A DOBLE TIEMPO: Un juego peligroso, parte 4
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El sonido de la cafetera fue lo primero que rompió el silencio de la casa. Un murmullo suave, casi hogareño, que se mezclaba con el canto apagado de unos pájaros afuera y el crujido de la madera vieja bajo los pasos de Laura.
Andrés se encontraba ya en la mesa del comedor, hojeando el diario sin mucho interés. Las letras le pasaban frente a los ojos, pero nada se le quedaba. Escuchaba, más que leía. Escuchaba a Laura moverse por la cocina, abrir la alacena, buscar las tazas de siempre. Ese ritual que habían repetido tantas veces que ya no necesitaban hablar para saber qué venía después.
—¿Tostadas o pan amasado? —preguntó ella, sin volverse, como si la respuesta no fuera importante.
—Lo que haya —respondió él, casi en automático.
Laura optó por las tostadas. Las metió en la tostadora, preparó el café con calma, sirvió el jugo en los mismos vasos de siempre. Lo hizo todo sin apuro, como si el tiempo no apremiara, como si el mundo fuera ese rincón tranquilo de la casa donde nada malo podía pasar.
Cuando puso el desayuno sobre la mesa, Andrés levantó la vista un segundo, le dedicó una pequeña sonrisa y un «gracias» apenas audible. Ella asintió, se sentó frente a él y comenzó a untar mermelada en su pan sin decir palabra.
El silencio no era incómodo, pero tampoco era cómodo. Era… funcional. Un silencio que permitía que todo siguiera su curso sin enfrentarse a lo que se escondía debajo.
—Hoy tengo que ir al centro —dijo Laura de pronto, rompiendo la quietud—. A buscar las cosas de limpieza. Y pasaré por donde mi hermana, tiene una receta nueva que quiere probar conmigo.
—Bien —respondió Andrés, mientras dejaba el diario a un lado—. Yo tengo reunión en la tarde. Tal vez llegue un poco más tarde.
Laura asintió. Ya no preguntaba mucho. No por desinterés, sino porque había aprendido a leer entre líneas. Sabía que algunas respuestas no valían la pena ser buscadas si no venían solas.
Después del desayuno, Laura lavó los platos mientras Andrés se duchaba. La radio sonaba suave en la cocina, con una canción vieja que hablaba de esos amores que cambian con el tiempo. Ella no cantó. Solo dejó que la música la envolviera un rato, como si eso la protegiera de sus propios pensamientos.
Cuando Andrés volvió, ya vestido para salir, se detuvo un segundo junto a ella.
—¿Necesitas que pase por algo? —preguntó, sin mucho énfasis.
—No, estoy bien —respondió Laura, secándose las manos.
Él asintió, le dio un beso —uno de esos que más parecen costumbre que afecto— y se dirigió a la puerta.
—Cuídate —dijo ella, sin mirarlo.
—Tú también.
La puerta se cerró con un sonido suave, y el silencio volvió a tomar su lugar en la casa. Laura se quedó unos segundos quieta, con la toalla aún entre las manos. Miró por la ventana. El día estaba claro, sin promesas ni amenazas. Solo era un día más.
Suspiró. Y luego siguió con lo suyo. Porque así era la vida a veces: seguir, aunque el corazón no sepa bien hacia dónde.
Un almuerzo en domingo
El reloj marcaba la una y media, pero Andrés aún no aparecía. Laura estaba sentada en la cocina, con la mesa puesta desde hacía media hora. Dos platos. Dos vasos. La fuente con ensalada se empezaba a marchitar y el pollo al horno ya no humeaba como antes.
Le había escrito hace un rato:
«¿Vas a almorzar aquí?»
Solo vio el doble check. Ni una palabra.
Suspiró, se levantó y fue hasta la ventana. Afuera, los vecinos disfrutaban del sol, había risas de niños en el aire, olor a pasto recién cortado. Una parte de ella sintió ganas de salir, caminar sin rumbo, pero se obligó a quedarse. Esperar. Como siempre.
Cuando finalmente la puerta se abrió, eran casi las dos.
—Se me fue la hora —dijo Andrés, sin disculpas, dejando las llaves en el aparador—. Fui a tomar un café con unos colegas. Quedamos en seguir el proyecto después.
Laura no respondió de inmediato. Se limitó a volver a la cocina, en silencio, y destapó la fuente. Volvió a calentar la comida sin decir nada.
—No me imaginé que ibas a hacer almuerzo —agregó él, sentándose.
—Es domingo —dijo ella, sin girarse.
—Sí… bueno. No pensé que era especial.
Eso. Esa frase.
«No pensé que era especial.»
Como un golpe seco, sin mala intención, pero directo. Un reflejo de lo que se había vuelto su relación: algo que no se pensaba, que se daba por hecho, que no se cuidaba.
Comieron sin hablar. El sonido de los cubiertos fue lo único que llenó el espacio entre ellos.
—Está rico —murmuró Andrés, al tercer bocado.
Laura levantó las cejas con un leve movimiento con la cabeza. Un «gracias» mudo. No tenía ganas de fingir sonrisas, ni siquiera de reclamar. El cansancio emocional era distinto al físico. No te tiraba al suelo: te hacía seguir como si nada, pero con el alma en pausa.
Cuando terminaron, él llevó su plato al lavaplatos, lo enjuagó rápido y volvió a agarrar el celular. Laura lo miró, pero ya no con tristeza. Con una distancia nueva. Casi como si lo observara desde afuera, como una actriz viendo al público desde detrás del telón.
—Voy a salir un rato —dijo ella, tomando su chaqueta del respaldo de la silla.
—¿A dónde vas?
—No sé. A caminar.
Él asintió, sin insistir. Ni siquiera levantó la vista del teléfono.
Laura abrió la puerta y salió. Por primera vez en semanas, el aire fresco le pareció una forma de escape. Y mientras caminaba por la vereda, sintió algo parecido a alivio. A tristeza también. Pero sobre todo, a alivio.
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