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Heterosexual, Incestos en Familia, Voyeur / Exhibicionismo

Cuando el culito de la niña toma el control…

Un papá cansado y su pequeña hija con ganas de jugar!.

Miguel cerró la puerta de entrada con el hombro, dejando que la bolsa de herramientas cayera al suelo con un golpe sordo que resonó en la casa silenciosa. El cansancio era impresionante. Ocho horas de lijar, de medir, de forzar tablones tercos. Su cuerpo era solo un conjunto de dolores vagamente conectados.

El salón estaba bañado en esa luz otoñal, dorada y triste, que entraba oblicua por la ventana y llenaba el aire de polvo danzante. Y en medio de ese rectángulo de luz, como colocada allí por un escenógrafo, estaba Lara.

Desnuda. En cuatro patas. Con la espalda formando esa curva suave que él conocía demasiado bien.

No se movió al verlo. Solo levantó la cabeza, y sus ojos claros lo miraron por encima del hombro. No había invitación en esa mirada, ni provocación. Era solo… presencia. Como un gato que ocupa su lugar favorito en el sofá.

—Guau —ladró suavemente, y fue tan natural, tan libre de cualquier coquetería adulta, que a Miguel se le encogió el estómago.

Sabía el ritual. Lo sabía en los huesos, en la sangre, en el pene que ya empezaba a responder antes de que él diera permiso mental. Era como si su cuerpo tuviera memoria propia, ajena a su voluntad.

—Hola, perrita —murmuró, y su voz sonó extraña incluso para sus propios oídos.

Se acercó. No como un depredador, sino como un sonámbulo. Sus rodillas crujieron al arrodillarse detrás de ella. El aire entre ellos era cálido, cargado del olor infantil de ella —a jabón de almendras y a algo dulce, indefinible— mezclado con su propio sudor masculino, ácido y terroso.

Vio su espalda, las pequeñas vértebras como perlas bajo la piel. Y más abajo, entre las nalgas redondas y pálidas, el centro de todo: ese «agujerito» rosa, diminuto, rodeado de pliegues perfectos.

Aquí estaba la verdad que nunca confesaría:

Su pene, ahora completamente erecto, no era como el de Leo. Lo había visto, por supuesto. El de su hijo era un mástil adolescente, recto, duro como acero, casi amenazante en su potencia indiscriminada. El suyo… el suyo era diferente. Más grueso en la base, con una curvatura suave hacia arriba, y una firmeza que no era pétrea, sino elástica. Una firmeza que cedía un poco, justo lo necesario.

Y eso era lo que Lara, en su sabiduría corporal de nueve años, prefería.

Miguel tomó su pene en la mano. Estaba caliente, latiendo con un pulso propio. Con la otra mano, separó suavemente las nalgas de Lara. Ella no se resistió. Arqueó ligeramente la espalda, un gesto de colaboración instintiva.

Y entonces vino el momento. La punta de su glande, ya húmeda de precum, encontró el orificio. No lo empujó dentro. Eso nunca. Era la regla no escrita, el último tabú dentro del tabú. Solo… lo acopló.

Ahí.

El contacto fue eléctrico. Pero no por la electricidad del deseo crudo, sino por la perfección física del encaje.

El ano de Lara —pequeño, cálido, rodeado de ese músculo terso— hizo efecto sopapa. No era una penetración, era un sellado. Su glande, con su curvatura y su firmeza cedente, encontró un vacío que parecía hecho a su medida. La piel de ella se estiró ligeramente, formando un sello hermético alrededor de la corona.

Miguel contuvo la respiración. Era esto. Esto era lo que nunca confesaría, lo que ni en sus monólogos internos más honestos se atrevía a nombrar con crudeza: que el culo de su hija de nueve años le hacía el mejor efecto ventosa que había sentido en su vida.

No era apretado de manera dolorosa, como hubiera sido con una vagina infantil. Era… ajustado. Como un guante de piel viva. Y caliente. Una humedad distinta a la vaginal, más tímida, más interior, que se mezclaba con su propio precum y creaba un lubricante perfecto, natural.

—¿El perrito quiere jugar? —preguntó Lara, y su voz era tan casual como si preguntara la hora.

—Sí —jadeó Miguel, y empezó el movimiento.

Un balanceo pélvico corto, de apenas unos centímetros. No era una embestida. Era una frotación precisa. Su glande, sellado contra ese orificio, se deslizaba contra el anillo muscular sin romper el sello. Hacia adelante, presionando. Hacia atrás, sintiendo cómo la succión se mantenía.

Toc, toc, toc.

Cada «toc» era el sonido de su glande golpeando suavemente el centro del ano, sin entrar, solo martillando ese punto exacto con una precisión que le parecía milagrosa.

Lara controlaba el ritmo. Él lo sabía. Si ella apretaba el músculo, el placer se intensificaba, la succión aumentaba. Si ella se relajaba, el movimiento se hacía más suave, más deslizante. Era una negociación táctil, un diálogo sin palabras donde ella, con su esfínter, dictaba los términos.

—Más fuerte —susurró ella una vez, probando.

Miguel obedeció. Aumentó la presión. El sello se mantuvo. El «toc, toc, toc» se volvió más sonoro, más rítmico. Jadeó. El sudor le corría por las sienes. Miró hacia el pasillo, y ahí estaba Elena, apoyada en el marco, observando.

No con celos. No con disgusto. Con fascinación. Sus ojos brillaban con esa luz de archivero que tanto lo exasperaba y, en secreto, lo exoneraba. Porque si ella lo miraba así, si lo convertía en «dato», entonces él no era un monstruo. Era un especímen.

El orgasmo se acercó como un tren en la noche. Lo sintió acumularse en la base de la espina dorsal. Lara debió sentirlo también, porque apretó su culo deliberadamente, una vez, fuerte, como diciendo «ahora». Lara ha mantenido su «agujerito» ligeramente relajado, no abierto, solo receptivo. Miguel sacó el pene del sello —un sonido húmedo, íntimo— y se llevó la mano al miembro. Dos, tres bombeos, y el semen, caliente y espeso, impacta justo en el centro del orificio. No dentro – no hay penetración – pero recubre completamente el área, bañando los pliegues, filtrándose por la relajación mínima que ella permite.

Ella se estremeció. No de placer, sino de sorpresa por el calor. Miguel se desplomó hacia adelante, apoyando la frente en la espalda sudorosa de su hija. Jadeaba. El mundo volvía en fragmentos: el olor a semen mezclado con cedro, la luz dorada de la tarde, el silencio de la casa.

—Buen perrito —dijo Lara, con una naturalidad desarmante.

Él no respondió. Solo asintió, con los ojos cerrados.

Elena se acercó. Tomó una toallita húmeda del lado del sofá —siempre había una a mano— y comenzó a limpiar a Lara con movimientos eficientes, maternos.

—Notable —murmuró, más para sí misma que para ellos—. La sinergia muscular. La dosificación del acceso. Es pura inteligencia corporal.

Miguel se levantó, se subió los vaqueros. La cremallera le sonó como un portazo en la quietud. Caminó hasta la cocina, se sirvió un vaso de agua con manos que aún temblaban levemente.

Esto era lo que nunca diría: que el culo de su hija era, físicamente, la sensación más perfecta que había experimentado. Que esa succión cálida, ese sellado hermético, ese anillo muscular que dosificaba su placer como una llave de paso… era mejor que cualquier vagina adulta, que cualquier otra experiencia sexual de su vida.

No era que Lara «la pasara mejor» con él. Era que él la pasaba mejor con ella. Y eso era el núcleo de su vergüenza, el secreto enterrado bajo capas de justificaciones teóricas y complicidad marital.

Porque podía decirse a sí mismo que era «juego», que era «exploración», que era parte del «experimento» de Elena. Pero en el momento del acto, cuando su glande se sellaba contra ese culito infantil y sentía esa succión perfecta, no pensaba en teorías. Pensaba en esto, esto, esto. Y quería más.

Al día siguiente, Elena escribiría en su blog sobre «subjetividades emergentes» y «agencia corporal». Usaría palabras como «epicentro sensorial» y «mapa táctil». Glorificaría el «juego del perrito» como un acto de autoconocimiento infantil. Y Miguel lo leería, y una parte de él se aliviaría, porque el lenguaje de Elena siempre limpiaba la mugre moral de los actos. Pero en lo más profundo, sabría la verdad simple y sucia: A él le encantaba el efecto sopapa del culito de su hija. Y por ese placer físico perfecto, había vendido su alma, su paternidad y la inocencia de Lara. No por filosofía. No por amor conyugal. Sino porque esa sensación, ese sello cálido y ajustado, era el paraíso verdadero en su falso Edén.
__________________________

Crónicas del Edén
Un blog sobre la belleza cruda, la piel y los pequeños terremotos domésticos.

Entrada: «El mapa de su propio placer»
Publicado el 3 de noviembre, 01:18

Hay una tarde, de esas doradas y largas, en la que el tiempo parece detenerse a escuchar los latidos de la casa. Fue en una de esas tardes cuando vi el dibujo completo. Lara, desnuda, recorría el salón a cuatro patas. No era un arrastre torpe, sino un movimiento fluido, grácil. Una línea suave que iba del cuello a la rabadilla, un arco perfecto. Ella ladraba, sí, pero no como un disfraz. Era un ladrido verdadero, salido de un lugar donde el lenguaje no ha llegado todavía.

Me senté a observarla. No como una madre que vigila, sino como quien espera a que florezca una planta rara. Y entonces entendí: ella no estaba jugando a ser un perro. Estaba siendo el animal que llevaba dentro. La libertad pura, anterior a la vergüenza, anterior al ‘deber ser’.

Su espalda era un puente. Y en el centro de ese puente, ese «agujerito» rosado y diminuto que ella misma nombró con precisión infantil. Era una estrella. El centro de un universo sensorial que solo ella está cartografiando.

Miguel llegó entonces, cansado del taller, oliendo a madera y a sudor honesto. Ella se detuvo. Lo miró. Y él, mi hombre, no hizo lo que haría cualquier padre en el mundo: reprenderla, vestirla, llenarla de ‘noes’. Se arrodilló. Y se puso a su altura. A la altura del juego.

Lo que sucedió entonces no fue sexo. Fue contacto. Fue la punta de su pene, dura y cálida, buscando ese centro estelar de Lara, no para entrar, sino para puntear. Como la aguja de una brújula que encuentra el norte. Y ella, mi niña, no se inmutó. Arqueó un poco más la espalda. Un sí mudo. Un «aquí está» dicho con la piel.

Él se frotó. Un ritmo lento, casi pensativo. Y ella, en su sabiduría de nueve años, aprendió algo que ningún libro le enseñará jamás: aprendió que su cuerpo resuena. Que puede emitir un latido y recibir otro. Que ese lugar secreto y suyo puede ser el interruptor de un temblor ajeno.

Vi los ojos de Miguel. No había lujuria ahí. Había asombro. Una rendición total ante la evidencia de que su hija no era un ser pasivo, sino una creadora de sentido. Ella, con su postura de cachorro, estaba escribiendo las reglas. Y él, al seguir el ritmo de sus caderas, al gemir cuando ella apretaba ese músculo íntimo, estaba leyendo su libro.

¿Es perturbador? Solo para quien vea con los ojos vendados por el prejuicio. Para quien no entienda que antes del ‘sexo’ está la sensación. Y que la sensación no tiene moral. Tiene textura, temperatura, ritmo. Lara no está aprendiendo a ser una amante. Está aprendiendo a ser una habitante de su propio cuerpo. Y Miguel, al ofrecer el suyo como territorio de exploración, le está dando el regalo más radical: la certeza de que lo que siente es real, es potente, y es digno de una respuesta.

Al terminar, cuando él se derrumbó sobre su espalda y ella dijo «buen perrito» con una voz que era pura caricia, supe que había presenciado algo sagrado. No una transgresión, sino una traducción. Ellos se hablaron en un idioma anterior a las palabras. Un idioma de piel, de presión, de calor compartido.

Nos enseñan que debemos guiar a nuestros hijos. Pero a veces, la tarea más profunda es seguirlos. Seguirles hasta esos países interiores que solo ellos conocen, y quedarnos allí, en silencio, aprendiendo la geografía de sus gustos nacientes. Lara ha decidido que su gusto, hoy, tiene forma de ladrido y de lomo arqueado. Y su padre ha tenido la valentía de ladrar y arquearse con ella.

Eso es correspondencia. Y en este Edén nuestro, preferimos mil veces esta correspondencia salvaje y verdadera, al silencio helado de un amor que no se atreve a tocar lo que nombra.

Etiquetas: #LenguajesDelCuerpo #SeguirAlNiño #Correspondencia #GeografíasInteriores #ElArcoYElLadrido #AmorSinMiedo

58 Lecturas/7 diciembre, 2025/0 Comentarios/por Mercedes100
Etiquetas: hija, hijo, madre, orgasmo, padre, semen, sexo, vagina
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