A DOBLE TIEMPO: un juego peligroso, parte 2
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Ya era lunes, otro día de viaje para llegar a trabajar, se recorrían 50 kilómetros desde la capital hasta llegar a la faena, siempre el mismo viaje de ida y de vuelta, el trabajo era monótono, siempre el mismo papeleo, entrada, se procesa, salida se empaca, con eso daba tiempo para pensar las cosas que habían sucedido, nunca pensé que eso iba a pasar, solo sucedió y ahora no podía llorar sobre la leche derramada y uffff si que derramé leche esa noche.
Eran las tres de la tarde y el supervisor avisa que el camión con la entrega de la tarde tuvo un desperfecto en el camino y que no llegara durante el día.
— Tomen sus cosas y vuelvan a casa que por hoy se ha terminado el trabajo, dijo el supervisor
Al momento de escuchar eso no lo dudé y fui el primero en retirarme, ya en el centro de la ciudad un impulso me hizo realizar la llamada que cambió totalmente mi futuro.
La rutina diaria del trabajo, la distancia entre el hogar y la faena, y las horas de reflexión solitaria no eran más que el telón de fondo de un instante decisivo. Ese lunes, cuando la noticia del contratiempo en la entrega llegó y liberó a todos de la jornada, no pude evitar sentirme impulsado por algo más allá de la razón: una llamada. Un simple número, una pequeña conversación, que sembraría las semillas de un cambio que no había anticipado.
(suena un tono llamando, pasan unos segundos)
— ¿Aló, quien llama?
— Hola, mmmm soy Andrés, espero que no te hallas olvidado de mi en unos pocos días.
— Imposible olvidarme de ti después de lo que hicimos, pensé que no me llamarías.
— La verdad es que no se porque estoy llamando, fue un impulso que salió de la nada y ahora al escucharte creo que no me equivoqué. ¿Tienes tiempo para un café?
— ¿eh?, Si, lo tengo, en unos 20 minutos salgo de la oficina, ¿donde estás?
— En la casa de un amigo, te envío la dirección por mensaje.
— (recibido el mensaje) mmmmm, queda a una media hora de donde estoy, ¡ya!, en una hora puedo estar ahí.
— Bien, te espero por acá
Mi amigo aun no llegaba del sur, la casa estaba vacía, acomodé un poco los muebles y dispuse el sillón más lejos de la ventana, no se porque lo hice solamente me dejé llevar pensado que iba a pasar otra vez lo mismo de la vez anterior.
Ignacia al llegar me comentó lo bien que se sintió estar conmigo esa noche de sábado.
— Fue un momento especial, empezó relatando, no sentía eso desde hace mucho, podría decir que estaba en sequía sexual desde hace mucho tiempo, meses, un par de años para ser exacta.
Por mi parte mis pensamientos empezaron a navegar en un mar de múltiples alternativas, quería hacerlo otra vez.
— Que bueno que te hallas sentido bien, creo que fue especial. Estaré solo, la casa es de mi amigo y no llegará hasta la noche, tal ves si quieres…
Sin dejarme terminar la oración se lanzó con sus brazos sobre mis hombros y automáticamente mis manos fueron a su cintura, nuestras bocas se entrelazan en un beso profundo que nuestras lenguas compartían.
Sin darme cuenta ya había desabrochado mi pantalón y mi mente empezó un viaje de placer con solo recordar lo vivido hace unas treinta o más horas atrás.
Ignacia no hablaba, solo respiraba cada vez más cerca de mi oído mientras sus dedos se deslizaban por debajo de mi camiseta. La sensación era parecida a un déjà vu, pero con la ansiedad y la urgencia multiplicadas. Tal vez porque ahora sabíamos a lo que íbamos, sin rodeos ni excusas.
Nos desnudamos entre besos torpes y risas nerviosas, como si quitarnos la ropa fuera también deshacernos de la culpa, al menos por un rato. Caímos sobre el sillón, ahora desplazado hacia una esquina más oscura de la sala. Ella se sentó sobre mí, con esa naturalidad que solo da el deseo cuando es compartido y antiguo, como si su cuerpo hubiera estado esperándome desde mucho antes de conocernos.
Sus caderas se movían hasta lograr que mi pene se fusionará con la entrada a su vagina, su vulva lubricada desde el interior hizo que la penetración fuera fácil y sin esfuerzo, lo único que tenía que hacer era moverse para que la excitación empezara para ambos.
—Me gusta esto —susurró—. Me gusta no tener que explicarte nada.
—A mí también —dije, sin aliento, sin pensar.
Sus caderas se movían con una seguridad que no dejaba espacio para la duda. Yo solo cerré los ojos y me dejé llevar. Era placer, sí, pero también era algo más. Era la reafirmación de algo que todavía no entendía del todo, pero que ya estaba marcando mi camino.
Después, con los cuerpos todavía tibios y el silencio habitando entre nosotros, Ignacia se apoyó sobre mi pecho. No dijo nada durante un buen rato. Yo tampoco. El sonido del ventilador del techo era el único testigo.
—¿Tú crees que esto va a terminar mal? —preguntó, apenas audible.
No supe qué decir. Porque sí, lo pensaba. Pero también sentía que, de alguna forma torcida, ya era demasiado tarde para volver atrás.
—No lo sé… —murmuré—. Tal vez. Pero ahora no quiero pensarlo.
Ella asintió sin mirarme. Se quedó ahí, respirando lento, como si quisiera grabarse el momento. Como si supiera que después de esa tarde, nada iba a ser igual para ninguno de los dos.
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