A DOBLE TIEMPO: Un juego peligroso, parte 3
***.
El trabajo seguía su ritmo habitual, ir y venir desde la faena a la capital daba tiempo para pensar en lo ocurrido esos días atrás, en ocasiones de chofer, en otras de acompañante.
Las imágenes venían solas: una risa, una frase suelta, el gesto serio de alguien que evitó despedirse. Afuera, el paisaje apenas cambiaba: cerros polvorientos, camiones que iban pesados cuesta arriba, y algún burro solitario que aparecía entre los matorrales como si siempre estuviera esperando a alguien.
El ruido del motor era constante, como un latido. Y entre el vaivén del camino y el calor que subía desde el suelo, todo parecía una película que uno había visto muchas veces, pero que esta vez tenía otro sentido.
Pensaba en Ignacia, inevitablemente.
En cómo se le enredaba el pelo cuando salía de la ducha, en la manera en que se reía con los ojos cerrados, como si así protegiera algo que no quería mostrar del todo.
Los encuentros habían sido pocos, casi robados. Pero intensos. De esos que se quedan pegados en la piel, aunque uno se duche con agua bien caliente.
A veces pensaba que todo habría sido más fácil si se hubieran conocido en otro tiempo, sin las barreras que ahora imponían los sentimientos. Por un lado, estaba seguro de lo que sentía por Laura, su esposa. No quería dejarla. No era solo costumbre ni compromiso: era amor, un amor sereno, cultivado con los años, sostenido en las pequeñas cosas de la vida compartida.
Pero entonces estaba Ignacia.
Con ella, todo era distinto. Le había abierto la puerta a emociones que nunca antes había experimentado. Había algo en su risa, en su forma de mirar, que lo desarmaba. Era deseo, sí, pero también una especie de conexión que lo sacudía por dentro. Una intensidad que lo hacía cuestionarse, que le devolvía partes de sí mismo que creía dormidas o perdidas. Con Ignacia, sentía algo que no sabía explicar del todo, pero que era tan real como la certeza que tenía de que su vida no volvería a ser la misma.
Ignacia nunca pidió nada. Nunca exigió promesas ni inventó futuros. Siempre supo en qué terreno caminaba, y aún así decidió quedarse un rato más. Tal vez porque él le hacía bien, o porque en sus silencios compartidos encontraba algo parecido a la paz.
No era ingenua. Sabía que había otra, que no competía por amor ni por lugar. Y sin embargo, su cariño era honesto, sin disfraces. Se entregaba con esa mezcla de dulzura y coraje que tienen quienes no esperan mucho, pero aún así dan todo.
A veces él la notaba callada, como si estuviera midiendo la distancia entre lo que deseaba y lo que realmente podía tener. No reclamaba. Pero tampoco era indiferente. Amaba desde donde podía: con ternura, con pasión, con una tristeza tranquila que a veces dolía más que cualquier reproche.
Ignacia no era una amenaza. Era una posibilidad. Un espejo donde él se veía distinto, más vivo, más libre. Y quizá por eso dolía tanto alejarse de ella, porque al hacerlo, también se alejaba de una parte de sí mismo.
Laura no era tonta. Nunca lo había sido. A veces fingía no ver para no romper lo que tanto habían construido juntos, pero la intuición siempre le susurraba cosas que él no decía. Sabía que algo había cambiado. Lo notaba en su forma de mirarla, en la distancia silenciosa que se colaba entre los gestos cotidianos.
Lo conocía demasiado bien para no notar los vacíos. Pero también sabía que el amor no es una línea recta, ni una garantía perpetua. El suyo, ese que habían tejido a lo largo de los años, estaba hecho de respeto, de paciencia, de haber estado el uno para el otro cuando el mundo se caía.
Laura lo amaba. No con la urgencia de los primeros días, sino con la profundidad que dan los años vividos. Tal vez por eso dolía tanto sentir que ya no bastaba.
Pero no se rendía. Porque amar, para ella, no era solo sentir. Era también sostener, esperar, comprender… incluso cuando lo que más quería era que él volviera a mirarla como antes.
El pequeño café estaba casi vacío, como siempre a esa hora. Solo un par de mesas ocupadas por algunas personas solitarias o parejas que se cruzaban con miradas furtivas. El aire olía a café recién hecho, a hojas secas que ya se empezaban a sentir en el ambiente. Ignacia estaba allí, sentada cerca de la ventana, mirando sin ver. Su café intacto, como si el tiempo se hubiera detenido para ella en ese instante.
Andrés entró, y la vio al instante. Había algo en su manera de estar allí, tan tranquila, tan segura, que lo desarmó. A veces pensaba que Ignacia parecía entenderlo sin palabras, como si supiera qué había detrás de su mirada perdida. Se acercó, y ella levantó la vista en cuanto él estuvo cerca, una sonrisa suave jugando en sus labios.
—No llegaste tarde —dijo Ignacia, y su voz sonaba como si compartiera un secreto, como si su encuentro no fuera solo casualidad. En sus ojos brillaba una mezcla de complicidad y tristeza, como si todo lo que había entre ellos estuviera a punto de romperse, pero aún se aferraba a esa frágil conexión.
Andrés se sentó frente a ella, sin saber si debería hablar primero o esperar. Sus manos se posaron sobre la mesa, pero la tensión entre ellos era tan palpable que casi podía escuchar el latido de su corazón.
—No, solo… necesitaba estar aquí, un momento. —Él lo dijo con la voz baja, como si las palabras no pudieran expresar del todo lo que sentía. Estaba cansado, pero no solo físicamente. Había algo que lo agotaba por dentro, algo que no podía poner en palabras.
Ignacia lo observó durante unos segundos. Parecía que ella también había sentido esa tensión, esa necesidad que ninguno de los dos sabía cómo gestionar.
—¿Y qué es lo que te pasa, Andrés? —preguntó, sin rodeos, mientras jugaba con la taza entre sus manos. Su mirada no era acusatoria, sino curiosa, casi como si se hubiera acostumbrado a escuchar las verdades que él no quería pronunciar.
Él desvió la mirada, buscando algo fuera del café, pero nada le daba respuestas. A veces deseaba poder hablarle con la misma libertad con la que hablaba sobre todo lo demás. Pero no podía. Las palabras se quedaban atrapadas en su garganta, y el miedo a romper lo que había entre ellos lo paralizaba.
—No lo sé —respondió finalmente. Y al hacerlo, se dio cuenta de que esa frase era, en cierto modo, su respuesta. No sabía qué hacer, ni qué quería. Su vida con Laura era segura, estable, pero con Ignacia sentía que todo cobraba otro sentido, una emoción que lo arrastraba.
Ignacia sonrió, esa sonrisa triste que solo ella sabía regalar. Era como si lo entendiera mejor que él mismo.
—Tienes miedo de lo que podría ser, ¿verdad? —dijo con suavidad, como si estuviera desnudando su alma. No necesitaba que Andrés respondiera. Sabía lo que pasaba por su mente. Sabía que él, al igual que ella, estaba atrapado en algo que no podían controlar.
Andrés cerró los ojos por un momento, dejando que la confesión de ella lo envolviera. Sabía que lo que ella decía tenía razón. Pero, ¿y Laura? ¿Y la vida que había construido con ella? ¿Era todo lo que tenía, o había algo más en lo que ignoraba su propio corazón?
—¿Y tú, Ignacia? ¿Qué esperas de esto? —preguntó, con la voz más suave de lo que pretendía. Su pregunta no era una acusación, sino una invitación a desvelar lo que ambos ya sabían pero no se atrevían a pronunciar.
Ella lo miró fijamente, sin apartar la vista. Hubo un silencio largo, cargado de todo lo que no se decía, de todo lo que se había quedado en el aire desde su primer encuentro.
—Yo… no espero nada, Andrés. Solo estoy aquí. Ahora. Con lo que hay. —Sus palabras fueron sencillas, pero cargadas de una melancolía que le dio una nueva dimensión a su presencia. Ignacia no lo esperaba. Sabía lo que era estar ahí, en el momento, aceptando lo que fuera que los uniera, aunque eso significara no tener certezas.
Andrés no sabía si debía sentir alivio o culpa. Tal vez las dos cosas. Pero algo se quebró dentro de él cuando vio la mirada de Ignacia. Algo se rompió en el aire entre ellos, algo que ya no podría volver a ser lo mismo.
—Tienes razón —dijo, sin saber si hablaba consigo mismo o con ella. Se quedó en silencio por un rato, sintiendo el peso de las palabras no dichas, las decisiones que se habían tomado sin haberlas pensado bien.
Ignacia no respondió. Solo lo miró, y en su mirada había una especie de comprensión silenciosa. Ella lo había entendido siempre, tal vez más de lo que él quería.
Al final, el encuentro no dejó más que una sensación extraña entre los dos, como si hubieran tocado un punto que ya no podía deshacerse. Y aunque no dijeron nada más, ambos sabían que algo había cambiado, y que, al menos por ese momento, solo quedaba seguir adelante con lo que quedaba entre ellos.
El coche estaba vacío, igual que su mente. Andrés arrancó el motor con una lentitud que parecía reflejar el peso de sus pensamientos. El café ya quedaba atrás, y con él, las palabras no dichas, los gestos que sobraron y la quietud de Ignacia, tan serena, tan difícil de leer. La carretera frente a él se desplegaba como un interminable río de asfalto, pero él no podía dejar de mirar hacia atrás. No literalmente, claro. Sabía que si miraba atrás, podría arrepentirse de lo que había dejado sin decir, o de lo que no había decidido aún.
El trayecto de regreso era largo, el tiempo parecía estirarse de manera extraña. Cada curva del camino parecía un reflejo de su propio conflicto interno. El paisaje transformaba lentamente la ciudad dando paso a las tierras áridas, a los campos desolados que solo le recordaban la vida que había dejado atrás.
El aire acondicionado del coche murmuraba de fondo, mientras el sol comenzaba a descender, tiñendo de naranja la carretera. La luz parecía desdibujar los contornos de las cosas, como si todo estuviera en una especie de sueño, fuera de foco. Y en medio de todo eso, Ignacia seguía presente, más allá de la distancia. No era una obsesión; era algo más sutil, como una huella profunda que no desaparecía fácilmente. Lo que había experimentado con ella no era solo deseo, era una conexión. La sensación de estar en un espacio donde podía ser él mismo, donde todo lo que sentía cobraba forma. Pero ahora, mientras conducía, esa sensación se le escurría de las manos.
A lo lejos, la figura de un burro apareció junto a la carretera, solitario como siempre, su figura casi en sombras bajo la luz dorada. Andrés sintió una especie de tristeza extraña al verlo. Le pareció un reflejo de su propio estado: un viajero solitario, marcado por el paso del tiempo y los caminos recorridos, pero aún aquí, en pie. Quizás así se sentía él: atrapado entre dos mundos, buscando algo que ni él mismo entendía.
El sonido del motor se convirtió en un murmullo constante, y Andrés se permitió pensar en Laura, en su rostro sereno, en su amor paciente. ¿Cómo podía amar a dos personas a la vez? ¿Era siquiera posible? ¿Y si, al final, había algo que se había perdido en el camino? La vida con Laura no era mala, ni mucho menos. Era simplemente… segura. Predecible. Y esa previsibilidad había sido, durante tanto tiempo, lo que había mantenido todo en equilibrio.
Pero ahora… ¿qué era lo que realmente sentía por ella? ¿Era amor, o simplemente costumbre?
La respuesta se le escapaba, como siempre. Lo único que sabía con certeza era que tenía que volver a casa. El giro final de la carretera se acercaba, y él no podía evadir lo inevitable. Al final del camino estaría Laura, esperándole con el café que siempre preparaba a la misma hora, con la serenidad de quien sabe que nada ha cambiado.
Sin embargo, algo en su interior le decía que todo había cambiado. No podía volver atrás, no podía deshacer lo que ya había comenzado a sentir, y tal vez, aunque lo quisiera, no habría manera de volver a ser el mismo. El horizonte frente a él parecía desaparecer, mientras las luces de la casa, ya visibles en la distancia, parpadeaban como si todo estuviera en suspenso, esperando una decisión que él aún no estaba listo para tomar.
Con una última mirada al retrovisor, Andrés se adentró en el pueblo. La casa lo esperaba. Laura lo esperaba. Y sin embargo, la pregunta seguía sin respuesta: ¿Qué quería él realmente?
Laura estaba en la cocina, como siempre. La luz entraba suave por la ventana, iluminando los detalles del lugar: la mesa de madera, las sillas que se habían desgastado con el tiempo, el frutero siempre lleno aunque nadie comiera la fruta. Había algo en ese espacio que los definía: lo sencillo, lo cotidiano, lo que seguía allí a pesar de todo.
Él se quedó en el umbral, observándola. Estaba preparando el café, como siempre. Un gesto que hacía con tal naturalidad que a veces parecía olvidarse de que lo hacía para él. O quizás, tal vez, lo hacía solo por el hábito de seguir adelante. El ritmo de su vida no había cambiado, aunque los días se sentían diferentes.
—¿Qué piensas? —preguntó Laura sin volverse. La pregunta era suave, como si ya supiera que algo no estaba bien, pero no quería presionarlo. Estaba dispuesta a esperar a que él hablara, si es que alguna vez lo hacía.
Él la miró por un momento, sin saber qué decir. Había algo en su voz que lo frenaba, algo que lo hacía sentir como un niño descubierto en una mentira que no sabía cómo explicar. Pero al mismo tiempo, había una calma en su presencia que lo envolvía, como si ella hubiera aprendido a sostenerlo incluso cuando él no podía sostenerse a sí mismo.
—Nada… solo pensaba en cosas… —respondió, su voz quedándose en el aire, como si no quisiera decir lo que realmente estaba pensando.
Laura suspiró, pero no fue un suspiro de frustración ni de enojo. Era uno de esos suspiros largos que las mujeres a veces dejan escapar cuando ya lo han dicho todo sin decir una palabra.
—¿Sabes? A veces creo que ya no sabes qué es lo que quieres, y eso me asusta —dijo, finalmente girándose para mirarlo. Sus ojos eran tranquilos, pero había algo en su expresión que no podía ocultar: una melancolía suave, una tristeza silenciosa que lo atravesaba como una aguja fina.
Él sintió el peso de sus palabras, como una verdad incómoda que se colaba en cada rincón de su cuerpo. ¿Qué podía decir? ¿Que había otra mujer? ¿Que sus sentimientos se fragmentaban entre el amor que sentía por ella y la incertidumbre de lo que experimentaba con Ignacia?
—Lo sé —murmuró, incapaz de mirarla directamente.
Laura lo observó por un largo minuto, como si estuviera esperando que él fuera capaz de dar un paso hacia ella, de explicarle lo que no estaba siendo dicho, lo que no se podía entender solo con palabras. Pero no lo hizo.
—Te quiero —dijo simplemente, después de un largo silencio—. Y quiero que sigas siendo tú, con todo lo que eres. Aunque a veces no sé si eso es suficiente.
Las palabras se quedaron flotando entre los dos, como una cuerda tensa que se rompía lentamente. Él sintió que la culpa se apoderaba de él, pero también esa especie de vacío que venía con el reconocimiento de que quizás, a veces, el amor no era suficiente para mantener todo en su lugar.
—Yo también te quiero, Laura —respondió, finalmente, su voz baja, casi inaudible.
Pero en el fondo, sabía que algo estaba cambiando, algo que ya no podían detener. Algo que había comenzado mucho antes, sin que ninguno de los dos lo viera venir. Y aunque se quedaran en silencio,
aunque siguieran tomando café y haciendo todo como antes, había un abismo que ya se había abierto entre ellos.
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