Ay, profe, ¡me haces igual que mi papá…!
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Stregoika.
Entré al colegio disimulando muy bien lo que llevaba en una bolsa porque si un docente llega al colegio con un vistoso regalo, envuelto en brillante papel adornado con corazoncitos rojos sobre fondo dorado y un enorme moño rojo sangre, pues todos iban a estar preguntando. Por eso lo oculté en una gran bolsa para basura. Llegué al laboratorio de química, donde me esperaba Luisa. Le había dicho que aguardara mientras traía el regalo del carro, y ella se quedó congelada mientras yo volvía, adorablemente sentada con las manos unidas en el regazo. – profe, pero con motivo ¿de qué? – Tómalo como regalo de cumpleaños, pues – 0k, pero, del próximo, o del que pasó, porque están igual de lejos… – rió ella. – del qué pasó – repuse de mala gana. – bueno, entonces cuando cumpla los 13, me das un regalo ¡pero a tiempo! – bromeó. Agarró el paquete y lo puso sobre la mesa para destaparlo y al sacarlo de la bolsa de basura, se deslumbró. – ¡tan lindo! – gritó – ¿usted lo envolvió, profe? – no, obvio no. Ábrelo. A los pocos segundos, había sobre el mesón del laboratorio una caja con su tapa al lado y hojas de papel mantequilla abriéndose desde su interior. Luisa estaba petrificada ante el regalo que sostenía en sus manos: Un par de sandalias Gucci de cuero blanco, para la rumba en el verano. Luisa no sabía si mirarme a mí o a las sandalias. Como fuera, al cabo de un segundo saltó sobre mí para abrazarme. El tamaño y el aspecto del paquete habían impactado sus ojos, pero el contenido le había sacudido el alma. Luisa me besó muy cerca de los labios. – ¡están divinas profe! Yo no sabía mucho de moda femenina, pero no obstante sabía por dónde atacar, porque ella sí que sabía. Cuando se es profesor, se llega a conocer los chicos, tan fácil como leer un libro; y peor aún, si uno sabe manejar la psicología. Las sandalias acababan de abrir en ella una puerta delante de la que estaba hacía rato y a la que se quería acercar, pero que seguía inalcanzable por sus patrones familiares. Dicho de forma sencilla, esas sandalias sensuales – y que me habían costado casi un salario – le indicaban que yo la veía como una mujer. Mi interés era, dicho bruscamente, comprar el culo de Luisa, que era sin miedo a exagerar, la cosa más deliciosa que había en toda la población estudiantil. Llevaba fantaseando con su exquisito trasero por casi un año, sin animarme a hacer mis sueños realidad, hasta que la confianza y el coqueteo adquirieron irresistibles tonos. – pero ¿yo qué le digo a mi mamá? – no te preocupes – respondí de un sobreseguro respingo – dile la verdad, que yo te los obsequié. Ella ya sabe, incluso le pedí permiso. En verdad era pan comido. Inventé que un amigo contrabandeaba la marca y que por un ajuste amigable de cuentas le encargué un par de artículos. Usaría el regalo para Luisa como achaque para avanzar en terreno con su madre, que también me gustaba y tenía los mismos 35 años míos. Luisa era un bombón, una chica con una feminidad que a cualquier hombre normal – eso incluye “hombre sin el cerebro lavado” – no le pasa desapercibida. Su cuerpo era poderosamente provocativo, tenía cuerpo de mujer, no como el de sus compañeras, que – aunque también eran hermosas y yo las adoraba –eran delgados y enclenques. Luisa tenía cuerpo de deportista. Además, tenía una mata de pelo que le llegaba hasta la cintura como una lenta cascada de petróleo, de tal frondosidad que producía feromonas como una bomba. Su rostro no era menos encantador. Los pómulos estaban perfectamente subidos en su lugar, producto de un sin número de satisfacciones, sosteniendo unos ojos que por alguna razón que no entiendo bien, parecían más redondos y reflectivos de lo normal. La boquita se le abría pequeñita en medio de los saludables cachetes, solo lo suficiente para señorear su bien alineada dentadura. Dicho eso, habiendo dejado en claro que Luisa era algo muy cercano a un ángel, les hablaré de su mayor atributo: su culo. Ahhh su culito. Ahora que estoy aquí presionando las teclas para contarles después de varios años, me muerdo los labios y me caliento. Mi obsesión nació un día de brujas, en que la mujercita se disfrazó de bruja. Se puso zapatos altos, pantimedias de fina lana y sobre ellas, apenas un velillo que hacía de falda. Perdí mucha de mi autonomía ese día, porque la lujuria tenía el control. Quería pasarme todo el día al pie de ella, o al menos, cerca, y no perderme del espectáculo de sus nalgas estirando las hebras de su pantimedia y creando un efecto claro-oscuro que acentuaba la redondez de sus glúteos. Estoy seguro que otros profesores, hombres e incluso algunas mujeres, estaban en estado de excitación por Luisita. Irónicamente, la histeria que ha flotado por décadas alrededor de las menores, ha tenido un efecto opuesto al deseado. En vez de cubrir a las niñas, se les da vía libre, suponiendo que son los hombres quienes cargan por sí solos con la responsabilidad de ‘controlarse’. Por ese principio ilógico, las menores han andado en las calles y en los medios cada vez más provocativas, cargando más el interés por lo prohibido. Es un teorema feminista, el derecho de las mujeres a provocar y la prohibición a los hombres de provocarse. Bueno, no voy a ahondar en eso en un relato erótico, ¡mi intención es que pasen una buena paja, no hacer activismo! Las nalgas de Luisita, tan firmes, paraditas, apretaditas, tan grandes… pasé ese maldito Halloween con el corazón a mil y el pantaloncillo mojado, además de una jaqueca a causa de mi esfuerzo por que mis ojos absorbieran más luz y verle aún mejor el culito a través del velillo. Me contuve de hacerme la paja por aquella molesta realidad de que es adictiva y genera conformismo. Me propuse a conquistar a Luisa y pegarle su culeada. Al menos seis meses después, Luisa y yo éramos íntimos amigos. Luisa me contaba todo, jugábamos con frecuencia, nos habíamos dado algunos besitos y le había acariciado la cola varias veces. La primera vez que la toqué fue en medio de un juego, simplemente la palmoteé. Como su reacción fue tan favorable, de ahí en adelante nos abrazábamos mucho. Ya no había barrera en el contacto físico. Me encantaba sacarla de clases y llevármela al laboratorio a que me ayudara con cualquier cosa. Muchas veces, el pretexto era la calificación de las evaluaciones de sus compañeros y subir las notas al sistema, lo cual le encantaba. Y a mí también, porque, las primeras veces la sentaba muy pegadita a mí para echarle mano, y las últimas veces la sentaba encima de mí. Ella siempre hacía su trabajo mientras yo la manoseaba. Pero un día me sentí que la fase de solo tocar ya estaba poniéndose larga, y que tenía que hundir el acelerador. Bendita profesión la mía. Solo se le comparan otros profesores, de otras áreas, especialmente los de deportes, música y danzas. En los colegios decentemente diseñados arquitectónicamente para ser tales, los laboratorios de biología y química, están aislados del resto de edificios del campus, por cuestión de seguridad, por la emisión de contaminantes. Los de música y danzas también, por el ruido. Y los almacenes de material deportivo siempre son de acceso exclusivo del profesor de educación física. Por eso, los laboratorios de bioquímica, los pisos de danza, los salones de ensayos y las bodegas deportivas, son santuarios para el sexo prohibido. Suspiro al recordar mi laboratorio y todos los culos que probé allí. Bastaba con programar una práctica con luminol o con cualquier reactivo fotolábil para hacer oscurecer el laboratorio, y tener la debida privacidad. Así que, ese maravilloso día, los ventanales del laboratorio estaban cegados por las persianas que la gentil junta de padres mandó comprar, pues se habían cansado de ver bolsas de basura pegadas con cinta adhesiva. Yo no podía quejarme de nada. – me quedan perfectos – sonrió Luisita. Se había quitado las medias y había subido cada pie en una de las butacas altas del laboratorio y se había probado las sandalias. Cuando cambió de pie, se levantó el faldón, queriendo visualizarse en short. Yo ya estaba como un cañón de la segunda guerra, y las pulsaciones me empezaban en el perineo y me subían amplificadas al corazón. Luisa se contoneaba, se miraba a sí misma, primero por la derecha, luego por la izquierda, con el faldón subido. Que piernas mamasita, ¡que blancura! Cuando ella se dio la vuelta, no resistí más. Se hincó para recargarse sobre el mesón y volteó a verme. Levantó un pie. Con la otra mano seguía recogiéndose la jardinera, que estaba hecha un moño gigante sobre aquello que yo más quería de ella: su cola. – ¡me gustaron mucho, profe! Yo aparté la butaca que se interponía, y me arrodillé tras ella. Puse mis manos en sus tobillos y las deslicé hasta la parte alta de sus muslos. Qué piel tan hipnóticamente lisa. Luisa aspiró una bocanada de aire y dejó caer la falda. Pero ya era demasiado tarde. Para detenerme, tendría que haber entrado alguien y asesinarme, después de pelear. Además, la caída de la falda solo me excitó más, ya que arrojó sobre mi cara un hálito divino lleno de su olor a piel e intimidad. Mi cabeza quedó atrapada bajo su falda. Le empecé a dar frenéticos besos en la base de las nalgas. Ella no se resistía, por el contrario, danzaba. Estaba dibujando círculos con la cola. De repente arrojó con fuerza el aire que había aspirado y con voz deliciosamente ahogada, dijo – Ay, profe, ¡me haces igual que mi papá…! contra todo pronóstico, en medio del frenesí, había una o dos neuronas en mí que podían razonar, porque recuerdo haber pensado “con razón es tan dócil” y “no culpo al man, no lo culpo”. Arrojé su falda sobre la espalda de Luisa. No me esperaba que tuviera Panties tan sexies. No, nunca le había subido la falda, hasta ese hermoso día. Llevaba panties blancos muy finos. Consistían en una tanga blanca que completaba el cachetero con malla. Mi única reacción fue congelarme momentáneamente y dar un resoplido. – Te gusta sentirte fatal ¿no? – pregunté. – mi papá me compra me compra estos cucos, y por las tardes revisa que me los haya puesto. Tal parece que después de todo sí había un sujeto más afortunado que yo en el planeta. Le besé las nalgas y lamí en medio de ellas. Me encantó la textura de la tela de su panty. Jugueteé con ella unos minutos, usando mucho más mi cara que mis manos. Estaba irresistible con esos calzones tan bien entallados. Pero al fin, se los bajé. El culo de Luisa. La mayor gloria de la creación ahí, a centímetros de mi cara. Metí la cara y aspiré como aquella noche en Cartagena aspirando cocaína. El aroma llenó mi boca, mis pulmones y electrocutó mi cerebro. Un delicioso popurrí entre jabón de baño, lavanda de ropa, telas bien cuidadas, y lo mejor de todo, puro culo. Sin más qué decir: culo. Ese mismo culo que me obsesionó en Halloween, que tanto hubiera querido catar y explorar ese día. Una sorbida más: metía la boca y la nariz entre sus nalgas y aspiré con tal fuerza que me dolieron los senos nasales. Pero valía la pena el manjar. De todos los olores que el olfato de un hombre perciba en el transcurso de una vida, el del culo de una hermosa colegiala de séptimo grado tiene que ocupar un lugar privilegiado. – A ustedes los hombres ¿por qué les gusta tanto la cola? – volteó la carita para preguntar. – no estoy seguro, pero la tuya es… deliciosa. Y empecé a comerle el ano. Chupaba como un crío. Los gemiditos de ella, de esos que son fuguitas involuntarias de aire, me indicaron que le estaba gustado. Y a mí, estaba enloqueciéndome. Abría y cerraba la mandíbula para reforzar la forma de chupa que hacía con mis labios. Succionaba con locura, qué culo tan rico. Los gemidos de Luisa aumentaron en intensidad, y hasta hizo algo de fuerza contra el mesón para darme más. Abracé sus piernas y metí la cara con más fuerza, y le metí la lengua bien hondo. En mi experiencia, al darle lengua por el culo a una mujer, se sabe muy fácil si la enculan con frecuencia o no. Cuando no, no importa cuánto ni con qué tanta fuerza mandes la lengua. Lo único que consigues es empujar el agujerito, aún cerrado. Pero cuando a la nena sí le hacen el anal, la abertura cede y la lengua entra. Pues, a mi Luisita le entró. Ese bello culo que exhibió por todo el colegio en el Halloween pasado, al fin estaba en mi boca. Y de ese ano con el que tanto fantaseé, ahora conocía su saborcito ácido y seco. Aunque ya me dolía la base de la lengua, quise hacerle unas buenas repetidas para lengüetearla bien y que sintiera rico. Veinte segundos más, diez más… saqué la boca de entre sus nalgas y dimos al unísono un respingo. Me puse de pie y ella se enderezó. La abracé. – ¿Qué más te hace tu papá? – me lo mete. – ¿te lo hace, y te gusta? Ella asintió lamiéndose los labios. – y ¿qué te dice cuando te lo hace? – que gracias y que me ama. – Y ¿qué más te hace? – mi papá me lo hace todo por la cola. – Uff, lo entiendo… – mascullé – También quiero que me des tu cola. Luisa hizo un gesto de no entender, y respondió con lo obvio: – ahí la tienes, profe – y se volvió a poner. Me bajé los pantalones y luego los bóxer. El lugar donde hacía presión mi glande, estaba delatado por un círculo prominente de humedad. Le lubriqué la argollita con mi saliva y… ¡A culiar! Se lo inserté, empujé, un centímetro, otro más, pasó lo más grande, el cabezón, el resto sería pan comido… – uhy, hasta ahí profe – se quejó ella, deteniéndome con la mano. Al perecer yo lo tenía más largo que el papá de ella. Quise ver todo nuestro cuadro, para regodearme en mi éxito de tener enculada a Luisa. Qué ganas tan grandes de empujar más… se lo tenía que meter todo. Ella tensionaba el dorso e intentaba mirar para atrás, como si ingenuamente esperara ver el coito. Se mordía los labios, estaba gozando. “no, yo no me conformo con tan poco” pensé, y se lo volví a sacar gentilmente. – ¿Qué pasó profe? – mira Me apunté a ensalivarle ese culo como una mamá gata. Luego le pedí que me escupiera la verga todo lo que pudiera, hasta que se le secara la boca. Ella obedeció muy contenta. Volví a apuntarle… cabezón adentro, qué ano tan rico, dos, tres, cuatro centímetros, cinco, seis… – ¡ashh, profe! – no, mi diosa divina, va todo, hermosa, todo… seguí empujando y ella gritó. Me hinqué para besarla en las mejillas y el cuello. – va todo mi vida, todo… empujé aún más y ella volvió a gritar – ya casi un grito más y ¡al fin! La perfecta redondez de sus nalgas estaba aplastándose contra mi pubis. ¡Qué enculada tan brutal! Su recto se sentía calientito y contento. Ella ondeaba su torso y se tapaba la boca con la mano para ahogar los gemidos. En cuanto a mí, me sentía en la gloria más irracional. Se sentía calientísimo y apretado, y para rematar, ella hacía unas pulsaciones, al sol de hoy ignoro si voluntarias o no; que me llevaron al cielo en cuerpo y alma. Se había iniciado la cuenta regresiva para el diluvio de semen. Pero, ¿tan rápido? ¿Tan rica estaba Luisa que me haría ver como un novato? Los ojos se me apagaron y desenfocaron. No pude más sino cerrarlos y así seguir bombeando. Puedo deducir que yo tenía los labios erectos y la cara pasmada, y le daba por el culito a Luisa mientras tensionaba el ceño. Fue una culeada mística, con poco decir. Estar dentro de un culo después de tanto desearlo es como devorarse el paraíso, sobre todo por el hecho de ser un culo prohibido. La prohibida colita de mi Luisa. Pues… nada. A echar el semen. Empecé a gemir guturalmente mientras mi próstata enloquecida iba y venía, y le llenaba la colita de leche a mi alumna. Abrí los ojos, aunque no enfocaban nada. Parecía bajo el efecto de una sobredosis. Terminé. Acerqué mi pecho a su espalda y la besé. Luego le estrujé las tetecitas que ya empezaban a brotar en ella. Ambos jadeábamos y tratábamos de recuperar el aire. Lo empecé a sacar. – Mammassita – dije con lengua de trapo. En el segundo siguiente estábamos ambos abrazados en el piso. Noté de inmediato que era a lo que estaba ella acostumbrada, y no le negué ni un ápice de cariño. No obstante ella se sostenía el orto con la palma de la mano. La besé en la cabeza y toda la cara para que se sintiera acompañada. Todavía tenía los calzones en las rodillas y empezó a quitárselos. – no se me pueden ensuciar – dijo con un hilo de voz. – ¿te vas a ir a clase sin cucos? Ella pensó por unos segundos y luego dijo – lo que pasa es que eso siempre queda goteando arto rato y… me toca sacármelo todo. ¿Me ayudas, profe? – claro, preciosa. Se puso de pie y cogió de su morral un pedazo de papel higiénico. Entonces me acercó el culo a la cara. Empezó a dedearse, no sin dejar escapar varios gemidos de impresión. Poco a poco, los dedos se le llenaron de chorreaduras de semen espeso. – pon el papel, por fa – dijo. Recogimos toda mi venida en poco menos de un minuto. El problema era que, verla cagando mi leche tan de cerca, con las nalgas coloradas y agradecidas, me hizo dar ganas de más. A lado había ya unas cinco bolas de papel higiénico empapadas en mi proteína. Luisa usó un último pedazo para limpiarse bien la hendidura y la base de las piernas. Luego se abrió las nalgas. – ¿todavía escurre? – me preguntó adorablemente. – no, muñeca. Antes de que cerrara, estiré el cuello y le besé su precioso ano con una ternura descomunal. El beso sonó en todo el laboratorio. Ella volteó y bajó la mirada sonriéndome. – ¿POR QUÉ LES GUSTA TANTO LA COLA? – interrogó. Descansamos un minuto más. La dejé suspirar en mi pecho mientras le acariciaba los brazos y las manos. – no se te olvide ponerte los cucos – le dije. Con lentitud cinematográfica, nos pusimos de pie y ella se arregló el cabello y se puso los calzones. Cuando terminó de ponérselos, se los subió bien, de un tirón a cada lado. Verla con la falda atorada en sus muñecas ajustándose bien esos sensuales panties, me hizo estar seguro de que yo quería más. La abracé asomé mi cabeza detrás de ella. Le alcé la falda y le contemplé ese culazazo en esa media malla blanca, bien apretado y relleno. Se lo amasé con mucha hambre. Puse mis labios en su cuello y en medio del beso le dije – tienes el mejor culo que haya visto. Me excitas muchísimo. – profe, me lo acabas de hacer y ¿quieres más? yo no contesté, sino que seguí meneándome con ella, amasando sus nalgas a dos manos y sintiendo mi pene encañonarse una vez más. La garganta de luisa se debilitó otra vez y liberó algunos gemiditos de gusto. – házmelo por delante – susurró. – pero tú eres virgen, mi amor… – sí, y quiero que seas tú…
quiero un trabajo como ese, siempre ah sido mi mas humeda fantacia lograr algo asi