DEBUTAR CON EL DECANO
Relato publicado originalmente en SexoSinTabues.com por barquito.
DEBUTAR CON EL DECANO
DOLORES
Dolores sabe cuanto sacrificio le ha costado a su madre criarla y educarla en la forma en que lo ha hecho. Si bien ella ha respondido a aquello con la dedicación al estudio y su aplicada conducta personal, desechando oportunidades de divertirse y disfrutar de la vida como sus veintiún años merecen, sin distraer su atención con amigos que no posee, ya que hasta de eso se ha privado, a veces siente envidia de sus compañeras al escucharlas relatar como gozan de sus salidas nocturnas y de las relaciones sexuales con que suelen coronar la noche.
No sólo se ha propuesto vivir en su propia burbuja que la separa de todo lo social, sino que hasta ha vedado todo lo que tenga que ver con el romanticismo y mucho menos con lo sexual. No es que ella sea una mojigata ni que carezca de urgencias y necesidades como cualquiera otra mujer, pero las características de esas emociones que desfoga en la soledad de su cuarto le han impuesto una prudente separación de todo contacto físico con otras personas. La necesidad de homenajear a su madre con la obtención de ese título tan ansiado por esta como si fuera la razón de su vida, ha enterrado en lo más hondo del olvido esos sentimientos y emociones que podrían modificar su vida.
Ese día y coincidiendo con su última entrega, ha recibido una nota del Decano, citándola al término de la misma. Pasadas las diez de la noche y aunque ella sabe que en esas épocas el hombre suele quedarse hasta altas horas, se asoma prudentemente en el decanato y comprobando la ausencia de la secretaria, se acerca a la puerta del despacho para golpear con timidez.
La grave voz del hombre responde a su llamada invitándola a entrar. Como tantas veces, el gran despacho la apichona por su aspecto de severa sobriedad, en la que abunda la pátina satinada de las maderas nobles y el sempiterno olor a cuero de los amplios sillones.
Detrás del monumental escritorio inglés, el hombre le ofrece asiento en una de las dos sillas con brazos enfrente a él. Por primera vez, Dolores se da cuenta de cuan brillantemente precoz debería haber sido aquel hombre para que, a una edad que aun no alcanza los cincuenta años, sea el más prestigioso arquitecto de la ciudad – lo que es serlo del país – y quien desde diez años atrás rige los destinos de la Facultad.
El le recuerda con cálida bonhomía su primera visita de la mano de su madre, cuatro años atrás. Roto el hielo con las reminiscencias de ambos, él confirma su impresión sobre lo del cuadro de honor pero termina de aturdirla con la noticia de que es su propósito otorgarle la medalla de oro como la más sobresaliente de su promoción.
En la medida que desarrolla su discurso, el Decano se ha levantado para ir caminando lentamente alrededor del escritorio y en ese periplo lo pierde ocasionalmente de vista al hacerlo por detrás de ella. Confusamente, verifica si sus presunciones sobre las notas son ciertas y el hombre admite francamente haber presionado a los profesores para conseguir ese objetivo, por lo cual expresa veladamente cuanto ella le está en deuda y que, junto con el otorgamiento de la preciada medalla dorada, eso ameritaría un agradecimiento al mismo nivel.
Todavía no consigue asumir si eso conlleva una soterrada amenaza y en ese caso qué actitud adoptar, si aceptarla presintiendo en qué consiste el “agradecimiento” o reaccionar airadamente, echando por tierra tantos años de sacrificio de su madre, cuando siente la presencia física del hombre contra el respaldo de la silla y sus manos apoyándose en los hombros.
Paralizada y en tanto escucha el sonsonete de la grave voz confirmándole su suposición, poniendo especial énfasis en destacar como las ilusiones de su madre pudieran caer rotas a pedazos por una actitud descomedida de ella, siente como las manos se deslizan de los hombros hacía el pecho, internándose por debajo del escote abierto de la blusa veraniega.
Uno oleado de calor la envuelve por entero e instantáneamente, su cuerpo se cubre de una tenue película de transpiración. Lo que a cualquier chica podría parecerle una estupidez, para ella resulta conmocionante; por primera vez es acariciada por un hombre. Resbalando en el fino sudor, los dedos escurren dentro del corpiño para acariciar suavemente los senos en lento sobar.
Su mente es un torbellino; por un lado, la virginidad defendida a ultranza no porque deseara hacerla inexpugnable sino porque todo contacto de ese tipo pudiera distraerla de lo que se convirtiera en su meta más anhelada, la obliga a rebelarse de esa agresión a la que ella no diera lugar y, por el otro, todas sus urgencias y fantasías se subliman en la entrega obligada a ese hombre sin cuya influencia no hubiera llegado al propósito anterior. También evalúa la circunstancia; a esa hora de la noche, salvo el personal de seguridad, seguramente no quedará nadie en el inmenso edificio y en el aislamiento del último piso, el hombre podría hacer de ella lo que quisiera con absoluta impunidad si se lo propusiera.
Sinceramente, no cree que este desee violarla con violencia sino convencerla para que tenga sexo con él y en ese entendimiento, se dice que su carrera ya está terminada y que ahora puede permitirse concretar su liberación sexual, con el agregado de que su aceptación conllevará el consecuente premio del honor académico.
No obstante, como carece de experiencia alguna, decide dejar la iniciativa en manos del hombre, percibiendo como la caricia a los senos le procura un deleite que no obtiene cuando sus manos realizan tarea semejante durante sus masturbaciones al bañarse. Ante su manifiesta inmovilidad, sin ningún movimiento que suponga rudeza alguna, las manos del hombre van desabotonando la blusa y dejándola caer hacia atrás, con el mismo delicado comedimiento, suelta los broches del corpiño para que los senos liberados muestren su espléndida forma.
Dolores ha heredado de su madre los mismos pechos y glúteos pero su cuerpo longilíneo, le da un aspecto más estilizado, haciendo insospechable su generosa contundencia. Ahora, el arquitecto mira alucinado los divergentes senos que, aun vistos desde atrás, muestran la gelatinosa consistencia superior y, apoyados en la firme comba inferior, exhiben en los vértices el extraño aspecto de las aureolas que, pulidas, se elevan cónicas como otros pequeños senos para ostentar la rosada excrecencia de los largos y gruesos pezones.
Maravillado por semejante descubrimiento y ante la complaciente pasividad de Dolores, la alza por debajo de las axilas para conducirla los dos pasos que los separan del amplio sillón, sobre el que la deposita. Todavía tensa por la situación, una vez que está acostada boca arriba en el asiento y con los pies aun en la alfombra, insinúa una tan vana como falta de convicción huída, que es sofocada por un violento empellón del hombre.
Convencida de que la cosa va en serio y murmurando entre sollozos una supuestamente ofendida oposición, le suplica al Decano que no la lastime, arguyendo casi avergonzada su extemporánea virginidad.
Eso parece enardecer al hombre, quien se abalanza sobre ella e inmovilizándola por el simple procedimiento de apoyar las rodillas en los almohadones y asentar la grupa contra sus muslos, toma entre sus manos la cara sonrojada de Dolores para que su boca, bien dibujada pero de labios fuertes, se asiente sobre los suyos en el primer beso pasional que la muchacha recibe en su vida. Inconscientemente, los labios suplicantes se han cerrado férreamente ante el avasallamiento de la otra boca y respirando angustiosa y ruidosamente por la nariz, ansia concretar el beso pero racionalmente no sabe cómo.
Por suerte, el instinto primitivo de la hembra acude en su auxilio y ante le presión, los labios ceden mansamente para dejar que los del hombre los atrapen entre ellos y tras una serie de succiones en las que ella va relajándose, una lengua vivaz y curiosa se adentra en la boca y para su sorpresa, la suya sale al encuentro de la invasora para trabarse en una lucha dispareja en la que la visitante impone su fortaleza.
Ramón se da cuenta de las cosas que debe de experimentar esa chiquilina con cuerpo de diosa que recién a esa edad tendrá su primer contacto con un hombre y decide someterla de todas las formas posibles pero sin violentarla; provocarle un trauma psicológico sería despreciable e inhumano cuando era posible obtener su total entrega suministrándole lo que la pobre anhela desde hace años.
Ciertamente, no anda descaminado, porque, desde el inicio de ese primer beso, para Dolores fue como si un algo desconocido liberara las tensiones y angustias que inconscientemente acumula desde su desarrollo femenino y que ahora anegan su cuerpo con ignoradas ansias y emociones a las que confluyen sus fantasías más abyectas y viciosas.
Automáticamente, uno de sus brazos pasa por debajo de la axila del hombre para abrazar su espalda y la otra mano se asienta firmemente en la cabeza para sostenerla presionada mientras su boca se abre en un beso goloso, imitando la vehemencia de Ramón.
Convencido de que esa etapa está cumplida, acuciando a la muchacha con un torbellino de besos y lengüetazos que lentamente van enardeciéndola, lleva sus manos a la búsqueda de los senos que, liberados del sostén, zangolotean al ritmo de las ondulaciones que la muchacha da inconscientemente al cuerpo.
El simple tacto anterior le ha permitido comprobar la firmeza muscular que se oculta debajo de la masa morbidamente gelatinosa y ahora sus dedos palpan exploratoriamente toda la superficie de esas dos grandes tetas, especialmente el cono elevado de las aureolas, sin poder evitar la tentación de oprimir suavemente entre pulgar e índice los largos apéndices de los pezones que, ante esos pellizcos inéditos, se yerguen aun más, consolidando su grosor.
Los manoseos enajenan a la muchacha y un deseo primitivo le hace empujar la cabeza del hombre hacia abajo. Comprendiendo el monstruo que se gesta en las entrañas de Dolores, él accede a ese mudo pedido descendiendo a lo largo del cuello con menudos besos que, al llegar al plano que antecede a los senos, ya cubierto de un sarpullido rosáceo, dejan lugar al desplazamiento de la lengua que, vibrando tremolante, va ascendiendo las cuestas de los pechos en erráticas travesías en las que deja la estela de la saliva para que los labios la sorban diligentes.
Las manos trémulas de la chica ya no empujan la cabeza sino que, por el contrario, los dedos se hunden en la cabellera como para impedir que él deje de proporcionarle la inmensidad de ese goce inaugural. La lengua rodea agitadamente toda la periferia de las aureolas para, ocasionalmente, fustigar la excrecencia de los pezones y luego vuelve a recorrer la pulida superficie que les da sustento.
La repetición de esas caricias sumen a Dolo en un estado de histérica desesperación por no poder soportar el placer que le da y viendo eso, el hombre no sólo incrementa el trabajo de la lengua, sino que los labios colaboran apresando entre ellos los inflamados pezones para luego propinarles tan largos como intensos chupones, en tanto que las manos se turnan para que los dedos retuerzan al otro pezón, consiguiendo que los desmayados ayes de la chica se conviertan en profundos ronquidos de satisfacción.
Ella conoce la sensibilidad que alcanzan sus pezones y aureolas con la excitación y como con esa ayuda en sus masturbaciones alcanza sus mejores orgasmos, comienza a pedirle a Ramón que la haga acabar de esa manera. Felicitándose porque las especulaciones con respecto a su joven protegida no estuvieran erradas, hace que las manos abandonen los pechos por unos momentos para que, con esa experiencia que dan los años, levantarse y alzarle la falda hasta la cintura para escurrir una mano por debajo de la elástica a bombacha y alcanzar la ya húmeda mata de vello púbico.
Sumada a la pasión desenfrenada que contrae su vientre espasmódicamente y esas insoportables ganas de orinar no concretadas, señales evidentes de su próxima eyaculación, la caricia que los dedos ejecutan a lo largo de la vulva la sumen en un enloquecedor frenesí y olvidando su condición de virgen a la que están violando, azota con sus manos las espaldas del hombre al tiempo que le exige roncamente la haga acabar de una vez.
Satisfaciéndola, él alterna las fuertes succiones a las mamas con irritantes mordisqueos y a la que retorcían los dedos, le aplica cruelmente los filos romos de las uñas. Los hondos gemidos y extemporáneos ayes con que la muchacha expresa su regocijada euforia por la llegada inminente del orgasmo, lo alientan a proseguir y los dedos que resbalaban en la húmeda superficie de la vulva se dedican a frotar vigorosamente al clítoris; cuando Dolores proclama en medio de confusos murmullos que está alcanzado la satisfacción y entonces arrecia con uñas y dientes en los pezones al tiempo que su índice y pulgar retuercen con saña al sensibilizado clítoris.
Dolores menea alocadamente la pelvis en un instintivo coito hasta que de pronto, envarando el cuerpo, se paraliza por un momento para luego caer desplomada sobre el asiento, dando rienda suelta a enajenadas exclamaciones, mezcla de alegría y sollozos en las que le agradece haberla hecho gozar de tal forma.
La satisfacción de la muchacha marca sólo el comienzo de la cópula que se ha propuesto Ramón y en tanto Dolo parece estar sumida en un torpor amodorrado, él se desviste con presteza hasta quedar totalmente desnudo. Despojándola suavemente de la falda arrollada en la cintura, baja hasta quitar por los pies la empapada bombacha, aprovechando para sacarle los zapatos.
Ignorante de las intenciones del hombre, Dolores se deja estar laxamente en esa nube de placer que la envuelve en tanto su mente se regodea con el disfrute que Ramón le ha proporcionado, hasta que siente como, después de desvestirla, este le separa las piernas al tiempo que empuja los muslos para encogerlos y ante su sobresalto, algo que es indudablemente un miembro, se apoya contra la todavía mojada entrada a la vagina.
Aunque sabe que el destino final de esta relación será el coito, no está preparada para que este suceda de esa manera tan intempestiva pero, cuando puede reaccionar de su somnolencia, Ramón inmoviliza sus piernas colocándolas en sus hombros, con lo que la parte inferior del cuerpo queda en el aire y después de colocar la punta del glande contra la vagina, la aferra por el cuello con la otra mano, presionándola contra el asiento.
Espantada por esa penetración en la que pensara cientos y miles de veces con aprensión a causa del dolor desconocido, siente como la verga desplaza los esfínteres para intentar adentrarse en el sexo pero, ya sea a causa del terror que la paraliza o porque es una respuesta natural, los músculos vaginales se cierran prietamente para impedir ser invadidos, con tanta fortaleza que al experimentado hombre se le hace imposible someterla.
Insultándola soezmente, Ramón suelta su cuello para que la mano azote reciamente su rostro congestionado de derecho y revés y vaya a saberse si el dolor o la sorpresa de esa violencia innecesaria ejercen algún tipo de relajación, pero lo cierto es que el falo comienza a penetrarla.
Transpuesto el vestíbulo vaginal, la ovalada cabeza tropieza con un nuevo obstáculo y esto significa un sobresaltado sufrimiento para Dolores; es como si en su interior fuera estirándose una elástica película de polietileno y tras un tenso momento en el que parece no ceder a pesar de la presión, se desgarra de pronto para ocasionarle un intenso dolor que, con un respingo, le hace contraer nuevamente los músculos alrededor del falo.
Esta vez esa oposición resulta vana, ya que la verga está adentro y con un sostenido empuje, él va penetrándola hasta que el glande roza el cuello uterino y su pelvis se estrella contra la vulva dilatada. Extrañamente y a pesar de sentir como el volumen del falo llena totalmente el conducto, ya no percibe dolor alguno y cuando Ramón comienza a bascular su cuerpo en un enérgico vaivén, una oleada de placer la invade por entero y sabe que está conociendo la dicha de ser poseída por un hombre.
Involuntariamente, exhala gemidos que son mezcla de dolor y placer e instintivamente, sus piernas se alzan para rodear la cintura del Decano y haciendo presión en la zona lumbar, intensifica el ritmo con que el hombre la está sometiendo. Este comprende que la muchacha está totalmente entregada a la cópula y entonces la empala con el falo para luego alzarla y de esa manera, se sienta en el sillón.
Ella todavía no entiende sus intenciones y permanece así, acoplada a él, con las piernas abiertas y sentada sobre el miembro. Los pechos tentadores de la chica vuelven a sorprender a Ramón y en tanto los manosea con delectación, lleva la cabeza hacia delante para que labios y lengua hagan de las mamas un festival de sensaciones, ya que a los chupones, se sucede y alterna la actividad de los dientes en minúsculos mordiscos en los que se hunden en la carne pero sin lastimarla.
El deleite es tan intenso que la sorprendida muchacha deja escapar pequeños grititos en los que se entremezclan el sufrimiento con el goce y por eso, cuando Ramón deja por un instante los senos para indicarle que se coloque acuclillada sobre él para penetrarse con la verga, se aferra al respaldar del sillón y colocando las piernas flexionadas a cada lado de las caderas del hombre, tras elevarse, va descendiendo lentamente el cuerpo para sentir como el miembro emboca la entrada a la vagina y luego, casi como en una inmolación, es ella quien hace bajar la pelvis, sintiendo como el falo va arrasando todo a su paso.
Aunque todavía siente ciertas molestias, seguramente por los desgarros de la primera penetración, el tránsito de la verga ya no le es doloroso y, por el contrario, va provocándole ciertas sensaciones desconocidas que ella supone son placenteras. Asiéndose mejor al respaldo, se da envión y, con ese instinto natural de las mujeres, inicia un movimiento adelante y atrás que le hace sentir al falo moviéndose en distintos ángulos para socavar cada rincón de la vagina.
Lejos de molestarla, el roce comienza a hacérsele tan placentero que, insensiblemente, va modificando la penetración con movimientos verticales a los que añade un leve rotar en círculos. Aquello la complace tanto que abandona el apoyo del respaldar y cimbrando como un fleje, lleva una de sus manos a los senos para estrujarlos entre los dedos y la otra desciende al sexo donde frota vigorosamente al erecto clítoris.
Dolores ignora el magnifico espectáculo que está brindando al hombre y este, cuando ella comienza a emitir roncos gemidos a los que matiza con expresiones soeces que nadie imaginaría jamás en una muchacha tan delicadamente gentil, lleva una mano a las nalgas y encontrando al hundido cañadón, busca en él hasta encontrar el ano. En suaves periplos que van hasta la vulva, chorreante de los fluidos internos, humedece los dedos en ellos para lubricar los esfínteres. Delicadamente comienza a introducir entre ellos la punta del dedo mayor y, para su sorpresa, es Dolo quien incrementa el trajín de la cópula, al tiempo que asiente ronca y repetidamente con entusiasmo.
Cuando Ramón introduce sin dubitar el dedo en toda su extensión para moverlo en lerda sodomía, la otrora virgen estalla en gritos de apasionado fervor. Viéndola tan frenética en su excitación, el hombre la aparta momentáneamente para, una vez parado detrás de ella, hacerla arrodillar sobre el asiento y, bajándole el torso con una mano hasta que la cabeza roza los almohadones, le abre bien las piernas y apoya la punta del falo en los esfínteres dilatados por el dedo.
La muchacha no sólo no ignora lo que va a sucederle sino que, en medio del jadear que la agobia, lo conmina con grosera crudeza a que la culee bien culeada y el Decano no la hace esperar; asiéndola férreamente con los dedos en las ingles, empuja firmemente y el falo entero va desapareciendo en el recto, acompañado por el alarido horrísono de Dolo, quien no imaginaba que fuera a serle tan doloroso.
Dejándola descansar unos instantes hasta que asimile el sufrimiento, el hombre inicia la sodomía y es entonces que todo cambia para la joven arquitecta; lo terrible de aquel dolor que la ha dejado sin aliento, mágicamente va convirtiéndose en un goce maravillosamente fantástico. Acoplándose simbióticamente a la cópula, alza el torso para agarrarse con una mano al respaldo, dándose envión para proyectar la grupa al encuentra del soberbio pene y la otra mano desciende a lo largo del vientre para someter al sexo todo a una de sus más estupendas masturbaciones.
Ramón comprende la profundidad de la excitación que ese sexo inaugural ha instalado en la joven y decidido a no defraudarla, comienza a alternar la cópula entre el ano y el sexo, llegando a enardecer tanto a Dolores, que esta no sólo le suplica sino que le exige la lleva a la satisfacción total del orgasmo.
A poco de que él intensifica el ritmo del coito, ella proclama que está obteniendo la ansiada eyaculación y entonces Ramón saca el falo del sexo y haciéndola sentar frente a él, lo introduce en la boca abierta por su acezar sofocado. Ávida de toda avidez, la joven aferra la verga humedecida entre sus dedos y al tiempo que masturba al tronco, abre la boca golosa para introducirla entre los labios y el gusto de sus propios jugos vaginales y rectales, la saca de quicio.
Como una fiera enardecida, succiona profundamente al falo a la vez que alterna el movimiento de la cabeza con recios restregones de los dedos y cuando comprende que el hombre está a punto de eyacular, saca la lengua para apoyar la verga como en esa alfombra y recibe avariciosa los espasmódicos chorros de esperma que exceden la boca para caer goteantes hacia sus pechos.
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