Antonio el camionero y la joven madre soltera (II)
La inocente y curiosa hija de Mila acaba excitando al camionero Antonio con su ingenuidad infantil. Su madre acaba pagando las consecuencias..
Antonio detuvo el camión en un área de descanso solitaria, rodeada de árboles altos y silenciosos que susurraban con el viento nocturno. El motor ronroneó suavemente antes de apagarse, dejando atrás el zumbido constante que había acompañado su viaje durante horas.
En la parte trasera, Mila y su hija Clara dormían profundamente en las literas, sus cuerpos relajados, ajenos al mundo exterior. Mila, con su cabello castaño derramado sobre la almohada, respiraba con la regularidad de quien está sumido en un sueño sin perturbaciones. Clara, en la litera de arriba, yacía acurrucada como un gatito, su rostro angelical iluminado por la luz tenue que se filtraba a través de la cortina de la ventanilla.
Antonio descendió del camión, sus botas crujiendo sobre la grava del camino. El aire de la noche era fresco, cargado con el aroma de la tierra húmeda y las hojas caídas que tanto le recordaba a su infancia en el campo. Se desabrochó el cinturón de los pantalones, sintiendo el alivio inmediato de la presión acumulada durante horas de conducción. Se alejó unos pasos, buscando un lugar discreto entre los árboles, y comenzó a orinar, el chorro fuerte y constante contra el suelo.
Fue entonces cuando Clara apareció, como un pequeño fantasma salido de la nada. Medio dormida, con los ojos entrecerrados y el cabello revuelto, lo miró con una deliciosa mezcla de curiosidad e inocencia.
—¿Clara? —murmuró Antonio, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
La niña se detuvo frente a él, frotándose los ojos con el dorso de la mano. Su camisón de algodón rosa estaba arrugado, y sus pies descalzos se hundían ligeramente en la grava.
—Te seguí —respondió Clara con voz somnolienta, como si fuera lo más natural del mundo.
Antonio sintió una mezcla de ternura y preocupación. Clara era una niña curiosa e inocente, pero también era propensa a meterse en situaciones que no entendía del todo. La miró con una sonrisa forzada, intentando disipar su inquietud.
—Deberías estar durmiendo, pequeña —le dijo, señalando el camión con la cabeza—. Tu madre se preocupará si se despierta y no te ve.
Clara lo ignoró, sus ojos fijándose en el pene de Antonio, que colgaba fláccido pero aún impresionante a la luz de la luna. Su curiosidad infantil se encendió, y se acercó un poco más, inclinando la cabeza para mirarlo mejor.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el miembro de Antonio con un dedo pequeño y regordete.
Antonio cayó entonces en la cuenta de la desnudez de su entrepierna. Se sintió incómodo de repente, como si la tierra se hubiera abierto bajo sus pies. Intentó cubrirse con las manos, pero Clara ya la había visto del todo. El fornido cincuentón se tensionó, sintiendo cómo su pene, que momentos antes colgaba fláccido, comenzaba a reaccionar de manera inapropiada a la presencia inesperada de la niña.
—Es… Es mi… —tartamudeó, buscando las palabras adecuadas—. Es algo que los hombres tenemos, niña.
Clara frunció el ceño, claramente insatisfecha con la respuesta. Se acercó aún más, su nariz arrugada en un gesto sagaz.
—Pero es muy grande —dijo, su voz llena de asombro—. Y tiene mucho pelo. ¿Por qué tiene tanto pelo?
Antonio sintió un calor subir por su cuello. La inocencia de Clara lo descolocó, pero también despertó algo en él, algo primitivo y poderoso. Su polla palpitaba suavemente, como si respondiera con vida propia a la atención de la pequeña. Nunca había estado en una situación así, y menos con una cría de la edad de Clara. Intentó mantener la calma, recordando que ella era solo una niña inocente, sin malicia ni intencionalidad sexual en sus preguntas.
—Es… Es normal —respondió, su voz más baja—. Los hombres tenemos pelo ahí.
Clara asintió, como si eso explicara todo. Pero entonces, su mirada se fijó en los testículos de Antonio, que colgaban pesadamente bajo su pene.
—¿Y esas bolas? —preguntó, señalándolas con el dedo—. ¿Para qué son?
Antonio se sintió aún más incómodo, si eso era posible. Intentó terminar de orinar rápidamente, pero la presencia de Clara le había cortado la meada por completo. Se aclaró la garganta, buscando una respuesta que no fuera demasiado explícita.
—Son… Son parte de… De cómo los hombres funcionamos —dijo, sintiéndose ridículo.
Clara pareció satisfecha con la respuesta, pero entonces, algo cambió. Antonio notó que su pene comenzaba a engrosarse, reaccionando a la presencia de Clara de una manera que él no había anticipado. La niña lo notó también, sus ojos abriéndose de par en par.
—¡Mira! —exclamó, su voz llena de asombro—. ¡Se está poniendo más grande! ¡Más gorda!
Antonio sintió un escalofrío recorrer su espalda. La inocencia de Clara, su curiosidad natural, lo había excitado de una manera que no podía ignorar. Intentó apartarse, pero Clara se acercó más, extendiendo una mano pequeña hacia su pene.
—¿Puedo tocarlo? —preguntó, su voz llena de curiosidad.
Antonio la agarró de la muñeca antes de que pudiera hacer contacto, su corazón latiendo con fuerza. La miró a los ojos, viendo solo inocencia y curiosidad, pero también sintiendo el peso de la situación.
—No, Clara —dijo con firmeza, aunque su voz temblaba ligeramente—. No debes tocar eso.
La niña lo miró, confundida y un poco asustada por su tono. Sus labios temblaron, y Antonio temió que fuera a llorar. Para distraerla, movió las caderas, haciendo que su polla morcillona se balanceara suavemente de un lado a otro.
—Mira —dijo, intentando sonar más amable—. Es como un columpio.
Clara lo observó, sus ojos siguiendo el movimiento. Lentamente, su miedo se disipó, y una sonrisa se extendió por su rostro.
—¡Es divertido! —exclamó, riendo suavemente.
Antonio sonrió también, aliviado de que la situación no hubiera escalado.
—¿Me dejarías montar en el columpio?
El camionero bufó una risa. Clara, en su bendita inocencia, se preguntó a sí misma qué le había resultado tan gracioso de su petición.
Antonio le dio la espalda para terminar de orinar rápidamente, abrochándose después el pantalón y sintiendo su pene aún semi erecto contra la tela. Luego tomó a Clara en brazos, sintiendo su cuerpo menudo y cálido contra el suyo.
—Vamos, pequeña —le dijo, caminando de vuelta al camión—. Es hora de seguir durmiendo.
Clara acurrucó su cabeza en el fornido hombro de Antonio, sus ojos cerrándose mientras él la llevaba de vuelta al camión.
Ya en el interior de su hogar con ruedas, Antonio suspiró profundamente mientras ajustaba la manta sobre el cuerpo dormido de Clara, asegurándose de que la niña estuviera cómoda en la estrecha litera del camión. La luz tenue de la cabina iluminaba su rostro angelical, y él no pudo evitar sentir un alivio inmenso de que hubiera sido él, y no Martín «El Caballo», quien las había recogido en aquella carretera desierta. Martín, su mejor amigo, era una bestia sexual despiadada, un hombre sin escrúpulos que no habría tenido miramientos ni con la inocencia de Clara. Antonio sabía que si la niña hubiera empezado a hacerle preguntas sobre su polla, como había hecho con él, Martín no habría dudado en mostrarle más de lo que una niña de su edad debería ver.
Clara ya estaba en el séptimo cielo, su respiración suave y regular. Antonio miró entonces hacia la litera de abajo, donde Mila yacía inmóvil, su belleza serena iluminada por la luz tenue. La visión de la joven madre, con su cabello castaño derramado sobre la almohada y sus pechos subiendo y bajando, ocultos bajo una camiseta blanca de hombre que le quedaba enorme, lo golpeó como un puñetazo en el estómago.
La excitación que Clara había despertado en él, aún no había desaparecido del todo. Al contrario, se había intensificado, alimentada por la imagen de Mila durmiendo tan cerca, tan accesible. Antonio se acercó a la litera de aquella que tan bien se la había mamado hacía apenas unas horas, sintiendo su corazón latir con fuerza en el pecho. Se inclinó sobre ella, inhalando el aroma dulce y floral de su piel. Mila se removió en su sueño, su mano cayendo sobre el colchón, y Antonio se apartó rápidamente, sintiéndose como un intruso en su tranquilidad.
Pero la tentación era demasiado grande. Mila era una mujer de una belleza arrebatadora, con curvas que invitaban al pecado y una presencia que lo había cautivado desde el primer momento. Antonio se sentó en el borde de la litera, su mano rozando el brazo desnudo de Mila. La piel de ella era suave, cálida, y él se sintió tentado a deslizar su mano hacia arriba, hacia su hombro y su cuello.
Mila se movió de nuevo, su cuerpo girando ligeramente hacia él. Su enorme camiseta se deslizó, revelando un hombro desnudo y una parte de su pecho. Antonio tragó saliva, su garganta seca, su cuerpo respondiendo a la visión con una urgencia que no podía ignorar. Se inclinó, su nariz rozando el cabello de Mila, inhalando su aroma una vez más. Supo entonces que no podría resistirse ni un segundo más.
Antonio se quitó la ropa con movimientos rápidos pero silenciosos, sintiendo cómo su pene se endurecía de nuevo al pensar en lo que estaba a punto de hacer. Se puso un condón por decencia pero también por precaución, sólo quería follarla, no dejarla preñada. Entonces se acercó a la litera de Mila, observando su cuerpo dormido con una mezcla de deseo y culpa. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era arriesgado, pero la excitación que lo consumía era demasiado fuerte para resistirse.
Se arrodilló junto al pequeño catre, deslizándole las bragas a Mila con toda la delicadeza que le permitieron sus enormes manos. Las bajó lentamente, percibiendo la suavidad de su piel de veinteañera contra sus dedos, su olor a hembra. Luego, sin más preámbulos, se posicionó sobre ella, entre sus piernas, sosteniéndose con sus fuertes brazos para no aplastarla con todo su peso, y alineó su pene erecto con la entrada de su coño. Mila estaba húmeda, su cuerpo respondiendo incluso en el sueño, y Antonio no perdió más el tiempo. Empujó con fuerza, gruñendo al sentir cómo su polla gorda penetraba aquel coño caliente y ajustado.
La joven inconsciente gimió en su sueño, su cuerpo respondiendo a pesar de estar dormida. Antonio sintió cómo sus huevos borboteaban calientes por dentro, una ola de placer que lo consumía por completo. Y en ese momento, la imagen de Clara volvió a su mente, más vívida que nunca. Se imaginó a la niña mirándolo con esos ojos grises llenos de curiosidad, su sonrisa inocente mientras su pene se balanceaba ante ella.
—Joder, Mila —murmuró, su voz ronca y llena de deseo—. Sería un pecado no follarse un coñito como el tuyo.
Mila gimió de nuevo, su cuerpo arqueándose ligeramente bajo el peso de la peluda barriga cervecera de Antonio. El hombre comenzó a moverse, disfrutando de la sensación de aquel coño jugoso y apretado rodeando su polla. Sus embestidas, lentas y controladas al principio, rápidamente se aceleraron a medida que su deseo crecía.
Entonces, Mila despertó de repente, sus ojos abriéndose de par en par al ver al camionero desnudo sobre ella, su cuerpo fornido y velludo presionando contra el suyo. Una de las callosas manos del hombre se había colado por debajo de su camiseta y amasaba su pecho izquierdo con rudeza.
—¡Antonio! —exclamó, su voz llena de sorpresa y miedo.
Él le tapó la boca con una mano, sintiendo su corazón latiendo con fuerza contra su pecho.
—Shhh —chisteó—. No despiertes a Clara.
Mila lo miró, sus ojos llenos de confusión y algo más que Antonio no pudo identificar. Lentamente, relajó su cuerpo, sus manos moviéndose para aferrarse a los hombros de Antonio. Él interpretó ese gesto como una señal para continuar, y reanudó sus embestidas, más fuertes y más rápidas esta vez.
El camión temblaba ligeramente con cada movimiento, pero Antonio no podía detenerse. Con cada embestida, la imagen de Clara no dejaba de aparecer en su mente. La inocencia de la niña, su curiosidad, su risa mientras su pene «bailaba»… Todo eso se mezclaba con la sensación de follarse a Mila, creando una fantasía que lo impulsaba más allá de lo que había planeado, y Antonio se sintió abrumado por una excitación que no pudo ni quiso controlar. Los empujes de sus caderas se volvieron más brutales, más profundos, su cuerpo sudando mientras se dejaba llevar por el placer. Cada arremetida de su enorme polla, cada gemido ahogado, estaba teñido por el recuerdo de la niña que dormía sobre ellos, a escaso metro y medio de distancia.
Mila, por su parte, parecía ajena a los pensamientos de Antonio. Su cuerpo respondía con una intensidad que él no había anticipado. Sus caderas se movían al ritmo de las suyas, y sus gemidos, aunque silenciosos, eran cada vez más frecuentes. Antonio sintió cómo su propio deseo crecía, cómo la tensión se acumulaba en su interior, hasta que finalmente, con un gruñido ahogado, alcanzó el clímax.
—¡Clara! —rugió Antonio, su voz llenando el espacio reducido del camión. Se corrió con fuerza, sintiendo cómo su leche llenaba el condón mientras su cuerpo temblaba de placer y su rostro se distorsionaba por el éxtasis.
Se derrumbó sobre Mila, sintiendo cómo su cuerpo temblaba con las últimas contracciones. La joven, por su parte, permaneció inmóvil, como si estuviera esperando a que el mundo dejara de girar. Antonio se retiró lentamente, sintiendo cómo su miembro enfundado en látex, aún palpitante, salía de ella. Con un movimiento rápido, se quitó el condón y lo ató con un nudo antes de lanzarlo al suelo del camión.
Sólo entonces cayó en la cuenta de que había gritado el nombre de Clara y no el de Mila al eyacular, y un escalofrío de culpa recorrió su cuerpo de oso.
—Lo siento —murmuró Antonio, su voz ahora más suave, más sincera. O al menos así quiso que sonara.
Mila no respondió. En cambio, se giró hacia un lado, dándole la espalda. Su cuerpo, aún tembloroso, parecía buscar un refugio en la oscuridad. Antonio, sintiéndose incómodo y culpable, se levantó de la litera, buscando y recogiendo su ropa dispersa por el suelo.
Mientras se vestía, echó un vistazo a Clara, que seguía durmiendo profundamente. Su rostro, sereno y tranquilo, contrastaba con el caos que acababa de desenredarse en la litera de abajo. Antonio sintió un nudo en el estómago. ¿Qué había hecho? ¿Qué había sido eso? No era solo el acto en sí, sino la forma en que se había desarrollado, la mezcla de deseo, culpa y confusión que lo había consumido.
Mila, subidas ya sus bragas y cubierta con esa camiseta en la que cabrían dos chicas como ella, se incorporó hasta quedar sentada en la litera, mirando al vacío. Antonio se acercó a ella, aunque se detuvo a medio camino. No sabía qué decir ni qué hacer. ¿Debía intentar consolarla? ¿O era mejor dejarla en paz?
—Deberíamos irnos —dijo finalmente, su voz cortando el silencio.
Mila asintió, sin mirarlo. Antonio se dirigió a la cabina del camión, sintiendo el peso de la mirada de ella en su espalda. Cuando arrancó el motor, el rugido del vehículo parecía llenar el vacío que se había creado entre ellos.
El viaje continuó en silencio. Clara, ajena a todo lo que había sucedido, seguía durmiendo en la litera de arriba. Mila, sentada en el asiento del pasajero, miraba por la ventana, su expresión inexpresiva. Antonio, con las manos firmemente agarradas al volante, intentaba concentrarse en la carretera, pero su mente no dejaba de dar vueltas.
¿Qué había sido eso? ¿Un error? ¿Un momento de debilidad? No estaba seguro. Lo único que sabía era que algo había cambiado. La dinámica entre ellos, la confianza que habían construido durante el viaje, ahora estaba teñida por una sombra de incertidumbre.
Comenten y puntúen. Acepto sugerencias para futuros relatos.
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