BARQUITO 18
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
Hacía cuatro años que cobraba la jubilación de mi marido en el mismo banco, cuando intempestivamente el sistema cambió y tuve que ir a otro distante más de veinte cuadras de casa.
El desconocimiento no sólo de la zona sino del banco mismo me desorientaba hasta que di con la cola que me correspondía. Siempre fui bastante reservada, pero tal vez los nervios de andar con dinero en un lugar no habitual, me hicieron trabar conversación con la mujer que me antecedía y, como suele ser habitual en esos lugares donde la demora es larga, otra gente fue sumándose a la charla.
Entre quienes lo hicieron, se encontraba el hombre que ocupaba el sitio detrás de ella y sin darme cuenta en un principio, dejé que la conversación se encaminara hacia temas personales.
La amable volubilidad del hombre me caía simpática y, de una manera no deliberada, fui dando lugar a que él desarrollara un velado juego de seducción que, a mi edad, me reconfortaba.
Pedro no era jubilado sino que iba a cobrar la jubilación de su madre, pero, aun así, tampoco era joven. Rondando lo cincuentena, aparentemente se mantenía en forma por el cuerpo que, debajo de la remera parecía no tener adiposidades y su rostro rectangular se ajustaba al largo de su cabello entrecano.
En síntesis, para una mujer y aun una lesbiana asumida, constituía una atracción y de pronto me encontré imaginando que pensarían mis hijas si a casi a los cincuenta años, tenía una aventura con un desconocido. Cierto que desde que Arturo cayera en cama inmovilizado, las chicas t sus maridos habían bromeado sobre mi abstinencia y hasta me adjudicaban posibles aventuras con conocidos o parientes, pero me negaba a admitirlo públicamente y sobrellevaba la situación con practicas secretas que no incumbía sino a mi marido y a mí.
Tal vez fuera por la proximidad con la primavera que aun encendía el fuego hormonal en mis entrañas o porque en definitiva el hombre me resultaba atractivo, me sentía excitada, sintiendo como el refuerzo de la bombacha iba absorbiendo los jugos que emitía el útero pero, dándome mi lugar, desvié la conversación hacia temas neutros y cuando llegó mi turno de cobrar, me desentendí del hombre que dijera llamarse Pedro.
Con el dinero en el bolso, me di vuelta para despedirme de ese fugaz compañero pero me dio cuenta que ya no estaba detrás de mío. Sin embargo y nomás salir del banco, lo encontré aguardándome. Sin demasiados prolegómenos y aunque intenté eludirlo cruzando la calle, me abordó para manifestarme su pena por ver a una mujer de mis condiciones físicas e intelectuales, viviendo en el ostracismo sin permitirme el consuelo de tener una aventura sexual.
Mientras más lo escuchaba, más me convencía de que el hombre tenía razón y que, indefinitiva, si lo hacía, quedaría formando parte de mi más honda intimidad, sin tener que dar cuenta a nadie por mis actos. Claro que tampoco era cuestión de entregarme así como así y le di largas al asunto, buscando excusas endebles para que el hombre las fuera derribando una a una, hasta que sin un asentimiento verbal explícito pero tampoco un rechazo, me despedí con un esperanzador “hasta el mes que viene”.
Ya de vuelta en casa y como siempre, le conté de ese “levante a mi marido y él me sugirió que, si bien no encontraba parejas femeninas con qué entretenerme, una aventura informal con el desconocido no iba a perjudicarme y en todo caso confirmaría mi condición lésbica.
Confieso que los treinta días se me hicieron largos y a la hora indicada del día correspondiente, volví a verlo esperándome en la esquina; alborozada porque ya había desarrollado elucubraciones perversas que aquel sexo masculinO del que hacía tanto tiempo carecía, dejé que me tomara por un brazo y así caminamos hasta que detuvo un taxi y le dio una dirección.
Jamás había estado en un hotel por horas e imaginaba cosas oscuras pero, aparte de la discreta iluminación de los pasillos, nada hacía presumir nada extraño. Cuando entramos al cuarto, me golpeó un fuerte tufo mezcla de perfumes baratos con desinfectantes, pero el resto constituyó toda una novedad, desde la gran cama hasta la estratégica iluminación y el gran espejo a la cabecera del lecho, haciendo juego con el que se veía en el techo.
Siendo esa nuestra primera relación todavía estaba bastante cohibida y permanecía estática contemplando cada detalle de la habitación, cuando Pedro, que se había desprendido diestramente de su ropa, me tomó de la mano para conducirme junto a la cama. Dejando el bolso junto a la mesa de noche, me quitó suavemente la remera por encima de la cabeza para luego bajarme el pantalón junto con la bombacha y arrodillándose junto a mis piernas, los sacó delicadamente por los pies, aprovechando para quitarme los zapatos.
Reaccioné ante esa dedicada y gentil actitud y diciéndome que por algo había aceptado, me quité el corpiño, aunque estaba un poco avergonzada por la apariencia de mis tetas, que ya apachurrados por los años, pendían un poco flojamente a pesar de no haber perdido nada de esa sólida pesadez de la juventud.
Como había especulado, Pedro debería de practicar algún deporte, porque su cuerpo casi sin adiposidades salvo esa pancita que suelen desarrollar los hombres, tenía la apariencia magra de un atleta. Parándose, me tomó por los hombros para, con suavidad y firmeza, hacerme sentar en la cama y luego, tomando mi cabeza entre las manos, acariciando tiernamente el corto cabello, inclinarse y depositar un beso que apenas rozó mis labios.
Como si fuera una chiquilina, con un intenso revoltijo de mariposas en el vientre y temblando toda, acepté casi con renuencia ese primer beso que recibía de un hombre después de tanto. Tenía miedo de que esa larga abstinencia me hubiera hecho perder la sensibilidad muscular, pero ese es un mecanismo que maneja nuestra memoria y los mustios y delgados labios se abrieron golosos para unirse a los de Pedro.
Es extraordinario como la edad cronológica no tiene nada que ver con nuestras reacciones más primitivamente animales e, instintivamente, tendí una mano para aferrar la nuca del hombre y profundizar ese beso que se me hacía maravillosamente delicioso después de tanto tiempo y envié la lengua a buscar ávidamente la que se introducía en mi boca.
Falta de aliento por la falta de costumbre y la intensidad de los besos, escuché como me pedía con amable firmeza que le chupara la verga. El hecho de estar entregándome como si fuera una prostituta a un hombre del que desconocía todo, me causó una especie de repulsa, pero la racionalidad se impuso a mis pruritos de madre de familia y, reconociendo que ya era tarde para lágrimas, bajé la cabeza avergonzada para acuclillarme frente al hombre.
Hacía años que no hacía una felación, pero esa experiencia no se pierde y aspirando con fruición ese olor característico de un sexo masculino, entreabrí los labios para dejar que la lengua saliera al encuentro del glande.
El sabor picante de esa mezcla de orines con sudor impactó en mis papilas y entonces, tomando entre los dedos esa verga aun tumefacta, la sostuve erguida mientras la lengua se regodeaba escarceando por todo el ovalo. Mientras sentía bajo los dedos como la carnadura iba cobrando volumen, la lengua serpentee alrededor del surco desprovisto de prepucio y luego, como atraída por un imán, fui deslizándome a lo largo del tronco hacia abajo hasta llegar a la base.
Los testículos no caían flojamente sino que formaban un apretado bulto en el que el escroto estaba surcado por las arrugas de infinitos meandros casi desprovistos de vello y una gula voraz me llevó a encerrarlos entre los labios para sorberlos en hondas succiones que me permitían degustar el acre jugo que exudaban.
La mano experta en cientos y cientos de mamadas similares, oprimía y soltaba ese proyecto de falo al tiempo que ejercía un suave vaivén que la llevaba hasta el glande, al cual envolvía con imperiosas caricias. Recordando cosas que mi marido me pidiera durante años, llevé la cabeza más allá y atravesando tremolante el perineo, busque golosa el orificio del ano.
Apenas la punta vibrante estimuló la negra apertura, flexionando las rodillas para abrirse más de piernas y facilitarme la tarea, Pedro me manifestó que nunca hubiera imaginado lo puta que era. Lejos de ofenderme, esa calificación pareció predisponerme para demostrarle lo buena que era y en tanto ya masturbaba francamente la verga, me apliqué con labios y lengua a chupetear ese ano que me excitaba con sus acres sabores.
Roncando agradecido por mi buena disposición, Pedro me alababa al tiempo que me incitaba para que subiera a realizarle una verdadera mamada. Embargada por una excitación que escocía en el fondo del vientre, abandoné repentinamente la entrepierna para envolver entre los labios la lisura del glande y comenzando con pequeñas succiones, fui introduciéndolo lentamente en la boca.
Ciertamente y a pesar de no tener todavía la rigidez total, el miembro era importante, especialmente por el grosor. Ciñendo con los labios la venosa piel del que ya era un falo y actuando como una especie de tubo elástico, la boca comenzó a subir y bajar a lo largo del tronco y en cada oportunidad, el miembro se adentraba un poco más hasta que el glande rozó la campanilla, provocándome una arcada que supe refrenar pero que me fijó el límite de hasta donde introduciría la verga.
Siempre me habían gustado las mamadas y nuevamente sentía esa gula animal con la que me satisficiera por tantos años; combinando el accionar de la boca con el de los dedos, dejaba al falo cubierto de saliva cuando me retiraba hacia la punta y entonces la mano lo ceñía para darle una recia masturbación.
Sin darme cuenta, el placer que me producía esa felación me hacía roncar y gruñir de gusto y Pedro, tratando de satisfacerse rápidamente para luego ejecutar sin urgencias lo que tenía planeado, me aferró por la cabeza y empezó a menear el cuerpo en lentas oscilaciones que convertían a la boca en un símil de una vagina.
El grosor del falo me obligaba casi a dislocar las mandíbulas, pero el goce que recibía me hacía desmayar de gusto, no pudiendo dar crédito a experimentar tanto placer; ya en el colmo de la exacerbación y mientras la verga penetraba la boca como un ariete sin control, agregué a las chupadas un restregar rotatorio de los dedos y al escuchar como él me anunciaba la proximidad de su eyaculación, obedeciendo a un impulso ciego, deslicé el dedo mayor sobre el perineo para luego de tantear cuidadosamente, hundirlo totalmente en el ano.
Pedro ahora bramaba de placer e intensificando el hamacar del cuerpo en medio de alabanzas, eyaculó en mi boca. Los chorros espasmódicos del semen estallaron sobre la lengua pero, cuando hice intención de retirar la verga de la boca por aquello del Sida, él me sujetó firmemente en tanto pegaba los últimos remezones. Casi sin espacio para separar los labios y sintiendo como la cremosa esperma llenaba mi boca al punto de ahogarme, haciendo un esfuerzo, tragué el lechoso pringue y entonces, el añorado fragante sabor de almendras dulces colocó en mi cuerpo y mente la reminiscencia de tantas felaciones que me dejaran igualmente exhausta y, sin cesar de sodomizar a Pedro con el dedo, me di un banquete obligado con aquel elixir maravilloso.
Agotada por el esfuerzo, me dejé caer sobre la cama y así estuve por unos momentos para recuperar el aliento, ocasión que él aprovechó para acostarse a mi lado y tras pedirme que se calmara porque aquello ni siquiera había comenzado, delineó mi cuerpo con la punta de los dedos y ante el respingo que pegué a causa de la excitación que fogoneaba mi vientre y a la que no había mermado sino acrecentado la eyaculación de Pedro, puso el acento en los senos, aquellos que la avergonzaran sin razón aparente porque su aspecto hizo gruñir al hombre de satisfacción.
Juguetonamente, tomó la comba que formaban sobre el pecho y sí, su apariencia de pera madura se veía deslucida por la flojera fofa con que cedían oscilantes al sacudimiento pero, de acuerdo a los años que le confiara que estuviera casada y experto en eso de valorar y poseer los cuerpos a mujeres maduras, Pedro consideró que, a pesar de eso y el trajín sexual con el aditamento del amamantamiento a mis hijos, llevaba ventaja sobre otras mujeres que aun menores que ella, semejaban poseer deslucidas pasas de uva.
Como yo, aun con los ojos cerrados, le pedía murmurando mimosamente que no me tratara como a una prostituta sino como a una mujer desesperada por tantos años de abstinencia, decidió tranquilizarme y acercando la cabeza hacia mi pecho, extendió la lengua para que se deslizara acariciante sobre los senos que a ese contacto se estremecieron convulsos como los hubiera atravesado una corriente eléctrica.
Estirándome en un sensual desperezo, acaricié la cabellera de Pedro mientras lo alentaba para que siguiera chupándome las tetas y entonces él se encaramó sobre mí, haciendo que la lengua tremolante recorriera los achatados senos para después recalar por los alrededores de las dilatadas aureolas.
Yo expresaba mi contento en leves jadeos entrecortados por apagados gemidos y Pedro, luego de marcar el perímetro oscuro con pequeñas pero hondas succiones que dejaron una corona de círculos rojizos, hizo que la lengua fustigara reciamente los largos pezones que se erguían endurecidos por la pasión.
Suplantando la boca por las manos, que sobaron y estrujaron los enrojecidos pechos, recorrió el abdomen hasta alcanzar la leve pancita y descendiendo la cuesta que la llevaría al Monte de Venus, la lengua se enfrentó con la alfombra un tanto hirsuta y entrecana pero cuidadosamente recortada y saboreando el sudor acumulado, llegó al nacimiento de la raja, que presidía el capuchón arrugado de un clítoris largo y grueso que se alzaba como un carnoso tubo.
Encerrándolo entre los labios, terminó de alzarlo para después hacer que la lengua lo azotara en vibrante flameo. De ordinario y tal vez a causa de las chicas cuando eran pequeñas, yo no era lo que se dice una gritona, pero ahora, lo deliciosa que me resultaba esa mamada me hacía prorrumpir en sonoros gemidos y ayes que contribuyeron a la excitación del hombre quien, dejando de lado los senos, hizo que los pulgares abrieran el telón de los labios mayores de esa vulva un poco demasiado desarrollada.
Los ennegrecidos bordes cedieron blandamente a la distensión, dejándole ver el espectáculo maravilloso que es para los hombres un sexo femenino; quizás fuera por naturaleza, por la edad o por la frecuencia e intensidad de tantos años de traqueteo, pero lo cierto era que por detrás de los labios mayores se ocultaba un raro y extraordinario panorama.
Los labios menores cubrían totalmente al óvalo con una profusión de pliegues que, arrepollados, semejaban intrincados corales, pero la consistencia carnea los hacía caer en forma de colgajos que, cual barbas de gallo, ocultaban hasta la misma entrada a la vagina.
Volviendo a utilizar los dedos, separó esa especie de corola que semejaba una exótica flor carnívora para encontrar, en contraposición, el pulido fondo de la cuenca. En su base, los pliegues mostraban un pálido rosado que hacia los bordes iba oscureciéndose hasta un ennegrecido morado en los bordes, pero el ovalo conservaba aun una prístina pureza a semejanza del interior nacarado de los bivalvos con que se denomina vulgarmente al órgano femenino. Promediando la mitad inferior, se abría un dilatado meato y debajo de él, ya sin la cubierta de los colgajos pero rodeado de carnosidades, se abría el agujero vaginal.
Llevando un índice a frotar delicadamente todo el perlado interior, hizo a la lengua escarbar en el hueco del capuchón para atisbar la blancuzca cabecita ovalada a la que protegía una membrana elástica. Con el índice y el pulgar atrapó el tubito desde arriba para ir frotándolo en una masturbación en miniatura, en tanto azotaba el glande con la lengua.
Totalmente fuera de mí por ese maravilloso cunnilingus único, yo estrujaba entre los dedos los senos que había sensibilizado el hombre al tiempo que enterraba la cabeza en la cama, arqueando el cuerpo mientras de mi boca salía una serie ininterrumpida de angustiosos asentimientos, sintiendo que la lengua se empalaba para rastrillar los colgajos hasta el agujero inferior, donde, ahusándose, penetró limpiamente a la vagina para agitarse en su interior al tiempo que sorbía los jugos agridulces de ese sexo reseco y envejecido.
Los dedos seguían masturbando cada vez más apretadamente al clítoris y si bien las succiones al agujero vaginal me complacían, a él parecía alucinarlo el despliegue casi grosero de los arrepollados colgajos y luego de sacudirlos aleatoriamente con la lengua, comenzó a encerrarlos entre los labios para chuparlos con ansiosa gula, estirándolos como si quisiera comprobar los límites de su elasticidad, con lo que prorrumpí en jadeantes grititos de placer en tanto sacudía la pelvis arriba y abajo como anhelando coito un inexistente.
Acomodándose frente a las piernas, las alzó hasta colocarlas sobre su pecho para apoyar la verga contra la vagina. A pesar del trabajo de la lengua y la cantidad de saliva que lo hacía brillar como si estuviera barnizado, el agujero mantenía una mínima apertura y tal vez a causa de los años sin dilatarse para dar cabida a miembro alguno, no cedía fácilmente a la presión.
Yo misma me mostraba preocupada por el regreso de esa especie de vaginitis que me hacía comprimir los músculos pero, aunque antaño tuviera dominio sobre ellos como fruto de las clases de dilatación y compresión que tomara para los partos y que continuara practicando para obtener más satisfacción sexual ahora, de manera autónoma, mis fibras parecían negarse a la penetración.
Al hombre pareció disgustarle ese impedimento y mientras me decía groseramente que no me hiciera la estrecha, puso todo el peso de su cuerpo en el empuje para que la enorme barra de carne fuera introduciéndose lenta e inexorablemente en el canal vaginal. Nunca había imaginado que la falta de sexo pudiera haber modificado esos tejidos vaginales que, además de los tres hijos que pasaran por él, en franca y desmesurada competencia recíproca de resistencia con mi marido y los tantos amantes, femeninos y masculinos habíamos sido capaces de sostener las más ridículas posiciones o soportar con alegría ser penetrada por distintos sucedáneos fálicos en clara demostración de mi capacidad de dilatación y lubricación.
Sólo unos años había bastado para que esas cualidades desaparecieran o por lo menos necesitaban ser reeducadas para recuperar esas condiciones. Por el momento, sólo podía aguantar estoicamente el sufrimiento que me provocaba el tránsito del falo y gimiendo quejumbrosamente, aguanté a pie firme la arremetida del descomunal falo hasta que lo sentí trasponer el cuello uterino.
Los dolores producidos por el roce de la verga desgarrando y lacerando tejidos eran infernales, pero gracias a una recuperada lubricación que iba cubriendo paulatinamente de mucosas el conducto vaginal, comencé a disfrutar de la cópula y estimulando al hombre para que no cesara en tan magnífica penetración, me así a los antebrazos que él apoyaba en el lecho para proyectar la pelvis al encuentro de ese órgano bestial que me hacía gozar tanto.
Ateniéndose a esa respuesta, Pedro fue guiándome para modificar la posición y poniéndome de costado, cruzó su pierna izquierda por sobre la derecha mía al tiempo que me alzaba la izquierda de manera de quedar encastrado en la entrepierna y de esa forma, tan sólo los testículos quedaban fuera de la vagina. El ángulo también incidía y esos raspones monumentales me hacían temblar de placer.
Dándose cuenta de que mi abstinencia no se debía a la continencia sexual y que, vencida la barrera de lo socialmente correcto, yo me manifestaba como una verdadera perra en celo, licenciosamente lujuriosa y dispuesta a llevar a cabo las más perversas vilezas, sacó la verga de la vagina y acostándose boca arriba con las piernas abiertas y los pies apoyados firmemente sobre la alfombra, me indicó que me parara de espaldas a él y flexionando las rodillas, descendiera el cuerpo para penetrarme con el fantástico falo.
Desde la orgía en casa de Susana que no practicaba esa posición pero el cuerpo mantenía latente su memoria y casi instintivamente, apoyándome en las rodillas del hombre, me incliné hasta que la verga volvió a rozar los colgajos mojados de la vulva y esta vez fui yo quien tomó impulso para que el miembro fuera penetrándome hasta sentir como golpeaba contra mi estómago.
Ese goce único que provoca un buen coito me invadió y pronto había encontrado la cadencia para subir y bajar, sometiéndome a mí misma casi con alevosía. Ya desmandada por tanto disfrute, me incorporé para subirme a la cama y acaballada al hombre, con los pies a cada lado de las caderas, le pedí que me sostuviera por las manos para iniciar una cabalgata al falo que enardeció a Pedro.
Resultaba contradictoria la figura de esa mujer entrando en la ancianidad, que manifestaba su edad sólo por las chipas blanca entre su rubio cabello pero que, muscularmente mantenía las formas y acuclillada sobre el hombre como si fuera una mitológica amazona, lo jineteaba para penetrarse con el mismo entusiasmo de cuando tenía veinte años.
Las piernas respondían al entrenamiento del yoga y las rodillas actuaban como verdaderas bisagras permitiéndome alzar el cuerpo para luego caer a plomo, chasqueando las carnes al estrellarse contra las del hombre, quien colaboraba meneando la pelvis para que la verga acompañara el ritmo del coito. Un ronquido fatigado daba cuenta de mi agotamiento y entonces Pedro me soltó las manos para asirme por las caderas y subiendo por los dorsales, me atrajo hacia él.
Ronroneando mimosa, apoyé las manos en su pecho y en tanto él sobaba y estrujaba tiernamente los senos oscilantes, inicié un movimiento pélvico que daba cuenta de mi prolongada práctica; quebrando la cintura, hacía subir y bajar la grupa, combinándolo con un adelante y atrás que alternaba con un rotar digno de una bailarina árabe.
Esa recuperada habilidad para el sexo no facilitaba que yo obtuviera mi orgasmo, porque durante toda mi vida útil como mujer no siempre llegaba a la satisfacción plena y debía conformarme – y conformar a su marido – con profusas eyaculaciones que no conllevaban esa sensación única de la pequeña muerte orgásmica. Sin embargo, ahora y en esta cópula que a mi edad podía ser la postrera, ansiaba desesperadamente que el hombre me llevara al orgasmo y por eso le supliqué que me hiciera gozar en forma total, rompiéndome toda hasta hacerme acabar como una yegua.
Colocándome arrodillada sobre el borde de la cama con el peso del cuerpo sostenido por los antebrazos, flexionando las piernas para engancharla desde bien abajo, Pedro introdujo el falo nuevamente en la baqueteada y ahora profusamente lubricada vagina. Yo evocaba nostálgicamente situaciones similares y pensando en como Arturo me hacía llegar al orgasmo en esa posición, me acopló al bamboleo del cuerpo del hombre, hamacando el mío en un alucinante vaivén que hacía entrechocar chasqueantes las carnes mojadas.
Sintiendo en los músculos los dientecillos voraces de las bestias que parecían querer separarlos de los huesos para arrastrarlos al convulsionado vientre en el que el escozor de esas ganas tremendas de orinar insatisfechas presagiaban la proximidad del orgasmo, lo proclamé a voz en cuello pero, para mi desgracia, eso tuvo un efecto negativo en Pedro.
Su propósito final no era dar satisfacción a las mujeres maduras a las que acostumbraba seducir, sino denigrarlas y humillarlas en una vindicta infame. Sacando el falo chorreante de la vagina, lo apoyó contra en negro ano y empujó. Aparentemente quería cumplir como mi pedido de romperme toda e inclinándose sobre mi espalda, pasándome una mano por la garganta, presionó la tráquea en un amenazador estrangulamiento y desoyendo mis ruegos, hizo que la ovalada punta del falo desplazara dolorosamente los esfínteres; el sufrimiento que me provocaba el paso del falo me cegaba de dolor y a mi pesar, un grito espantoso surgía entre los labios, mezclándose con los gorgoteantes sollozos y las lágrimas de rabia que caían de mis ojos.
Contento por haber logrado mi humillación total, el hombre no sólo no amainó con el violento hamacarse del cuerpo sino que multiplicó los enviones mientras que yo se debatía a los gritos, golpeando con desesperación la cama a puñetazos al sentir como la verga destrozaba al recto pero también que, allá, en lo más profundo de mis entrañas, ese martirio colocaba una pizca de placer sadomasoquista que me llevó a enviar una de mis manos a estimular reciamente al clítoris hasta sentir la expansión del contenido orgasmo y en medio del ahogamiento que me provocaban a la fatiga, el dolor y el llanto, noté como él sacaba la verga para terminar de masturbarse con las manos y eyacular los espasmódicos chorros del semen sobre mis nalgas y espaldas.
Sumida en una desfallecida modorra de lo que me era imposible emerger, quebrantada, molida y lacerada, no supe cuanto tiempo estuve sumergida en una rojiza tiniebla hasta que, reaccionando, comprobé que Pedro había desaparecido y del contenido de mi bolso que estaba desparramado sobre la cama, faltaba el reloj que me diera Ingrid y el dinero de la jubilación.
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