Yo Heterodoxo, Capítulo tres: Una nena cross
El dueño del restaurante me viste sexy.
Mi primera vez vestido con ropas femeninas fue con el dueño del restaurante, que me regaló distintas prendas que quedaban luego guardadas en su casa para vestirlas la próxima vez; era obvio que no podía llevarlas conmigo ya que si mis padres me hubiesen descubierto no estaría aquí compartiendo testimonios. No sé cómo las conseguía exactamente, sólo me decía que las compró para mí y yo emocionado me las ponía. Sospecho que por su madurez y cara de abuelo regalón decía que compraba para obsequiar a sus nietas… aunque no sé si los bikinis cavados entraban en ese rubro.
Ponerme una tanga era hermoso, sentir como la tela se ajustaba entre los cachetes de mi cola, seguir después con las medias pantis eran toda una ceremonia ya que siempre consideré que tenía unas hermosas piernas de mujer, una mini de lycra, un corpiño que al principio rellenaba con algodón, pero después con el tiempo, desistí y un top blanco con pequeñas florcitas azules.
Por último venían los tacones que no eran muy altos pero aun así me costó aprender a caminar con ellos. Ya estaba, era toda una nena, aunque no me hubiese maquillado, además tuve la suerte de ser lampiño, no sé a quién se lo debía.
El me esperaba en la cama en slip y una chomba que apenas cubría su prominente y velluda panza, yo le hacía mi show caminando alrededor de su lecho, con mi cola parada, mis poses sexys y levantando la minifalda para que se vea mi culito en tanga. Él se tocaba la pija, la sobaba para ponerla dura; me decía puta, que le gustaba mi culo roto seguramente por todas las vergas que había probado, me mostraba su sexo y me llamaba a su lado. Yo subía gateando, sintiéndome deseada, le sacaba el calzón y lamia su pene como la buena felina que era.
Después todo se descontrolaba, ganaba la pasión, era agarrarme por detrás en cuatro, o ponerme piernas al hombro sujetándome con sus gruesas manos de macho apasionado, o hacerme sentar sobre él con toda su pija enterrada en mi ser; le gustaba que me quedara con un corpiño que eran dos triángulos de tela que se quedaban pegados a mi pecho, casi ceñido. Cabalgaba sobre él, sacudiéndome con vigor, mi hoyo abierto y lubricado domando su verga gorda, mi hombre gozando hasta acabar, hasta llenarme con su semen y dándome la estocada final, bien profunda, clavando su estaca durante un largo y placentero momento que me hacía sentir única, siempre diosa, siempre puto.
A veces nos quedábamos dormidos para volver a coger al despertar o me bañaba rápido para volver presuroso a casa, inventando en el camino que excusa creíble iba a dar. Ahora me pregunto si todas funcionaron.
Buenos recuerdos, calientes memorias de un tiempo que no volverá.
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