COMO SI FUERA LA ÚLTIMA CENA
Una selección más de las fotocopias de un libro erótico-pornográfico, del cual no tengo la fotocopia de la portada, pero que, al parecer tiene historias de hace casi 50 años…
La música era suave, justo lo que requería para vencer tu timidez mientras bailábamos en tu departamento. Aunque ya había estado ahí, siempre estuvimos acompañados por más de una persona y lo único que había sucedido fue compartir animosamente la amena charla que se daba. Todas las otras veces, alguno de los últimos en despedirse, se ofrecía para llevarme a mi casa y tú insistías en que “aprovechara el viaje” debido a lo avanzado de la hora, porque llovía o cualquier otra causa que se justificaba con lo “peligroso que era para una mujer andar sola”. Nunca tuve la suficiente entereza para negar con decisión la sugerencia.
Pero esta vez estábamos solos. Cierto es que ejercí algo de presión para que así se diera, pues cuando me invitaste a comer aproveché que me dijiste “a donde tú quieras”; habías cobrado una cantidad adicional por un trabajo en el que participé con una ayuda mínima pero definitiva y querías agradecérmelo, así que elegí “a tu departamento”.
—Ahí no tengo casi nada, amén de que cocino muy mal y quiero complacerte con una buena comida —trataste de disuadirme.
—Pasemos al súper por lo que haga falta, yo sí sé cocinar y lo hago muy bien, además tú me pediste que eligiera el lugar. Yo quiero que sea ahí —insistí rotundamente sin darte alternativa y sonreíste moviendo la cabeza para rechazar mi obstinación, pero aceptando mi argumento.
Así, obligado, accediste y fuimos a comprar lo necesario para preparar las viandas. Me ayudaste a cocinar, pero también fui preparando la urdimbre para atraparte… Después de la comida —que se convirtió en cena dado lo avanzado de la hora en que llegamos a tu casa—, y brindar por ti, por tu creatividad y tu trabajo, te pedí que pusieras música para bailar. Nos quitamos el calzado para sentir directamente en la piel de los pies la caricia de la mullida alfombra. Poco a poco me fui pegando a ti en el baile y te fuiste excitando. En un intermedio que hicimos fui al baño para quitarme el sostén y la pantaleta; me quedé solamente con el vestido blanco cuya holgura y con la poca iluminación que había, no se podía apreciar que era la única prenda de vestir que traía encima. Lo descubriste cuando bailamos la siguiente pieza: me pegué más a ti y en vez de la firmeza de las copas de mi sostén sentiste la suavidad de mi pecho. Junté un poco más mi pubis al abrazarte de la cintura y en él disfruté cómo crecía tu pene, ¡habías caído!
Te besé la mejilla, lanzaste un suspiro y me apretaste más hacia a ti. Después subiste tu mano derecha hasta mi espalda y la acariciaste de lado a lado y de arriba a abajo para constatar que no traía sostén; la seguiste bajando para acariciar mis nalgas y yo también hice lo mismo contigo empezando desde tu cintura; desinhibido por completo, subiste la mano rodeando mi cintura hasta llegar a mi pecho y fue el inicio de la lujuria, pues con las dos manos te tomé de las nalgas y cada una de tus manos se posó en mi par de tetas.
—Es muy bonito, está suave… —dijiste al comenzar a acariciarme los pezones sobre la ropa, los cuales se irguieron con tus caricias.
—Pues tú estás muy duro —contesté restregando mi pubis en el bulto que te crecía enorme y te ofrecí mi boca para recibir un dulce beso.
En tanto seguíamos bailando, desabroché uno a uno los botones de tu camisa dejando un beso en cada lugar que se descubría; acaricié los bellos de tu pecho y tomé uno de tus pezones con mi boca. Sentí en mis labios cómo aumentaban tus latidos y sin pensarlo más acaricié tu erección, lo hice con suavidad hasta que sentí humedad en tu pantalón. La música concluyó y nos abrazamos uniendo nuestras bocas en un beso. Metí mi lengua en tu boca y acaricié la tuya.
“Bailemos sin ropa”, me pediste, y comencé a quitarte la camisa para dejar claro mi consentimiento. Desabroché tu cinturón y te bajé el pantalón. La trusa no podía contener a tu pene tan erecto. Te deshiciste del pantalón con los pies y metí la mano desde abajo para acariciar tus testículos. Cerraste los ojos y tus manos se enredaron en mi cabello. Di un apretón a tu miembro antes de sacar mi mano; te quité la última prenda que te quedaba y, sin levantarme, volví a tomar tu pene circuncidado jalándolo desde la base, exprimiéndolo, salió una brillante gota transparente con la cual lubriqué tu glande dispersándola con mi pulgar en tanto que con los restantes dedos seguía jugando con tu tronco; lo levanté para besar y lamer el escroto antes de ponerme en pie. Era tu turno para quitarme la ropa.
Besándome me abrazaste fuerte y sentí tu pene sobre mi vientre, era como si una espada roma quisiera romper mi ropa y piel. Al soltarme te hincaste, subiste mi vestido largo y te metiste en él. Yo bajé el cierre del vestido, para que tuvieras todo el espacio posible; me besaste las piernas y lamiste mi triángulo antes de levantarte despacio, sacándome el vestido por arriba. Conforme subías la cabeza, besabas mi cuerpo. La espiral de besos que inicio en mis piernas, ahora pasaba por mi trasero, luego la cintura, metiste tu lengua en mi ombligo y subió hacia mi pecho. Yo no veía, pues el vestido tapaba mi cara, pero sabía exactamente dónde estaban tu nariz y tu boca. Cerré los ojos imaginando tu rostro: el movimiento de los alvéolos de tu nariz al aspirar el olor de mi piel, tus ojos dirigiendo a la boca hacia su siguiente objetivo. Al besarme la espalda, tus manos tomaron con delicadeza a mis tetas. Por último, antes de que el vestido abandonara mi cabeza, me besaste el lunar que tengo sobre el hombro y luego la nuca. El vestido quedó sobre alguna silla, volteado mostrando sus costuras, y tú atrás de mí, pasando una mano por mi vientre y la otra sobre mi pecho. Volteé la cara hacia donde estaba la tuya y besándonos nos colocamos frente a frente, sentí como viajaba tu pene acariciándome desde mis nalgas, hasta mi vientre.
Así, sin soltarnos, avanzamos dando giros hasta llegar al aparato de sonido, donde apretaste el botón que para que volviera sonar el mismo disco. Entre tus brazos me olvidé del tiempo; afortunadamente, en mi casa había dicho que llegaría muy tarde, o tal vez muy de madrugada, según como estuviera la fiesta a la que dije acudiría. ¡Vaya que era toda una fiesta!
Bailamos desnudos, como tú querías. Nuestras manos acariciaban frecuentemente el sexo del otro. Tomé tu erguido pene y lo froté en mi clítoris y en los lubricados labios hasta que alcanzó un enorme tamaño y lo dirigí hacia el interior de mi vagina. “¡Ahh!”, fue todo lo que pude decir antes de colgarme con los brazos de tu cuello. Me cargaste, sosteniéndome del trasero, y rodeé tu cintura con mis piernas, cruzando los pies para no resbalar. Nos besamos y me comencé a mover y, entre gritos, alcancé el primer orgasmo; continué así hasta lograr otros dos más antes de sentir que tú te venías; al percibir la tibieza de tu líquido tuve el cuarto orgasmo y te apreté con más fuerza la cintura, pero mis fuerzas disminuyeron, al igual que las tuyas: tu miembro se empezó a poner flácido, bajé mis piernas lentamente y al tocar con mis pies la alfombra se escuchó el ruido de la salida del aire que se había concentrado en mi vagina con el bombeo; tu pene quedó afuera, lustroso con la viscosidad de nuestros líquidos, mis muslos salpicados con ellos y el resto me escurría sobre la pierna izquierda —seguramente la que bajé primero— mostrando hilos de diferentes tonos blancos, desde la transparencia total hasta el intenso argentino. Sabía que este último te pertenecía, que el blanco crema era mío y el restante… ¡sabe dios!
Decías palabras tiernas que nunca antes me habías dirigido, nos acostamos sobre la alfombra, quedamos boca arriba, pero me subí en ti para limpiarte el pene con mi boca, te ofrecí mi vulva para que hicieras lo mismo. Tu lengua trabajó primero en mis piernas y, por último, llegó a mi vagina.
—Sabes rico —te dije, interrumpiendo mis chupetones, mientras jalaba tu miembro para que saliera el semen que aún tenías atrapado.
—Tu sabor es más rico —dijiste deglutiendo la abundancia de jugos que aún quedaban dentro de mí.
—Eso crees tú, porque estás probándonos a los dos, pero yo ya probé lo que es sólo tuyo —dije al pasar por mi garganta las dos últimas gotas que te extraje.
Tu pene comenzó a crecer nuevamente, así que me acomodé hincada, de frente a ti, con tu cadera entre mis piernas. Me ensarté y cabalgué sobre de ti, mirando cómo se alternaban tus gestos con tu sonrisa. “Siento hermoso y me excito más al ver cómo se mueve tu pecho”, explicabas. Cerré fuertemente los ojos y di un grito estentóreo al sentir el siguiente orgasmo. Mi cuerpo se aflojó y, echándome hacia adelante, descansé sobre las palmas de mis manos. Mi cuerpo brillaba por el sudor que me escurría; dos gotas cayeron sobre ti, una de cada pezón, y te incorporaste un poco para chupármelos alternadamente; con una mano acariciabas el pecho que me quedaba libre y la otra resbalaba de mi espalda hasta mis nalgas acariciando mi ano en su viaje.
Desfallecida, me acosté sobre ti, teniendo tu palo bien crecido en mi interior. Me hiciste flexionar las rodillas para que me apoyara en ellas y tomándome de las nalgas me las pusiste en alto para moverte. Lo hiciste cada vez más rápido hasta venirte. Con ese movimiento tuve dos pequeños orgasmos más y me quedé dormida sobre ti. Supongo que tú también te dormiste, pues el frío nos despertó.
—Vámonos a la cama —me pediste antes de darme un beso.
Cuando te pusiste de pie no pude dejar de admirar tu cuerpo cubierto de vellos y, acariciándolo y besándolo desde las piernas, me fui levantando siguiendo una espiral. En mi ascenso, pasé atrás de ti para lamer tus nalgas; restregué mi cara sobre tu vientre y tu pecho. Fui otra vez hacia tu espalda y, besándola, metí mi mano entre tus piernas para acariciar tu escroto y jugar con tu pene.
—¿Ya se te quitó el frío? —pregunté al sentir cómo te crecía el miembro.
Volteaste repentinamente y me cargaste en tus brazos, llevándome a la cama. Al depositarme en ella, te pedí que me acariciaras todo el cuerpo con los vellos de tu vientre y sonreíste ante mi petición. Sentí la sedosidad de tu pelaje desde mis pies hasta mi cara, así como la suavidad de tu pene y de la bolsa que había descargado en mí su torrente unas horas antes, el frío había desaparecido para nosotros. Al terminar tu caricia en mi frente, me volteé boca abajo para que me recorrieras desde la nuca hasta las piernas. Después fui yo quien te recorrió dos veces con mi pubis y mi pecho. Nos besamos y volvimos a ensartarnos, pero pronto, al cobijarnos, nos quedamos dormidos.
Al amanecer escuché el canto de los pájaros, tú seguías dormido. Me vestí y salí sin que te dieras cuenta. ¡Pocas veces había tenido una cena tan suculenta…!
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Misma aclaración que hicimos en los tres relatos ya publicados por Mar1803: «Serendipia», «La visita inesperada» e «¿Infidelidad?» y que pertenecen al mismo libro.
Me inicié escribiendo relatos eróticos hace varios años, cuando estudiaba en la Universidad y cayó en mis manos un juego de fotocopias de un libro con relatos de este tipo. Estaba separado por capítulos, al parecer dedicados a las diferentes mujeres con quienes convivió, o fantaseó, el autor (no tuve fotocopias de la portada o página legal donde pudiese conocer más datos). En tributo a este recuerdo, publico uno más de ellos. Si alguien sabe a qué libro pertenecen y el nombre del autor, por favor comuníquenmelo para dar los créditos correspondientes. Gracias.
¡Otra vez este autor caliente! Me han gustado sus relatos. En éste simplemente se da una cogida planeada por la protagonista, pero ¡qué rico se lo cogió la señora!
Me recuerda a cierta amiga común, que, en sus treintas, donde ponía el ojo, se tiraba al blanco, o al negro, elegido.
¿Quién será la amiga de la que hablas?
Esta señora quería con el tipo del relato, y, según se desprende de lo que cuenta sobre las ocasiones anteriores, ya lo andaba acechando. Se lo tiró muy rico. Pero el final me deja mucho espacio para la especulación.
a) ¿Por qué no se echó el «mañanero»? Al parecer ella quedó satisfecha con lo que logró y no era necesario más. Una muesca más en el brassier (o en la tanga), esa era su intención.
b) ¿Por qué se fue tan temprano?, ni siquiera tenía auto. Ella quería coger, lo hizo, pero también tenía obligaciones que atender temprano: darle de desayunar a sus hijos y llevarlos a la escuela y liberar a quien se había quedado con ellos en la tarde y en la noche (quizá su hermana, quien también debía ir a trabajar, ella no, porque vivía de la pensión que el marido le daba).
Sí, tengo una amiga que eso hacía: tirarse afuera a todos los que a ella se le antojaba para coger, porque en su casa sólo cogía con su exmarido o con el amante en turno.
Otra vez sale una señora parecida a la del relato. ¿De quién hablas tú?
Me acordé de un Cha-cha-chá de la Orquesta Aragón, llamado «Calculadora». Esta señora parece así. Bueno, casi todas somos así cuando queremos tirarnos a alguien en particular.
Me imaginé a mí, saliendo tempranito de la casa del vecino (¡que me encantaba y me hubiera gustado tirármelo) para que mis padres no se dieran cuenta que me había salido para coger.
¿A cuántos sí acechaste y te tiraste?
¡Pues sí, así debe ser! Te gusta alguien, planeas cómo enredarlo en tu red y pacientemente esperas la oportunidad para chupártelo completamente. Si estuvo rico, él regresará por más…
Para qué esforzarse en ver cómo volver a tenerlo, si ya cayó. Si no te gustó, no merece que le vuelvas a dar otra oportunidad.
Al parecer, a esta mujer sí le gustó, pero tenía que atender algo más, por eso no insistió en montarse para el mañanero.
Esta mujer del relato, ha de ser Tita. ¿Quién más, hace 50 años, era así? Seguro que el autor de este maravilloso libro la conoció y relató lo ocurrido.
Pues se parece y concuerda con la edad de Tita, pero ella no sería la única mujer con esas conductas. No lo creo, sería mucha casualidad…