclavo.
Su pene gordo se enterraba cual estaca que tenía la intención sólo de dañarme, su vaivén era alevoso, cada empuje más fuerte, de reojo vi que sus dientes mordían sus labios, disfrutando la situación con cierto grado de sadismo.
Esa verga se clavaba hasta lo más hondo de mi ser, se quedaba ahí, volvía para atrás y regresaba para horadarme con más violencia. Mis lágrimas ya se habían secado de tanto llorar, sólo quedaba una letanía:
– Perdón papu! Perdón papu! – rogaba roncamente aferrado fuertemente a las sábanas. No puedo decir que yo gozaba, en mi cabeza solo deseaba que mi culo lo hiciera cambiar de opinión, que mi ano lo distrajera, le diera tanto placer, lo dejara tranquilo, satisfecho, feliz. Quería recuperar a mi hombre de siempre, a mi macho complaciente, quería volver a ser su putita, luciendo mis hermosas piernas y mi culito entangado.
A punto de acabar, sacó su pene, se descargó fuera, sobre el piso, diciendo en forma burlona:
– Hoy no te la vas a llevar pendejo puto.
Afuera el diluvio había cesado, esa persona desconocida ya no estaba, me fui furtivamente por otro camino distinto al habitual, temeroso de que esa sombra que estuvo en la vidriera me siguiera. En casa me recibieron con preocupación y reprimendas y amenazas de castigo por haber estado fuera durante el temporal, después de bañarme, en mi habitación me sentía ofuscado, confundido, puse mi culo al aire para ver en el espejo las marcas que me habían quedado, que no debían ser descubiertas por nadie. Aún dolían, como dolían mis rodillas, como también dolía esa situación de sometimiento que ahora, en mi memoria, la encuentro excitante.
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