A DOBLE TIEMPO: El juego peligroso
Este relato comienza una noche cualquiera en la capital, en una ciudad que, a pesar de su tamaño y ritmo frenético, logra dejar a las personas sentir una soledad abrumadora..
Introducción
A veces, basta una noche para que lo que parecía una rutina se rompa en mil pedazos. Esta historia transcurre entre la culpa, el deseo y la soledad disfrazada de libertad. Un hombre casado, lejos de casa y de su familia, se ve arrastrado por las circunstancias a un encuentro que nunca planeó, pero que terminó marcándolo más de lo que imaginaba. Este relato no busca justificar, solo mostrar la complejidad de los impulsos humanos cuando el vacío interior encuentra una oportunidad.
No fue premeditado. No hubo plan ni intención consciente de buscar algo más allá de una copa, una conversación, un poco de distracción en medio del tedio. Pero a veces basta una chispa para encender lo que llevamos dormido por dentro.
Él no era un hombre malo, tampoco uno ingenuo. Simplemente se encontraba en un momento suspendido entre el deber y el deseo, entre lo que se espera de uno y lo que uno necesita, aunque no sepa decirlo en voz alta.
Esta es una historia íntima y descarnada, contada desde la mirada de alguien que cruza esa delgada línea, no como un acto de rebelión, sino como una forma torpe -y profundamente humana- de buscarse a sí mismo.
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Estaba en casa de mi mejor amigo en la capital. Era fin de semana, él salía hacia el sur a ver a su hijo, y yo me quedaría solo en una ciudad enorme, sin conocidos, o al menos eso pensaba.
A las ocho de la noche de un sábado, me acordé de que tenía el número de aquella mujer que había trabajado conmigo por un corto período durante el verano, haciendo un reemplazo.
-Hola, ¿qué tal? Estoy en la capital y pensé que podríamos salir a tomar algo -le escribí en un mensaje.
-¡Qué bien! Justo tengo una junta con tres amigos: dos amigas y un amigo gay. ¿Te molesta que sea gay?
-No, para nada. Siempre he respetado la libertad de expresión y pensamiento.
-¡Qué bueno! Llamaré a la anfitriona y te envío la dirección.
En ese momento empecé a pensar qué le diría a mi esposa, que estaba a quinientos kilómetros de distancia. Podría creer que estoy buscando sexo y no que mi intención es simplemente matar el aburrimiento.
Tomo el teléfono y la llamo:
-Hola, amor. ¿Cómo estás? ¿Todo bien?
-Sí, pero cansada por el trabajo, la casa, la hija… ya sabes, lo de siempre. ¿Y tú?
-Algo similar. Viajando al trabajo y volviendo a la capital, me tiene agotado.
-Te entiendo, amor. Descansa.
Colgué el teléfono y, unos segundos después, me llegó el mensaje con la dirección. Llamé a un taxi. No tardó en llegar. El edificio era alto; el departamento estaba en el sexto piso, número 609. Al ingresar al lobby no me pidieron identificación. Subí directamente.
La puerta se abrió. Una mujer voluptuosa, de caderas pronunciadas, me miró con una sonrisa y ojos brillantes. No la conocía, y ella tampoco a mí.
-Hola, soy Andrés. Virginia me dio tu dirección…
-Pasa, sí, me lo dijo. Estamos amenizando. Toma asiento. Me llamo Ignacia.
Me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Algo normal, sí, pero esa vez me dejó pensando por un segundo. Vi a Virginia al otro lado del comedor, junto a una mujer y un hombre. Supuse que aquel hombre era el gay del que me habían hablado. Su vestimenta y apariencia lo confirmaban.
-Hola, un gusto conocerlos. Me llamo Andrés.
La mujer se levantó y me dio un abrazo, besándome en ambas mejillas. Con acento español, dijo:
-Bienvenido. Me llamo Ana. Que disfrutes.
El hombre se acercó con la efusividad propia del alcohol. Me abrazó y soltó:
-Pero tío, ¡qué guapo eres! Por favor, dime que eres uno de nosotros, porque con eso que llevas abierto ya me has derretido. Me llamo Miguel.
Me dio un beso en la mejilla. Nunca antes había recibido un saludo tan efusivo de un hombre. Me quedé pasmado por un segundo, pero intenté tomarlo con naturalidad.
-Gracias, Miguel. Lamentablemente, soy heterosexual. No tengo nada en contra de la comunidad LGBT; los respeto y también espero lo mismo.
-Coño… ya me había hecho ilusiones. Con esa chaqueta de cuero y la camisa entreabierta me has revolucionado las hormonas. Para qué decir ese lindo paquete que llevas ahí. ¡Suerte para las brujas!
Las amigas se rieron al unísono. Abrieron una botella de vino, sirvieron copas, incluida la mía. Miguel seguía mirándome con deseo, así que decidí dirigir la conversación hacia temas personales, para cambiar el enfoque.
Conté que estaba casado y tenía una hija. Ignacia dijo que tenía un hijo que estaba con la abuela. Ana era soltera, sin hijos. Miguel también. Virginia, por último, dijo lo mismo.
Pensé que eso bastaría para que Miguel dejara de verme como un trozo de carne. Las botellas pasaban de mano en mano, el vino bajaba, y la música de fondo envolvía la habitación con una atmósfera de relajación.
El reloj avanzaba. La hora y el vino seguían su curso. Ana fue la primera en irse. Llamó un taxi y Miguel la siguió.
-Aquí solo hay alcohol. La diversión está en otro lugar -dijo Miguel.
Las mujeres lo miraron con desaprobación. Él se dio la media vuelta y salió. Ana lo siguió.
Virginia preguntó dónde se podía comprar más vino. Ya estaba algo alcoholizado, pero me ofrecí a acompañarla, «para que no le pasara nada». No sabía si la cuidaría ella a mí, o yo a ella.
Durante el trayecto, quise abrazarla. Ella se apartó, quitándome las manos con suavidad. Me dijo que en el departamento estaríamos mejor.
Al volver, Ignacia fumaba marihuana. Me sorprendió, pero no me molestó. Seguimos tomando.
Entonces Virginia se levantó de improviso:
-Me voy.
En algún momento creí que podría pasar algo entre nosotros, pero esa frase lo dejó claro. Viendo que quedaría solo con Ignacia, me ofrecí a irme también. Ella insistió en que me quedara un rato más.
El vino seguía fluyendo. La conversación se volvía cada vez más desinhibida. Y de pronto, sin planearlo, nos besamos. Fue un impulso, una chispa. Ya le había contado que estaba casado. Le pregunté:
-¿Quieres ser mi amante?
No respondió con palabras. Solo me siguió besando. Eso fue suficiente.
El resto de la noche fue un descenso hacia la lujuria, un abandono de todo lo racional. Cuerpos que se buscaban, que se entregaban, que se fundían en una noche donde el juicio se diluía en alcohol y deseo.
Cuando desperté, ya eran las siete de la mañana. Me vestí rápido, pedí un taxi y antes de irme, le pedí su número.
-555464955 -me dijo Ignacia con una sonrisa.
Me fui. En el taxi, el trayecto de regreso fue rápido. Mi mente seguía atrapada en lo que había pasado.
Al llegar a casa de mi amigo, me envolvió una soledad inesperada. No era una soledad triste, pero sí profunda. La casa, usualmente ruidosa, estaba en silencio. Todo me resultaba ajeno.
Me senté en el sillón, mirando las fotos en las paredes. Pensé en llamar a mi esposa. Lo hice.
-¿Aló?
-Hola amor, ¿cómo estás? ¿Cómo dormiste?
-¿Qué te pasó? Te he llamado mil veces. ¿Por qué no respondiste a mis mensajes?
Mi corazón se encogió. Inventé la excusa más creíble que encontré:
-Se me descargó el celular. Lo enchufé mal y no me di cuenta hasta recién.
Y así, como si nada, intenté volver a la realidad. Pero algo en mí ya había cambiado para siempre.
A medida que los minutos pasaban, sentado en aquel sillón silencioso, la euforia de la noche se desvanecía como el humo de un cigarro olvidado. No quedaba más que el eco de lo que había hecho, martillando en su pecho con cada latido.
El recuerdo del cuerpo de Ignacia, de sus besos y su lengua, aún lo recorría como un escalofrío dulce y punzante. Pero detrás de eso, más fuerte, estaba el rostro de su esposa, su voz por el teléfono, la imagen de su hija en el comedor de la casa a quinientos kilómetros.
No podía evitar preguntarse: ¿en qué momento se quebró la línea entre la necesidad de compañía y la traición?
Había salido esa noche con una idea difusa, casi inocente, de pasar el rato, de matar el tiempo sin intención de hacer daño. Pero la frontera entre lo trivial y lo irreversible es más frágil de lo que uno quiere creer. Bastó un vino de más, un roce, un impulso, y ya no había vuelta atrás.
Se llevó las manos al rostro. El silencio de la casa lo rodeaba como una sentencia. «¿Y si ella lo supiera? ¿Y si pudiera ver la escena como en una película?». Lo odiaría. No habría excusa, no habría explicación suficiente.
Ahí estaba el verdadero peso del acto: no en el placer, no en la tentación, sino en la conciencia despierta del día después. El deseo ya no le parecía dulce sino cruel, engañoso, como un perfume que oculta el hedor de algo podrido.
Quiso justificarse: «No fue amor, fue sólo
una noche». Pero en el fondo sabía que el amor no es la única cosa que puede destruir un matrimonio. A veces, una noche basta.
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