Como poema para balada
Descubrí a mi ex sirvienta cogelona trabajando de prostituta..
Aún faltaba tiempo para la cita con un cliente a quien le llevo sus asuntos contables. Él es dentista, pero eso no viene al caso, es un buen cliente. Caminaba por una de las calles donde pululan las prostitutas. Veía embelesado la mercancía que las chicas del “tacón dorado” ofrecen a los viandantes, había de todo. “¿Vas a pasar papacito?, hago de todo”, se acercó una madura muy maquillada y de buenas carnes, pero la faja no podía ocultar el vientre distendido por los embarazos de años anteriores. Otras, las jóvenes sabedoras de su gracia, lanzaban una mirada perturbadora a los clientes y dejaban caer los párpados coronados de sus pestañas postizas y se relamían la boca obligando a verlas de arriba abajo siguiendo su peligrosa sinuosidad. Aunque quisieran pasar desapercibidos, se percibían con claridad a los padrotes, protectores y parásitos esquilmadores de las ganancias que las mujeres obtenían.
Al llegar a la esquina vi a cinco mujeres, todas mayores de 30 años, morenas, sin medias ni adornos estrafalarios, poco o nulo maquillaje, zapatos de piso o sandalias de uso diario, que podrían pasar por amas de casa, a excepción por los escotes pronunciados, que resaltaban el canalito del busto, y las faldas bastante cortas y entalladas que, viéndolas por delante o por detrás, despertaban el apetito sexual. La insistente mirada de curiosidad de una de ellas me hizo fijarme, pero al darse cuenta que la miraba, se volteó y caminó hacia la parte trasera del grupo, tratando de ocultarse.
¡Sí, era Isela! La conocí cuando ella trabajaba en un departamento habitado por una pareja cincuentona, en el mismo piso en que tengo mi despacho. Durante el día, el edificio gozaba de alguna soledad y silencio, en tanto no llegaran las parejas o los niños. Ella y yo nos cruzábamos con frecuencia en los pasillos, intercambiábamos un saludo y una sonrisa. Sin embargo, con el tiempo cruzábamos algunas palabras o yo le hacía algún favor: revisar la instalación eléctrica porque no tenía luz, facilitarle algún préstamo, etc. Asimismo, aceptó limpiar mi despacho con cierta periodicidad sin interferir con el que tres veces por semana cumplía con mis vecinos.
El trato se hizo más cercano, mostró interés por mi trabajo y me contó sus cuitas familiares. Era casada, con un hijo en edad escolar que ella recogía a las tres de la tarde. Su marido era un obrero cinco años mayor, que la embarazó en el noviazgo, pero que le cumplió casándose por el civil y poniéndole una casa en una colonia de interés social, cercana a esta edificación. Esa relación marital se había ido deteriorando pues su marido tomaba mucho y ella tuvo que trabajar para lograr pagar la mensualidad de la casa y completar el gasto. Cuando tuvo que atenderse por un mioma benigno, aprovechó para hacerse la salpingoclasia.
En lo sexual, el marido cumplía dos veces por semana, pero ella me confesó, casi solicitándolo, que necesitaba más. Así que también colaboré con atenderla a ella los días en que iba a mi despacho o cuando terminaba con antelación sus labores en el otro departamento. A veces se ponía celosa cuando encontraba toallas sanitarias o condones usados en la basura del baño, también, aunque con menos frecuencia, ropa íntima al hacer la cama. Mostraba su enojo no dejándose tocar por mí y dejaba a mi vista las pruebas de mis fechorías.
–¿Quieres que te diga cómo lo hice anoche? –le preguntaba abrazándola por atrás, recargando mi erecto mástil en sus nalgas.
–No –me contestaba reafirmando la negativa con un movimiento de cabeza, aferrada al palo de la escoba.
La besaba en las mejillas y la nuca, y ella comenzaba a ceder cuando metía mis manos bajo su blusa acariciando su pecho.
–Encuérate –le pedía.
–No. Encuerados, no. Es más, no quiero ahora –contestaba haciendo pucheros, pero dejándose besar y meter la mano bajo la falda.
Al poco rato ella misma se quitaba la ropa. “¿No que encuerados no?”, le preguntaba. “Es que tú me calientas fácilmente”, me contestaba ayudándome a desvestir. Ya desnudos, nos abrazábamos y besábamos como dos calientes enamorados. Pronto, ella bajaba y, en cuclillas, me mamaba la verga y lamía mi escroto. Por lo general, así me hacía la primera felación, allí donde nos habíamos desnudado, sin importar la pieza del departamento en la que nos encontrábamos. La segunda, era en la cama, en un “69”. Le gustaba la lefa, decía que la mía sabía mejor que la de su marido, que también era deliciosa; al menos a mí también me gustaba saborearla, el día en que le había tocado “mañanero”, mezclada con los jugos de ella.
En el labio exterior derecho de la vulva, había un lunar que yo le lamía precisándole que me gustaba. Una vez llegó con la pepa rasurada “Lo hice para que tu lengua me recorra los labios sin enredarse en mis vellos y palpe el lunar que te gusta tanto”, dijo. Yo lamí gustoso y pude ver, cuando le abrí los labios interiores para probar el sabor de su vagina, un poco de semen acumulado en el interior. “¿Te acaban de coger?”, le pregunté, antes de meter la lengua hasta donde se encontraba la lefa. “Sí, y me vine mucho. Chúpame la panocha…”, dijo abriendo más las piernas. Yo obedecí con mucha excitación.
Yo le tomé video varias veces pues me gustaba la cara de viciosa que ella ponía cuando me mamaba la verga o se metía uno de mis testículos a la boca. El viaje de su lengua con el huevo o el glande adentro era una invitación al paraíso. “¿Dónde aprendiste a mamar así de hermoso?”, le preguntaba lleno de lujuria por la sensación casi divina que me provocaba con manos y boca. “En la verga de mi marido”, contestaba, “pero la tuya es más rica para esto… y para lo otro” concluía volviendo a su tarea degustativa. También posaba, resaltando la sonrisa, como modelo de revistas cuando yo le tomaba fotos, estuviera desnuda o vestida haciendo sus labores.
En el coito, aprendió a moverse mejor cada día. Además del “69”, que a su marido no le gustaba, su posición favorita, era “de perrito”; nos la pedía tanto a mí como al consorte porque le gustaba sentir el pene muy adentro y la piel del vientre en sus nalgas y las manos asiéndola con firmeza de la cadera en las chiches, “Me encanta sentir tu vello sobre mi piel”, me decía y pasaba su mano por mi abdomen, resbalándola hasta encontrarse con el tronco de mi pene. “Eres una puta innata”, le decía cuando reposábamos después de que me había exprimido completamente. “No soy puta”, contestaba con gesto molesto, “sólo me coges tú y mi marido”, justificaba para refrendar su negativa. Aunque el sexo era nuestra principal relación, además de lo laboral, no me equivoco si aseguro que sentíamos algo más que cariño uno por el otro. A veces me preparaba en casa algún platillo que aprendió de su madre. También yo le daba algún regalo, por ejemplo una blusa, un saco o una prenda íntima para ella o un juguete y un libro para su hijo, pero yo colocaba dentro del empaque un billete de alta denominación, “…para que no sufran tanto tú y tu hijo por lo que mi socio no te da”, le decía. Ella sonreía y me daba un beso en la mejilla, manteniendo mi mano dentro de la suya durante casi un minuto.
Un día, ella ya no asistió a cumplir con el trabajo asignado. Según me dijeron los vecinos, quienes fueron a buscarla a su casa después de dos ausencias, ella les informó que su marido ya no la dejaba trabajar y que le prohibía salir de casa. “Tenía moretones en la cara y mayugones en los brazos”, precisaron con pesar.
Ahora, después de dos años, la encontré taloneando. Tenía un poco de rímel y rubor, pero los labios pintados de un rojo chillante; una blusa tejida de color crema y ajustada, de cuello cerrado, pero una abertura al centro que dejaba a la vista el nacimiento del seno y bajaba por la línea que unían las tetas. Su falda color beige, también ajustada y veinte centímetros sobre la rodilla, al parecer de terlenka. Bajando la mirada por esas piernas de torneado sugerente y color canela, se llega a unos convencionales zapatos marrón de tacón bajo. Me voy hacia ella, me siguen sus compañeras con una mirada acechante y desconfiada.
–Hola –le digo, pero ella permanece callada y con la mirada hacia el piso –. Elegí a la chica más bonita y ella no quiere hablarme –insisto, y se suaviza la mirada de mis acechantes.
–Hola –contesta Isela tímidamente, pero mantiene su semblante serio.
–¿Quieres venir conmigo? –le pregunto extendiendo mi mano. Hace un gesto afirmativo y toma mi mano para retirarnos.
–¿Quieres tomar algo? –le pregunto y ella contesta con una afirmación de cabeza, reiterativa, pero mirando al grupo de compañeras suripantas.
–Sí –contesta suavizando la voz y aprieta mi mano–, lo que quieras.
Cuando le dije que fuéramos a un café, me dijo que eso era lo único que había tomado en el día, es decir, ella no había desayunado. Ya instalados en un restaurant de cadena comercial, le doy la carta para que pida lo que quiera. Nos toman la orden y yo sólo pido una gaseosa. En tanto nos despachan, le explico que me ausentaré una media hora para recoger unos documentos de un cliente.
–Por favor, espérame, pero por si me pasa algo, ten para la cuenta –le digo, al tiempo que cuento unos billetes que, con mucho, cubrirían la cuenta.
–Sí te espero. Gracias – contesta, justamente cuando nos traen las viandas. “Ahora regreso”, le digo a la mesera al tiempo que le doy los billetes a Isela, para que la mesera no la viera mal.
Fui con mi cliente, me entregó la documentación que yo requería y recibí sus instrucciones. Regresé a ver a Isela, quien aún no concluía su desayuno. Me platicó que, con apoyo de una abogada, logró obtener su divorcio y la transferencia de la casa y su deuda (al fin que yo era quien pagaba las mensualidades) para ella sola. Volvió a trabajar de doméstica, con la abogada quien la apoyó, pero que el sueldo no era suficiente.
Isela, al conversar con una de sus vecinas, le contó sus dificultades económicas y ella le dijo que así mismo estaban ella y otras dos vecinas y decidieron trabajar de prostitutas. Sin embargo, fue muy difícil desprenderse de los vivales que las explotaban pues para ello formaron un grupo, asesoradas por feministas, y se defendían apoyándose entre ellas mismas. Somos siete mujeres: unas abandonadas, otra madre soltera y una más que perdió su hijo poco después de dar a luz pues había sido corrida de su casa y el galán se hizo humo en cuanto se acercaba el parto.
Tratan de vestir provocativamente en “el trabajo”, pero no tanto como las otras, incluso salen de casa con ropa normal y se la cambian por otra además de maquillarse, en un hotel a donde llevan a la clientela, pues casi todas tienen uno o dos hijos y no quieren darles motivo a los vecinos de que los buleen o menosprecien. Las psicólogas les han ayudado a decirles la verdad a los niños. Además, ahora que han conseguido el apoyo a “madres solteras”, por parte del gobierno federal, y que en breve formarán un taller para dedicarse a otras cosas de manera comunitaria, y quizá seguir trabajando de empleadas domésticas para completar el gasto. Es decir, tienen la esperanza de dejar esta actividad denigrante. “No es igual coger por placer que dejar que te cojan por dinero”, concluyó al terminar el café del desayuno. No le permití que usara el dinero para pagar, cuando trajeron la cuenta.
–Considéralo el pago por tu tiempo. No cogí, pero platicar contigo fue muy bueno –le dije al tomarla de la mano para ayudarla a levantarse–. Cuenta conmigo cuando necesites algo.
–Gracias. Cuando deje esto, sí voy a necesitar que me cojan de vez en cuando, ¿también podré contar contigo? –me preguntó antes de besarme la mejilla.
¿Ya volviste a coger con ella?
No, pero ya dejaron la esquina. Supongo que están en su taller comunitario.
A mí se me hace que está enamorada de ti. Además, si ya ha cogido con muchos, y te pide que tú seas quien le apague su fuego, es que sí sabe lo que eres. Me consta que lo haces bien…
Gracias por tus palabras, me llenan de recuerdos. Ojalá lo podamos volver a hacer tú y yo.
No niego que me gustaron los mimos de Isela. Sería bueno hacer el trío con ella, a ver qué novedades aprendemos.
Me parece bien lo que hace Isela. Es terrible que algunas mujeres tengan que alquilar su cuerpo para obtener algunos ingresos. Bien por ese programa de asistencia social con el que se atreven a cambiar de ocupación.
No olvides darle los cariñitos que te pidió, aunque tengas que contratarla para la limpieza.
Ojalá que les salgan las cosas como ellas piensan, y que no sea necesario que vuelvan a ser sirvientas ni al «talón».
Ten la seguridad que le daré los cariñitos cuando me los pida, quiero conocer de cerca sus experiencias y hacerle lo que sí le gustó, aunque lo hubiese hecho por dinero. Supongo que sí hubo algunas satisfactorias, aunque quizá no tuvo interés en gozar el momento. No sé.
Éste no lo había leído. Me quedé pensando que mi hija me dijo que el señor que vive en el departamento que está exactamente arriba del de ella, vive solo, pero que en no pocas ocasiones escuchó ruidos en la zona de la recámara en horas matutinas. Seguramente, de vez en cuando la mucama también le destiende la cama al señor.
Pues sí, hay mucamas muy serviciales que también reciben pago en líquido.