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Fantasías / Parodias, Heterosexual, Sexo con Madur@s

Batman: Richard Maxwell y Baby Doll

Historia corta ambientada en la serie animada de Batman de los 90s, en donde la villana Baby Doll, encuentra su match perfecto.
Escrito por Willy y Alicia, mi nena putita.

________________________________________________________

La lluvia de Gotham caía como un velo interminable sobre las calles olvidadas del distrito industrial, donde las luces de neón parpadeaban como ojos cansados en la noche. Era una de esas madrugadas en que la ciudad parecía devorar a sus hijos más débiles, escupiendo sombras largas y húmedas sobre el asfalto agrietado. Richard Maxwell caminaba con el peso de un mundo invisible sobre los hombros, su abrigo raído empapado hasta los huesos. Tenía treinta y cinco años, pero se sentía como un anciano: el rostro marcado por noches sin dormir, los ojos hundidos en un abismo de autodesprecio. Arkham lo había liberado hacía apenas una semana, después de una condena que él mismo consideraba insuficiente. No había tocado a nadie, no había cruzado esa línea irreversible, pero la atracción estaba allí, un veneno lento que lo carcomía desde adentro. «Pedófilo en potencia», lo habían etiquetado los psiquiatras. «Monstruo controlado», se repetía él en silencio, mientras arrastraba una maleta vieja hacia el Motel Eclipse, un tugurio al borde de la carretera que olía a humo rancio y desesperación.

 

El motel era un edificio de dos pisos con pintura descascarada, un letrero que zumbaba intermitentemente y habitaciones que se alquilaban por horas o por noches eternas. Richard empujó la puerta de vidrio empañada, haciendo sonar una campanilla oxidada. El vestíbulo era diminuto: un mostrador polvoriento, un sofá hundido con manchas sospechosas y un televisor antiguo que emitía estática. Detrás del mostrador, una figura menuda levantó la vista de un crucigrama arrugado. Mary Louise Dahl. O al menos, eso decía el nombre en la placa descolorida: «M. Dahl – Gerente Nocturna».

 

Mary medía apenas un metro de altura, con el cuerpo de una niña de ocho años: un poco regordeta, con extremidades cortas y proporcionadas, el rostro redondo enmarcado por rizos rubios que caían en coletas desordenadas. Llevaba un vestido sencillo de algodón rosa, con mangas abullonadas y un delantal manchado de café, como si estuviera jugando a ser adulta en una casa de muñecas. Sus ojos, grandes y azules, eran lo único que delataba su edad real: treinta y tantos años de amargura, frustración y una inteligencia afilada que había sobrevivido a Arkham. Hipoplasia sistémica, decían los médicos. Una condición rara que había detenido su crecimiento físico en la infancia, convirtiéndola en una eterna «Baby Doll» para el mundo. Su carrera como actriz infantil había sido un flash: una sitcom exitosa donde interpretaba a una niña traviesa en una familia disfuncional. Pero cuando intentó crecer, el público la rechazó. La frustración la llevó a la villanía: secuestros, manipulaciones. Arkham la había «curado», o al menos eso decían los informes. Ahora, trabajaba turnos nocturnos en este motel olvidado, contando los minutos hasta el amanecer.

 

Richard se detuvo en seco al verla. El corazón le dio un vuelco, no solo por el shock de reconocerla (había visto episodios de su show de niño, riendo con las travesuras de «Baby Doll»), sino por la forma en que su mente traicionera reaccionaba. «No mires», se dijo. «No eres eso». Bajó la vista al suelo, fingiendo interés en un charco de agua que goteaba del techo.

 

 

—Una habitación —murmuró, sacando un fajo de billetes arrugados del bolsillo—. La más barata. Solo por esta noche.

Mary lo escudriñó con una mezcla de aburrimiento y sospecha. Había visto todo tipo de clientes: proxenetas, adictos, parejas infieles. Pero este hombre… algo en su postura encorvada, en la forma en que evitaba su mirada, le resultaba familiar. Como un eco de sus propias sesiones en Arkham.

—¿Nombre? —preguntó con voz aguda, infantil, pero teñida de un cinismo adulto que hacía que sonara como una parodia cruel.

 

—Richard. Richard Maxwell.

Sus ojos se entrecerraron. Lo recordaba vagamente de los titulares: el tipo arrestado por posesión de material dudoso, pero sin víctimas reales. Un «caso preventivo». Ella había estado en celdas cercanas, aunque nunca se cruzaron. Arkham era grande, y los villanos como ella tenían alas separadas.

—Habitación 12. Al fondo. No hay ascensor, sube las escaleras. Y no hagas ruido; el huésped de al lado es un camionero que duerme con una escopeta.

Richard asintió, tomando la llave oxidada. Subió las escaleras crujientes, el peso de la maleta —y de su vida— tirando de él. La habitación era un cubículo: cama hundida, baño con moho, una ventana que daba a un callejón donde gatos rebuscaban en la basura. Cerró la puerta y se sentó en el borde de la cama, sacando una soga improvisada de su maleta. La había preparado en el bus: una corbata vieja, un nudo corrido. «Mejor muerto que monstruo», pensó. Se paró en una silla tambaleante, pasando la soga por una viga expuesta. Pero cuando el nudo rozó su cuello, las manos le temblaron. Lágrimas calientes rodaron por sus mejillas. «Cobarde», se insultó. «Ni siquiera para esto sirves».

Un golpe fuerte en la puerta lo sacó del trance. La silla se tambaleó, y cayó al suelo con un estruendo. La soga se enredó en sus pies.

—¡Oye, grandullón! ¿Qué demonios pasa ahí? —gritó la voz aguda de Mary desde el otro lado—. ¡Si estás rompiendo algo, te cobro el doble!

Richard se levantó aterrorizado, abriendo la puerta con manos temblorosas. Mary estaba allí, con una linterna en una mano y una llave maestra en la otra, su figura menuda iluminada por la luz mortecina del pasillo.

—¿Intentabas… eso? —preguntó ella, señalando la soga en el suelo. Su tono no era de burla, sino de una resignación profunda, como si hubiera visto demasiadas sogas en Arkham.

Richard no respondió. Solo se dejó caer contra la pared, cubriéndose el rostro.

Mary entró sin pedir permiso, cerrando la puerta detrás de ella. Recogió la soga con delicadeza, como si fuera un juguete roto, y la guardó en un cajón.

—Siéntate —ordenó, señalando la cama. Ella se subió a una silla para alcanzar la altura de sus ojos—. No eres el primero que viene aquí a… terminarlo. Pero si vas a hacerlo, hazlo bien. No ensucies mi motel.

Richard la miró por primera vez de verdad. No como una curiosidad, no como el objeto de sus demonios, sino como una persona. Una mujer atrapada en un cuerpo que el mundo rechazaba.

—Lo siento —murmuró—. No quería… problemas.

Mary suspiró, sentándose en el borde de la cama. Sus pies colgaban sin tocar el suelo.

—Richard Maxwell. Lo leí en los periódicos. «El mirón de Arkham». No tocaste a nadie, ¿verdad? Solo… pensabas.

Él asintió, avergonzado.

—Yo soy Mary Dahl. Baby Doll, para los que se ríen. Secuestré a mi «familia» de la sitcom porque quería que me tomaran en serio. Terminé en Arkham con tipos como Croc. Ahora limpio vómitos y cambio sábanas manchadas.

Se miraron en silencio. Dos ex reclusos de la locura de Gotham, compartiendo un cuarto que olía a derrota.

—¿Quieres una copa? —preguntó Mary de repente—. Tengo una botella de whisky barato en la oficina. Por cuenta de la casa. Para… ex pacientes.

Richard dudó, pero asintió. Bajaron juntos al vestíbulo. Mary sacó una botella medio vacía de debajo del mostrador y dos vasos plásticos. Sirvió generosamente.

—Por los monstruos que no eligieron serlo —brindó ella, chocando su vaso contra el de él.

 

Bebieron. El whisky quemaba, pero aflojaba las lenguas. Richard habló primero: de su infancia solitaria, de cómo la atracción había surgido como una maldición en la pubertad, de las terapias fallidas, de la condena que lo marcó para siempre. «Me odio», confesó. «Prefiero morir antes que herir a alguien».

 

Mary escuchaba, asintiendo. Luego fue su turno: la fama infantil que la asfixió, los productores que la trataban como una muñeca, el colapso cuando intentó roles adultos. «Secuestré a esos idiotas porque quería una familia real. Pero soy una broma eterna. Nadie me ve como mujer».

 

Las horas pasaron. El whisky se acabó, reemplazado por café instantáneo. Rieron amargamente de anécdotas de Arkham: los guardias corruptos, las terapias grupales absurdas. Por primera vez, Richard no se sentía solo en su oscuridad. Mary, con su cuerpo infantil y su alma curtida, entendía el peso de ser «diferente».

 

Al amanecer, Richard no había vuelto a la soga. Mary le dio una habitación gratis por esa noche.

 

—Vuelve mañana —dijo ella, con una sonrisa tímida—. Si quieres hablar. O no. Pero no te mates aquí. Sería malo para el negocio.

 

Los días siguientes se convirtieron en rutina. Richard se quedó en el motel, pagando con trabajos random: limpiando, reparando fugas. Mary cerraba el turno nocturno y subía a su habitación con café o cerveza. Hablaban hasta el alba. Confesiones profundas: Richard admitió sus fantasías reprimidas, el terror de recaer. Mary contó cómo odiaba su reflejo, cómo soñaba con ser «normal», pero también cómo había aprendido a manipular con su apariencia.

 

Una semana después, decidieron salir. No era una cita romántica, solo dos almas rotas escapando del motel. Caminaron por un parque abandonado en las afueras de Gotham, bajo un cielo gris. Compraron hot dogs de un carrito callejero y se sentaron en un banco oxidado.

 

—Nunca pensé que hablaría de esto con alguien —dijo Richard, mordiendo su pan—. En Arkham, todos fingían curarse.

 

Mary balanceaba las piernas, sus pies sin tocar el suelo.

 

—Yo tampoco. Pero tú… no me miras como los demás. No con lástima o burla. Me ves.

 

Confesaron crímenes pasados: Richard detalló las noches en que luchaba contra impulsos, destruyendo fotos para no ceder. Mary relató sus secuestros, cómo había creado una «familia» falsa en un set abandonado, obligando a actores a jugar roles eternos.

 

—Somos villanos fallidos —rió ella, pero con lágrimas en los ojos—. Al menos no lastimamos a inocentes… mucho.

 

Richard la miró. En ese momento, vio más allá del cuerpo: una mujer fuerte, herida, real.

 

—Quizás podamos ser… amigos —propuso—. Sin juzgar.

 

Mary asintió, extendiendo su manita pequeña.

 

—Amigos. Por ahora.

 

La «cita» terminó con ellos caminando de vuelta al motel, charlando de películas antiguas y sueños rotos. Gotham los rodeaba, pero por primera vez, no se sentían tan solos.

 

Los días en el Motel Eclipse se convirtieron en un ritual melancólico para Richard Maxwell, un ancla en el caos gris de Gotham. Cada atardecer, cuando el sol se hundía detrás de las torres industriales como un ojo herido, él bajaba al vestíbulo con una excusa banal: pedir más toallas, o reclamar por el agua tibia. Pero en realidad, era para verla a ella, a Mary Louise Dahl, sentada detrás del mostrador como una muñeca olvidada en una vitrina polvorienta. Su cuerpo de ocho años (delgado, frágil, con extremidades cortas y un rostro redondo que el tiempo no había tocado) lo atraía como una maldición dulce. Intentaba disimular, cruzando las piernas o ajustando su abrigo para ocultar las erecciones inevitables que surgían al imaginarla. ¿Cómo sería su cuerpecito desnudo? ¿Tendría tetitas diminutas, como esos botoncitos inflamados que había visto en fotos prohibidas, hinchados apenas por la pubertad eterna? ¿Su vaginita estaría lisa, o tendría un rastro de vello ensortijado, un recordatorio cruel de su adultez atrapada? Esos pensamientos lo avergonzaban, lo hacían sentir el monstruo que Arkham había diagnosticado, pero también lo llenaban de una ternura prohibida, como si Mary fuera la llave a una redención imposible.

Mary, por su parte, notaba las miradas fugaces de Richard, pero las interpretaba como curiosidad compasiva, no como deseo. Ella también luchaba con su reflejo: odiaba cómo el mundo la reducía a una niña eterna, pero en las charlas nocturnas con él encontraba un eco de su dolor. Salían más a menudo ahora, paseos discretos por los márgenes de Gotham. Una noche, en un diner olvidado con mesas pegajosas y café aguado, confesaron más crímenes. Richard habló de sus noches en vela, destruyendo evidencias digitales para no ceder; Mary relató cómo había manipulado a sus «hermanitos» de la sitcom en un set abandonado, obligándolos a repetir escenas eternas hasta que la policía irrumpió. «Quería una familia que no me abandonara cuando creciera», susurró ella, sus manitas envolviendo la taza como si fuera un juguete.

 

Otra «cita» fue en un parque abandonado al atardecer, donde las estatuas erosionadas miraban al vacío. Sentados en un banco oxidado, Richard admitió su atracción reprimida, no hacia ella específicamente, sino hacia lo que representaba: inocencia perdida. Mary lo escuchó sin juzgar, compartiendo cómo había usado su apariencia para robar en tiendas, fingiendo ser una niña perdida. «Somos fantasmas de nosotros mismos», dijo él, y ella asintió, su voz aguda resonando como un eco infantil en la niebla.

 

Una tercera salida los llevó a un cine viejo que proyectaba películas mudas. En la oscuridad, sus manos se rozaron accidentalmente, y ninguno la retiró. Richard sintió el calor de su piel suave, imaginando de nuevo: ¿su culito sería redondito y firme, como el de una niña en desarrollo? El deseo lo traicionaba, pero lo contenía con melancolía, recordando que Mary era una mujer, no un objeto.

Fue en la cuarta cita, caminando bajo una lluvia fina que lavaba las calles sucias de Gotham, cuando Richard se dio cuenta. Mary reía de una anécdota tonta sobre un guardia de Arkham, su vestido rosa salpicado de gotas, y él la vio: una mujer adulta en un cuerpo infantil, la salvación a su infierno. Podía amarla sin culpa, porque ella consentía, porque era real. La atracción ya no era inevitable; era liberadora. «Mary», murmuró, deteniéndola bajo un farol parpadeante, «tú eres… todo lo que necesito para no ser un monstruo».

 

Ella lo miró, sorprendida, pero con una chispa de comprensión. Esa noche, en su habitación del motel, la de ella, arriba del vestíbulo, se besaron por primera vez. Fue tierno, vacilante: los labios de Richard envolviendo los de ella, pequeños y suaves como pétalos. Mary se apartó un segundo, asustada. «Richard… mi cuerpo… no sé si pueda con un hombre de verdad». Él la calmó con caricias suaves, prometiendo ir despacio.

 

En la penumbra de la habitación, iluminada solo por una lámpara amarillenta, se desvistieron con lentitud melancólica, como si desempacaran heridas antiguas. El cuerpo de Mary era un contraste poético y cruel: desnuda, su piel pálida y suave brillaba como porcelana, pero en miniatura. Sus tetitas eran dos bultitos inflamados, apenas prominentes, como los de una niña en los primeros brotes de la pubertad —redonditos, sensibles, con pezones duritos y rosados que se erguían al aire frío, invitando a un toque gentil. Su vientre plano descendía a una vulva desarrollada, proporcional a su tamaño infantil pero madura: labios semiabiertos, hinchados por la excitación, rodeados de un vello púbico adulto ensortijado y castaño, un mechón rebelde que contrastaba con la lisura de sus muslos delgados. Su culito era perfecto en su pequeñez: dos nalgas redondas y firmes, como manzanas inmaduras, suaves al tacto pero con la curva de una mujer que sabía desear.

 

Richard, con su cuerpo adulto marcado por años de autodesprecio —pecho ancho, manos callosas, pene erecto de tamaño normal pero venoso y palpitante—, la miró con una mezcla de adoración y tristeza gótica. «Eres hermosa», susurró, arrodillándose para besar esos bultitos tetales, lamiendo los pezones duritos con ternura romántica, como si besara una flor prohibida en un jardín nocturno de Gotham.

 

Mary tenía sus necesidades, ocultas en noches solitarias: su voz infantil resonaba en la habitación, gimiendo bajito mientras sus deditos exploraban esa vulva diminuta, o recordando aquella vez que se desvirgó con el mango de un cepillo para el pelo —dolor agudo, sangre tibia, pero un placer liberador que la hizo sentir mujer por fin. Ahora, frente al pene de Richard —grueso, real, mucho más grande que su juguete improvisado—, se asustó. «Es… enorme para mí», murmuró, pero sus ojos brillaban con curiosidad romántica.

 

La primera vez fue un estallido apresurado, traicionado por los nervios. Richard rozó su glande hinchado contra esa vulva infantil —los labios semiabiertos se separaron apenas, húmedos y calientes, el vello ensortijado rozando su piel—. El contraste lo abrumó: una vagina adulta, desarrollada, con pliegues sensibles y un clítoris protuberante, pero todo en escala miniatura, apretada contra su miembro. Empujó levemente, sintiendo la resistencia, pero el deseo acumulado —años de represión— lo traicionó. Acabó sobre ella con un gemido ahogado, semen caliente salpicando su vientre plano y esos pequeños limones como tetitas, perlando el vello púbico. Mary se frustró al principio —»Tan rápido…»—, pero entendió: vio la vulnerabilidad en sus ojos, el amor torpe. «Eres adorable», susurró, perdonándolo con una caricia maternal. Esa noche, Richard se durmió en sus brazos diminutos, acunado como un niño grande por una madre infantil, mientras ella lo mimaba, peinando su cabello con dedos suaves.

 

La segunda vez fue un poema lento, romántico bajo la luna filtrada por cortinas raídas. Comenzaron con besos profundos: Richard devoraba la pequeña boca de Mary, sus lenguas entrelazándose en un baile salado, saliva mezclándose en un intercambio tierno y húmedo. Sus manos exploraron: él acariciaba esos limoncitos dulces, pellizcando suavemente los pezones duritos hasta hacerla jadear; ella rozaba su pecho, bajando a su pene erecto, midiendo su longitud con manitas curiosas.

 

 

Richard la acomodó con delicadeza sobre la cama, como si manejara una joya frágil en las sombras de Gotham. Su glande rozó de nuevo esa vulva —ya mojada, los labios semiabiertos brillando con jugos adultos, el vello ensortijado empapado—. Empujó lentamente, sintiendo cómo los labios vaginales se estiraban alrededor de él, la entrada diminuta resistiendo pero cediendo con un pop suave. Mary se quejó: «¡Aaaah! Me estás partiendo…», su voz aguda resonando como un lamento infantil en la noche. El dolor era real —sus paredes vaginales, apretadas y elásticas, se expandían alrededor de un pene normal pero abrumador para su tamaño—, pero mezclado con placer romántico.

 

Richard pausó con medio pene dentro, besándola para aliviar: lenguas danzando, manos en su culito redondito, amasando esas nalgas firmes como frutos prohibidos. «Desde niño me gustabas, Baby Doll… no puedo creer que te esté cogiendo», confesó con voz ronca, un eco melancólico de su infancia perdida. Mary, con lágrimas en los ojos grandes, susurró: «Está bien… continuemos, ya casi entra toda». Él empujó más, centímetro a centímetro, hasta que todo su largo y ancho estuvo apretado en ese vientre infantil —el bulto visible bajo su piel pálida, un contraste erótico y triste, como una flor forzada en un jarrón demasiado pequeño.

 

Ya relajados, se movieron con lentitud poética: Richard embistiendo suave, sin salvajismo —su cuerpecito no lo soportaría—, bufidos graves mezclándose con los gemidos dulces de Mary, su voz infantil elevándose en placer: «¡Sí, papi… así…!». Sus tetitas rebotaban levemente, pezones duritos rozando su pecho; su vulva adulta chorreaba alrededor de él, el vello empapado; su culito se contraía con cada thrust gentil. El clímax llegó como una tormenta gótica: Richard eyaculando dentro, llenando ese espacio diminuto con calor; Mary temblando, su orgasmo un susurro agudo, abrazándolo como una amante eterna.

 

En el exterior, un sombra alada pasó fugazmente por la ventana —Batman, patrullando las noches de Gotham, ajeno a las redenciones ocultas en moteles olvidados. Dentro, dos almas rotas se fundían en un amor melancólico, contrastes perfectos en la oscuridad.

Fin

1 Lecturas/21 noviembre, 2025/0 Comentarios/por Willy
Etiquetas: amigos, baño, bus, cogiendo, confesiones, madre, madura, semen
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