Cogidita de la Mano
Una novela sobre lo que recordamos… y lo que otros inventan por nosotros..
Maribel llegó a Bogotá con una hija pequeña y la promesa de empezar de nuevo. A su llegada, en el hotel donde consiguió trabajo como guardia nocturna subía a la terraza del hotel a admirar las estrellas, lo hacía en topless. Era su ritual secreto de libertad, una tregua entre la piel y el mundo. Allí se sentía invencible. En la terraza, todo parecía quieto. Casi seguro.
Doce pisos arriba, podía ver el movimiento torpe de la ciudad —los vendedores, los buses, los rostros sin prisa—, pero allá arriba el tiempo era otro. A ella le habría encantado meterse al jacuzzi de la terraza del hotel, dejar que el agua caliente se le escurriera por el cuerpo, pero no le era permitido. A las empleadas se les prohibía usar las instalaciones del hotel.
Aunque eso nunca la detuvo del todo.
Durante el día, Maribel cumplía funciones mínimas. Pero su verdadero turno empezaba cuando caía la noche: era la guardia nocturna. Y en las noches, el hotel era otra cosa. Silencioso. Vasto. Casi detenido. Eso le daba el tiempo que tanto valoraba para subir a la terraza, encender un cigarrillo en secreto, desnudarse y quedarse mirando las estrellas como si fueran una promesa.
Vivía en uno de los cuartos del último piso, cedido por el administrador como parte del contrato. Compartía ese espacio con su hija, una niña silenciosa que entendía —más por intuición que por palabras— que esa vida prestada no podía desordenarse. Allí todo era pequeño: una cama de hierro, un armario que no cerraba bien, y una alfombra peluda donde la niña se sentaba a jugar en las tardes.
La brisa de la noche era cálida, pero en la terraza del piso doce se sentía una calma extraña, como si el aire no se moviera del todo. Maribel miraba las estrellas en silencio, con los codos sobre la baranda, los pezones erectos por el frio y un cigarrillo a medio terminar entre los dedos. Emma, sentada en cuclillas cerca de la rejilla de ventilación, jugaba con una piedra que había encontrado en la jardinera rota.
No hablaban. Nunca hablaban mucho allá arriba. Ese era su pacto sin palabras: mientras ella miraba el cielo, Emma la dejaba en paz.
Hasta que rompió el silencio con una voz baja, casi casual:
—Mami… —dijo, sin mirarla—, hay unos ojos ahí dentro.
Maribel giró apenas la cabeza.
—¿Dónde?
Emma señaló con el mentón hacia la rejilla metálica del ducto, pegada a la pared baja de la terraza. Una abertura rectangular, oxidada en las esquinas, por donde pasaba el aire del sistema viejo de ventilación.
—¿Qué viste?
—Dos ojos. No sé… Me estaban mirando.
Maribel se acercó con el ceño fruncido. Se agachó, se inclinó un poco, y miró dentro. Oscuridad profunda. Un leve olor a polvo, a metal viejo. El zumbido del aire apenas se oía.
—No hay nada, Emma.
La niña no dijo nada más. Pero tampoco se movió. Solo se quedó allí, quieta, mirando el ducto como si esperara que algo —o alguien— volviera a parpadear en la sombra.
Maribel sintió un escalofrío que no venía del viento.
No era suficiente para intentar algo. Ni la sospecha, ni el miedo. Lo que Emma había dicho aquella noche sobre los ojos en el ducto se quedó flotando, como tantas otras cosas que Maribel decidía no enfrentar de inmediato.
Dejó que los días y las noches pasaran.
Casi todas las noches regresaban a la terraza. A veces en silencio, otras con murmullos apenas audibles. Emma se sentaba junto a su madre, apoyaba la cabeza en su pierna. Con el tiempo, la relación se volvió más física, más tranquila, más de tacto que de palabras: si Maribel se quedaba dormida sentada, Emma se acomodaba contra su pecho desnudo, como si el mundo allá abajo —esa ciudad rota, sofocante— no tuviera nada que ver con ellas.
Pero la noche clave fue cuando Maribel bajó temprano a recepción, buscando unas llaves, y se cruzó con la señora Delia, la encargada del aseo del piso tres. Tenía el rostro pálido, y el hijo pequeño —un niño flaco y tímido que a veces correteaba por los pasillos— la seguía de cerca.
—No me lo vas a creer —dijo Delia, sin que Maribel preguntara nada—. Ayer, el niño se me puso a llorar porque dice que vio unos ojos en el baño de servicio. Detrás de la rejilla de ventilación.
Maribel se quedó quieta.
—¿Ojos?
—Sí. Como si alguien lo mirara desde adentro.
No sabía por qué, pero Maribel no respondió. Solo murmuró algo como “ya veo” y siguió su camino, con la espalda tensa. Había querido pensar que Emma había imaginado todo. Que era cosa de niños. Que quizás fue una sombra. Pero no. Ahora eran dos. Dos niños. Dos ductos. Dos pares de ojos.
Esa noche, Emma no quiso subir a la terraza. Se acurrucó en la cama, más callada de lo habitual, y cuando Maribel se inclinó a besarla, la niña solo susurró:
—No vayas tú tampoco.
Maribel no respondió. Se quedó un momento en la penumbra, observando la silueta del cuerpo pequeño bajo la sábana. Luego salió, cerrando la puerta con cuidado.
El pasillo del piso doce parecía más largo que nunca. La luz amarilla de los sensores parpadeaba con un zumbido eléctrico. Cuando entró a la terraza, se miró de reojo en el espejo metálico de la puerta. El uniforme le sentaba apretado en la cintura. No llevaba sostén. Más tarde, cuando tuviera su tiempo de libertad le resultaría más sencillo deshacerse de su camisa en la terraza.
Y entonces, Diego.
Ya estaba allí. Desde antes.
Técnico de mantenimiento. Silencioso. Meticuloso. Llevaba años en el hotel, lo suficiente como para saber qué cables mentían, qué cámaras no grababan, qué puertas no cerraban del todo aunque hicieran el clic. Cuando Maribel empezó a trabajar, él ya recorría los pasillos con paso lento y manos en los bolsillos, saludando sin mirar, atento a todo. Especialmente a ella.
Desde el principio, supo que la observaba.
No con descaro, sino con una paciencia enfermiza. Como quien espera que algo suceda.
Y si alguna vez cruzaron palabras, fueron pocas. Técnicas. Frías. Pero cuando coincidían en la terraza —bajo las estrellas, en ese limbo nocturno que parecía fuera del tiempo— compartían cigarro en silencio. Y aunque nada se decía, todo se intuía.
Maribel no interrumpía su ritual. Se despojaba de la camisa como si él no estuviera. Se apoyaba en la baranda, con las tetas al aire, la piel fría, los pezones tensos por el viento. Era su momento de libertad. Su tregua. Y Diego, a unos pasos, fingía no mirar.
Pero estaba ahí.
Cada noche que coincidían, lo estaba.
Fumaba en silencio. Exhalaba despacio.
Y últimamente, más que una rutina, se había vuelto un juego.
Desde que Emma habló de esos ojos, algo había cambiado.
Pero esa noche él se movía distinto. La forma en que cambiaba el cigarrillo de mano. Cómo evitaba girarse hacia ella. Tenía el cuerpo tenso, como si estuviera esperando algo.
Maribel no dijo nada. Se quedó junto a él, con el pecho expuesto al aire frío, los ojos al cielo.
Hasta que él habló.
—¿Tu hija… te ha dicho algo raro?
Ella giró apenas la cabeza.
—¿A qué te refieres?
—Algo sobre la rejilla. Los ductos.
La frase cayó como una piedra en un lago.
Maribel encendió su cigarrillo, sin apuro. Lo sostuvo entre los labios mientras pensaba.
—¿Tú la viste?
Diego negó. Luego dudó.
—No. Pero… he escuchado cosas. Un sonido en el ducto. Como si algo se arrastrara por dentro.
Maribel notó que evitaba mirarla directamente. Fingía estar tranquilo, pero las comisuras de los labios le temblaban. El cigarrillo le ardía más rápido de lo normal.
—¿Lo has oído otras veces?
Diego tardó en responder.
—Una. O dos. No sé. Esas rejillas no están tan bien selladas como deberían.
Y entonces, por primera vez, Maribel sintió que él tenía miedo.
Lo miró de perfil.
—¿Seguro? —insistió ella. Su voz era suave, casi amable—. Porque los niños no sabían dónde mirar. Pero tú sí.
Él giró hacia ella, por primera vez en la noche. Y ahí estuvo. Ese leve parpadeo, ese titubeo que no venía del miedo, sino de la culpa.
—¿Qué estás diciendo?
—Que los ductos dan justo al cuarto de calderas, ¿no? Que algunas rejillas están flojas. Que hay rutas técnicas que solo el personal antiguo conoce. Como tú.
Diego bajó la vista. Se mordió el interior de la mejilla.
—No era por ella —dijo al fin, con la voz rasposa—. Era por ti.
Maribel no se movió. Solo sostuvo el cigarrillo entre los dedos y esperó.
—No pensaba hacer nada —continuó él, bajando aún más la voz—. Solo… verte. Algunas noches. Cuando subías y te quitabas la camisa. Me metía por los ductos desde el cuarto de control. Desde antes que Emma hablara. Desde antes que tú sospecharas.
El silencio que siguió no fue rabia. Ni sorpresa. Fue otra cosa. Algo más turbio.
—¿Y te gustaba verme sin saber que te veían?
Diego alzó la mirada. No supo qué responder. Dio un paso atrás.
Maribel asintió, muy despacio. Luego aplastó el cigarrillo contra la baranda.
Ella lo miró fijamente, sin perder la calma.
—¿Y si ya podías verme desnuda cuando estábamos juntos en la terraza? —preguntó con voz firme—. ¿Para qué la necesidad de hacerlo a escondidas, por los ductos?
Diego tragó saliva, incómodo. No tenía respuesta fácil.
—No sé —murmuró—. Supongo que… era diferente. Más privado. Más seguro. Podía mirarte directamente y no tener que evitar que notaras mis miradas sobre ti.
Maribel lo observó, buscando algo más, una verdad oculta detrás de esa explicación torpe.
—¿Seguro? Porque yo creo que no se trataba solo de eso.
Hubo un silencio tenso.
—¿Qué se trataba entonces? —preguntó Diego, con la voz apenas audible.
Ella inhaló el humo, dejó que el aire caliente se escurriera lento.
—Mírame —le dijo.
Diego levantó los ojos, despacio, como si el gesto pesara. Se encontró con la mirada de Maribel: fija, firme, despojada de vergüenza.
—Si querías verme —continuó ella—, solo tenías que hacerlo. De frente. No arrastrarte por los ductos como una alimaña.
Diego no dijo nada. Pero no apartó la vista.
Ella se incorporó un poco más, sin cubrirse.
—Aquí estoy. Ya no hay rendijas. Ni rejillas. Ni excusas.
Su voz era suave. Pero no había ternura en ella.
Había desafío. Y algo más.
Una amenaza implícita, vestida de calma.
Ella se irguió un poco más. Levantó sus senos con las manos, sin apuro, sin pudor.
—Míralos —dijo, con la voz baja, casi como un susurro seco—. Es lo que querías, ¿no?
Diego los miró, pero esta vez con morbo en sus ojos. Solo algo más crudo: culpa, deseo contenido, y miedo.
Maribel sostuvo su mirada unos segundos más, luego se enderezó del todo. Sin apartar los ojos de él, desabrochó el botón de sus pantalones, bajó la cremallera con lentitud, como si cada sonido en ese gesto estuviera pensado.
Se los quitó sin apuro, dejando que la tela cayera a sus tobillos. No llevaba ropa interior.
Giró despacio. Le dio la espalda. Separó apenas los pies, y se quedó allí, de pie frente a él, desnuda, bajo la luz de la luna y los faroles.
—¿Así es como me querías ver? —preguntó sin volver la cabeza—. Sin que yo supiera. Sin que tuviera el control.
Silencio.
—Pues ahora lo sabes. Y yo también.
Diego respiraba con dificultad, como si el aire se hubiera vuelto más denso.
Maribel se quedó inmóvil, ofreciéndose, sí… pero no como víctima. Como quien revela algo y al mismo tiempo impone una nueva regla.
Una en la que él ya no tenía la ventaja.
—¿Y ahora qué? —preguntó él, finalmente.
Ella se volvió a mirarlo por encima del hombro.
—Ahora miras. Pero sabiendo que lo permito. Que te lo doy yo. No un hueco en la pared.
Y en su rostro no había sonrisa. Había fuego contenido. Había poder. Había advertencia.
Y él lo entendió.
Muy bien.
Diego no respondió de inmediato. Solo bajó un poco la cabeza, como si las palabras de Maribel hubieran sido una sentencia que no se atrevía a discutir. Pero sus ojos… sus ojos no se apartaron de ella. Seguían fijos, absorbidos, rendidos ahora a su trasero.
Dio un paso. Luego otro. Lento. Medido. Como quien se acerca a un altar, no a una mujer.
Maribel lo escuchaba venir, sentía su respiración agitada en la nuca, y no se movía. Estaba erguida, firme, con la espalda desnuda ofrecida sin temblores.
—Así no —susurró ella cuando lo sintió a centímetros—. Si vas a acercarte, hazlo con la cabeza en alto. Mírame como un hombre. No como un ladrón.
Diego obedeció. Levantó la cabeza. La miró.
Y en esa mirada había más que deseo. Había vergüenza, arrepentimiento… y una devoción que rozaba lo infantil. Como si ella fuera castigo y redención a la vez.
Maribel se agachó con lentitud, hasta quedar de rodillas sobre el suelo tibio de la terraza. Apoyó las palmas, luego los codos. Se recostó boca abajo con la calma de quien no tiene nada que ocultar, el cuerpo entero expuesto bajo la luz muda del hotel, y sin perder jamás el control.
Lo miró por encima del hombro, el rostro sereno, casi blando, pero los ojos firmes.
—Ahora ya sabes lo que se siente cuando no hay escondites —dijo con voz baja, clara—. Cuando todo es visible. Cuando yo decido qué ves… y cuándo.
Diego asintió, apenas. No se movió.
Dueña del silencio. Dueña de su cuerpo. Dueña de la vergüenza ajena.
Y de esa mirada que ya no se atrevía a parpadear.
Diego respiraba con fuerza. La escena frente a él tenía algo de sueño, algo de castigo, algo de confesión. Y en medio de esa mezcla, su cuerpo reaccionó sin permiso. Dio un paso. Luego otro. Y entonces, la cercanía fue inevitable.
Se arrodilló a su lado, tembloroso, como quien cruza un umbral invisible. No dijo nada. Solo se inclinó, despacio, hasta que sus labios rozaron el hueco del cuello de Maribel.
Ella no se movió. Ni lo detuvo.
Diego cerró los ojos, aspirando su olor, el calor de su piel, la tensión invisible que vibraba entre ambos. Besó el contorno de su oreja con torpeza contenida, como si aún dudara de si aquello era real. Como si lo que hacía pudiera desvanecerse con un solo gesto de ella.
Pero Maribel no habló. No lo miró. Solo permaneció ahí, tendida, respirando con lentitud. Dominando el ritmo. Permitía… pero no cedía.
Era ella quien tenía el control, incluso en el silencio.
Y Diego lo sabía. La huele y al tiempo la besa, suavemente, su cuello su espalda, no usa sus manos y finalmente llega a sus nalgas. Mete su nariz en medio y Maribel lanza su primer gemido de la noche, arqueo la espalda en señal de continuidad y Diego comenzó a lamer su ano, su lengua acaricia los bordes y al llegar al centro intenta meterla tanto como puede en su interior.
Maribel disfrutaba cada caricia oral de Diego, por momentos pasaba su lengua por debajo hasta tocar los labios vaginales de Maribel, contemplando la diferencia de sabores. Maribel alcanza un orgasmo rápido y potente que la deja desplomada sobre el suelo. Sin embargo, rápidamente se recupera y entiende que ahora debe ser ella la responsable de corresponder el placer recibido, se da la vuelta y se sienta con las piernas cruzadas, es una posición difícil para diego pero rápidamente entiende las intenciones de ella. Se desnuda con prisa, como quien no quiere perder la oportunidad que se le está presentando. Se acerca levemente inclinado de sus rodillas y Maribel lo espera con la boca abierta.
Maribel quiere que sea él quien lleve el ritmo así que espera pacientemente. Diego un poco incomodo solo mantiene la punta dentro de la boca de ella, su pene se le sale por momentos y ella se divierte viendo como él intenta nuevamente meterlo dentro, equivocándose por momentos y haciendo que su pene acaricie el rostro de ella. Eso le da tiempo a Maribel para observarlo y detallarlo, tiene unos testículos enormes en comparación con el pene, llenos de pelo le cuelgan como dos enormes bolas de peluche. A Maribel se le sale una risa leve.
Maribel se acuesta boca arriba con las piernas abiertas, Diego se abalanza sobre ella y la penetra de un solo empujón, demasiado excitado, con demasiada prisa. Lo metía con desesperación mientras ella se divertía mirando su cara de placer. Aun así estaba llevándola a un segundo orgasmo, su miembro la llenaba por completo a una velocidad extrema, ella gemía exponiendo su aliento caliente sobre su rostro. Las bolas que antes había detallado las sentía con cada golpeteo en su zona intima.
Maribel alcanzó su clímax. Pero le permitió a él alcanzar su orgasmo propio, no tardó mucho en inundar su interior con semen caliente y espeso. Después, el silencio volvió. Denso. Distinto.
Maribel permanecía acostada, aún con el cuerpo tibio y los músculos sueltos. Diego estaba a su lado, pero no tocándola. Solo cerca. Mirándola como si no supiera muy bien qué hacer con la cercanía. Como si le costara entender que ella, esta vez, no se había ido.
La brisa en la terraza soplaba leve, colándose entre las barandas, moviendo apenas una hoja suelta de un arbusto seco. Abajo, Bogotá seguía su rutina nocturna de sirenas lejanas y motores fatigados. Pero allá arriba, el mundo se sentía suspendido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Diego, sin mirarla.
Maribel se incorporó despacio. Se sentó al borde del suelo, cruzando los brazos sobre las rodillas. Encendió otro cigarro. Exhaló.
—Ahora nada —respondió—. Sigues en el hotel. Yo también.
—¿Y Emma?
Ella giró apenas el rostro hacia él con una sonrisa.
Él asintió, con la vergüenza entera regresando a su cuerpo como un sudor frío. Ella lo miró unos segundos más, con la calma de quien sabe exactamente lo que dice y por qué.
—No me equivoqué contigo —agregó ella, casi en un susurro—. Sabía que eras de los que miran desde los bordes. Pero esta vez fuiste invitado.
Diego tragó saliva. No dijo más.
Y entonces, Maribel se levantó. Se vistió con parsimonia, como quien termina una ceremonia. Recogió el cigarrillo a medio consumir, lo apretó entre los labios, y caminó hacia la escalera.
Antes de bajar, lanzó una última mirada a la ciudad.
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