YO NO ERA MÁS QUE UN CHAVAL
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Yo no era más que un chaval; y en esa época, ser eso, era ser un niño. Yo no era más que un chaval: jugaba al escondite y a otros tantos juegos con los amigos del barrio; coleccionaba cromos y los cambiaba en el recreo; no me perdía ni un solo capítulo de "Mazinger Z", soñando algún día con tripular un robot que lograría salvar al mundo; y así, con otras tantas estupideces que la melancolía mudó para terminar de añorarlas. Pasaban los días y yo ya cargaba con 13 años y la inocencia suficiente como para no percatarme de que lo me colgaba entre las piernas servía para más cosas que para mear. No era más que un chaval.
Llegó el verano y con él las fiestas. La primera en sacudir a mi familia era la de San Pedro, y hacia allí nos encaminamos, a la casa de mi tía, para celebrarlas con la parentela. Ahora, mirando hacia atrás, lo veo como un anuncio, como esas llaves que me abrían las puertas a un cielo que iba a descubrir esa misma noche. Allí nos reunimos toda la tropa, dispuestos ya para la bacanal de cuatro días. Éramos un montón de gente, de todas las edades y sexos; pero como siempre allí estabamos: los mayores a un lado y los pequeños a otro, y la alegría en todos, disfrutando del paso de las horas que corrían en un ritual invariable pero nuevo: el vermú, la comida, la sobremesa, la merienda, la cena y el baile.
Antes de ir al baile, las mujeres de la casa, y aquello era una casa de mujeres pues mi tío había muerto hacía años, ya habían dispuesto las habitaciones que usaríamos aquella noche. A mí y a mi primo nos tocó en lo que en Galicia se conoce por el "fallado", una especie de ático que conservaba toda la memoria de la casa, esas cosas inservibles que se van acumulando a lo largo de la vida. A mí me pareció cojonudo que durmiéramos juntos mi primo y yo. En aquel tiempo lo admiraba, era como esa especie de espejo en el que te miras y te dices: "cuando sea mayor quiero ser cómo él".
¿Y cómo era él?, te preguntarás: Pues era un puto macarra, de 1’70 y pico de altura, de piel morena, ojos negros y delgado. Con estos datos aún no te puedes hacer una idea. El pelo era rizo y negro como el carbón, tenía unos labios gruesos y carnales muy parecidos a los de un árabe; para que te hagas una idea, era un hombre muy cercano a esa imagen que tenemos del sultán ideal. Su sonrisa canalla se correspondía con todas sus actitudes. Todo en él tenía un giro barriobajero que te engatusaba. Fue el primero de la familia en abrir las puertas hacia la libertad, en hacer lo que los demás luego hicimos. Como tipo que se apreciaba y gustaba vestía provocativamente. Siempre lo recuerdo con esos pantalones ajustados que dibujaban como una segunda piel esa musculatura fuerte pero suave, marcando cada una de las partes y subrayando aquellas más interesantes: un culo prieto y un paquete tentador. En definitiva, un cóctel que pese a los años que han pasado aún no he visto a nadie que lo superase, aunque si que lo igualase; eso sí: la nostalgia de la mirada sigue situándolo a él en la primera posición. Vestía siempre con camisetas que arremangaba para mostrar esos bíceps enérgicos y una mata de vello ensortijado, que por alguna extraña razón te hacía recordar a los pelos de su polla, luchaba por subir hacia su cuello y oscurecer su rostro que mostraba la sombra prieta de su vellosidad.
Todo eso hacía que a su alrededor se arremolinaran las mejores tías de aquel pueblo y alrededores. No te estoy hablando de quinceañeras histéricas, sino de toda aquella mujer que presentía el sexo que él emanaba. Pese a tener 17 años, su virilidad iba más allá. Tenía una voz grave, cazallera y dejaba arrastrar las palabras dándoles unas pinceladas que terminaba por vestirlas de cierta perversidad.
Ya en aquel momento me di cuenta. Debía de ser mi admiración, pero lo cierto era que estaba atento a cada una de sus palabras, de sus gestos, sabiendo que estaba asistiendo a una lección y que lecciones como aquellas no tendría muchas en la vida.
El plan de mi tía no sólo me lo asignaba como acompañante de cama, sino como guía. Él se iba ser mi cicerone. Recuerdo lo nervioso que estaba, el montón de expectativas que esperaba encontrar guiándome de su mano. Mi inocencia sabía que él era el pecado, una tentación ingenua, demasiado inocente pues todo en aquella edad rimaba con lo que llamaríamos estupidez pero que el gusto de la época tomaba en llamar candor, prolongando hasta límites absurdos la infancia; también sentía un picor que me venía rondando desde hace tiempo me indicaba que lo que necesitaba era pecado, aunque todo lo resumiese en la siguiente frase: voy a ir a la fiesta con el macarra del pueblo. Entiendo que leída ahora es una tontería; pero léela con los ojos que uno tiene a los trece años y verás que la sensación se acerca mucho a la aventura.
Por fin se acercó el momento de ir a la fiesta. Eran las 8 de la tarde y quedamos con sus amigos en la verbena. A algunos los conocía ya, pero estaban en esa etapa que de un año para otro cambian radicalmente. Mirándolos, no había punto de comparación. Eran unos putos paletos que emulaban al líder aunque se quedarán muchos pasos atrás. No había color. ¿Qué contarte de aquella noche en la verbena? Los recuerdos son borrosos, fundamentalmente por lo que sucedió después, pero recuerdo que me lo pasé de puta madre, que vacilamos un montón a las tías y que tomé mis primeras copas. Una noche completa, pensaba yo de camino a su casa; ignorando que aún estaba por llegar lo mejor.
Eran las dos de la mañana e íbamos por esos caminos oscuros de vuelta a casa. Yo iba un poco achispado, tenía que estar cansado pues era la primera vez que salía hasta tan tarde, pero lo curioso era que estaba a tope de energía. Conforme nos acercábamos a su casa, pasamos por un camino que cruzaba un pequeño bosque. Aquello estaba tan oscuro que no se veía un pijo. Él me agarró y con esa voz aguardentosa me dijo: "¡Tranquilo, a partir de aquí pongo el piloto automático!". Esos últimos metros me agarré a él por primera vez. Él me tenía fuertemente aferrado y recuerdo, en mi estado de alerta, comenzar a oler el aroma que él desprendía, un aroma acre y profundo, y cerré los ojos para disfrutar del placer y la seguridad que aquel momento tenía. En todo el camino no dejamos de hablar, de reírnos, toda la coña se basaba en cómo estábamos y lo puestos que íbamos. Como iba con los ojos cerrados, casi me la pego, así que para evitar otro susto como aquel me agarré como una lapa a su cintura. Recuerdo apreciar lo recio de su musculatura y a la vez lo fácil que era abarcarla. Él no hizo ningún movimiento cuando me agarré, muy al contrario, noté que volvía a agarrarme pero de otro modo. ¿Cómo explicártelo…? No era con la intención de evitar que me cayera, sino que el ritual que yo había comenzado le haría
recordar los abrazos a esas novias de quita y pon que pasaban por su vida y que dejaba abandonadas tras unos cuantos polvos bien hechos.
Cuando llegamos a su casa nos cayó el típico puteo que te suele caer cuando comienzas a hacerte mayor. Pasado ese chaparrón que te llenaba de orgullo, subimos al fallado…
No había luz, así que llevábamos unas velas que añadían un poco más de emoción a ese día en el que había descubierto un montón de cosas. Era alucinante, aquella luz creaba un círculo cálido fuera del cual reinaba el más absoluto misterio. Una situación propicia para contar historias de miedo y te puedo jurar que pese a lo que sentí por el camino esa era la historia que tenía en mente hasta que se comenzó a desnudar. Allí estaba yo, sentado en el colchón que nos habían puesto en el suelo y viendo cómo él se desabrochaba el botón de su pantalón vaquero. Como comenté, todos sus gestos destilaban un aire canalla y éste, que ya no partía de una situación inocente, pues podéis imaginar…
Recuerdo cómo lo hizo, pues como todo lo que hacía no dejaba de impresionarme, dio como una especie de pequeño salto para atrás al tiempo que achicaba su estómago, pues había que hacer espacio para hurgar entre ese paquete irresistible que no dejaba sitio para más. Tras esto, bajo suavemente la cremallera mostrando un calzoncillo azul que se abría paso por el peso de ese manjar que custodiaba. Después, con la destreza de un especialista, fue bajando el pantalón como quien desenvainara algo y mostrando poco a poco esas piernas velludas y fuertes que desde la posición en la que estaba me parecían más hercúleas. Cuando ya lo tenía en los tobillos se sentó repentinamente en el colchón y con un par de maniobras envío los pantalones a esa penumbra misteriosa que nos rodeaba.
Con esa mirada inquisitiva que tenía me miró, y tumbado como estaba me dijo: "¿Qué pasa, tú no te desnudas?" Yo estaba como atontado mirándolo y sólo se me ocurrió decir: "¿Pero no te pones el pijama?" Él se rió y con unos movimientos pélvicos y cogiéndose, sin abarcar, ese sabroso paquete que ocultaba tras los calzoncillos me dijo mientras me miraba directamente a los ojos: "Este es el pijama que yo necesito para dormir caliente". Tras eso volvió a reírse y a revolcarse por el colchón. En ese momento, yo pensé que era ridículo desnudarme para poner el pijama de Mazinger Z que mi madre me diera. Pensé, con muy buen criterio, que en donde estuvieres haz lo que vieres. Así que sin ceremonias tan calculadas como la que había visto, y con cierto aire de timidez que apuntaban mis torpes movimientos y el rubor que anunciaban mis mejillas me quité el pantalón y, cómo él, me quedé con un ridículo calzoncillo y una camiseta; ¡cómo no, de Mazinger Z!
Mi cuerpo en ese momento no era gran cosa. Totalmente lampiño, delgado, con formas aún infantiles como esa pequeña barriga que aún se negaba a endurecerse. Pero ya estaba dando muestras de lo qué iba a ser. Tenía unos pequeños pelillos que, curiosamente, anunciaron esos picores de los que ya he hablado; tampoco era muy alto y mi cara aún recordaba a ese niño que jugaba con los geyperman. Viéndome en las fotos de aquel tiempo te diré, mi anónimo amigo, que mis rasgos recordaban más a una mujer por la dulzura de éstos, que al carácter de un hombre. Sigo conservando esa dulzura, pero como se suelen decir en estos casos: los años no pasan en balde. En si, tenía cierto atractivo. Ese atractivo tan apreciado por el hombre de los caramelos: un cuerpo de niño que ocultaba un sabroso manjar al que es preciso sacar su concha de inocencia para disfrutar del placer de sus jugos.
Ese era el sujeto que acompañaba a aquel pedazo de hombre en aquella calurosa noche de junio. Cuando terminé de desnudarme, me lo quedé mirando con esa cara de interrogación que venía a decir más o menos: Y ahora, ¿qué? Él debió de entender mi situación, porque lo que hizo fue salir de ese colchón que teníamos tirado en el suelo, arrodillarse y abrir la cama ceremoniosamente. Dejó sólo su lado abierto, mientras aplanaba la sabana; yo me disponía a hacer lo mismo cuando me dijo: "Pero, ¿qué haces? Entra por aquí". Tengo que decirte, mi anónimo amigo, que aquel colchón desvencijado era del tamaño de una cama de matrimonio, pero la abertura que él hizo dividía por la mitad ese ring. No sé porque pensé que era un gesto de caballerosidad por su parte; sé que fue estúpido pensar eso pues nada me indicaba que fuera un caballero, pero por tal lo tomé en ese momento. Así que me dispuse a sentarme en el trono que me había preparado. Cogí la parte que me correspondía y me senté; él seguía arrodillado a mi lado, a escasos centímetros de mí. Y así como estaba, con esa voz, se me acerco al oído y casi susurrándome me dijo: "¡Qué, primito!, ¿no me vas a dejar sitio?" Yo me quedé sin saber qué hacer y en ese momento que me pareció eterno, él se metió en la cama a mi lado, pegado a mí, mientras que con unos suaves meneos me desplazaba un poco más allá, pero no mucho. No sabes lo que fue en ese momento sentir su piel, sentir sus piernas pegadas a mí. Me sentía incomodo, pero a la vez estúpidamente feliz.
Con esos meneos que se estaba dando, interpreté que tenía que correrme más e iba a hacerlo cuando me paró y me dijo: "No, así estamos bien. ¿No te parece?" Yo me quedé mudo, tan solo sonreí y me ruboricé. Él se tumbó apoyando la cabeza sobre sus manos; yo seguía aún sentado y me disponía a tumbarme así que agarré la sábana para taparnos y acostarme a su lado, pero él me cogió la mano, creo que dijo algo sobre el calor y la separó justo hasta la altura de su paquete que en ese lapso de tiempo comenzaba a apuntar su verdadera naturaleza.
Yo estaba pegado como una lapa a él. Al momento se puso de lado buscando mayor comodidad, apoyando la cabeza en la mano, mientras que con la otra se acariciaba el paquete, me dijo: "Y que, primito, ¿qué sabes de la vida?" Aunque había sido sólo una noche de instrucción, la infantilidad uno no la abandona tan pronto y comencé a hablar de las chorradas del colegio de curas donde estudiaba. No me dejó ir mucho más allá, me paró y dijo: "Primito, hoy vacilaste un montón con las tías pero, ¿sabrías llegar hasta el final?" Cómo puedes comprender, querido amigo, no sólo ignoraba el final, sino también el principio. Así que con esa vocecita que aún se resistía a abandonarme, dije: "¿Qué final?" Él me miró a los ojos, con su mirada más cálida y chispeante y
acercándose a mi oreja me susurró: "¿Sabrías follar?" No recuerdo si me ruborice; lo que sí tengo grabado es que la sensualidad de sus palabras recorrió mi espina dorsal hasta buscar acomodo en mi polla. Tras esto se separó y me miró con una sonrisa que no tenía nada de burla y sí bastantes posos de proposición. Yo tímidamente dije que no. "Es fácil, me respondió sin dejar que continuase mi explicación, si quieres te enseño". La timidez con la que surgió el no fue sustituida por un vibrante sí lleno de temor, pero también portador de demasiados anhelos como para percatarme en ese momento. Él continuó diciendo: "Es fácil y, además, no hay cosa que guste más. Una vez que lo haces, lo demás ya no sabe igual. Nada hay que sepa igual a un buen polvo, a una buena follada. Y a ti, aunque aun te falte con que, lo que tienes bien puede servir".
Tras saciar mi curiosidad sobre cuándo y cuántas veces lo había hecho, prosiguió con su lección. Te puedo decir, querido voyeur, que estaba ante un buen maestro, ante una polla experta y sabia que seguía teniendo la misma curiosidad de aprender que la primera vez que entró a saco en esos coños que nunca saciaban del todo la gula de mi primo. "Lo primero que has de saber es a llamar las cosas por su nombre", mientras decía esto se quitó rápidamente el calzoncillo dejando al aire libre una descomunal y apetitosa verga que no perdí de vista ni un segundo mientras duró la explicación. "Esto, me dijo mientras dirigía mi mano hacia su rabo, se llama polla". Yo la toqué con
precaución, al primer roce sentí que palpitaba. Ya sé que las pollas pocas veces palpitan, pero está palpitaba, parecía como un coche cuando está a ralentí. A esto hay que añadir el nerviosismo con el que acercaba mi mano a ese rabo tan caliente. "También tiene otros nombres, continuó diciendo entre susurros cada vez más húmedos que enfangaban sus palabras en sensualidad, picha, carayo, verga, porra, pollón…; pero a mi me gusta el de polla". Esto lo decía mientras su mano acompañaba a la mía en la lección práctica, un suave masaje desde la punta de ese mástil hasta su base. "Me gusta porque abre el apetito. Fíjate: poooollaaaaaa".
Quedó allí con la boca abierta mientras yo me reía temeroso por la cantidad de sensaciones que estaban llegando a mi cuerpo virgen. Notaba la suavidad de esa piel acompañada de la dureza del acero hasta que ese viaje terminaba en el mullido colchón de vello de sus prietos y arrogantes cojones. Pero también notaba más cosas, mi cuerpo era como la piel de un tambor, con toda la sensibilidad en un estado de alerta que no paraba de crecer como mi ridícula picha.
La máquina estaba despertando de su obligado sueño para entrar en algo que se me anunciaba, por lo menos de momento, demasiado placentero como para dejarlo a medias. Notaba el latir de la sangre agolpándose en mi entrepierna, siguiendo el impulso de un corazón alocado que asistía a la primera lección de su vida. Yo seguía acariciando esa polla y repentinamente él se puso sobre mí, poniendo suavemente su culo sobre mi polla. Se quitó la camiseta, descubriendo un torso perfectamente torneado y cubierto de un vello que aumentaba la virilidad de aquel macho. Su polla apuntaba al cielo y con el peso grave de su rotundidad realizaba un pequeño vaivén, como si fuera la mano de un cura que bendice los alimentos que va a tomar.
Era muy difícil saber a dónde mirar. Todo me llamaba la atención: esa polla que se balanceaba, su fresca y espléndida musculatura, con esos pechos perfectamente dibujados, con ese abdomen que marcaba, como una tableta de chocolate, sus segmentos arrogantes como antesala de su rotunda masculinidad, con sus muslos robustos, con todo… "Esto, dijo mientras cogía mi mano y la acompañaba por el pequeño paseo de su torso, se llaman tetas. Puedes pellizcarlas (cosa que hice), e incluso saborearlas. No dan leche, pero el sabor no está nada, pero nada mal". Me cogió por las manos y me ayudó a levantarme. Quedé justo a la altura de sus pezones y sin más instrucciones que las que me había dado, besé esa pequeña mancha oscura y rodeada de vello. Me sorprendió que me respondiera, noté que se pusieron duros por lo que quité la punta de la lengua y lamí con precaución. ¡Ah, querido amigo! ¡Qué sabor! Era un sudor delicioso que apunto hacia mi glotonería, a ese seguir chupando pues ese sabor áspero y fuerte, jugaba con el cosquilleo de su vello.
Todo ayudaba; y además mi puto primo estaba en lo cierto: era delicioso, por lo que a partir de aquel momento despejé todos mis temores hasta la mínima expresión. ¡Claro que seguían ahí! Pero no era ese miedo que te impulsa a quedarte paralizado, era el miedo que te impulsa a moverte, a saborear hasta los tuétanos la novedad que se te presenta, sabiendo que cada nuevo descubrimiento será mejor que el anterior. Y además, querido lector, como ya te comenté: estaba con una polla experta y no había nada que temer y si mucho que gozar.
Un pequeño suspiro puso el punto y seguido a su lección. Me tumbó de nuevo en el colchón y meneándose lentamente paso la raja de su culo y el peso de sus cojones por mi polla que aún seguía aprisionada en el calzoncillo. "Pero, dijo, las mujeres también tienen lo suyo…" Cogiéndome por la goma de los calzoncillos me los bajo hasta la altura de las rodillas quedando su polla en una posición enhiesta que me turbaba tanto como su reciente masaje. Se giró de nuevo y mandó mi calzoncillo a tomar por el culo. "Es una parte deliciosa, seguía diciendo entre susurros, que también tiene sus nombres". Al decir esto salió de encima de mí y se puso a un lado. Y mirando mi polla, que yo veía también por primera vez en ese estado, me dijo: "¡Ya ves primito!, mientras tocaba la suya como comprobando su peso, aún te queda mucho por engordar; pero la tienes tan grande como la tenía yo a tu edad". Acto seguido me abrió las piernas, mientras continuaba con su explicación y seguía con sus actos revelando su gran maestría. "Se llama coño, dijo mientras me tocaba la polla y sus dedos recorrían el contorno para reposar finalmente en la punta de mi capullo, pero como ya te dije tiene otros nombres: chocho, almeja, cona, vagina, monte de venus (este me hizo reír); pero a mí me gusta el de coño; y no es porque me abra el apetito, sino porque me recuerda a un agujero delicioso: cooooooññññññooooooo". Su mano hizo bajar mi polla hasta abrigarla entre las piernas que ya me cerraba. "Ves, dijo mirando como quien contempla la obra maestra que acaba de hacer, un coño es muy parecido a esto, sólo que con una raja húmeda que huele rico, como a pescado". Yo levanté un poco la cabeza y vi cómo unos pocos pelillos iban en procesión hacia esa polla que tenía enterrada entre las piernas. "¿Ya tengo un coño, entonces?", pregunté. Él se rió y me aclaró: "Aún no primito, te falta poco; pero apuesto, dijo mientras sumergía su mano entre mis nalgas, que vas a tener un coño precioso".
Él seguía manipulando por ahí, las yemas de sus dedos recorrían la raja de mi culo como buscando algo. A mí me desagradaba, pensaba: ¿Pero, qué hace? ¿Qué busca ahí? Mi educación de colegio religioso me hacía pensar en mi polla y en mi culo como simples vehículos para mear y cagar. Mi erotismo, dormido hasta entonces, nunca había sospechado que en esos dos mundos se encontrara todo un universo. El desagrado inicial que sentía aumentó un poco cuando uno de sus dedos encontró por fin el ojete de mi culo e iniciaba un pequeño masaje. "Ves primito, decía ignorando el asco que me invadía en ese momento, tú también tienes una raja muy bonita. ¿Sabes besar?" "Sí", contesté. Así que acercó su cara a la mía, lenta, muy lentamente, dejando que su proximidad anunciase su deseo y el mío mientras posaba ese cuerpo tan gustoso sobre mí. "Pues besa, primito". Me ofreció esos labios carnosos, mientras yo estampaba un sonoro beso con los labios más cerrados que un candado. "¡Ay, primito! Veo que me has engañado." No sabía qué decir. Notaba cómo su poderosa polla estaba reposaba sobre mi "coño" y aquello daba un gusto de cagarse, notaba cómo sus labios, esos labios que pedían que los mordieran, iban depositando pequeños besos en mi oreja, en mi cuello, en mi cara. Ahí empecé a suspirar yo, hecho que él aprovechó para besarme y meterme su lengua por toda la boca.
Mientras que lo del culo no me había gustado nada, aquello me pareció demasiado rico. Tras traducir todo lo que estaba sintiendo, la cabrona de mi lengua empezó a actuar por necesidad, por su cuenta, como si llevara esos trece años esperando para vivir ese momento. Necesitaba transmitir todo lo que estaba sintiendo, toda la lujuria que ya me dominaba y mi lengua empezó a enredarse con la suya a perseguirla, a hurgar en esa boca portadora de tantos placeres que me llevó a morderlo por pura avaricia. Y así lo hice. Tomé su cara entre mis manos, la separé un poco y mientras contemplaba sus ojos turbios y esa boca húmeda y sabrosa, mordí el labio inferior, no con saña, pero si con un deseo caníbal que me impulsaba a comer aquel manjar tan rico. Se quejó un poco, pero sonrió mientras decía: "¡Veo que aprendes rápido, primito, veo que aprendes rápido…!"
Yo ya no quería más palabras, quería seguir besando a aquel macho y de nuevo la voracidad se instaló en mi boca. Nos fundimos en un beso, no te puedo decir cuanto tiempo, tan sólo me despertó el suave vaivén que iniciaba con su arma siempre a punto sobre mi "coño" improvisado. En aquel momento, mi avidez prefirió el empacho. Ya no me llegaba su boca, lo quería todo, quería besar a aquel cuerpo que desde el primer gemido adoraba sin ningún tipo de trabas. "¡Calma primito! Las lecciones poco a poco". Al momento me percaté de que había parado su acometida, note esa ausencia repentinamente, aún no la había probado y ya echaba de menos esa polla tan firme. "Además, me dijo, antes de llegar al final, hay que aprender otras cosas". De nuevo se puso encima de mí, con ese mástil que me tenía hipnotizado con sus movimientos. "Primero, continuó, hay que revisar la herramienta. Saber si ésta está en condiciones". Diciendo esto se deslizó suave, pero muy suavemente por mi torso, dejando esa vigorosa delicia a escasos centímetros de mí. "Hay que hacerle una limpieza a fondo,
probar su sabor, ver si está lista para lo mucho que tiene que hacer…"
Cuando me vi libre de su peso, abrí mis piernas y mi polla salió disparada, tenía unas ganas locas de tocarla, había sentido un cosquilleo tan rico que quería continuar, pero aquel tronco que tenía enfrente hizo que me olvidara de esa repentina necesidad y me centrará en el robusto sustento que me ofrecía. Ya te dije, anónimo amigo, que su porra era descomunal. Cierto es que habrás visto pollas mayores, incluso puede que la tuya en este momento compita y gane la medalla en tamaño; pero si hablamos de belleza… eso es otra cosa. Paso a describírtela para que veas lo que te has perdido y lo que yo gané. Esos 18 cm se armonizaban en un cuerpo de distintos grosores y formas. Su base era ancha y se unía a unos cojones cubiertos de pelo oscuro como el ébano que hacían aumentar su tamaño con la luz que disfrutábamos. Ese mástil fornido continuaba su trayectoria ascendente variando suavemente su tamaño y mostrando su arrogancia apuntando al cielo con una ligera curvatura que la hacía más soberbia para terminar en un capullo que volvía a atesorar el grueso de su polla. El tronco estaba recorrido por venas muy marcadas, como esas que surgen en el brazo cuando echas un pulso, sobre todo una central que hacía una pequeña "u" que empalmaba con sus cojones, parecía una viga de resistencia puesta allí para aguantar el peso de ese engendro. La piel era marrón oscura, pero tersa y brillante. A esa distancia no sólo tenía el poder de embriagarte la vista, también el olfato. Olía a sexo; pero no a sexo guardado y rancio, a ese olor que desprendes tras un día especialmente anodino. No, todo lo contrario, olía a un sexo activo, atlético, era un sudor que te destapaba la gula. El tronco terminaba soportando un capullo robusto de forma acampanada y de un color rosado violáceo, el contorno del capullo estaba surcado como de pequeños puntos blanquecinos, como una especie de detectores. La piel del capullo unía su destino a éste justo en el ojete de ese bálano, como acariciándolo o poniendo una corona de triunfador a esa gloria de polla. El meato era de una simetría
obscena que recordaba la misma voracidad que sus labios y en el que aparecían ya
las primeras gotas de flujo preseminal. Te preguntaras, paciente amigo, cómo recuerdo tantos detalles. La respuesta es tan simple como esta: ¡una polla así no se olvida!
Sin saber que eso era lo que me pediría, yo quería chuparlo. Me preguntaba sí sabría tan bien como olía. Estaba salivando, deseando probar aquel postre que me ofrecía. "Ahora, me dijo, tienes que chuparla". ¡Joder! No pudo decir mejor cosa. Lo estaba deseando tanto que ese deseo me quemaba. Saque mi lengua y pase la puntita por la punta de su capullo apuntando a ese liquido que brillaba. Lo recuerdo como algo insípido, pero sin embargo, agradable, pues entre la combinación de sabores estaba el de su polla, una mezcla entre orines y sudor. ¡Joder, qué rico estaba! Mi lengua volvió a su exploración con la gula de un sibarita. Me marqué como un recorrido, no guiado por mi instinto sino por sus gemidos. Descubrí que bordeando el capullo con mi lengua su placer aumentaba más. "¿Sabes chupar un helado? -preguntó-. Pues te voy a meter esto poco a poco en la boca y tú haz cómo si te tomaras un polo". Una explicación sencilla, ¿no te parece, querido colega? Noté como su cálido rabo se iba alojando poco a poco en mi boca. Estaba claro que aunque la gula me animaba, aquel postre lo iba a
dejar por la mitad. "Ahora cierra los labios, intenta cubrir toda mi polla y succiona, cabrón, chupa suavemente, juega con la lengua…"
¡Ummm, querido amigo!: ¡Qué helado tan guapo! El capullo chocaba con mi paladar, mi lengua intentaba recorrer el contorno de ese mástil, mientras que mis labios se cerraban en un beso húmedo y él sacaba y metía suavemente ese helado caliente y apetitoso.
¡Lo que es el instinto! Mi parte de puta que estaba naciendo esa noche comprendió con toda naturalidad cómo tenía que hacer. Así, comencé a tragar ese pollón, cada vez un poco más en cada embestida, hasta que ya no chocó con el paladar, sino con la campanilla. Sentí unas ganas de vomitar enormes, me atragantaba, quería sacar aquel monstruo de allí pues me daba la sensación de que me iba a vaciar, de que no iba a poder respirar y me ahogaría entre vómitos. Él lo entendió y hablándome de una manera más suave y cariñosa me tranquilizó. "¿No te gusta?" "Sí, sí me gusta", contesté. "Pues tranquilo, lo estás haciendo muy bien. La sabes mamar y aprendes rápido. Estás siendo una mujer muy cariñosa".
Aquel comentario no me enfadó. Estaba claro que me estaba enseñando a follar y yo representaba a una más de las docenas que habían disfrutado de su cuerpo. "Sigue entonces, me animó, lo estás haciendo de puta madre. Mejor que muchas…" Un piropo así no pasó desapercibido para mi ego y, aparte de mi ego, estaba la pitanza que tenía entre manos. Así que volví a tragarme ese pollón, mientras él continuaba gimiendo y comenzaba a acariciar todo mi cuerpo. Sus manos recorrían con precisión aquellas partes que escondían los mayores placeres, se paseaban por mis piernas, hurgaban entre los rincones de mis huevos y tocaban mi polla, mientras mi avaricia continuaba atesorando aquel manjar. ¡Joder, cómo me estaba poniendo el muy cabrón! Tocaba mi polla y como una puta comencé a menearme a intentar follar esa mano que tanto gusto me daba. Él, como sabio que era, sabía que tecla pulsar para que la música sonara bien, y las pulsaba. Sus diestras manos sabían todos los caminos, todos los
atajos y los trataba con tal dulzura y con tal pasión que éstos se abrían como flores. Así descapulló mi polla que durante todos esos años estuvo cubierta, pues fuera de las peripecias que haces cuando eras niño, no me atrevía a tocarla. Me dolió un poco, pero averigüé una cosa más: el dolor mezclado con el placer es una de las mejores drogas que le puedes meter al cuerpo. Y eso era lo que yo tenía en esos momentos, un dolor en la polla que iba perdiendo su batalla contra el placer que a cada caricia, a cada manoseo que magistralmente efectuaba mi primo, aumentaba la vigorosidad de lo que sentía. Ese descubrimiento, que estaba efectuando en mí tantos cambios, fue el colofón a esa noche tan lúbrica, pero en ese momento, paciente lector, yo aún no lo sabía; sólo estaba empezando a experimentarlo, a convertirme en un fiel adorador y practicante del noble arte de gozar dando caña. Ese descubrimiento también había cambiado mi perspectiva sobre lo que hacía. Cada vez que entraba aquel aparato descomunal mis arcadas volvían a surgir repentinamente, como si hasta ese momento estuvieran agazapadas calculando cuál era el mejor momento para atacar. Sin quererlo establecí como una señal muda con mi primo, cuando la arcada venía yo apretaba fuertemente con mis manos las nalgas de mi primo, que en ese momento daba como un pequeño salto y retrocedía unos cuantos centímetros para volver a atacar.
Esa señal muda me evidenció el placer de tocar un culo bien formado y prieto como el de mi primo. Seguir el contorno de sus nalgas, deambular por su raja, bajar un poco más y enredarme en los pelos que sitiaban el ojo de su culo; cómo te lo diría, amigo, fue una revelación alucinante. Tengo que decirte que al cabo de unos minutos, las arcadas, que si bien estuvieron presentes en todo momento, perdieron su rostro amenazante y quedaron como esa segunda voz del coro que armoniza y viste al potente tenor.
"¡Sigue putita, me decía mi primo entre suspiros entrecortados, sigue!" Y claro que seguía, cómo seguía él también manoseando mi polla, mis testículos, seguía yo saboreando esa polla hasta que los pelos chocaban con mis labios y nariz, empujando en esas sacudidas un aroma arrebatador que se sumaba a los intensos sabores que degustaba. ¡Joder, mi paciente amigo, cómo lo estaba pasando! Mi boca disfrutando de esos 18 cm llenos de energía y sabor, mi polla saboreando el buen hacer de mi primo que ahora con todo el descaro y deseo me follaba salvajemente la boca, y, ¿qué contarte de mis manos? Pues acariciando ese culo de formas tan enérgicas que no me cansaba de pasear, de manosearlo. Y lo debía de estar haciendo bien, pues el cabrón de mi primo sólo dijo: "Primito, intenta meterme uno de tus dedos en el ojo del culo
cuando yo te diga". Para mí, sus deseos eran órdenes. Así que mis manos comenzaron a dejar de explorar otras geografías para centrase en ese hoyo de placer.
Llevábamos ya como unos diez minutos; no sabría decirte, pues el tiempo aquella noche me pasó muy rápido, cuando se vino a sumar a todo el placer que sentía, una nueva sensación, primero imperceptible y difícil de situar, pero después tan potente como una onda expansiva. Mi primo seguía con su acometida salvaje, yo hurgando su ano a la espera de su orden precisa, mientras él meneaba de modo indómito esos míseros trece centímetros que palpitaban con cada acometida. De repente, me di cuenta de un pequeño cosquilleo en la base de los huevos y cómo éste iba ganando espacio por toda esa zona. En ese momento, lo que deseaba era que parase de meneármela, se lo quería decir, pero con una polla como esas en la boca, lo único que puedes y debes hacer es chuparla con todo tu deseo. Así dejé que la "corriente" continuara su viaje como río desbocado. La sentí subir por mi polla, al tiempo que recorría mis cojones, mi espina dorsal, todo mi cuerpo. Era como una especie de muerte súbita. Mi primo se percató de que algo ocurría, pues comencé a estremecerme, a guiarme por una voluntad que no era la de su polla ni la de su deseo, sino la del poder que mi impúber cuerpo ocultaba.
Sacó la polla de mi boca para mirar esa pollita, que tan bien trataba, escupiendo sus primeras gotas de leche. No lo pude evitar, me salió un grito sordo desde lo más profundo de mi cuerpo, un grito que acompañó ese meneo triunfal que estaba recibiendo y al que yo me sumaba con espasmódicos movimientos que no sabía por qué razón necesitaba realizar. Mi primo sonreía y se levantó un poco; sólo para situarse encima de mí y rebozarse con esa leche calentita, y casi transparente, que yo había depositado. "¡Vaya, primito!, Veo que sí has llegado hasta el final. Esto se llama corrida, correrse de gusto". Sus palabras llegaron a mí como un eco, pues yo no estaba allí en ese momento, me encontraba lejos, muy lejos… Él seguía moviéndose como una serpiente mientras los restos de mi leche se enredaban por todo su vello. Se
levantó de nuevo para volver a la posición que había abandonado y antes de metérmela buscó con su mano la leche que regado su cuerpo. Al encontrarla, la tomó con pasión entre sus dedos y metió éstos con una gula acorde con aquel momento en su boca. "Y no sabe nada mal. ¡Una muy buena cosecha, primito!" Lo decía con la rotundidad de un experto catador, un hombre que sabe apreciar la calidad de lo que tiene entre manos.
Yo no sabía qué responder, aún estaba tratando de asimilar toda esa bomba que había estallado en mi cuerpo, tenía ganas de reír y de llorar, estaba tan confuso que no me percataba de lo que estaba sucediendo y tan solo quería una cosa: volver a ese pasado tan flamante, que aún estaba caliente, para experimentar una vez más todo ese placer. "Bien primito, pues ahora me toca a mí". Tras darme un apasionado beso, como buen amante que era, comenzó una acometida salvaje. Mi lengua recorría ya todo su tronco, succionaba avariciosamente ese pedazo de carne suculenta que quería comer. Sus gemidos se hicieron más entrecortados, pero eso no le hacía perder ni un ápice de su vigor. Esa masa de musculatura tan enorme y bella estaba ahí disfrutando de un púber de trece años, disfrutando como un auténtico mariconazo. Entre gemidos pudo por fin articular la orden que yo esperaba; mientras me había contentado con acariciar el contorno de su ano, sin entrar de lleno en esa cueva de placer. Ese "ahora"
fue como una espoleta, introduje de un golpe mi dedo índice y anular hasta el fondo, abriéndome paso limpiamente hasta que mi mano sintió la mansa caricia de su vello y el calor tórrido de sus entrañas; pero me aguardaban más sorpresas: un trallazo de leche chocó contra mi paladar. Mi primo se fundía, igual que yo momentos antes, en un rugido sordo, mientras se meneaba como una serpiente en vaivenes de izquierda a derecha y me llenaba con esa leche que quemaba mi boca. ¡Qué buena que estaba, paciente lector! Tenía como un toque acre que te secaba la boca, pero a la vez unas notas dulces que recordaban a un sabroso pastel no saturado por el azúcar. Fueron como ocho o diez latigazos. No recuerdo bien cuantos, pero aquello parecía una fuente que no dejaba de manar, me hizo sentir que mis dedos, que continuaban con su torpe meteisaca en su culo, tuvieran algún poder sobre aquel intenso surtidor.
Me tragué todos y cada uno de aquellos lingotazos, algunos salpicaron mi cara pues el meneo que imprimía mi primo hizo que su polla saliera en más de una ocasión, pero mi atenta glotonería volvía a poner en su nido a aquel pájaro arrebatado. Mi boca, encharcada por su semen, estaba corroída por un gusto vivo que cosquilleaba en todo mi paladar, sintiendo la efervescencia de su virilidad. Cuando terminó, y mis dedos abandonaron la húmeda calidez de su cuerpo, se acostó a mi lado. Yo estaba buscando restos de leche por mi cara para tragar aquella exquisita bebida, él selló mi apetito con un beso en el que nuestras lenguas se juntaron de nuevo para intercambiar los jugos ahora llenos de él. Se quería tanto, que también quería parte de la rica vianda que me había dado. Yo, que había visto un montón de películas de Hollywood, sólo se me
ocurrió decirle, llevado por la pasión, el clímax que adornaba todos los finales felices: "¡Te quiero, te quiero!". Él sonrió. Separó su rostro canalla y con la sabiduría de esos cinco años que nos separaban, y que ahora me instruían, me pidió que no dijera más tonterías; además, la lección aún no había terminado. "¿Te gusto esta primera lección?" Yo asentí mientras me abrazaba a él y trataba de convertirme en su segunda piel, en el sudor que lo bañaba. "Pues ahora viene el tema 2, dijo, es más difícil, pero el premio es mayor".
No había pasado ni media hora de la anterior mamada cuando volvió al ataque. Tengo que decirte, querido amigo, que ese tiempo de descanso no fue tal. Durante ese tiempo me estuvo hablando de todo lo que hacía, poniendo pelos y señales a su variada actividad que había comenzado en tierna edad cepillándose a su hermana pequeña. Una práctica que por lo que me contó repetía de cuando en cuando y, hasta donde yo sé, continuaron hasta que la muy puta se fue de casa a calentar la polla de un hombretón rudo y mujeriego que respondía al femenino nombre de Eliseo. También me dijo que la lección que me estaba impartiendo la había recibido él a los 15 años. Sus maestros fueron varios: una mujer veinte años mayor que él con la que estuvo follando cerca de un año, y el cura del pueblo, personaje que entró en su vida al intentar las mujeres de la casa enderezar la indómita conducta que apuntaba ya en esa edad el salvaje de mi primo.
¡Y vaya si lo enderezaron! Pulieron las esquirlas y le dieron talle y fuste a un material que de otro modo se hubiese matado a pajas durante años. Las maneras que ya apuntaba aquel espléndido elemento se fueron destilando hasta alcanzar un grado tal de perfeccionamiento que lo superfluo era desechado por innecesario. Aquella polla estaba hecha para follar; pero no para follar de cualquier manera, sino para follar bien. El resultado de esa media hora de desenfrenada pornografía fue que los rabos enhiestos volvieron a jurar bandera; pero esta vez el menú varió.
En aquel momento ya había pasado a mejor vida la timidez y el temor con el que emprendí aquella noche. Era el deseo y la maestría de mi primo lo que abonaba mi cuerpo para la lección que iba a tener lugar. Quería tener de nuevo todo lo que me había mostrado, vivir otra vez ese cúmulo de sensaciones que me habían convertido en una pequeña puta de trece años. Deseaba con toda mi alma que aquella belleza tan viril volviera a enloquecer a este cuerpo que había despertado del letargo de la virginidad. Y mis deseos se hicieron realidad. Con la pasión que alimentaba mi bello maestro, enredamos nuestros cuerpos sudorosos por el calor que sentían en un combate de caricias y besos. Parecía una gatita en celo. No dejaba de ronronear, de deslizarme para terminar atrapado en la perfección y rotundidad de sus carnes, que seguían asombrándome por la magnitud de sus perfectas formas. Mis labios y los suyos recorrían cada palmo de nuestro cuerpo, saboreando todo el sabor que el sexo pone en la piel. Por momentos, asemejaba una marioneta, un muñeco inerte por el inmenso placer que deleitaba cada poro de mi piel y movido por los hilos misteriosos que aquella polla descomunal manejaba con pericia. Esa polla que araba mi piel con su peso rudo y cálido, que sabía olfatear buscando nuevas zonas que saciaran su ilimitada
codicia. Entre las lindes de aquel mísero colchón, ardía un combate singular más ardiente que el primero. Ya no había nada que ocultar, cada uno buscaba el camino de su placer, un deleite tan inmenso que daba para una justa correspondencia.
Volver a bucear entre sus cojones con mi lengua y boca devoradora, que degustaba cada palmo de aquel soberbio par de huevos, me proporcionaba un irresistible placer, un encuentro con ese dios que uno va buscando por la vida; pero el placer se hermanaba con los suspiros que interrumpían la rumbosa mamada con la que regaba mi polla. Aún ahora recuerdo el intenso olor de sus cojones y cómo mi lengua, que nunca se saciaba, se vio impulsada a explorar otros territorios guiada por el gusto que allí sentía. Esa lengua sabia que recorría con la punta la base de sus huevos y se dirigía por el camino marcado hacía la raja de su culo, hacia su ano. El olor era fuerte. Olía y sabía a mierda; pero el desagrado que había sentido en un primer momento,
también pasara a mejor vida. El recuerdo de mi mano recogiendo los restos de aquella preciada leche mezclado con el sabor de su culo, de aquel apetitoso culo que mis dedos habían explorado con la fuerza de la pasión de ese momento, hizo que la punta de mi lengua explorase aquel agujero abonado al placer.
Mis manos separaron las nalgas para mostrar a mi boca el paisaje que iba a recorrer. Era una rosa pequeña y obscena. Una rosa laureada por un montón de vello ensortijado con restos de mierda y que poseía vida propia. Parecía que respiraba. Que los gemidos de placer que mi primo emitía tomaban caminos impensables para decir lo mucho que estaba gozando. Su roseta tenía un color vivo y tentador, cerrándose en una especie de abrazo que se abría imperceptiblemente en tiernas bocanadas. Mi lengua mimaba con su empapada caricia cada palmo de esa gruta, aún sin atreverse a entrar. Entendí el placer que estaba dando cuando mi primo comenzó la misma estrategia que yo había seguido por necesidad y él por erudición. Sus lamidas me hacían serpentear como un mariconazo. No podía evitar que aquel bienvenido intruso descargara sobre mi cuerpo una serie de sensaciones tan placenteras e indómitas que mi cuerpo respondía con maneras que yo, por mucho que quisiera, ¡qué no quería!, no podía controlar.
"¡Tienes una raja preciosa, primito! Tus paredes son de azúcar". Así me dijo. Es una de esas frases que no he podido olvidar y que el paso de los años asentó con más fuerza esta afirmación: ¡hay cuevas que son de azúcar!. En aquel momento yo había perdido ya mi educación. Lo poco que hablamos discurría por un lenguaje soez que ponía la música a nuestras embestidas. Solté un "¡Sigue, cabrón!", que no salía de mi boca educada en los curas, sino de mi polla, de mi culo, adiestrados por él, de todo mi cuerpo que gozaba con ese chaparrón de sensaciones en el que quería ahogarme.
¡Y vaya si siguió! Su lengua comenzó a sobar con arte ese culo que él encontraba tan tentador. A diferencia de mi inexperta lengua, la suya actuaba como un miembro habilidoso en el talento de dar placer. Carecía de esa dureza acerada con la que se distinguía su polla, ese rabo que, pese a la glotonería que sentía por su culo, aún acariciaba asombrándome de su tamaño y belleza; pero esa carencia no rebajaba ni un ápice su maestría. Ignoro cómo era capaz de dotar a esa lengua, pues yo nunca lo he conseguido, de un nervio y una inflamación que la situaban unos pocos peldaños por detrás de su habilidosa polla. En su intento de saciar la gula que sentía, su lengua consiguió penetrar limpiamente en mi ano. ¿Cómo describirte lo que sentí? En ese momento quedé parado acostumbrándome al delicioso masaje que acaba de iniciar, a su portentoso meteisaca. Mis sentidos estaban todos atizados por una tromba de sensaciones que se sucedían sin descanso y arrollaban deliciosamente todo mi sentir. Estaba como alucinado. Efectivamente esta segunda lección tenía premio, e intuía que parte yacía en esa morada. Era un placer increíble notar cómo su puntiaguda lengua se
abría paso dócilmente y cómo mi esfínter se dilataba contento de dar entrada a esa delicia por los dulces estremecimientos que regaba con su destreza.
Las paredes de azúcar, como él las había definido, estaban atentas a cada rugosidad que aquella docta lengua exploraba arrancándome un placer que superaba las cimas alcanzadas. De nuevo sentí aquel placer inenarrable. Él continuaba con su placentero meteisaca, que yo había abandonado preso de mi placer; mientras, en mis cojones, el nuevo, y ya añorado, cosquilleo me alertaba del orgasmo que iba a tener lugar.
Comencé a gemir como un poseído para terminar corriéndome como una puta, como una grandísima puta ante el mejor polvo de su dilatada carrera. Sentía como de mi pecho iba a surgir un grito tan agudo que opté por alejar mis manos de sus apetencias para ahogar ese volcán que se abría paso. Me mordí la mano con rabia, mientras mi cuerpo se sacudía en convulsivos movimientos y mi leche regaba aquel nido. Al momento, mi primo aprovechó la ocasión y se tragó de un solo bocado mi pequeña polla, huevos incluidos, para que ésta saciara la sed que le carbonizaba. Mi mísero picha chocaba con sus dientes, con la tórrida humedad de su apetito, sumándose nuevas sensaciones a las que ya sentía. No sé de dónde quitaba las fuerzas pero mi cuerpo daba muestras de una violencia que intentaba manifestar, sin alcanzar, el infinito placer que yo sentía, con el añadido que la iniciativa que había tomado mi primo no hacía más que aumentar la violencia de mi corrida.
Continuaba con ese meneo furioso y primitivo, mientras mis dientes se clavaban en mi mano hasta herirla y la otra golpeaba a diestro y siniestro sin más objetivo que dirigir ese placer que me achicharraba a algún punto, a alguna meta incierta, que era en la que me encontraba en ese momento. Fue un orgasmo fantástico, sorprendente, increíble. ¡Claro que he tenido más en mi vida! Pero ninguno supera el recuerdo que tengo grabado de esta orgía de los sentidos. A la intensidad se sumó un tiempo que se dilataba en esa noche tan corta. No te puedo decir cuántos segundos; sé que no fue eterno, aunque en ese momento yo lo viví así. No había nada más en el horizonte: sólo yo y el placer. Las lágrimas inundaron mis ojos como respuesta a lo que sufría y gozaba. Todo mi cuerpo, sin excepción, estaba en un estado de éxtasis.
Podía haber muerto allí, pues mi corazón galopaba como un caballo libre y salvaje; pero no ocurrió así: tan solo nací a una nueva vida. Cuando volví de ese festín de los sentidos, mi primo me miraba con los ojos como platos, tan abiertos que podía ver el deseo que le ardía dentro de su cuerpo perfecto. Sonrió, y con la mirada más lasciva que había visto y vería en años, se lanzo violentamente sobre mí. Comenzó a besarme, a morderme con saña como si quisiera comerme entero de tanto que me deseaba, a acariciarme con una violencia inusitada, mientras que con una voz cargada de toda la lujuria de la que era capaz, que era mucha, me dijo: "Ahora vas a saber lo que es bueno. ¡Ahora si que te vas a correr de gusto, puto maricón! Te voy a follar como nadie te follará en tu puta vida. Te voy a partir por la mitad, primito, hasta que me pidas más. Te la voy a endilgar hasta el fondo, a empitonar como la puta mariquita que eres. Te voy a empalar, puta nenita. Vas a tener kilómetros de polla ahí metidos".
Todo esto me lo decía al oído, salivando cada palabra que llegaba convertida a mí en olas que envolvían ese placer que ya retrocedía pero que sus promesas tenían el mágico efecto de resucitar.
Tumbado cómo estaba, atendiendo al fuego que portaban sus palabras, me estrechó entre sus brazos metiéndome esa maravillosa lengua hasta lo más profundo de mi boca. Con precisos movimientos me alzó por las caderas descansando mis piernas sobre sus hombros. Súbitamente, como atendiendo al último grano de cordura que su deseo no había vencido, frenó en seco toda aquella coreografía, quitó mis piernas de sus hombros y cogió la vela. Cómo un sabueso comenzó a explorar la penumbra que nos envolvía. Asimilando aún la sorpresa del momento, me deleité en la silueta que dibujaba su esculpido cuerpo. Esos hombros que coronaban una espalda ancha en la que cada una de sus partes pugnaba por llamar la atención, esas hermosas nalgas redondas y prietas a las que seguían unas piernas perfectamente bosquejadas.
Su sombra alargada me cubría mientras continuaba con su exploración entre los trastos que allí dormían. Por fin encontró lo que buscaba. Cuando giró, su mano asía su calzoncillo. Sin mas dilaciones volvió hacía mí y antes de volver al mismo paso que momentos antes había abandonado, me metió bruscamente el calzoncillo en la boca y de manera tan sorpresiva que ni tiempo tuve para protestar. Quedé aterrado al no saber la razón de aquella maniobra. Recuerdo cómo el calzoncillo secó aquel pozo que momentos antes babeaba ardientemente. Imagino que tendría una pinta grotesca. El calzoncillo saliendo por la boca e impidiéndome respirar, mientras por mis ojos asomaban unas lágrimas que nada tenían que ver con el placer que las había engendrado durante esa noche. Era el terror. El no tener ningún asidero al que agarrarme fuertemente para encontrar una serenidad que ahora reclamaba, sólo los urgentes bufidos que salían a tropel podían dar una idea del pánico que en aquel momento sentía. "¡Ahora te vas a enterar putita!", dijo mi primo ignorando mis temores mientras con su mano cogía su polla por la base. Mi culo estaba ahora a la altura de su engendro, que miraba duro y furioso, con toda la sangre palpitando desbocadamente, la entrada de mi virginidad.
Él acercó su cárdeno capullo a mi raja. Como polla experta que era, su capullo acertó al primer intento y como un perro que no deja escapar su presa continuó con un movimiento acertado su huida hacia delante. El placer que momentos antes había sentido con su lengua se transformó en un intensísimo dolor. Toda mi fuerza se dirigía entonces a evitar que aquel descomunal intruso se alojara en mi culo. Apretaba con fuerza mis nalgas, cerrando inútilmente la embestida que mi primo intentaba inclinándose sobre mí y acompañando este movimiento con el impulso de su pelvis que no dejaba de menearse hacía delante guiada por su avezada mano y esa polla que quería follarme a toda costa. En ese momento, comprendí la función del calzoncillo y la visión que contemplé me aterró aún más: dos gruesas venas se marcaban en su abdomen hinchándose en su viaje hacia su polla, reflejando una potencia contra la que era inútil resistirse.
Esa visión pasó a mejor vida tras la hostia que recibí y que me quitó por un instante de ese estado de terror para alojarme un peldaño más arriba. "¡Relájate, hostia!, pese a ser un susurro esa orden iba cargada con toda la autoridad, ¡Relájate, porque lo vas a pasar de puta madre! Y la estás cagando como sigas así". Mi terror no aflojaba pese a la orden que había recibido. Entonces una ternura infinita sustituyó al amante tirano. "Te va a doler un poco, pero sólo durante un momento, un momento muy pequeño; después, ¡te vas a correr de gusto! Intentaré ser lo más delicado que pueda. ¡Confía en mí! Haz como si fueras a cagar". Esta pequeña charla fue acompañada de sensuales
caricias que me ayudaron a tranquilizar torpemente a mi terror.
Escoltado por mi deseo, hice lo que él me proponía. Poco a poco se fue alojando esa polla que me desgarraba de dolor. Notaba cómo ese desmesurado intruso iba en pasos cortos avanzando con decisión. El tormento me partía por la mitad y no remitía. Notaba su capullo abriéndose paso, buscando espacio, presionando con todo su grosor esa área que estaba al rojo vivo. Por fin el capullo entró y la intensidad del dolor bajo unos grados sin desaparecer. Miré hacía mi primo que en ese momento estaba erguido, con los ojos cerrados y una expresión placentera mordiéndose el labio inferior y dirigiendo todo su éxtasis hacia ese cielo paradisíaco que sólo él estaba disfrutando. Durante este primer momento, permanecí atento a su cara intentando buscar en su placer algo que me ayudará a salir de la tortura en la que estaba sumido. "¡Qué culito, primo, qué culito!", decía ese cabrón mientras se relamía de gusto.
Pero mi negativa seguía ahí presente pues el dolor que sentía me arrancaba la paciencia necesaria para llegar al placer. Me percaté que esa negativa formaba parte del cóctel que él estaba disfrutando y le añadía unas gotas de violencia que hacían de aquel polvo una explosiva mezcla, una combinación fronteriza a la violación, aunque sin cruzar la línea. Una vez que alojó su capullo en mi culo, me cogió por las caderas y al tiempo que me traía suavemente hacia él, su pelvis se impulsaba hacia mis entrañas. Fueron cuatro o cinco embestidas, no recuerdo ya cuantas, hasta que los pelos de su polla acariciaron mi lastimado culo. Se quedó allí durante unos segundos, reposando mientras me comía a besos y volvía a hacer florecer en mí una pasión que el dolor había matado. Yo me agarraba con fuerza al colchón, tratando de resistir el increíble dolor que sentía y que me hacía presionar con fuerza esa magnífica polla que jugaba en mi interior.
Poco a poco, comencé a ser consciente de lo que sentía. Cómo mi intestino abrigaba ese delicioso manjar y se iba adaptando dolorosamente a su amplitud. Eran unas sensaciones difíciles de describir por la novedad que suponían, pero supongo que me acerco a lo que noté en aquel momento si digo que su polla estaba en todo mi cuerpo. Mi experimentado primo comenzó con una cadencia suave ese meteisaca instintivo que le pedía el cuerpo. Sentía su bombeo dócil, que terminaba golpeando mi próstata y sacando de ella una extraña sensación, no exenta de dolor, pero que cubría todos mis sentidos. Su hermosa polla se deslizaba marcando a cada paso, sin urgencia alguna, su anatomía. Confiaba tanto en la belleza de su polla y en el gusto que daba que esos
primeros minutos fue como un paseo cogidos de la mano para que me deleitase en
la sensual voracidad y belleza de esa pija que me comería a besos.
Prosiguió su voluptuosa follada. Mi polla hasta ese momento adormecida por el dolor, comenzó a dar muestras del placer que aquella empitonada me estaba dando. Igual que el hierro dulce que me estaba penetrando, la mísera polla que entonces tenía volvió a disfrutar de la dureza. Fue como una señal sumada a muchas otras. Mis jadeos tomaban la alternativa y mi resistencia se debilitaba acompañando las acometidas de mi primo con decididos meneos que buscaban una penetración completa, hasta la empuñadura, de esa pija avariciosa que estaba arrasando de gusto todo mi cuerpo. Dejó de cogerme por las caderas, pues ya era yo quien asaltaba con insaciable voracidad aquel tórrido miembro. Allí estaba yo, con las piernas abiertas y tumbado, mientras mi primo con un vaivén preciso corroía mis entrañas. Con toda la gravedad de su peso, con toda su virilidad asaltaba con un compás cada vez más rápido esa gruta placentera que él había desvirgado. Sus poderosos brazos estaban al lado de mi cara y mis manos que momentos antes luchaban por quitarme ese amante opresor, comenzaron ahora a acariciarlos, a recorrer con libidinosidad esa geografía fornida, tratando de morder esa masa masculina y enérgica que estaba sacando de mí notas de gozo y dolor que me habían convertido en esa putita que rumiaba mi primo en cada asalto.
Mi primo, como perro viejo en el arte de follar bien, sabía que un buen polvo necesita de dos cabezas: la de la polla y la del coco. Su ninfomaníaca naturaleza lo había provisto, por un lado, de una polla colosal y hermosa y, por otro, de un vocabulario que su voz cazallera arrastraba a las simas de un sexo físico, sucio y sudoroso. Cuando su minga me penetraba, su glande estallaba contra mi próstata, haciéndome sentir toda su vigorosa marca hasta que los pelos de su culo chocaban contra mis nalgas en un sonido húmedo como el de aplauso jadeante, nunca venía sola. Un tropel de palabras subía la temperatura de aquella follada a cien.
A veces describían su irresistible pollón haciendo justicia a los atributos desmesurados de su belleza; pero otras, la mayoría, las dirigía a ti. Te hacía entrar abruptamente en un proceso de humillación que destilaba toda la pasión y el amor que profesaba por ti en ese momento, haciéndote sentir, pese a la degradación, el ser más irresistible por la suciedad con la que te empapaba. "¡Maricona de mierda! ¡Hija de la gran puta! ¡Te está chorreando el culo! ¡Me estás pidiendo más y más kilómetros de polla, marica de mierda! Y te voy a dar rabo, ¡rabo del bueno! Así un culo marica como el tuyo no andará por ahí mendigando pollas pajeras! ¿Se te calienta el amigo, verdad? La tienes dura pidiendo que papá la calme; pero papá te va a romper el culo. Papá va a ser tan
hijo de puta que no te van a quedar ganas de probar más pollas; y cuando papá polla diga: dame ese culo de mierda, una puta zorra maricona como tú, comenzará a babear de gusto, a correrse, y abrirá su puto culito para que mi polla se lo coma".
Yo ante esto me que daba mudo. Sus palabras me llenaban tanto como su polla y no dejaban más sitio que para el placer y la mansedumbre. Un placer que me aceleraba y una docilidad que me guiaba con ciega obediencia a tratar de emular todo lo que el follador de mi primo decía. Así me convertía en ese guiñapo mariconazo que buscaba caña de la buena tragándome con incontinencia ese hermoso ejemplar, o me convertía, cuando sus ardientes palabras así me lo indicaban, en un púber inocente que disfrutaba de una violación antológica. Ahora, visto desde el recuerdo, cualquiera de las representaciones que efectuaba con torpeza y voluntad se ajustaban a la realidad. Aquello era un polvo consentido, deseado; pero, a la vez, era una sádica violación que estaba rasgando mi culo para plantar en él la semilla de mi variada sexualidad.
Sus embates volvieron a tomar cuerpo y medida. Cada penetración se expandía por mi cuerpo, en perpetuo estremecimiento, como si una piedra cayese en un lago tranquilo. Acariciaba su pecho, me enredaba entre sus rizados pelos como buscando las migajas de aquel cuerpo generoso. Mi esfínter, dilatado y dolorido, abrazaba con lascivia y celo aquel enérgico pollón, mientras él continuaba con su tropel de palabras y suspiros follándome vigorosamente. Ver aquel miembro que mi culo tragaba con delectación aumentaba prodigiosamente mi lúbrica sensualidad. Su mano comenzó a pajearme frenéticamente.
Dejé de prestar atención a sus asaltos, a su sudoroso cuerpo para centrarme en una cara que repentinamente quedo muda y se enmascaró en una serie de gestos imperceptibles que anunciaban la tormenta de placer que le iba a sacudir. Mi polla estaba como adormecida ante el exaltado y furioso agitar de su diestra mano. Su tranca se quedó quieta, ardiendo en mis entrañas. El generoso gesto de pajearme lo interrumpió bruscamente y comenzó un asalto violento y salvaje. Era tal la fuerza que cada bestial penetración me arrastraba por el colchón. Las entrañas me ardían, y esto no es una metáfora: notaba fuego en el culo. El rostro de mi primo se desencajaba, se encogía como buscando un vórtice que centrará la vorágine que iba a tener lugar. De repente, su boca se abrió exageradamente y un grito mudo surgió de sus entrañas al tiempo que la leche de su polla regaba generosamente mi culo. Se quedó estático, pero su verga, que estaba totalmente metida y apuntado hacia arriba pugnando por levantarme, vibraba con cada trallazo leche de ese orgasmo dilatado que estaba disfrutando. Dio como unas pequeñas sacudidas, imperceptibles en cualquier otro momento, pero no en ese en el que nuestros cuerpos estaban en pleno arrebato. Cada una de esas sacudidas trataba de introducir inútilmente su vigoroso falo, que seguía descargando los ardientes ácidos que corroían mis entrañas. Así estuvo como diez segundos en los que permanecí como hipnotizado y tratando de escuchar un rugido que, por su intensidad, permanecía mudo, sumergido. Como la resaca de una ola, su rostro regresó a la serenidad, a entrar mansamente en la realidad que había
felizmente abandonado por unos instantes.
Con un movimiento ágil quitó su pollón; si no llega a ser por su calzoncillo que aún tenía en mi boca el grito desgarrador lo hubiese pegado yo. Se puso sobre mi pec
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