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Heterosexual, Incestos en Familia, Sexo con Madur@s

Ayudando a Papá: sentada en el problema

La mejor manera de desatascar un tubo es con calor infantil.

El gorgoteo maligno venía de debajo del fregadero, hacía un sonido raro. Miguel maldijo en silencio. El sifón estaba otra vez obstruido. Con un suspiro que llevaba consigo el peso de todas las cosas rotas de la casa, se arrastró bajo el gabinete abierto. El piso de la cocina estaba frío en su espalda.

—¿Qué pasa, papá? —La voz de Lara, curiosísima, llegó desde la puerta.

—Se atascó el tubo de la suciedad —explicó él, sin mirarla, concentrado en desenroscar la junta—. Todo lo que no queremos ver va por aquí.

—Como los secretos —dijo ella, con la sabiduría instantánea de los niños.

Miguel sonrió a regañadientes. Ella se acurrucó a su lado, desnuda como siempre, su cuerpecito pálido pegado al suyo. Juntos miraron la oscuridad húmeda del sifón. Olía a detergente rancio y a moho.

—Pásame la llave inglesa, cielo —pidió Miguel, señalando la herramienta que estaba más allá de sus pies.

Lara se incorporó sobre sus rodillas. Para alcanzarla, tuvo que estirarse sobre el regazo de su padre. Fue un movimiento natural, funcional.

Al estirarse, sus piernas infantiles se abrieron para mantener el equilibrio. Y allí, justo debajo del vello de su pubis, colgando entre los muslos de Miguel, estaba la oruga. Flácida, ajena al drama de la fontanería de la cocina.

Lara la vio. Sus ojos, siempre atentos, registraron el detalle. «Ahí está la cosita blandita de papá», pensó. Agarró la pesada llave inglesa y, al volver a su posición, el equilibrio falló.

Su cuerpo, torpe en el movimiento de giro, se desplomó hacia atrás. No hubo tiempo para reaccionar. La curva suave de sus nalgas, todavía marcadas por la cuadrícula del suelo, cayó directamente sobre la verga de su padre.

El impacto fue suave, casi silencioso.

El culito de Lara aterrizó justo sobre el pene flácido de Miguel. Y entonces, en el instante preciso en que el peso se distribuía, sucedió el milagro —o la condena— de la hidráulica familiar.

La oruga, comprimida por ese calor y ese peso, reaccionó. Un latido profundo, un hincharse lento pero imparable. Miguel contuvo el aliento. Sentía cómo, bajo las nalgas de su hija, su carne muerta se transformaba en algo vivo, urgente, que crecía y se endurecía, buscando precisamente el punto de máxima presión.

Lara hizo un movimiento instintivo para levantarse, pero la erección, ahora ya firme, se lo impedía. Formaba una barra caliente y sólida justo entre sus nalgas, encajándose en el lugar donde a ella le encanta que se encaje.

—¡Ay, papá! —exclamó—. ¡Tu oruga se puso dura de repente! ¡Parece un tubo!

La analogía era perfecta. Miguel sudaba. No por el esfuerzo de la fontanería, sino por la erección. Su cuerpo había respondido, una vez más, al estímulo más básico: calor, presión, proximidad.

—Es… el reflejo —masculló, con voz ronca—. Cuando me golpean ahí.

—¿Te dolió? —preguntó Lara, genuinamente preocupada, sin moverse.

—No. Tranquila, hija.

Se ajustó ligeramente, casi sin querer, buscando aliviar el hormigueo que empezaba a despertar en su propio cuerpo al sentir aquella dureza tan familiar contra su piel.

Ese pequeño movimiento fue la chispa. Miguel, con las manos aún sucias de grasa, las posó en las caderas de Lara. No para apartarla. Para acomodarla.

—Así, quieta —susurró—. Para que veas mejor el tubo.

Y con una presión suave pero firme, la empujó hacia abajo, milímetro a milímetro, hasta que la anatomía de ambos alcanzó su punto óptimo. El glande de Miguel, ya completamente erecto y húmedo en la punta, encontró el lugar exacto, donde Lara es más sensible.

Quedaron así, congelados en una escultura absurda: él tumbado, ella sentada sobre su erección como si fuera un cojín vivo, ambos mirando fijamente las tuberías oxidadas. Los latidos de Miguel resonaban en el silencio, un tambor bajo la carne. Pum-pum. Pum-pum. Lara los sentía vibrar en sus huesos.

—Hace calor aquí abajo —comentó ella, distraída, observando una araña que tejía su tela entre la pared y el tubo.

—Sí —jadeó Miguel—. Mucho calor.

Los treinta segundos que duró ese acople fueron una eternidad de contradicciones. Para Miguel, una mezcla de éxtasis culposo y terror a ser descubierto. Para Lara, la dureza era divina, el calor excesivo y el picor en su propio cuerpo aumentaba. Movió las caderas, solo un poco, para rascarse.

El roce fue eléctrico. Miguel apretó los dientes. Su pelvis se arqueó involuntariamente, buscando más fricción. El tubo atascado, el mundo entero, había desaparecido. Solo existía ese punto de contacto, húmedo, caliente, perfectamente ajustado.

Fue entonces cuando la luz de la cocina se cortó por una silueta.

—¿Todo bien? Se oían ruidos raros.

Elena estaba en la puerta, desnuda, con una manzana en la mano. Sus ojos, esos ojos que todo lo registran, escanearon la escena en menos de un segundo: Miguel tumbado, pálido, con las manos sucias posadas en las caderas de su hija. Lara, sentada sobre él en una postura demasiado específica, con cara como de relax total.

Miguel se separó bruscamente, como si le hubieran aplicado una descarga. Su pene, liberado, se erguía obscenamente hacia el techo, brillante con una mezcla de sudor y precum. Lara rodó a un lado, desorientada.

—Sí —tartamudeó Miguel, agarrándose un repasador para cubrirse sin mucho éxito—. Solo un atasco. En el tubo.

—Ya veo —dijo Elena, dando un mordisco lento a su manzana—. Un atasco de los que requieren… mucha presión focalizada. Interesante.

Su mirada viajó de la erección de Miguel al rubor de Lara, que todavía sentía en su culito esa sensación de tener la verga de su padre encajada.

—Parece que el atasco ya pasó —dijo Elena.

—Sí —logró decir Miguel, con la voz pastosa—. Ya está.

—Bueno —Elena se encogió de hombros, un movimiento que hizo balancear sus pechos—. Lara, cariño, ve a ver si los pájaros están usando la bañera del jardín. Llévales agua fresca.

Lara asintió, se levantó (su chiquito todavía sentía ese vacío extraño. Donde antes había presión, calor, un punto dulce de contacto exacto, ahora no había… nada. Un vacío. No un vacío físico, concreto.) y, sin mirar a Miguel, salió descalza hacia el patio. El sol de la tarde la recibió, caliente en la piel. En diez pasos, la confusión se le empezó a despegar como una pelusa. Había pájaros que ver, piedras que coleccionar. El vacío entre sus nalgas se fue llenando con el simple acto de caminar.

Dentro, en la cocina, el silencio aturdía. Elena terminó su manzana. Acercó lo que le quedaba al cubo de la basura y lo dejó caer con un golpe seco.

—No hace falta que te escondas, Miguel —dijo, sin mirarlo, empezando a lavarse las manos en el fregadero que ahora funcionaba—. No es la primera erección que tengo que presenciar en esta casa. Ni será la última.

Elena, secándose las manos con la toalla que estaba colgada, siguió—La asustaste. A Lara. Por apartarte así. Ella no entendió nunca el por qué…

—Yo no… —empezó Miguel, pero las palabras se ahogaron.

—Ella solo vive lo que vive, Miguel. Sin culpa. Tú eres el que mete la culpa donde no la hay. —Elena se volvió y lo miró. Su mirada no era de ira, era de lástima. Una lástima fría—. Así es como se arruina todo. No con lo que hacemos. Con la vergüenza que le ponemos después.

Miguel no pudo responder. Se quedó tirado en el piso, la espalda pegada al frío de la pared. Su pene, abandonado, había empezado a dormirse, a encogerse de vuelta, cubierto por un repasador arrugado.

20 Lecturas/19 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: culito, desnuda, hija, metro, padre, pene, verga
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