Antonio el camionero y la joven madre soltera (1)
Antonio el camionero recoge durante su ruta a una joven madre en apuros acompañada de su hija. La chica le ofrece al hombre hacerle una mamada a cambio de que las lleve a su destino..
Antonio, el camionero cincuentón de brazos fuertes, barriga cervecera y buena polla, conducía su vehículo por una carretera interminable, el rugido del motor mezclándose con el silbido del viento que se colaba por las ventanillas entreabiertas.
El sol de la tarde comenzaba a declinar, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados, mientras él avanzaba por el asfalto desgastado. Su rostro, surcado por arrugas que contaban historias de noches en bares de carretera y mañanas de café negro, reflejaba una expresión hosca y distante, como si el mundo entero le debiera algo. No era hombre de muchas palabras, pero su mirada, aunque fría, tenía un dejo de curiosidad que a veces lo llevaba a detenerse ante situaciones inesperadas.
Fue entonces cuando vio a una joven haciendo autostop al lado de la carretera. No era inusual ver a viajeros solitarios buscando un aventón, pero lo que llamó su atención fue la presencia de una niña pequeña, de unos cinco o seis años, que sostenía la mano de la mujer con firmeza infantil.
Antonio frenó el camión con un rugido del motor que hizo vibrar la cabina. Bajó la ventanilla, dejando que el aire cálido de la tarde entrara, cargado con el olor a tierra seca y hierba silvestre.
La joven tenía el cabello castaño recogido en una coleta desaliñada, como si hubiera sido atada con prisa. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una determinación que no pasaba desapercibida. Llevaba una mochila desgastada al hombro y una maleta pequeña a sus pies, como si hubiera huido de algo o alguien. La niña, con un vestido de flores desteñidas y zapatillas sucias, miraba a Antonio con una mezcla de curiosidad e inocencia.
—¿Adónde van? —preguntó Antonio con su voz ronca, sin quitar las manos del volante. Su tono no era hostil, pero tampoco amable; simplemente directo, como era él.
—A Pueblo Viejo —respondió la chica, señalando hacia el horizonte con un gesto cansado—. Es un desvío y queda bastante lejos, lo sé, pero no tengo otra opción.
Antonio frunció el ceño. Pueblo Viejo no estaba en su ruta, y el desvío le costaría tiempo y combustible. Pero algo en la mirada de la mujer, en la forma en que sostenía a su hija, lo hizo dudar. No era habitual en él ser compasivo, pero aquella situación lo tocó de una manera especial.
—No, no está en mi camino —dijo finalmente, pero su tono ya no era tan cortante.
Mila bajó la cabeza, como si supiera que su petición era descabellada, pero luego levantó la mirada con un arresto que sorprendió a Antonio.
—Puedo pagarte —dijo, y su voz era baja, casi un susurro, como si temiera que el viento se llevara sus palabras—. No tengo dinero, pero… Puedo hacer algo a cambio.
Antonio la miró con escepticismo. La joven no parecía tener mucho más que la ropa que llevaba puesta y la maleta pequeña a sus pies. ¿Qué podría ofrecerle?
—No tengo dinero —repitió ella, y ahora su voz temblaba ligeramente—, pero… Puedo hacerte una mamada. Si me llevas a Pueblo Viejo, te la chupo hasta que te corras.
Antonio se quedó en silencio durante unos segundos, procesando la oferta. No era la primera vez que le proponían algo así, pero nunca en circunstancias tan… Peculiares. La presencia de la niña lo hacía dudar, pero también había algo en su joven madre que lo intrigaba. No parecía una mujer desesperada, sino alguien que había tomado una decisión difícil por necesidad.
—¿Y la niña? —preguntó finalmente, señalando a la pequeña que ahora jugaba con una piedra en la cuenta. La desesperada veinteañera siguió su mirada y sonrió con tristeza.
—Ella no se enterará —dijo—. Podemos hacerlo en el camión, mientras ella juega fuera. Tú la vigilas, ¿de acuerdo?
Antonio dudó de nuevo, pero finalmente asintió con la cabeza. No era la solución ideal, pero tampoco podía dejar a aquella mujer y a su hija en la carretera. Además, la oferta de Mila despertó en él un interés que no podía ignorar.
—De acuerdo —dijo, y su voz sonó más gruñona de lo habitual—. Pero no quiero problemas.
La mujer sonrió con alivio y ayudó a su hija a subir al camión. La pequeña, cuyo nombre era Clara, miró a Antonio y a su poblada barba con ojos curiosos, regalándole una sonrisa inocente. Él le devolvió una mueca que intentaba ser amable, pero que probablemente sólo logró ser menos hosca.
Una vez en marcha, Antonio condujo en silencio durante un rato, mientras Mila, así se presentó la mujer, se sentaba en el asiento del copiloto y Clara se acomodaba en el pequeño espacio detrás de ellos, entretenida con una muñeca Barbie desgastada a la que le faltaba un brazo. El camión avanzaba por la carretera, y el paisaje desolado de campos secos y árboles dispersos se extendía a ambos lados. El sol seguía bajando, y el calor del día comenzaba a ceder ante la frescura de la tarde.
Finalmente, Antonio decidió que era el momento. Detuvo el camión en un descampado apartado de la carretera, donde la hierba crecía alta y salvaje. El lugar estaba lo suficientemente aislado para que nadie los viera, pero lo suficientemente cerca de la carretera como para que no fuera peligroso. El aire olía a tierra húmeda y flores silvestres, y el canto de los grillos comenzaba a llenar el silencio.
—Aquí está bien —dijo Antonio, mirando a Mila con una expresión que intentaba ser neutral—. Pero la niña no puede ver nada.
Ella asintió, comprendiendo su preocupación, y se volvió hacia su hija.
—Bájala del camión —sugirió Antonio—. Que juegue por aquí mientras. Yo la tendré controlada.
—Clara, cariño, ¿quieres bajar a jugar un rato? —le preguntó Mila a su hija con voz dulce, como si nada fuera a pasar—. Papá Antonio te vigilará desde aquí.
La niña miró a Antonio con desconfianza, pero él le hizo una seña tranquilizadora.
—Anda, baja —dijo el hombre con una voz que intentaba ser amable—. Yo te veo desde aquí.
Antonio abrió la puerta del camión y ayudó a Clara a bajar. La niña corrió hacia los arbustos cercanos, riendo y persiguiendo mariposas, mientras él la observaba con una mezcla de incomodidad y ternura. Su corazón, acostumbrado a la soledad de la carretera, se ablandó un poco ante la inocencia de la pequeña. Clara se alejó unos pasos, distraída por una mariposa que volaba cerca, sus risitas infantiles rompiendo el silencio del descampado.
Antonio volvió a subir al camión y miró a Mila, que ya se estaba desabrochando el cinturón de seguridad. Ella le devolvió la mirada con una expresión que era una mezcla de determinación y nerviosismo.
—Bueno —dijo Antonio, con una voz que intentaba ser casual pero que delataba su nerviosismo—. Manos a la obra.
—Claro —respondió Mila, antes de inclinarse hacia él—. Cumplamos con nuestro acuerdo.
Antonio asintió, su rostro ahora serio y expectante. Con manos temblorosas, Mila comenzó a desabrocharle los pantalones, su rostro enrojecido por la vergüenza. Antonio la observó atento, sorprendido por su audacia, pero también por la desesperación que se le notaba en los ojos.
—Despacio —murmuró, mientras ella metía la mano bajo sus calzoncillos no demasiado limpios. Mila palpó la polla del camionero, rolliza y venosa, sorprendiéndose al tocar semejante pedazo de carne que crecía por momentos.
El aire en la cabina se volvió denso, cargado de tensión sexual y el olor a sudor y aceite. Antonio la observó con una mezcla de deseo y culpa, mientras ella sacaba su polla, gruesa y erecta, de aquellos gayumbos que apestaban a macho. Mila la miró con una expresión de sorpresa, como si no esperara que fuera tan grande.
—Es…, grande —afirmó, y Antonio notó un ligero temblor en su voz.
Él no dijo nada, solo la miró mientras ella se colocaba en posición. Mila se arrodilló en el suelo de la cabina, ajustando su cuerpo menudo para poder alcanzar cómodamente la verga de Antonio. El olor a sudor y cuero del asiento se mezclaba con el aroma dulce de su perfume barato, creando una combinación extraña pero nada desagradable.
—Más grande de lo que pensaba —murmuró, su voz apenas audible sobre el silencio del descampado. Mila acarició su imponente erección con una expresión que combinaba curiosidad y un dejo de inquietud.
Antonio gruñó, su ego inflado por el comentario.
—Pues a ver si puedes con ella —le dijo, con un tono que intentaba ser juguetón pero sonaba más bien rudo y desafiante.
Mila tomó la polla de Antonio con ambas manos, sintiendo su peso y su calor. Desenfundó su glande y lo acercó a sus labios, besándolo suavemente, como si le agradeciera aquello. Luego, con un movimiento lento y deliberado, comenzó a lamerla, desde la base hasta la punta, donde una gota de líquido preseminal brillaba bajo la luz del atardecer. El sabor salado y masculino llenó su boca, y ella cerró los ojos, concentrándose en el momento.
Después de lamer durante un minuto aquella polla de actor porno se detuvo para volver a admirarla, impresionada por su grosor. Nunca había visto una tan grande, y el solo pensamiento de metérsela en la boca le hizo sentir un nudo en el estómago. Pero no tenía otra opción. Tomó la polla de Antonio por su peluda base, sintiendo su calor y su dureza, y la acercó a sus labios.
El primer contacto interno fue un shock para ambos. Mila sintió la cabeza hinchada de la polla estirando exageradamente las comisuras de sus labios, mientras Antonio contuvo un gemido de placer. Ella cerró los ojos y comenzó a chuparla, lentamente al principio, sintiendo su sabor a hombre. Antonio la miró, sorprendido por su habilidad, a pesar de su evidente nerviosismo.
—Joder… —murmuró, mientras Mila succionaba la punta en su boca, sintiendo cómo su lengua rozaba la cabeza sensible—. No está nada mal.
Mila continuó, moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo, sintiendo cómo la polla de Antonio llenaba cada vez más su boca. Era muy gruesa y le costaba respirar, pero no se detuvo. Al principio, los movimientos de la chica fueron lentos y cautelosos, como si estuviera probando las aguas. Pero a medida que se acostumbraba al tamaño de la polla de Antonio, su confianza creció.
El hombre la miró comer, sintiendo cómo el placer crecía en su interior mientras ella chupaba y lamía con desesperación. Sus labios se cerraron alrededor de la cabeza, y su lengua comenzó a trazar círculos lentos y provocativos. Antonio cerró los ojos, disfrutando de la sensación, pero no pudo evitar preocuparse por Clara, que seguía jugando en el descampado, ajena a todo.
—¿La ves? —preguntó Mila, antes de llenar de nuevo su boca con el pollón de aquel hombre que tenía edad para ser su padre, con barriga cervecera y antebrazos velludos, sin dejar de mover la cabeza arriba y abajo. Su voz sonaba ahogada, pero Antonio la entendió perfectamente.
—Sí —respondió él, aunque su voz sonó distraída—. Está bien.
Mila aumentó el ritmo, y Antonio sintió cómo su polla se hinchaba aún más en su boca. Ella lo miró por un momento, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y pudor, antes de volver a concentrarse en su labor. Sus manos se movían por los testículos de Antonio, masajeándolos suavemente mientras su boca trabajaba con habilidad. El sonido de su saliva lubricando su polla era obsceno, pero Antonio no podía evitar gemir suavemente, su cuerpo tensionándose con cada movimiento.
—Hostia puta, Mila —murmuró, su voz ronca y llena de deseo—. Está claro que sabes lo que haces.
Mila no respondió, absorta en la titánica tarea que tenía entre manos. Su boca se movía con habilidad, sus labios ajustándose al grosor de la verga del camionero, mientras su lengua exploraba cada centímetro con avidez. Los sonidos húmedos de aquella comida de rabo llenaron la cabina, mezclándose con el respirar agitado de Antonio.
—Así —murmuró él, colocando una mano en su cabeza, guiándola con suavidad—. Más profundo, zorrita. Cómetela entera.
Mila obedeció, introduciendo más de la polla en su boca, sintiendo cómo su garganta se cerraba alrededor de ella. Antonio soltó un gemido gutural, su cuerpo tensándose mientras ella lo envolvía con su boca. Gruñó satisfecho, nublándosele por un momento la mirada.
Y justo entonces, la voz inocente de Clara los interrumpió.
—¿Mamá, qué estás haciendo? —preguntó la niña subida al neumático delantero, de pie junto a la puerta, con los ojos muy abiertos y una expresión de confusión instalada en su carita.
—¡Clara! —exclamó Mila, tratando de cubrir la erección de Antonio con una mano, algo del todo imposible debido a la tranca que éste calzaba—. Ve a jugar, cariño.
Pero Clara no se movió, su mirada fija en la escena que tenía delante.
—Vale, pero… ¿Qué hacías? —insistió la pequeña.
—Nada, cielo —respondió Mila, con una sonrisa forzada en su rostro enrojecido por la vergüenza, mientras Antonio se ajustaba los pantalones, maldiciendo por lo bajo—. Sólo estaba… Hablando con el señor.
Clara miró durante unos segundos a Antonio y luego volvió a clavar sus ojitos perspicaces en los de su abochornada madre.
—¿Por qué te metes esa cosa en la boca, mamá? —preguntó, con la inocencia propia de su edad.
Antonio se aclaró la garganta, buscando las palabras adecuadas para explicar lo inexplicable.
—Eh… Tu mamá está… Ayudándome con algo —dijo, su voz incómoda y titubeante.
Clara frunció el ceño, visiblemente confundida.
—¿Como cuando me ayudas a atarme los zapatos? —preguntó, inclinando la cabeza con una expresión de curiosidad infantil.
Mila soltó una risita nerviosa, mientras Antonio intentaba no reír.
—Algo así, cariño —respondió Mila, con una sonrisa forzada que no lograba disimular su malestar.
Clara asintió, aparentemente satisfecha con la explicación, y corrió de nuevo hacia los arbustos, dejando a Antonio y Mila en un silencio incómodo. El ambiente se volvió pesado, cargado de vergüenza y deseo insatisfecho.
—Lo siento —murmuró Mila, volviendo a tomar la polla de Antonio entre sus manos—. No pensé que se acercaría.
Antonio la miró con una expresión que mezclaba diversión y deseo.
—No te preocupes —dijo, su voz ronca y llena de lujuria—. Sigue.
Mila asintió y volvió a la tarea, esta vez con más determinación. Sus labios se movían con urgencia, su boca tragando la polla de Antonio hasta la garganta, mientras sus manos amasaban sus testículos con suavidad. Antonio soltó un gemido profundo, su cuerpo arqueándose ligeramente mientras las sensaciones lo abrumaban. El placer lo inundó, y su mente, normalmente tan práctica y dura, se perdió en el momento. Su mano, gruesa y callosa, se posó en la cabeza de Mila, empuñando después su coleta como si de una rienda se tratara con la cual guiarla en la mamada.
Pero, una vez más, aquella ardilla trepadora llamada Clara interrumpió el momento.
—¿Mamá, aún no has acabado? —preguntó la niña, asomando media cabeza por la ventanilla del camión con esa insistencia que sólo los niños pueden permitirse tener.
Mila se detuvo en seco, su rostro enrojeciendo hasta las raíces de su cabello. La polla del fornido cincuentón seguía en su boca. Antonio abrió los ojos de golpe, su expresión una mezcla de sorpresa y hartazgo.
—No, cariño —dijo Mila, intentando sonar tranquila y casual tras sacarse el pollón del hombre de la garganta—. Sigo… Ayudando a Papá Antonio.
Clara pareció ignorar sus palabras, centrada ahora su mirada en el rollizo y ensalivado pene del camionero. Aún sin haber visto muchos antes, probablemente ninguno, parecía una niña lo suficientemente lista como para saber que lo que Antonio tenía entre las piernas no era de un tamaño estándar.
—¿Por qué tienes su cosa en la boca, mamá? —preguntó, señalando el miembro de Antonio con una ingenuidad que hizo que él se sintiera violento. Mila tragó saliva, buscando una respuesta que no alarmara demasiado a su hija.
—Es… Es un juego —dijo finalmente, limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Un juego de mayores.
Clara pareció aceptar la explicación, aunque su expresión seguía siendo de curiosidad.
—¿Puedo jugar también? —preguntó, con una sonrisa inocente que hizo que Antonio sintiera un nudo en el estómago.
Antonio y Mila intercambiaron una media sonrisa incómoda.
—No, cielo —dijo Mila rápidamente, intentando sonar firme pero amable—. Este juego es sólo para mayores.
Clara pareció decepcionada, pero finalmente asintió y, tras saltar del neumático, se alejó para seguir jugando. Mila se volvió hacia Antonio, cuya polla seguía erecta pero ahora un poco menos firme debido a la interrupción.
—Perdona —murmuró ella, volviendo a colocarse en posición.
Antonio asintió y Mila reanudó su tarea, aunque ahora con un poco más de prisa, como si quisiera terminar antes de que Clara volviera a asomar y les acribillara de nuevo a preguntas. Sus labios se movían con determinación, y su lengua exploraba cada centímetro de la venosa polla del paciente camionero, que pronto recuperó su dureza inicial.
Él cerró los ojos, dejándose llevar por las sensaciones. Mila era hábil, y a pesar de la situación algo incómoda, logró que Antonio se olvidara por un momento de todo lo demás. Sus gemidos eran bajos y guturales, y su cuerpo se tensaba a medida que se acercaba al clímax. El olor a sexo y sudor llenaba la cabina, y el sonido de la respiración agitada de ambos se mezclaba con el canto de los grillos afuera.
Los ojillos suspicaces de Clara volvieron a asomar en la ventanilla.
—¿Mamá, por qué Papá Antonio hace esos ruidos? —preguntó esta vez, con una expresión de curiosidad inocente que hizo que Mila se detuviera de nuevo. Antonio rebufó, entornando los ojos cuando Mila volvió a apartarse de su polla.
—Es… Es porque le gusta el juego —dijo, sonriendo con nerviosismo—. ¿Verdad, Antonio?
Antonio carraspeó tras atusarse la barba, intentando encontrar una respuesta que no sonara demasiado inapropiada.
—Sí… Sí, me gusta —dijo finalmente, aunque su voz sonó un poco forzada.
—¿Mamá, y tú por qué haces ruidos raros? —preguntó ahora la niña, con los ojos muy abiertos y una sonrisa inocente.
—¡Clara, por favor! —exclamó Mila, costándole cada vez más mantener la compostura—. Ve a jugar, cariño.
—¿Puedo quedarme a mirar? —preguntó Clara, con una sonrisa angelical que desarmaría cualquier resistencia.
Antonio y Mila cruzaron sus miradas, incómodos pero divertidos.
—No, Clara —respondió su madre, con firmeza—. Ve a jugar.
Clara frunció el ceño, pero finalmente asintió y corrió de nuevo hacia un pino lo suficientemente alejado del camión, dejando a Antonio y Mila en paz. El silencio volvió a la cabina, pero esta vez estaba cargado de una morbosa tensión sexual casi palpable.
—Que niña… —murmuró la chica, volviendo a la tarea con renovadas energías. Sus manos temblorosas ajustaron su agarre, y sus labios se movieron con una urgencia que delataba su propia necesidad. Antonio la miró con una sonrisa, su cuerpo temblando de anticipación.
—No te detengas ahora —dijo, su voz ronca y llena de deseo—. Estaba a punto de correrme.
Mila asintió y redobló sus esfuerzos, su boca moviéndose con frenesí mientras sus manos trabajaban los pesados huevos de Antonio. El sonido húmedo y obsceno de toda buena mamada llenó la cabina.
—Joder, niña —murmuró, su voz quebrándose—. Que bien la chupas.
—¡Mamaaaaaaaaaaaa! —gritó Clara desde algún punto del descampado, sonando su voz bastante lejana.
Mila interrumpió otra vez la mamada, elevando su cabeza para otear a través de los cristales del camión tratando de localizar a su hija. Antonio bufó, visiblemente hastiado, y luego soltó una carcajada nerviosa, su cuerpo temblando de risa y desesperación.
—Lo siento, Antonio —murmuró ella, acercándose de nuevo a él—. Continuemos.
Pero el hombre ya no estaba de humor para juegos. Las constantes interrupciones de Clara lo habían enfurecido, y ahora miraba a Mila con una expresión dura.
—Basta —dijo, con una voz que no admitía réplicas—. Si no puedes hacerlo bien, no lo hagas.
Mila lo miró, sorprendida por su cambio de tono.
—Lo siento —se excusó ella, con una voz que intentaba ser suave—. Pero no es fácil con Clara revoloteando.
Antonio la miró, su expresión implacable.
—Entonces cúrratelo, guapita. Haz que me corra de una puta vez —dijo, tomando su cabeza con ambas manos y guiándola hacia su polla—. O no os llevaré a ninguna parte.
Mila lo miró, asustada por su tono, pero no tenía otra opción. Tomó el pene de Antonio en la boca, esta vez con más fuerza, moviendo la cabeza con ritmo mientras su mano le pajeaba al tiempo que se la mamaba.
Antonio gimió, sintiendo cómo el placer lo invadía de nuevo, mientras ella chupaba y lamía su polla con desesperación. El sudor comenzaba a brillar en su frente, y su respiración se volvió más rápida y entrecortada. El hombre gruñía de placer mientras su rollizo glande atravesaba una y otra vez la garganta de la joven.
—Mila… —murmuró Antonio, su voz quebrándose—. Me voy a correr.
—¿Por qué tienes la cara roja, mamá? —preguntó Clara repentina e inesperadamente, asomando de nuevo su cabecita.
Esta vez, Antonio no le permitió a la mujer responder a su hija. Mantuvo fija la cabeza de Mila contra su regazo, agarrándola con ambas manos mientras follaba con rudeza su boca ante la atenta y fascinada mirada de Clara. Antonio miró a la cría con una despiadada mezcla de frustración y regodeo, gozándose ya abiertamente el morbo que, en el fondo de su ser, le provocaba aquella situación.
—El sol, niña —respondió Antonio finalmente, sin dejar de gobernar con sus manos la cabeza de Mila y con una voz entrecortada por el placer que intentaba sonar convincente—. Hace mucho calor.
Clara pareció satisfecha con la respuesta y se alejó de nuevo, dejando a Antonio follándose brutalmente la cabeza de su madre. Jugando, debió pensar ella.
El hombre la guió con fuerza, despegando un poco su culo del asiento y moviendo sus caderas arriba y abajo mientras ella seguía su ritmo. El sonido de arcadas y toses ahogadas llenó el camión, mientras Mila sentía cómo la polla de Antonio se alojaba despiadadamente en su tráquea una y otra vez.
—Joder, qué puta boca tienes —murmuró él, mientras sus manos se apretaban en su cabello—. Te la voy a dejar bien llena de lefa.
Mila no respondió, concentrada en su tarea, mientras Antonio penetraba el agujero de su cara cada vez con más fuerza. El placer lo poseía ahora, y no pudo evitar gemir de nuevo, sintiendo cómo su corrida se estaba formando.
—Me corro, zorra —advirtió, con una voz que era casi un gruñido—. Trágatela toda.
Los movimientos de Mila se volvieron más rápidos y desesperados, y Antonio sintió cómo su orgasmo se acercaba inexorablemente. Sus manos se aferraron a los asientos y sus gemidos se hicieron más fuertes, llenando la cabina con un sonido obsceno y primitivo. El sudor perlaba su frente, y su respiración se volvió entrecortada.
—Voy a… —empezó a decir, pero no terminó la frase
Su cuerpo se tensó, y Mila sintió cómo la polla de Antonio se hinchaba en su boca. Él cerró los ojos y dejó escapar un gruñido profundo que se convirtió en rugido cuando su miembro estalló en la garganta de Mila. Sintió como sus huevos se descargaban con la furia de un dique derribado, mientras ella seguía moviendo la cabeza, asegurándose de no perder ni una sola gota de su leche. La chica tragó una vez, dos veces, pero pronto se vio obligada a apartarse, dejando que el exceso de semen cayera sobre su pecho y el suelo de la cabina. Cuando finalmente se apartó, Mila se asomó por la ventanilla y escupió el exceso de semen, su rostro enrojecido por el esfuerzo. Antonio tosió mientras guardaba su pegajosa media erección en los calzoncillos.
—Lo siento —dijo Mila—. No pude…
—No pasa nada —la interrumpió Antonio, ajustándose los pantalones con un gesto brusco—. Cumpliste tu parte del trato.
Ella asintió, y ambos se quedaron en silencio durante unos momentos, mientras el sonido de los grillos y el viento en el descampado llenaban el aire. El olor a sexo seguía presente, pero ahora se mezclaba con el aroma fresco de la tarde.
—La virgen… —murmuró Antonio, su voz ronca y satisfecha—. Debo de haber perdido al menos un kilo de peso.
Mila no respondió al comentario soez y vanagloriado del hombre, refiriéndose a lo abundante que había sido su corrida. Se limitó a limpiarse la boca con el dorso de la mano, boqueando aún esforzada mientras trataba de recuperar el aliento.
—Lo siento por la niña, pero que no hubiera dado tan por culo —farfulló Antonio, respirando entrecortadamente mientras su cuerpo se relajaba. El sudor le resbalaba por la frente, y su corazón latía con fuerza en su pecho.
Mila se arregló la coleta, mirando al fornido cincuentón con una expresión que combinaba alivio y vergüenza. Algunas gotas de semen aún brillaban en su mentón, y su cabello seguía un poco despeinado.
Finalmente, Antonio miró hacia donde estaba Clara, que en aquel preciso instante perseguía a un saltamontes con una sonrisa en el rostro. Su risa infantil sonaba como música en el silencio del descampado.
—Deberíamos irnos —dijo Antonio, y su voz sonó más suave de lo habitual. Luego se llevó los dedos a la boca y silbó potente, captando así la atención de la niña que de inmediato corrió risueña hacia el camión—. No es seguro estar aquí tanto tiempo.
Mila asintió y se levantó, ayudando a su hija a subir. Clara, ajena a todo lo que realmente había sucedido, se sentó en su lugar y miró a Antonio con una sonrisa.
—¿Papá Antonio, podemos seguir jugando? —preguntó, con una inocencia que hizo que Antonio sintiera un nudo en el estómago.
Antonio sonrió a pesar de sí mismo.
—No, pequeña —dijo—. Ahora tenemos que seguir el camino.
El camión se puso en marcha de nuevo, y Antonio condujo en silencio mientras Mila miraba por la ventanilla con una expresión indeleble. El sol ya había desaparecido por completo, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer en el cielo nocturno. El aire se había vuelto más fresco, y el silencio en la cabina era cómodo, como si lo que había sucedido en el descampado hubiera creado un vínculo entre ellos.
Antonio miró a Mila de reojo, preguntándose qué la habría llevado a aquella situación. No era asunto suyo, pero algo en su historia lo intrigaba. Su rostro, aunque cansado, tenía una belleza dura, como si la vida la hubiera moldeado con golpes y caricias. Le recordaba un poco a su hija.
—¿Por qué Pueblo Viejo? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio. Su tono de voz menos agresivo de lo acostumbrado, como si temiera invadir su privacidad.
Mila lo miró, y por un momento, Antonio pensó que no respondería. Pero entonces suspiró y habló en tono de confidencia, como si enunciar aquellas palabras le costara más que comérsela a un camionero dotado.
—Es donde vive mi familia —dijo—. Necesito un lugar donde quedarme, aunque sea por un tiempo. Las cosas… No han sido fáciles.
Antonio asintió, comprendiendo un poco más la desesperación que la había llevado a hacerle aquella oferta. No dijo nada más, pero su expresión se suavizó un poco, como si hubiera dejado de verla solo como una mujer que le había hecho una mamada y comenzara a verla como una persona con una historia propia.
El camión avanzó por la carretera, y el silencio entre ellos no fue incómodo. Era un silencio compartido, un entendimiento mutuo de que lo que había sucedido en el descampado quedaría entre ellos. Pero mientras Antonio conducía y Mila miraba por la ventanilla, ambos sabían que aquel encuentro había dejado una marca en ellos, una conexión que no podía ser ignorada.
Clara, cansada de su juego en el descampado, se acurrucó en el asiento de atrás y pronto se quedó dormida, su respiración suave y regular.
Antonio siguió conduciendo en silencio, perdido en sus pensamientos. El camionero se preguntaba qué más les depararía el camino, y si aquella joven madre y su entrometida hija encontrarían la paz que buscaban en Pueblo Viejo.
El destino aún estaba lejos, y la noche era joven. Antonio se preguntaba si volvería a ver a Mila y a Clara, y si aquel encuentro en el descampado sería sólo un recuerdo o algo más.
Y así, bajo el manto de las estrellas, el camión siguió su camino, llevando consigo la anécdota de tres personas cuyas vidas se habían cruzado en un descampado, en una tarde que ninguno de ellos olvidaría. Aunque Antonio deseó que, al menos Clara, sí lo hiciera.
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