barquito 3
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
Aunque mientras sucedía, el entusiasmo no me dejó sentir nada que no fuera placer de la mano del sufrimiento, tan pronto los muchachos se fueron de mi casa, el dolor del ano y la vagina pareció nacer espontáneamente y de pronto me di cuenta de que no sólo había sido violada de todas las formas sino que había colaborado con alegre denuedo a esa situación.
Lógicamente, mis carnes desolladas respondieron en consecuencia y aunque lavé repetida y profundamente toda la zona erógena, no conseguí evitar el padecimiento y tras meterme en la cama, caí en un desmayado temblequeo que persistió hasta que volvieron mis hermanos y pretextando una dolencia íntima por la que sufría dolores internos y un eventual sangrado, con la preocupación un tanto lejana de mi madre, pasé esa noche y todo el día siguiente en la cama.
La brutal agresión parecía haber satisfecho a los amigos de mi hermano y aunque siguieron viniendo a la casa como si nada, continuaron tratándome con el mismo afecto de siempre pero nunca en los próximos años hicieron la menor referencia a esa tarde.
En cambio, para mi fue una bisagra que me marcaría para siempre, estableciendo una zona oscura en mi psique y respaldando con retorcidos argumentos todos y cada uno de mis actos sexuales hasta el presente; como si la sodomía y la doble penetración hubieran colocado un cerco a mi alrededor, evité cuanto pude toda relación con hombres y recién a los diecinueva años establecí una tensa relación con alguien que propició mi madre.
Recién recibida de maestra y profesora de piano, significaba una molestia para esa mujer aun en edad de merecer y proponiéndoselo, logró que un hombre relacionado vagamente con la familia visitara excepcionalmente nuestra casa y estableciendo rápidamente una profunda empatía, comenzamos a compartir gustos comunes. Amantes los dos de la música y la literatura, perdíamos el sentido del tiempo en animadas conversaciones que hasta llegaban a la discusión amable cuando disentíamos.
Curiosamente y como si me reservara cual una rara especie de su coto privado, ese hombre de mundo de veinticuatro años ni siquiera intentó sugerirme otra relación física que fuera más allá de ocasionales besos y abrazos.
Andando el tiempo, me di cuenta que él sospechó desde el primer día la sexualidad que me habitaba y que yo sepultaba bajo la apariencia inocente de pudorosa colegiala. De esta manera transcurrieron varios meses en los que me dejó cocinarme en mi propia salsa, haciendo reverdecer mis prácticas manipulatorias al influjo de desvaídas sensaciones e imágenes de aquella fugaz relación sexual de cuatro años antes, mezcladas por las fantasías que nuestros breves contactos físicos me permitían elaborar sobre él hasta que la estrategia le dio el resultado esperado.
Regresando de una salida al cine, encontramos una nota de mi madre diciéndome que había sido invitada a una reunión y que no retornaría hasta pasada la medianoche. Dejándolo en el living, me cambié rápidamente y haciendo café lo llevé allí. También él había buscado la comodidad de esa noche calurosa y, tras sacarse los zapatos y el saco, me esperaba recostado en el amplio sofá.
Una vez que dejé la bandeja sobre la mesita ratona, él me sujetó de un brazo para hacerme sentar en su falda. Más que dispuesta, acepté enseguida sus caricias, correspondiéndole con encendidos besos que fueron cobrando mayor intensidad, hasta que me descubrí respirando afanosamente agitada.
Mientras me besaba de una forma inusualmente profunda en la que su lengua parecía querer someter a la mía, dejé que sus manos fueran desabrochando los botones del holgado camisero de entrecasa y con el simple movimiento de empujar el corpiño hacia arriba, dejé en libertad a mis pechos ya endurecidos y trémulos de deseo. Mientras sometía las aureolas al intenso rascar de sus uñas, él comenzó a retorcer con ternura entre sus dedos mis largos y gruesos pezones.
Acostumbrada a las masturbaciones, mi mano se dirigió a la entrepierna estregándola fuertemente a través de la satinada tela de la bombacha y luego, notando la humedad que la mojaba, se deslizó adentro para comenzar a rascar al excitado clítoris. Manteniendo su nuca aferrada con la otra mano, me entregaba a un lento galope que evidenciaba la ansiedad que me embargaba.
Fue entonces que él, extrayendo la verga de la bragueta y apartando mi mano junto con la tela de la bombacha, fue penetrando muy lentamente a través de ese estrecho pasadizo con una suavidad increíble. Mi apretada vagina pareció querer volver a repetir aquellas contracciones de sus esfínteres cerrándose pero, ante la medrosa angustia que me cerraba el pecho, se dilataron mansamente y la verga fue invadiéndola con la inexorabilidad de una máquina monstruosa. Cuando estuvo enteramente en mi interior, él terminó de liberarme los brazos del vestido y manejó mi cuerpo para que quedara ahorcajada encima suyo.
Después de esa larga abstinencia, falo iba destrozándolo todo a su paso y su grueso tronco laceraba mis carnes resecas pero al mismo tiempo, el sentirlo crecer en mí escurriéndose sobre las espesas mucosas, me proporcionaba tal sensación de placer que, a pesar del dolor, aumenté el ritmo de mí jineteada; macerando fuertemente al clítoris con los dedos, flexibilicé las piernas con los pies apoyados en el piso, dando espacio para que él impulsara duramente su cuerpo contra el mío.
Con sus manos engarfiadas en los senos, estrujándolos y retorciendo duramente mis pezones entre los dedos, él intensificó el empuje de su pelvis hasta límites inaguantables, reviviendo en mi cuerpo aquellas sensaciones de angustioso vacío y despertando los filosos colmillos que arrastraban mi carne y vísceras hacia las brasas incandescentes del sexo, tras lo cual un río caudaloso de jugos cálidos refrescó el ardor de la vagina junto con las espasmódicas descargas seminales de su eyaculación.
Estremecida en jadeos entrecortados por los sollozos y balbuceando frases amorosas de agradecimiento tras ese primer orgasmo completo, me dejé estar recostada en sus brazos mientras él, acompañando a mi mano, satisfacía al clítoris con la suya y los dedos jugueteaban en la vagina de la cual seguían rezumando las mucosas del útero. Cuando su miembro fue perdiendo rigidez deslizándose fuera del sexo, él me reclinó sobre el sofá y, desnudándose, se acostó a mi lado.
A pesar de la gozosa satisfacción que sentía, no podía hacer caso omiso al pulsar de mi vagina ni al dolor que las excoriaciones me producían pero las sabias caricias de sus manos fueron calmando los nervios que me tensionaban y, más relajada, recibí con ternura los dulces besos que él fue depositando sobre mis ojos y frente.
Conmocionada por los toques que sus dedos producían sobre la piel a lo largo de todo el cuerpo, sentía como una arrebatadora fascinación volvía a encender mi cuerpo con las llamas del deseo más voluptuoso y encerrando su cabeza entre mis manos, hundí la lengua en su boca buscando ávidamente la suya, succionándola ansiosamente entre los míos.
Respondiendo a mis besos con el mismo frenesí, me despojó del corpiño enredado al cuello. Sabiéndome desnuda ante sus ojos, sentí crecer mi excitación y abrazándome al cuerpo musculoso me estregué contra él en inequívoca imitación a una cópula. El entusiasmo febril de mi cuerpo joven lo volvió a excitar y desprendiéndose de mis manos, se escurrió entre mis piernas para abrirlas encogidas y hundir su boca en el sexo.
Las más furiosas arremetidas de Gigi como de los muchachos eran roces de pétalos comparadas con la fortaleza de los labios que escarbaron los todavía doloridos pliegues del interior y la lengua exploró impunemente todo el óvalo, alojándose finalmente sobre las delicadas pieles que cubrían al clítoris. Obtuvo su erección tremolando como la de una serpiente y entonces fueron los labios que lo rodearon, succionándolo apretadamente y tirando hacia fuera como si pretendieran arrancarlo.
Embelesada por esta maravillosa e insuperable excitación a mi sexo y en tanto le pedía me hiciera gozar aun más de esa manera pero que no volviera a penetrarme por los dolores que sentía en la vagina, dejé que mis manos se apoderaran de los senos, ensañándome con los pezones. Después de retorcerlos durante un momento y conforme la espléndida mamada iba enajenándome, fui clavando en ellos los afilados bordes de mis uñas. El dolor que yo misma me provocaba aumentó la angustia que cerraba mi garganta y comencé a gemir descontroladamente.
Ante mi tumultuosa respuesta al deslumbrante goce que me embotaba la cabeza y exacerbaba mis sentidos, él fue excitando la zona que rodeaba al ano con la discreta caricia de su pulgar empapado por los jugos que fluían de mi sexo. Lentamente, se alojó sobre los fruncidos pliegues del esfínter logrando que este fuera relajándose paulatinamente y, conforme a esta dilatación, presionando suavemente, logró que el pulgar se adentrara en el intestino.
Aunque ya la gozara con Beto y Ricky, esa situación que en otro momento me hubiera resultado molesta e insoportable se convertía en una nueva fuente sensorial que se añadía al éxtasis que me invadía. Entre trémula y estupefacta, recibía el cansino vaivén del dedo con una tan falsa como insistente negativa mientras que en lento ondular sacudía la pelvis y una tensión intolerable se iba clavando en mi nuca, al tiempo que desde los riñones, oleadas de burbujeante placer subían por mi columna.
El se incorporó y, acuclillándose frente a mí, me encogió las piernas casi hasta los pechos suplantando al dedo con su verga erecta. En un envión ciclópeo, lo hizo penetrar en toda su extensión dentro del recto y yo no pude reprimir el grito estridente que el dolor inmenso me causaba. Llorando a los aullidos mientras me revolvía con desesperación le suplicaba que dejara de hacerlo, pero eso pareció enfurecerlo más y su cuerpo comenzó a hamacarse en terribles remezones que convirtieron al terrible dolor en magníficos borbollones de placer que comenzaron a recorrer todo mi cuerpo, transformando esos sollozos en lúbricos reclamos jadeantes de más sexo.
No podía dar crédito que reaccionara de tal forma ante ese sufrimiento espantoso y en medio de la brumosa satisfacción que iba envolviéndome, volvió a instalarse en mi vientre aquella sensación de vacío y unas tremendas ganas de orinar fueron creciendo en mi vientre hasta que, como si un embalse se hubiera roto, un liquido torrente se escurrió desde la vagina.
Saliendo del ano, acercó su cuerpo a mi cara para restregar sobre los labios entreabierrtos el falo empapado con mis mucosas y ese gusto nuevo acidulado, despertó al duende perverso en mi mente y remedando aquellas mamadas a mis amigos, lo envolví entre ellos para darle canida en la boca mientra una mano buscaba al troco para estregarlo suavemente y la otra lo tomaba a él del muslo para inducirlo a moverse.
Esa mamada me resultaba deliciosa y chupando fuertemente hasta hacer sumirse mis mejillas, comencé a masturbarlo con la mano y ante su ruego de que no parara poque estaba por eyacular, me esmeré succionándolo hasta que en mi boca estallaron los chorros espasmídicos del semen que deglutí con verdadera fruición
Con lágrimas en los ojos e hipando los dos; yo, por el llanto que aun sacudía mi pecho y él, por el violento esfuerzo que había hecho al poseerme, nos estrechamos en una apretado abrazo que concentraba toda la dicha y el agradecimiento que ambos sentíamos por el otro. Susurrándonos al oído enloquecidas promesas de amor, fuimos cayendo poco a poco en esa languidez que epiloga una satisfactoria cópula.
Muy tarde en la mañana, desperté sin sombra de cansancio y, aunque un sordo latir en la entrepierna se encargaba de recordarme la sensación de apetito saciado, de ahíta satisfacción y jubilosa dicha, me hizo arrebujarme entre las sábanas y cerrando los ojos, recordar con obscena impudicia el goce delirante de la noche anterior.
Fue como si una nueva mujer se hubiera corporizado en mí, Repentinamente la ingenua y retraída muchacha que había sido se transformaba en una mujer en plenitud, deseosa de vivir la vida como nunca había sospechado que fuera posible. Ese tibio pulsar de mis entrañas ya no me abandonaría jamás, convirtiendo a la sinrazón de mi existencia en un canto al placer sexual y el amor.
Compartiendo esa misma necesidad, él agilizó los trámites legales para obtener la licencia matrimonial y dos meses después me convertía en su esposa. Realmente parecía que el destino se había encargado de reunir dos almas gemelas y el matrimonio se convirtió en una sucesión de hechos felices de insospechada profundidad.
Despertada a la verdadera vida sexual en aquella noche única de nuestro noviazgo, parecía haberme metamorfoseado en el espíritu de una bacante, ansiosa por conocer del sexo todo lo que él quisiera enseñarme y así fuimos construyendo el camino de la vida, pavimentándolo con las circunstancias que afligían a nuestro espíritu de manera continua y fue tan eficiente en la transmisión de cómo sentir y practicar el sexo en todas sus variantes que me hizo conocer el verdadero goce del orgasmo, convirtiéndome en experta conocedora de sus más leves vibraciones del deseo:
Ansioso de un cambio y merced a esa liberación que para él pareció significar el matrimonio, decidió que viajáramos a Salta para comenzar de cero. Al principio nos alojamos en un hotel y como estableciéramos relación con los dueños de un bar y confitería en las estribaciones del Cerro San Bernardo, porteños exiliados como nosotros, no invitaron a ocupar una habitación que les sobraba y que extendería nuestro menguado capital.
Pronto estábamos mirando desde arriba los campanarios de esa ciudad centenaria y de a poco, mi marido pareció establecer vínculos comerciales que nos permitirían sobrevivir un tiempo más
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