1918, en un lugar cualquiera
Los más jóvenes suelen tender a pensar que sus costumbres pueden escandalizar a sus padres o abuelos, aunque puede que se sorprendieran si pudieran comprobar que en muchas ocasiones puede ser al revés..
Ya sabéis como me gustan especialmente todas esas historias del pasado que me cuentan familiares o amigos, que muchas veces sirven para algún relato de los que os comparto. En este caso, mi abuela me empezó a contar una serie de anécdotas sobre su vida, en esas conversaciones que surgen entre abuela y nieta, supongo que a partir de alguna conversación sobre sexo o sobre la forma de vivir el sexo los jóvenes actuales, de lo que siempre intentaba darme consejos.
Una confesión que pudo ser posible por su elevada edad, ya cercana a los 80 años y en esos momentos, supongo que ya todo te da igual, lo que piensen los demás o lo que puedan pensar de ti, dentro de esa cuenta atrás hacia el final, que se puede detener en cualquier momento.
Podemos situar esta historia en 1918, o en cualquiera de esos años de hace más de un siglo, con una sociedad totalmente distinta a la actual, igual que su mentalidad, pero en la que sucedían cosas que no eran tan diferentes a las que puedan pasar ahora, aunque está claro que la forma de afrontarlas era diferente.
Mi abuela no supo precisar esa edad de la adolescencia, 13, 14 años, en la que perdió su virginidad, por medio de su padre, dentro de una rutina que quizás se repetiría en muchas casas, asumida como algo que podría pasarle a cualquiera.
Recordemos que en esos años, la autoridad del marido y del padre en la familia era total, ya que hasta los hijos le llamaban de usted, dentro de ese respeto social en el que habían sido educados.
Si un padre empezaba a manosear a alguna de sus hijas, poco podía hacer ella, porque sus quejas eran inmediatamente acalladas por parte de su madre, que la instaba a aguantar y a callar por el bien de todos.
Cuando ella recibía esos manoseos, notaba que su raja palpitaba y se llenaba de jugos que empapaban sus bragas, y al notarlo su padre, sonreía socarronamente, como sabiendo que su hija estaba dispuesta para ser jodida y que desde la primera vez que su polla entrara en su coño no iba a oponer mucha resistencia a sus deseos de desfogarse con ella.
También recordaba, de una forma sarcástica, como cuando iba a la Iglesia, el cura hablaba de la lujuria que atrapaba a muchos hombres y mujeres convirtiéndoles en seres libidinosos, libertinos y sicalípticos (unas palabras que se utilizaban mucho en esa época para referirse a las personas inmorales que disfrutaban de la obscenidad del sexo, practicado como algo lúdico y pecaminoso, al no estar destinado a la procreación, que para la religión era su única causa justificada), lo que en esos momentos, le hacían sentirse de una forma impúdica y pecadora, e incluso, poseída por el diablo.
Unos pensamientos típicos de una niña inocente, atemorizada por la disciplina moral de una religión presente y dominante en esa sociedad, que pronto pudo apartar de su cabeza, cuando comprobó que ni los propios miembros de esa Iglesia castrante seguían sus propios dictámenes, cuándo ella misma, durante la catequesis para tomar su comunión era igualmente manoseada por ese cura, cuyos ojos se encendían y su respiración se aceleraba al tocar bajo sus ropas su tierna carne, palpada impúdicamente por las manos de ese hombre, por momentos poseído por ese mismo diablo que la hacía a ella gozar de esos actos en contra de su voluntad de resistirse a los placeres de la carne que se inculcaban públicamente.
Mi abuela tenía una hermana más pequeña, por lo que fue en ella en quién primero se fijó su padre cuando empezó a desarrollarse, y todas esas contradicciones le hacían preguntarse en qué momento, su mirada dejó de ser el de un padre hacía su hija para convertirse en la mirada lujuriosa de alguien que ve a una niña con cuerpo de mujer, como objeto de satisfacción.
A esa edad, sus tetas se habían desarrollado de forma que atrajeron los impulsos libidinosos de su padre, que en esos momentos, parecía perder esa compostura y seriedad que tenía en su comportamiento diario de respeto a las formas, para dejar que lo que tenía entre las piernas dirigiera sus actos.
Tampoco recordaba en que momento, esas visitas nocturnas a su habitación se hicieron habituales y como la desnudaba para extasiarse con la tierna imagen de su hija atemorizada por lo que podría pasar, pero las manos de su pasdre recorrían cada centímetro de su piel hasta erizarla, y su lengua saboreaba con ardor esa fragancia hormonal que toda adolescente despide al ser excitada.
Su padre se comportaba como si tuviera derecho a hacer lo que hacía, diciéndole:
—Abre las piernas y déjame metértela un poco.
Mi abuela intentaba comprender esos actos por parte de su padre y le decía, resignada:
—No me haga daño, padre, que la tiene muy gorda.
—No te preocupes, que en cuanto la tengas dentro lo que te va a dar es gusto.
Ella me decía que su padre tenía razón. Ese dolor de la primera vez se fue convirtiendo en placer cuando la polla de su padre rozaba el interior de su vagina y un calor interno recorría su cuerpo hasta sentir una descarga eléctrica final en esas ocasiones en las que él no se corría antes de que llegara a su orgasmo, siempre en medio de la preocupación lógica de cualquier mujer en su situación, al ver a su padre tan excitado encima de ella:
—Tenga cuidado, no me vaya a preñar…..
—Es que estás muy rica y me lo sacas todo —le decía él, como si eso fuera lo más natural del mundo.
Pero no le hacía mucho caso, aunque intentaba correrse fuera de ella, para no tener que dar explicaciones en la familia y solucionar ese embarazoso tema, nunca mejor dicho, aunque él aprovechaba para darse el gusto completo con ella en esos días de menstruación en los que él pensaba que el embarazo no sería posible.
En otras ocasiones, él le decía:
—Si me sacas la leche con la boca, luego podré durar más tiempo dentro de ti y darte más gusto.
Y mi abuela se ponía a mamar la polla de su padre para sacarle esa primera corrida, que haría que luego ella estuviera más tranquila mientras la estuviera jodiendo, porque sabía que se demoraría más tiempo en correrse una segunda vez, mientras ella disfrutaba de su placer.
En esos momentos, ella se preguntaba por qué su madre no quería ponerse debajo de su padre para darse ese gusto, ya que eso es lo que le decía su padre cuando entraba en su habitación como justificación para hacerlo, pero lo que no sabía es que su padre la prefería a ella, quizás cansado de la rutina de que su mujer simplemente se abriera de piernas cuando él tenía ganas, sin mucha pasión por su parte, dedicándose sumisamente a cumplir con el débito conyugal, ya que en aquellos años se pensaba que el que una mujer disfrutara del acto sexual era de prostitutas, y por esa razón muchos hombres casados acudía a ellas buscando eso que les faltaba en su matrimonio.
Cuando la hermana de mi abuela fue creciendo, igualmente empezó a recibir las atenciones de su padre, animado sin duda por las facilidades que igualmente le daba ella y por su ánimo concupiscente (otra palabra muy utilizada desde los púlpitos para atemorizar con la moral a sus feligreses), dentro de esa “normalidad” que se había impuesto en esa casa, al asumir ellas que debían servir para el alivio sexual de su padre, ante una inmoral madre ausente que se liberaba del deber conyugal de calmar las apetencias sexuales de su esposo.
Esa “normalidad” imperante en la época, continuaba en las conversaciones que mi abuela tenía con sus amigas, cuando en alguna ocasión a alguna de ellas se le escapaba comentar las visitas que recibía en su habitación por parte de su padre o hermanos mayores, que buscaban un desahogo que no era fácil de obtener a su edad, pero eso no sorprendía demasiado a las demás, que lo escuchaban con una sonrisa pícara y hasta cómplice, porque ellas estarían pasando por lo mismo, aunque no lo dijeran.
Me comentaba que una de ellas les decía que su padre la llamaba “sucia” cuando le sacaba la leche y solía decirle:
—Eres una sucia. Mira cómo te has manchado con la corrida.
Y ella le contestaba de una forma ingenua:
—Padre, es usted que me la echa toda encima.
—No querrás que te le eche dentro, no quiero preñarte.
Mi abuela me decía que sin duda, acabaría echándosela dentro, pero ella no lo contaba, a pesar de que al parecer estuvo jodiéndola hasta que se casó con otro hombre bastante mayor que ella, que frecuentaba la casa.
Y entre los chicos, al igual que ahora, en esas edades el sexo era uno de los temas favoritos de conversación, y con menos discreción que las chicas contaban como habían visto a su padre montando a su madre mientras ellos se masturbaban mirando, algo que ha pasado siempre y que no es ninguna novedad perversa en estos tiempos.
Seguramente, en algún momento, pudo darse que alguno de ellos habría tomado el lugar de su padre y aprovechar que su complaciente madre aceptara darles el gusto de joderlas mientras ellas se lo daban al tener a su hijo dentro.
Cuando se dan estos casos, las mentes biempensantes siempre hablan de ignorancia, de lujuria incontrolada y de una perversión contra natura, pero por mucho que avanzan los tiempos y la cultura, no dejan de darse estos actos tantos en los niveles más bajos de la sociedad como en los más altos.
En aquellos años, una mujer soltera o viuda no era vista de la misma forma que ahora, porque no se consideraba la situación “normal” de una mujer el que estuviera sola, y mi abuela también conocía casos de esos, porque los rumores y cotilleos también han sido algo de toda la vida, por lo que mujeres que se habían quedado viudas con hijos varones solían ser el objeto de esas críticas maledicentes, cuando veían que ningún hombre las merodeaba, ni ellas aceptaban compañía para satisfacer sus necesidades, sospechando que algún motivo habría, ya que todo lo que se salía de lo establecido era censurado.
Otra de las grandes diferencias entre aquellos años y estos, era el como la diferencia de clases marcaba las relaciones sociales y de poder entre unos y otros, en un mundo en el que el de arriba podía disponer del de abajo en todos los temas de la vida, incluido el sexual.
De todos es conocida la costumbre de muchos “señoritos” de servirse de las mujeres que estaban a su servicio, incluidas sus hijas, si ya eran atrayentes para el señor, mientras la señora miraba para otro lado y el marido o el padre de ellas se humillaba y sometía a los caprichos de quién le daba comida y cobijo.
Mi abuela también contaba esos casos en los que las criadas se quedaban embarazadas del señor de la casa y como eso se llevaba de una forma discreta, contando con la complicidad del marido, cuando lo hubiera, que tenía que asumir la crianza de un hijo que no era suyo, aunque buscara la compensación correspondiente por ello.
Eran unos tiempos en las que cualquier familia acomodada tenía varias criadas en sus casas, muchas veces familias enteras que vivían incluso en algún habitáculo de esas grandes Haciendas o Casonas heredadas de sus potentados ascendientes.
Esas mujeres solían ser el capricho del hombre de la casa, sus hijos o cualquier familiar que viviera allí, que se creían con derecho a disponer de ellas a su antojo, aunque con las limitaciones que cada esposa subyugada al marido consentían en cada caso, ya que eran conscientes de que sus maridos se encamaban con las criadas porque necesitaban desfogar su sexualidad masculina, algo que muchas veces, incluso les convenía a ellas, cuando a una edad ya madura, no tenían muchas ganas de satisfacer la lujuria de sus maridos, una vez cumplido su cometido de proveer al matrimonio de los hijos que hayan venido.
En estos casos, estos hombres se sentían libres para visitar las habitaciones de esas criadas jóvenes que se les antojaban, e incluso compartir cama con algunas de sus hijas menores, si su perversión le llevaba a esos gustos, ya que nadie se lo iba a impedir, a pesar de que sus maridos o padres apretaran los dientes para no rebelarse ante eso.
Pero todas estas confesiones y confidencias que mi abuela empezó a hacerme tuvieron su origen en el momento en el que yo empecé a verla como una mujer pervertida, siendo todavía una niña, al presenciar una escena que me perturbó totalmente, cuando en una ocasión, de una forma accidental, vi a mi abuela masturbarse en su cama, con las piernas abiertas, dándose con sus dedos en la raja de una forma frenética entre gemidos de placer.
Me quedé paralizada delante de la puerta, y ella al verme, me llamó y me puso frente a ella, pero yo no podía dejar de mirar sus coño mojado lleno de pelos destacando su raja abierta en medio de ellos, húmeda y sonrojada, cuando me dijo:
—¿Tú no te acaricias así?
Yo no contesté, pero ella continuó:
—Seguro que ya has empezado, pero a mi edad también se echa de menos una polla que entre dentro de mí.
Mientras me decía eso, ella puso su mano entre mis piernas, buscando mi vagina, que acarició sorprendiéndose de su humedad:
—¡Vaya!, parece que la niña se ha mojado al verme así, jaja. No te preocupes, es normal. El sexo es algo muy rico que hay que disfrutar —mientras me pasaba los dedos por mi rajita, haciéndome gemir con ello.
Continuando hablándome:
—Tú y yo podríamos pasarlo muy bien, si tú quisieras, pero ahora estás demasiado asustada y será mejor que lo desees tanto como yo.
Yo no podía creerme que mi abuela estuviera hablándome de esa forma, pero a partir de ese momento, algo cambió en mí y solo sería el principio de todas las experiencias que me esperaban después.
Eso de momento quedó así, y durante los siguientes días ella comenzó a contarme alguna de esas anécdotas de su vida que cuento en este relato, lo que a mí me dejaba muy cachonda, pero con miedo de experimentarlas yo misma, y a la vez con mucha curiosidad de lo que hacía con mi hermano, a raíz de algún comentario que me hizo sobre él.
De esta forma, fue como un día lo descubrí colocado entre las piernas de mi abuela, moviéndose sobre ella, viendo claramente que la estaba follando, porque yo ya no era ninguna tonta y me imaginaba lo que era eso, aunque no lo hubiera visto.
Esa escena del pequeño cuerpo de mi hermano entre los gruesos muslos de mi abuela me impresionó de tal forma, que instintivamente llevé mi mano a mi vagina y me la empecé a frotar mientras los veía gozar desea manera.
En esa ocasión intenté que no me vieran y cuando terminaron me fui, pero eso acabaría teniendo sus consecuencias, al comprender yo la clase de familia que tenía y como estaba cambiando mi percepción sobre ellos.
En la ciudad que vivía mi abuela, había una especie de casa de acogida, como podría haber en otros lugares, regentada por un matrimonio, en donde solían acabar todos esos niños que eran abandonados, o que sus madres no podían hacerse cargo de ellos y los llevaban allí, al igual que los hijos de las prostitutas, quizás con la vaga esperanza de estas mujeres de algún día poder ejercer su labor de madre, cuando sus circunstancias se lo permitieran, algo que no solía pasar, sobre todo, porque esos niños y niñas perdían todo contacto con ellas y porque su niñez era más bien corta, algo habitual en esa época, en la que pronto se ponían a trabajar o a valerse por sí mismos.
Por eso, lo que les sucediera importaba a pocos, pero según se contaba, este matrimonio disponía de ellos para sus perversos gustos sexuales, así como para satisfacer los de esas élites sociales que acudían a sus fiestas privadas.
Otras de las cosas que se veían con normalidad era que un hombre maduro buscara a una chica jovencita, muchas veces casi una niña, para casarse con ella y hacerla su mujer, sobre todo entre esas familias pobres con muchos hijos que no podían mantener y era una buena opción para ellos entregar a alguna de sus hijas a alguien que pudiera ayudarles económicamente.
Mi abuela me contó el caso de una amiga suya, cuando en esa época no habían llegado todavía a los 14 años. Ella le contaba que un hombre mayor, bien situado económicamente, visitaba su casa y trataba de convencer a sus padres para entregarla a ese hombre. Ellas conocían más casos así y aunque su amiga estuviera asustada, sabía que esa posibilidad podía darse y bromeaban sobre esa primera noche en la que tendría sexo y la convertirían en una mujer casada a su edad, con las obligaciones que eso conllevaba.
Su padre se resistía a entregar a su hija a ese hombre y ella escuchaba sus conversaciones, en las que él le decía a su padre, que aunque la perdiera a ella, todavía tenía otra hija más pequeña, que pronto crecería y ocuparía su lugar.
El padre de su amiga estaba bastante enfermo y acabó muriendo en ese tiempo, por lo que ahora ese hombre que la pretendía solo tenía que convencer a su madre, que agobiada por la situación, cedería más fácilmente, como así fue, aunque debía esperar a que su hija cumpliera los 14 años.
Esa espera se le hizo demasiada larga, y ahora, sin la oposición del padre, ese hombre le pidió empezar las relaciones con ella, pero su madre tenía miedo de que una vez le quitara la virginidad, perdería interés por ella y si ya la tenía no necesitaría casarse con ella, solo sería una puta para él.
Él le aseguro que no sería así, que respetaría su virginidad, pero este hombre llevaba demasiado tiempo soltero y no cumplió su palabra, porque los juegos sexuales que tenía con ella le excitaban demasiado y le acabó metiendo la polla en su virginal coño.
Todo esto se lo contaba a mi abuela y las dos se excitaban con esas conversaciones, hasta que su amiga empezó a tener retrasos, dándose cuenta de que estaba embarazada. Al enterarse, su madre exigió a ese hombre que se casara con ella, ya que en estaba a punto de cumplir los 14, como habían acordado, y esta vez, si cumplió su palabra. Una boda discreta para disimular la barriga de la amiga de mi abuela, teniendo pocos meses después, su primer hijo, de los 8 que tendría a lo largo de su matrimonio, aunque los últimos de ellos se sospechaban que podían ser de otro hombre, debido a la edad de su marido, ya un anciano, con sus capacidades limitadas para seguir preñando a su mujer.
Este tipo de matrimonios eran muy comunes en esa época, con mucha edad de diferencia por parte del marido, que buscaban mujeres lo más jóvenes posibles para tener muchos hijos, debido a que los métodos contraceptivos eran más bien domésticos y eran considerados contrarios a la moral.
Mi abuela era una gran contadora de historias, y quizás me venga de ella esta afición o “habilidad” para escribir relatos con todas esas historias que pueden pasar en cualquier lugar y en cualquier época.
Otra de las anécdotas que me contó fue algo que escuchó en una conversación entre un hombre y sus padres, cuando ella era todavía una niña y pensaban que no podría comprender lo que estaban hablando.
Este hombre les contaba algo que le preocupaba, de una forma bastante desinhibida, por la época en la que sucedió eso, de gran liberalidad social en ciertos círculos, dentro de esos convulsos tiempos de cambios políticos y sociales.
El caso es que él había tenido una hija con una mujer con la que no estaba casado, pero que ahora no tenía mucha relación con ella, aunque sí contacto con su hija, y resulta que se había enterado de que el abuelo de la niña había empezado a meterla en la cama, algo que la madre no le daba mucha importancia, porque le decía que solo eran juegos entre ellos.
Pero el padre creía que su hija era todavía muy pequeña como para que el abuelo empezara a tocarla, y que de seguir así, pronto empezaría a joderla ante la indiferencia de su madre por el daño que podría causar a la cría.
En su conversación con mis padres, él no podía evitar reconocerles que esa situación, aparte de preocuparle, también le excitaba, y se preguntaba si se diera el caso de que por cualquier circunstancia, él tuviera que hacerse cargo de su hija, como debería comportarse con ella, sabiendo que su abuelo ya le había dado verga, y que la cría, enviciada ya, podría buscarla con él, también.
Supongo que a cualquiera que le hagan esta pregunta o pidan consejo, le será difícil dar una respuesta acertada, teniendo que elegir entre el deber de aceptar unos convencionalismos sociales o atendiendo a cada caso particular, comprender y tolerar otro tipo de comportamiento.
Finalmente, mi abuela no supo cómo acabó ese caso, pero son de ese tipo de conversaciones que quedan grabadas en la memoria de una niña, y que le van abriendo la puerta a otro tipo de situaciones para que pueda entenderlas mejor, al ir conociendo todas esas debilidades humanas que van influyendo en la vida de las personas.
Cada vez que mi abuela me contaba alguna de estas historias, yo tenía que masturbarme de la excitación que me provocaban, aparte de que todas las noches, antes de dormir, tenía que usar un vibrador que me habían regalado mis amigas el día de mi cumpleaños.
Aquél aparato se había convertido en mi vicio, me había hecho adicta a los orgasmos que me causaba, metiéndolo en mi coño una y otra vez hasta que el excesivo rozamiento en mi vagina me obligaba a darle un descanso.
Ya hace algunos años que muchas adolescentes, como era el caso de mis amigas disponían de algún juguete sexual que calmara sus ardores despertados con la edad, normalmente a escondidas de sus padres, aunque a una de ellas, su propia madre se lo había regalado con el propósito de que se pudiera satisfacer sin falta de irse con cualquier chico, lo que ella consideraba de mayor riesgo y posibles consecuencias, quizás llevada por su propia experiencia, aunque al final las dos se dieran cuenta de que también necesitaban una polla de verdad.
Podríamos preguntarnos también si el sexo ha sido diferente en cada momento de la Historia, condicionado por las costumbres sociales o imposiciones morales de cada momento, y supongo que aunque siempre ha causado el mismo placer físico, mentalmente y estéticamente ha variado su forma de disfrutarlo, sobre todo para una mayoría de mujeres que en tiempos pasados consideraban que no tenían derecho al placer y que ellas estaban exclusivamente para el placer del hombre, también porque no las dejaban otra opción.
También, muchas veces se tiende a idealizar el pasado, en el sentido de pensar que eran más mojigatos que nosotros, y que en estos tiempos se dan unas perversiones que no se tenían en tiempos pasados, cuando obviamente, esa es una idea equivocada, ya que como suele decirse, “ya está todo inventado”, y cualquier cosa que pueda escandalizarnos hoy en día, ya se produjo en épocas pasadas, en otro contexto quizás, pero el sexo siempre se ha intentado satisfacer con todo tipo de perversiones.
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