Cuando regresé a casa mis gemelas ya tenían 11 años y… ay Dios…
Un hombre vuelve a casa después de muchos años y la belleza extraordinaria de sus gemelas lo enloquece. .
Incesto padre-hijas | Tabú
Tengo qué contarle esto a alguien o me voy a enloquecer. Como aquí casi nadie me va a juzgar, ahí voy.
Al poco de nacer mis gemelas Bianca y Dalila, me salió una oportunidad de trabajo muy importante. Me devané los sesos y el corazón durante días tomando la decisión, pero al fin me fui a trabajar porque iba a ganar mucho dinero y al fin y al cabo todo era para ellas. Lo tonto habría sido no aceptar. Pero tuve que irme a Colombia. Iba a contarles cómo los soldados e ingenieros tienen la oportunidad de ver el mundo fuera del cascarón… pero creo que ya hay un relato aquí de eso. Es «La mansión Cobo de Palma». Pues bueno, así como el perro depravado que relató eso, a mí me pasó similar. Los de Bogotá querían construir una arena para eventos y yo fui uno de los ingenieros. Allá me hice amigo de ingenieros colombianos y cuando la arena estuvo terminada, después de 30 meses (hubo una larga etapa de demolición), me hablaron de ir a un pueblito retirado para evaluar la construcción de una presa. Allá fue donde empezó todo. Los dos años y medio sin ver a mis hijas ni esposa ya me tenían cambiado, era como si nunca las hubiera tenido. No se lo deseo a nadie. En Bogotá fui a burdeles costosos varias veces y me enredé con una que otra tipa del consorcio. Pero en ese pueblucho olvidado de Dios (me ahorraré los nombres) todo fue la perdición. Una tarde, con esos colombianos degenerados y otros tantos venezolanos, todavía peores (pues, yo soy mexicano, y tampoco tenemos tan buena fama) hicimos algo que me cambió para siempre. Yo sí había oído que los burdeles de menores eran pan de cada día en Colombia, pero no sabía a qué punto. Primero me negué rotundamente y casi peleo con ellos. Pasaron dos semanas y varios de ellos iban casi a diario, y los que no, hacían como si nada. Así de acostumbrados estaban. Un día uno de ellos me tendió una trampa para que al menos me asomara al puteadero de morras. Caí como plasta. Entré a ese cuchitril en las afueras del pueblo y de un solo vistazo algo se me trasmutó por dentro. Lo primero que pensé fue automático: «Uff, qué rrrrr…ico!»
—Venga, yo le gasto —me dijo el colombiano—. ¿Con cuál quiere ir a una pieza?
Y bueno… las hormonas mandan. Escogí una monita lindísima que no parecía estar asustada ni nada. Ninguna lo estaba. No hice casi nada. No aguanté. Solo recibí de ella una mamada celestial que me ordeñó rapidísimo. Mientras lo hacía, yo me repetía «¿De verdad, una minita como de 10 me lo está mamando, y así de bien?». Es que sabía como chuparla. Nunca, nadie, ni novias, putas, mi esposa o gocesitos de esos en Bogotá me hizo una mamada así. Esta monita hermosa de verdad me masturbaba con los labios apretados, frotando desde el cabezón hasta la base y de vuelta, 1, 2; 1, 2… y me masajeaba con la lengua. Yo me decía «Aguántese, no se venga, disfrute más tiempo…». Pero esta mocosa me estaba dando la mejor mamada que nunca habría imaginado. Se sostenía del nacimiento de mis piernas e iba y venía con la cabeza, comiéndosela toda. Ojalá pudieran ustedes sentir esa saliva abundante y tibia, y la suavidad de su lengua… la suavidad de toda ella y sobre todo esa belleza exorbitante. Belleza que ningún poeta podría describir y perfección de cuerpo que ningún filósofo podría clasificar. Cuando la boquita se le llenaba demasiado de los fluidos mezclados de su boca y de mi feliz pito, hacía una halda especialmente lenta y al llegar al cabezón, lo apretaba duro con los labios y aprovechaba el tener la boca casi vacía para tragar. No dejaba salir una gota de nada. ¡Si supieran como se siente eso! No pude aguantar y empecé a perrearle en la boca. Si me hubieran ustedes oído, solo oído, habrían dicho “A este man le están haciendo un sobijo en un hueso dislocado. Pero qué nena pa’ chillar”. Pero no. Solo estaba disfrutando de la espectacular mamada de una minita de 10 a la que le enseñaron cómo se atiende un hombre. «No me voy a venir, no me voy a venir…» me repetía. No podía ser tan flojo de no aguantar. ¿Dónde estaba el control y la resistencia? Les diré dónde: En ninguna parte. ¡Pum! Me le vine en la garganta. Ella tosió tres veces y le salió mi semen por la nariz. Yo, iba a disculparme pero cuando bajé la mirada, ella estaba volviendo a engullírsela. La atragantada con mecos era solo algo más de su trabajo. Siguió mamando con ese pegote de mela’o blanco en su cara, mi pija, sus dientes y paladar…
Su mamada había sido como atarse a un cohete y después no querer ascender tan rápido.
Todo eso pasó como en tres o cuatro minutos. ¿Mal polvo? Vayan a que se los mame por primera vez una de 10, a ver. O acuérdense de esa primera vez, si es que ya la tuvieron.
Me tiré a la silla a pasar el éxtasis. Me temblaba todo y sentía hormiguitas andando en fila entre los dedos de los pies y detrás de las güevas. Ella ni siquiera se había desnudado. Solo la miré ahí, en su pintica de pequeña puta, un faldita de jean tan corta que dejaba ver su triangulito blanco todo el tiempo y una blusita de malla.
—¿Ya estás bien? —me preguntó, así, con los chorros espesos de mecos a los lados de la cara.
—Estoy bien —dije.
«Estoy bien, bien enviciado» pensé.
Y sí. A mi amigo colombiano de mierda, le habían dado un servicio gratis por haberme llevado, y mi servicio también fue gratis. Era solo para enviciarme. Y lo lograron.
En los siguientes meses, fui allí a diario. Me las comí a todas y cuando llegaba una nueva, no tenía paz a hasta comérmela. El problema era que la plata se me acabó y empecé a gastar plata de la empresa. Así, duré otros cinco meses, hasta que hubo auditoría y… me fui a la cárcel. Por desfalco, no por putero de menores. Eso ni lo mencionaron.
Pues bueno, pasé unas semanas preso en un lugar horrible casi metido en la selva en aquél país, por arreglos que hicieron mis jefes mexicanos para que me detuvieran. Según supe, para que no se manchara el nombre de la firma, arreglaron llevarme a mi país y que estuviera preso allí sin escándalo. Mejor para mí. Pasé unos siete años preso, pajeándome a diario con el recuerdo de esas mini-putas, colombianitas deliciosas y los manjares que me daban. De mi familia, ni me acordaba.
En un relato que no sea porno podría contarles diez mil cosas de estar preso… pero otro día y en otra parte.
A un año de salir, mi esposa me encontró y fue todo un drama. Pero al menos ya tenía para donde irme cuando saliera, y el día llegó. Ella ni nadie se imaginaban ni de lejos ni en pesadillas mi nueva afición-perversión. Uff, las menores… Había un directivo en la prisión que, a quienes se portaban o le caían bien, les alcahueteaba vicios. Droga, putas que entraban como esposas en visita conyugal, hasta oí de cosas zoofílicas. Lógico, nunca iban a entrar a una menor a la prisión, pero a mí sí me llevaban a veces hojas impresas con nenas, para que pasara un buen rato con manuela. Catálogos de lencería donde había niñas en ropita interior o traje de baño. Un día me llevaron hojas impresas de una minita hermosa que posaba en traje de jugar tenis y con una raqueta… posaba con el mango de la raqueta como falo de algún afortunado novio o padre, no sé qué se habrá imaginado el pinche fotógrafo. En una tenía las piernas abiertas y la raqueta apuntándole al centro del panty, y ella misma se alzaba la falda. En otra, se puso en cuatro y dejó el extremo del cabo de la raqueta descansar en medio de sus nalgas (con el panty puesto, calro), y la falda volteada sobre la espalda. Los que hacían esas fotos sabían cómo encender a los clientes sin desnudar a las morras y sin hacer nada ‘ilegal’. Recuerdo que hice berrinche cuando me las quitaron. En fin, ese era un programa para mantener a los internos que calificaban para ello, calmados. Cosas que muros afuera nadie creería ni imaginaría. En fin, esa es solo una de esas diez mil cosas, la única que encajaba acá.
Después de salir de prisión, llegué a donde mi esposa. Y sí, lo que se imaginan. Mis gemelas, Bianca y Dalila… ya tenían 10 años y medio. Los psicólogos y trabajadores sociales nos habían dado todo un protocolo para nuestro reencuentro y para volver a vivir en familia. Nada de eso habría pasado si hubieran sabido la verdadera razón por la que robé tanto dinero.
El primer vistazo a mis hijas… wow… pero qué mamasitas ricas y apretaditas. La pŕostata me pulseó en seguida, como produciendo leche, jurando que iba a haber acción. Yo ya no podía ver minitas, menos tan bonitas, sin pensar en culiar. Para mi mente, las nenitas eran para eso, para culiar, para eyacular, para dedearlas, chuparlas por todas partes, ponerlas a mamar, montar, que se monten… y así. Como típicas gemelas, llevaban ropa igual. Y ambas tenían falda corta, como de cuerina negra y, body (creo que se llama) blanco, además de moños sobre sus cabezas, de un cintón negro y otro blanco. Además, su cabellos estaban bien atados y sus caras con un ligero maquillaje. De una vez me imaginé cayendo de rodillas a subirles las faldas, desabrocharles el body de la entrepierna o corrérselo y chuparles las vaginas por turnos. Que una me esperara con la cuca al aire mientras se la lamía a la otra. Así que me había convertido en un monstruo, pero eran mis hijitas, mis gemelas.
Hice uso de toda mi fuerza de voluntad, y más, aguantando la ansiedad a tal grado que me pajeaba en cosa de segundos. Todo para encajar de nuevo en la vida familiar. Y, aunque suene hipócrita e increíble, amaba a mi esposa. ¿Darme semejante oportunidad? Pero Bianca y Dalila estaban que se comían solas (o entre ellas ¡Uff qué rico!). Casi siempre me quedaba viéndoles sus figuras espectaculares, con esos teteritos que parecían limoncitos y esos culos que… no tengo palabras. Esos culos. ¡ESOS CULOS!
El día, según los mamertos psicolocos, ‘perfecto’ para estrechar el lazo padre-hijas, se presentó. Ellas eran deportistas, gimnastas, para ser exactos (lo que contribuía lo desmesuradamente sexies que eran) y también bailarinas. En su colegio habría una presentación y otra vez me devané los sesos para decidir si ir. Sabía que se me iba a parar viéndolas y de pronto iba a babear y quizá hasta frotarme el cabezón con los dedos mientras las veía hacer su rutina, así, por encima del pantalón. Así de deliciosas estaban mis hijas, créanme. Los terapeutas me convencieron, creyendo que no quería ir por miedo al rechazo y otras mamadas. Pero tenía miedo de agarrarlas y culeármelas ahí, en el escenario, y que todos se me fueran encima antes de acabar.
Bueno.
Me pajeé seis veces seguidas antes de salir, a ver si con el aparato quemado, por dentro y por fuera, podía verlas nada más como mis hijas. Además me pajeé viendo porno tradicional, para no avivar el hambre. Y tuvo lugar la presentación del colegio y el número de mis hijas.
{Fantasía, pajazo brutal y relato inspirados en video de yutúb: b5zJ1j364e8 . Si sabe qué hacer con ese código, bien; si no, paila}.
Al terminar el evento, yo parecía… ¿Alguna vez ha sido adictos a una droga y la han dejado después? Así, ese temblor, esa insoportabilidad, nerviosismo, castañear los dientes. Los seis pajazos no me sirvieron de nada. Ni veinte me habrían servido. Pero qué jamones, mis muchachas. Como se les veían esas colitas sexies y esos sapos allá engarzados en esas mallas. Parecían alardear de sus delicias para el público, en especial cuando se abrían de piernas a 180º. Me estaba conteniendo con toda mi fuerza (y más) para no ir a donde estaban a echármelas. Mi mente se enfrentaba a la odiosa realidad de que las niñas no son en general para culiar, para eyacular, para dedearlas, chuparlas por todas partes, ponerlas a mamar, montar, que se monten… y así. Que el mundo entero no era un burdel de chochos menores de edad. No imaginan la cantidad de electricidad que ‘caía’ por mi estómago. No sé cómo no me cagué. Llevaba años de, primero, no negarle nunca la satisfacción a mi aparato reproductor y luego, no negársela al menos con fotos o fantasías. Pero Bianca y Dalila eran mis hijas y ¡se suponían intocables!
Logré pasar el resto del día y calmarme en la casa comiéndome a mi esposa con hambre asesina. Ella, feliz, no se preocupen. Pero qué culiada le dí. Dormimos por horas y al despertar hablamos de cuanta mierda pudimos, como si fuéramos noviecitos adolescentes. Nos sentó de maravilla. Pero esa misma tarde, para dar continuidad a la ‘vida de familia’, acompañamos a las niñas a hacer una tarea de su colegio. Tenían que hacer un mural y tendieron cartón cartulina en todo el patio. El dilema fue que se pusieron minifaldas para trabajar. Biancas e puso una negra y Dalila una rosa, un poco más larga. Debo agregar que, a pesar de que eran gemelas idénticas, Bianca tenía un poco más de malicia y era más aventada en todo. Yo, le tenía más ganas que a Dalila, porque ella era más bien del tipo tierno y consentido. Bianca, haciendo el mural, estaba mostrando todo el tiempo sus panties blancos, y yo no pude sacarme de la cabeza ningún segundo aquél burdel en la selva colombiana. Mi hija no tenía nada especial, salvo eso, que era mi hija. Pero también era para ser disfrutada y que disfrutara de todo eso que tenía ahí. Uff, pero qué treinta-mamasita, con esa faldita de jean negro de ruedo desgastado, tan indecentemente corta… esos cucos ¡Ah esos cuquitos blancos! Para chuparle sus glorias a mi hija bella…
Con la relativamente buena confianza que habíamos ganado, inventé un pretexto para llevármela a solas dentro de la casa. No quería ir demasiado lejos aún, pero sí tantear terreno y medirla. Con toda clase de trampas la hice subirse a escaleras y sillas y hasta a la mesa para ver de cerca sus manjares. Olía riquísimo. De cerca, pude ver el encajito y las costuras azules de su panty blanco. Se me empezó a mojar el bóxer. Por detrás también se veía fatal: No tenía calzoncitos de niña, sino que eran de esos cacheteros. Verle tan bien y casi oler sus nalgas me puso peor. Me palpitaba todo como si fuera a sufrir un ataque repentinamente. Estaba que le metía mano, pero no sabía si hacerme el que lo hacía accidentalmente o meterle mano sin disimular nada y ver cómo reaccionaba. Mientras ella buscaba algo dentro de un gabinete de la cocina, le puse mi mano abierta en su nalga redonda y caliente, por encima de la mezclilla. ¡Al fin! Otra vez tocar el paraíso después de estar en el infierno. Ella no lo notó o lo notó y no le importó. La toqué otra vez, al otro lado y tuve que irme a morder la mano detrás de un mueble. Me sobé un poco el paquete y después volví con ella. Ella ya estaba de pie, viendo lo que había encontrado y mostrándomelo. Pero yo estaba viéndole las piernas.
—Eres demasiado hermosa, Bianca.
—Gracias —sonrió, pero yo habría dado un ojo por que me dijera ‘papi’.
—¿Tienes novio?
—No, pero hay un niño del otro curso que me gusta…
Me acerqué del todo a ella.
—Te aseguro que tú le gustas más a él. ¿Quieres saber lo que nos gusta a los hombres?
Pero entró mi esposa. El charco en el centro de mi bóxer estaba insoportable.
Ese día no pasó nada más, excepto un pajazo demencial que me pegué después de encontrar en el cesto de ropa su pantycito blanco de líneas azules. Los olí (casi me los comí) imaginándome de todo con Bianca. De todo, o sea, DE TODO. Qué aroma tan rico, en especial ‘adelantico’, donde ella humedecía. Hubiera deseado dormir con esos cucos en la cara pero con mi esposa ¿cómo?
Habiendo cogido la afición de rescatar los cucos de ambas de la ropa sucia y disfrutar como maniático de sus aromas, la vida sexual con mi esposa mejoró todavía más. La perforaba como buscando petróleo, pero con el olor de las panochitas de Bianca y Dalila en mi cara.
—Antes no eras así de potente —me dijo una noche mi esposa.
Un día incluso hice el postre y preparé “tres-leches”. A mis hijas les gustó mucho. Al de mis esposa no le puse agregado especial, porque se habría dado cuenta.
Pasaron meses y meses, queridos lectores, para que la confianza fuera suficiente e ir más allá. Hasta que al fin, la providencia me echó una mano:
Las niñas estaban en el colegio y mi esposa me pidió que revisara el computador de Bianca, porque estaba fallando. Sin esperar nada especial, lo agarré y lo revisé. No iniciaba sino que se detenía en una pantalla azul. «Típico», pensé, y maldije a Microsoft. Se podía resetear y reinstalar el sistema, pero se perderían todos los archivos de las nenas. Entonces habría que, antes, sacarle el disco duro y hacer una copia de seguridad en otro computador. Lo hice. La oportunidad era perfecta para quedar como un héroe con ellas y acercarme más. Pero fue mejor que eso, ya que al chismosear todos los archivos, encontré videos y fotos de ellas exhibiéndose y en uno de cada una, masturbándose. Así como lo leen. Me puse como toro, me pajeé como morro que ve su primer porno y copié los videos en mi celular y en la nube. Ya podía saltarme todo el terreno que me faltaba conquistar con ellas. Videos de morras así hay por millares, que mis hijas no los hicieran, seria lo raro. En los videos y fotos aparecían ellas solas y solo en un video aparecían ambas, muertas de risa compitiendo por ser la que más mostraba la vagina y el ano a la cámara (o a algún afortunado en alguna parte del mundo). En un video aparecía Bianca metiéndose un bolígrafo por el culo, en otro, Dalila se introducía su frasco de desodorante por la vagina. También usaban los cabos de su cepillo de pelo para darse placer y dárselo a quienquiera que estuviera viendo, en vivo o en diferido. Me acordé de la mina con la raqueta de tenis. ¿Que si fui y me metí en la boca sus esferos, frascos de desodorante y el cabo de su cepillo de pelo? ¡pues claro que sí! Por otra parte, esto sirve para que sepan que las morras que crean que son las que menos, son las que más. En especial por Dalila. Y yo dizque preguntándole a Bianca «¿Quieres saber lo que nos gusta a los hombres?» En fin.
Esa misma tarde procuré una charla con ambas. También pensé agarrarlas por separado pero decidí que sería más arriesgado excluir a una. Así que las cogí a las dos. Después de una charla mamertísima sobre la educación sexual en su colegio y hasta qué punto sabían de la vida, les solté que había descubierto el porno de ellas mismas y que se los iba a decir a su madre. Se pusieron como locas de miedo y casi lloran. Pero las tranquilicé y les ofrecí enseñarles lo que quisieran al respecto si guardábamos el secreto. Pero, si no me dejaban enseñarles, las delataría y tendrían que pasar la vergüenza de su vida. Aceptaron a regañadientes.
Les eché una carreta extensísima sobre el amor y el sexo y que debían ir juntos, pero claro, para que me lo dieran. Les dije que eran lo más bello que había en la faz de La Tierra (y era cierto) y que debían cuidar mucho su cuerpo y cuidarse de otros (de pervertidos hijueputas como el papá). Les dije que seguro sabían cómo podían poner a un hombre y del poder que tenían en ello. Pero me dijeron que no sabían. «¿Poder?» me dijeron, con cara de uva pasa.
—Sí, poder. No regalen su poder. Pueden gozar incluso más si no regalan su poder, si no que lo usan. Bianca, si supieras cómo me tenías el día que hicimos ese mural para tu tarea de sociales. O cómo me tenían las dos el día de su presentación. Eso es PODER, mis niñas. ¿Quieren que les enseñe todo lo que vuelve loco a un hombre?
—¡Claro! —brincaron, al unísono.
Y el resto es historia.
Subí otra vez al paraíso. Poder mamar otra vez un chochito sin vello y con esa suavidad de tacto y de color que… ¡uff! Y sabiendo que es el de mis hijas. Y ponerlas arrozudas y sacarles gemiditos… hacer que sus pezoncitos se ericen y que al abrir sus vaginas con los dedos veas cuán mojadas están. Hacerlas que les guste tremendamente el sexo, a los 11 años. Así como le pasó a mi mente con la imagen de una morra, les pasó a ellas mismas. Llegaron a creer que un pene es para chuparlo, lo demás, era secundario.
Amanecer con mis gemelas después de una faena de trío, tanto sexo que pierde sentido todo lo demás en la vida… les deseo que lo experimenten. Claro que nos toca en secreto. Dudo mucho que mi esposa no enloquezca si lo llega a saber. Y la amo demasiado para arriesgarla así. ¡Me esperó por una década, casi, y me devolvió la vida ¿qué esperaban?! Además, me guardó este par de jamones que me como a diario.
Fin.
Saludos a sus hijitas.
Stregoika ©2025.
De veras, en serio, disfruten, porque este tipo de páginas va a desaparecer, esta es la única que queda.


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