Cogida en el zaguán
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por Anonimo.
MERCEDES & ANDRES
El verano no era época de conseguir trabajo y Andrés no tenía más que uno o dos tipos en el barrio a los que podía considerar amigos. Las largas noches calurosas servían para que se reunieran en la esquina a conversar de las boludeces que hablan los jóvenes y de esa manera se enteró que la muchacha que solía asomarse a tomar el fresco al zaguán de una casa en la esquina, era la criada de unos viejos ricachos a quien mantenían semi esclavizada porque era madre soltera.
La adversidad no había logrado disminuir aquellas necesidades que, propias y naturales en un hombre, él había multiplicado con su exacerbada concupiscencia. Puesta en la mira, vigiló sus movimientos para coincidir con ella en el almacén, la carnicería o la panadería. Nuevamente su magnetismo inexplicable funcionó con la chica y, del cortés saludo obligado entre vecinos, fueron cayendo en pequeñas observaciones de lo cotidiano y, propiciados por él, encuentros “casuales” cuando ella se asomaba por las noches al zaguán.
Con meticuloso cuidado, fue enterándola de sus cosas y obtuvo de ella el conocimiento de sus diecinueve años, su origen provinciano, de su vergonzante maternidad a manos de un desconocido que pasara por el pueblo a los dieciséis y su desconfianza hacía los hombres en general, motivo de su aislamiento. Como él también era un solitario, pronto coincidieron en un montón de cosas y, con su santa paciencia, fue ganando su confianza.
Salían a dar inocentes vueltas a la manzana y, casi naturalmente, se tomaban de la mano para hacer crecer día a día la proximidad entre ellos y cierta noche, al despedirse de vuelta de uno de esos paseos, él la besó en la boca para dejarla anhelosamente conmovida.
Trabajándola como arcilla, desapareció de su vista y cuarenta y ocho horas después la encontró semioculta en la oscuridad del zaguán. Como dice una canción,”ni ella ni yo, ninguno dijo nada”. Hundiéndose más en las sombras, lo arrastró consigo y de pronto se encontró besuqueando ansiosamente su boca. Nunca supo cuanta experiencia sexual había tenido antes de su embarazo, pero en ese momento sintió como toda su larga abstinencia se volcaba en aquel abrazo. Reaccionando en forma animal, le alzó una pierna que enganchó a la cintura y metiendo las manos por debajo del vestido de algodón, condujo la verga hacia su entrepierna, escarbando hasta desplazar a la flojedad de la bombacha.
Como era más baja que él, tuvo que flexionar las piernas hasta embocar la boca ceñida de la vagina y, dando un fuerte remezón hacia arriba, penetrarla violentamente hasta sentir al glande golpeando contra el cuello uterino.
Evidentemente, la continencia la había puesto en un estado febril. Si se tomaba en cuenta que el sexo con aquel extraño al que conociera en un baile y por quien fuera violada sin oponer demasiada resistencia, se había producido más de tres años atrás, no era raro que, como toda hembra que ha conocido sexo, estuviera histéricamente ansiosa por volverlo a experimentar.
Andrés sabía que sus patrones se acostaban inmediatamente después de la cena y confiaban en que su aversión a los hombres la proveyera del tino necesario como para no cometer dos veces el mismo error. Lo que no habían previsto era que a su edad, aun sin haber conocido hombre ni haber quedado embarazada, las hormonas dominan a la prudencia de cualquier hembra y él había trabajado para que eso sucediera.
El zaguán de la vieja mansión era casi un vestíbulo de dos metros de ancho por tres de largo y que, después de las grandes puertas de hierro forjado con vidrios esmerilados, albergaba dos grandes maceteros que flanqueaban a los cuatro escalones de mármol que conducían a las puertas de madera que accedían a la casa.
En esa semipenumbra azulada por la luz de la calle, afirmó la pierna alzada sobre su cadera y mientras acariciaba el largo muslo hasta que los dedos dibujaban la poderosa prominencia de la nalga, comenzó con un lento vaivén que la hacía prorrumpir en reprimidos gemidos de dolor y placer. Abrazada a su cuello, le rogaba contradictoriamente que no la penetrara más, al tiempo que proclamaba jubilosamente su contento por el desplazamiento de la verga en su interior.
Ciertamente, sus carnes no evidenciaban esa elasticidad que adquieren las de las mujeres sometidas con regularidad, se resistían resecas al paso del falo pero, estimulando con la otra mano al clítoris, ahondó el sometimiento para ir percibiendo como el tránsito se hacía más amable a sus carnes por la incipiente lubricación de la vagina.
Ella debió sentir lo mismo, ya que dejó de protestar y aferrando su cabeza entre las manos, se dedicó a besarlo con ahínco mientras su cuerpo se mecía adelante y atrás complacido por la cópula. Conduciéndola hacia los escalones, la hizo acostar en el rellano superior y, acuclillado debajo, le alzó las piernas para apoyarlas encogidas sobre sus hombros y volvió a penetrarla aún con mayor ímpetu.
Ahora ella estaba gozando plenamente del coito y por eso le pedía en roncos susurros que la penetrara más fuerte y a mayor velocidad. Con las piernas tomaba impulso para proyectar su cuerpo y él, inclinándose más, la alzó por las caderas, convirtiéndola en un arco que se apoyaba solamente en hombros y cabeza sobre el mármol. Viendo como reaccionaba positivamente a esos remezones y pareciendo estar próxima a su orgasmo, acrecentó el hamacar del cuerpo al tiempo que la mano buscaba en la rajadura entre las nalgas hasta encontrar el haz fruncido del ano.
Humedecido por el ahora abundante flujo que rezumaba la vagina, este parecía estar esperando esa estimulación para dilatarse complaciente a la intrusión del dedo y, en tanto que ella entremezclaba el anuncio de su inminente alivio con pedidos de clemencia para que no la culeara, añadió otro dedo al mayor y la doble penetración se hizo malévolamente lenta hasta que él mismo sintió en sus riñones la imperiosa necesidad de eyacular. Dispuesto a no ser el próximo hombre que la embarazara, sacó la verga del sexo e inclinándose sobre ella, apoyó la cabeza ovalada contra los esfínteres y, reprimiendo el grito espantoso de la muchacha con una mano en su boca, la sometió para que su pelvis se estrellara sonoramente contra las blandas nalgas en una sodomía infernal hasta que los chorros de semen se esparcieron calientes en la tripa.
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