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Heterosexual, Incestos en Familia, Masturbacion Femenina

Disfruta, Hermana

Siempre me la encontraba en el parque..
Sentada en el mismo columpio oxidado, con las piernitas quietas y el chupete colgando de un hilo rosa. A veces la empujaban otros niños, a veces la dejaban sola, como si no existiera. Y yo, cada vez que la veía, pensaba lo mismo:

¿Quién deja a un bebé tan chiquito así, al aire libre?

No hablaba. Ni lloraba.

Solo me miraba con esos ojos húmedos y redondos.

Me llamo Dianey. Tengo cincuenta y tres años, y esto ocurrió hace más de diez. No tengo marido, no tengo trabajo formal, y en esa época, caminaba todos los días hasta ese parque, más por costumbre que por placer. Es mi única rutina.

A veces hablaba por teléfono con mi hermana.

Nos decíamos lo justo. Ella tenía una vida armada: dos hijas, un esposo decente, casa propia. Siempre supo qué quería. Yo no.

—No te metas, Dianey. Esa niña no es tuyo —me dijo un día, cuando le conté lo del bebé.

—Y pareciera que no fuera de nadie —le respondí.

Porque la mujer que la traía, si es que era su madre, no estaba bien. Dormía en la banca de concreto, envuelta en una cobija podrida. A veces andaba con botellas de plástico, a veces sin nada. Ni siquiera la miraba. Ella quedaba ahí, con su chupete, viendo a todos sin decir nada. Como si ya entendiera que nadie iba a hacerse cargo.

Un sábado por la mañana, Marta y su esposo, Ramiro, pasaron por el parque con sus hijas. Íbamos a tomar café. Nos encontramos en la entrada, como siempre, pero esta vez los llevé directamente al columpio.

—Es ella —dije, señalándola.

Marta no dijo nada. La miró un segundo y desvió la vista.

Ramiro, en cambio, se quedó parado a mi lado, observándola en silencio.

—Así que es ella —dijo, más como confirmación que como pregunta.

Yo asentí.

—Marta me había contado, pero no imaginé que fuera tan pequeña. ¿Cuánto tiene? ¿Año y medio?

—Tal vez menos.

Él cruzó los brazos.

—¿La sigues viendo todos los días?

—Sí.

—¿Y la madre?

—Es esa que está allá —respondí, señalando con la cabeza hacia el árbol.

La mujer estaba recostada, fumando, los ojos entrecerrados, como si todo le diera igual.

—¿Siempre está así? —preguntó Ramiro.

—Cuando la veo, sí. Pero a veces ni la ubico.

Ramiro suspiró.

—Dianey, no quiero meterme, pero sabes cómo pienso. Esto no puede terminar bien.

—Ya lo sé —le dije.

Ramiro se quedó en silencio. Marta también. Las niñas —Sofía, la mayor, y Lucía, de unos cinco años— corrían detrás de las palomas cerca del andén. No se habían dado cuenta de nada. O quizás sí, pero no preguntaban.

Entonces ocurrió algo. Algo simple.

Lucía, la más pequeña, se acercó al columpio, miró a la niña y le ofreció su muñeca.

La bebé la miró. No la tomó. Pero tampoco la apartó.

—¿Quién es, mamá? —preguntó Lucía.

Marta no respondió.

Yo sí.

—Es una niña que necesita ayuda.

Lucía me miró, luego a su madre, y asintió. Como si con eso bastara.

Y ahí fue cuando lo supe.

No era una corazonada. No era lástima.

Era certeza.

Me giré hacia Marta.

—No puedo seguir viniendo a verla como si fuera una costumbre. Esto ya no es rutina, Marta. Esto es responsabilidad.

Ella se quedó callada.

Ramiro me miró, apretando los labios. Luego dijo:

—Si vas a meterte en esto, hazlo bien. Nada de escondidas. Nada de cargarla sin saber si puedes. Primero averigua.

—Quiero saber cómo hacer para quedarme con ella —dije, como si fuera la primera vez que lo pensaba en voz alta.

Pero no lo era.

Marta se acercó, me tomó la mano.

—No vas a poder sola. Pero si esto es en serio, estoy contigo. Lo vamos a intentar.

Yo asentí.

Las niñas volvieron a jugar.

La bebé seguía en el columpio, con el chupete colgando.

Y la mujer, su supuesta madre, ni siquiera se había movido del árbol.

Esa fue la mañana en que decidí que esa niña debía tener una casa.

Y si era posible, que fuera la mía.

A la semana siguiente, Marta me acompañó a Bienestar Familiar. No era la primera vez que ella pisaba ese edificio —alguna vez había hecho trabajo comunitario con las niñas—, pero para mí sí. Y me sudaban las manos.

Nos sentamos frente a una mujer de rostro amable pero tono firme. Me pidió mis datos. Mis antecedentes. Mi situación económica. Me explicó que lo que yo quería hacer no era tan sencillo como “rescatar” a una niña y llevársela a casa.

—Lo primero que deben hacer —dijo— es reportar a la menor como posible víctima de abandono. A través de una Comisaría de Familia o directamente con la Policía de Infancia.

—¿Y si la madre aparece? —preguntó Marta.

—Si se demuestra negligencia o incapacidad prolongada, el Estado puede intervenir. Pero hay que seguir el debido proceso.

La escuchamos todo el tiempo. Tomamos apuntes. Me entregaron un listado de pasos. Me advirtieron que podría tomar meses. Que había que documentar todo: fotos, fechas, testigos.

A la salida, sentí que algo en mí se desinflaba.

—Es demasiado —dije, guardando los papeles en mi bolso.

—No. Es el principio —me respondió Marta.

Esa misma tarde, Ramiro se ofreció a hablar con un abogado amigo. Y las niñas, sin entender del todo, decoraron una hoja en blanco con crayones. Escribieron:

“Bienvenida, bebé.”

El abogado amigo de Ramiro se llamaba Esteban Vélez, y aunque su especialidad no era familia sino civil, accedió a ayudarnos. Nos recibió en su oficina un martes por la tarde, sin cobrar, con una carpeta en blanco y un par de preguntas básicas.

—¿Tienen pruebas de abandono? —nos preguntó, mientras anotaba.

—Sí. Fechas, fotos. El reporte ya está en la Comisaría —respondió Marta.

—¿Y hay voluntad de hacerse cargo de la menor durante el proceso?

—La hay —dije yo, sin dudar.

Esteban fue claro: nada garantizaba una adopción. Primero venía la figura de hogar de paso informal, bajo supervisión. Luego, si el ICBF iniciaba proceso de restablecimiento de derechos y declaraba el abandono legal, ahí sí se podía empezar a hablar de adopción, pero con más actores de por medio.

Aun así, no dijo que fuera imposible.

Solo largo. Controlado. Y lleno de papeleo.

Nos armamos con todo.

Marta escribió un testimonio como testigo del estado de la madre.

Ramiro consiguió una cita con un médico amigo para un chequeo general de la niña.

Yo firmé cada papel que me dieron.

Hasta que, una mañana, sonó mi celular. Era de la Comisaría:

—La menor será trasladada hoy. ¿Puede recibirla?

Me temblaron las manos.

—Sí. Claro que sí.

Y esa fue la tarde en que todo cambió.

La niña llegó con la misma ropa de siempre. Una bolsa plástica con un pañal, el chupete colgando, y una chaqueta rota. La acompañaba una trabajadora social, que me explicó que estaría en «custodia informal» mientras el proceso avanzaba. Que debía estar disponible para visitas. Que no podía moverme de ciudad. Que no era adopción. Que no me hiciera ilusiones.

No lo dije en voz alta, pero no me estaba haciendo ilusiones. Me estaba haciendo responsable.

Marta me esperaba en la entrada de su casa. Había preparado el cuarto de Lucía, ahora convertido en una especie de guardería improvisada.

Una cuna prestada. Un cajón con ropa de las niñas.

—La casa es tuya también —me dijo, al notar mi nerviosismo.

Esa noche, cuando todas dormían, me quedé en el cuarto con la niña.

No quiso comer. No quiso agua. Solo lloró. Un llanto rasposo, como si le doliera por dentro.

Le quité la ropa con cuidado, me desnude también y nos metimos en la bañera en el agua tibia. Me arañó. Me empujó. Gritó.

Pero no me fui.

Le hablé bajito. No con palabras bonitas, sino con la verdad.

—No sé tu nombre. No sé si me vas a querer. Pero estás aquí. Y no voy a dejarte sola.

Cuando al fin se calmó, noté que buscaba mi pecho. Se quedó dormida con el pezón en su boca, como un saco de huesos pequeños. Respirando apenas. Pero sin llorar.

Una parte de mí entendía que eso no era hambre. Era instinto. Necesidad de apego. La enfermera en el centro médico lo había explicado: “La niña tiene 18 meses. Es pequeña para su edad, y presenta signos de desnutrición leve. Pero neurológicamente está bien. Solo necesita estímulo. Contacto. Rutina.”

También habían dicho otra cosa, entre líneas, que no podía olvidar:

—Es probable que nunca haya tenido lactancia materna adecuada.

Por eso ese gesto, tan automático, tan cargado de algo que no se le dio. No era raro. Solo triste.

Yo no tenía leche. No podía darle lo que buscaba.

Pero me quedé ahí, mirándola dormir, sabiendo que a partir de ahora lo que sí podía darle era otra cosa: constancia.

Marta entró en silencio a preguntar cómo iba.

No respondí.

Solo me acarició el hombro y cerró la puerta.

**

A la mañana siguiente, mientras la vestíamos, intentó balbucear algo. No era claro.

Un sonido entre “mam” y “ta”.

Ni Marta ni yo supimos si lo dirigía a alguna de nosotras, o si simplemente era un eco de algo que alguna vez oyó.

—¿Crees que hablaba antes? —pregunté.

—A su manera, seguro.

Ese mismo día, llamé a Esteban, el abogado. Le pregunté si podía empezar a referirme a ella por un nombre, aunque no fuera el legal.

—¿Cuál tienes en mente? —preguntó él.

Lo pensé un segundo.

—Nora.

—Está bien —respondió, sin dudar—. Pero escríbelo en un cuaderno. Anota desde cuándo lo usas. Por si más adelante se requiere como prueba de vínculo afectivo.

Esa misma tarde, después de la siesta, algo cambió.

Nora despertó llorando, pero esta vez no se calmó con brazos ni canciones. Se revolvía, golpeaba el colchón, rechinaba los dientes. Le ofrecí el biberón. Lo apartó. Intenté con compota, cucharita, vaso, nada. Lloraba como si algo la apretara desde adentro.

Marta entró al cuarto, preocupada.

—¿Qué pasa?

—No sé. No come. No quiere nada.

Marta se agachó al lado de la cuna y le tocó la frente.

—No tiene fiebre. ¿Desde cuándo está así?

—Desde que se despertó. Intenté con todo

Ramiro bajó de inmediato. Había escuchado el llanto desde el estudio.

Sofía y Lucía se asomaron por la puerta, en silencio, como si sintieran que algo grave estaba pasando. Ninguna dijo una palabra.

—¿Qué pasa? —preguntó Ramiro.

—No acepta nada —dijo Marta—. Se está desesperando.

Dianey cargó a Nora una vez más. La acunó con suavidad. La niña arqueó el cuerpo, como buscando algo que no encontraba.

—¿Y si lo que quiere no es comida? —murmuró Marta.

—¿Entonces qué?

Marta dudó un segundo. Luego habló en voz baja, solo para mí:

—Tal vez… solo necesita el pecho.

—¿Pero cómo… si yo no…?

—No por leche, Dianey. Por contacto. Por memoria. Por calma. Eso también cuenta.

La miré sin responder. Me pareció absurdo. Doloroso. Íntimo.

Pero en el fondo… no era descabellado.

El médico había dicho que Nora probablemente no tuvo lactancia verdadera. Lo que su cuerpo buscaba no era alimento: era sostén. Refugio. Repetición.

—¿Y si lo intento?

—Hazlo —dijo Marta—. Si eso le da paz, ya estás haciendo más que muchas.

Ramiro no intervino. Solo asintió con un gesto corto.

Las niñas seguían en el marco de la puerta, sin moverse.

Me senté en la cama, desabotoné la blusa, y la acerqué con delicadeza a mis tetas.

Nora se revolvió, lloró una vez más. Luego se acomodó.

Se prendió al pezón como si lo reconociera, aunque no lo conociera.

No era hambre. Era deseo de pertenecer.

Y por primera vez, se quedó tranquila.

Las niñas entraron en silencio, una a cada lado.

Sofía me tomó la mano.

Lucía se sentó en el piso, abrazando sus rodillas.

Nora cerró los ojos, con la boca pegada a mi piel, y se quedó dormida.

Yo también los cerré.

La trabajadora social llegó un jueves, después del almuerzo.

Era joven, vestía de forma sobria y tenía una carpeta azul bajo el brazo. Se presentó con calma.

—Soy Paola Camacho, delegada del ICBF. Estoy haciendo el seguimiento correspondiente al proceso de custodia temporal de la menor que ustedes reportaron.

Marta la invitó a pasar a la sala. Ramiro se encargó de distraer a las niñas en el patio. Nora dormía, envuelta en una mantita rosada, sobre mi pecho.

Paola nos pidió que relatáramos los hechos desde el principio. Tomó apuntes mientras yo hablaba. Luego le mostré las recetas médicas, los informes del pediatra, las fotos del parque, la denuncia, y hasta el papel donde anoté el día en que empecé a llamarla Nora.

Ella revisó todo con paciencia.

—¿Cómo ha sido la adaptación? —preguntó.

—Lenta. Pero estable. Cada día un poquito más. Ya acepta comida… aunque sólo una fórmula específica.

—¿Y en cuanto al apego?

Me miró directo. Dudé. Luego hablé.

—Hay algo que debo contarle. No sé si es común, o si está mal. Pero Nora solo se calma si… si entra en contacto con mi pecho. No por alimento, claro. Pero lo necesita. Como si en ese gesto encontrara el mundo más seguro.

Paola dejó de escribir. Me miró con suavidad.

—Eso es completamente normal, señora Dianey. No se preocupe.

—¿De verdad?

—Sí. A esa edad, y especialmente en casos con historial de negligencia afectiva, el acto de succionar no está únicamente relacionado con el alimento. Es una forma de autorregulación emocional. Un sustituto seguro. Usted no está malcriándola. Le está ofreciendo contención.

Respiré hondo. No sabía cuánto había estado esperando oír eso.

Paola cerró su carpeta.

—He visto muchas situaciones de abandono. Muchas. Lo que más necesita una niña en este estado es eso mismo que usted está haciendo. Presencia. Piel. Constancia.

Marta sonrió, con los ojos brillantes.

Yo no pude responder. Solo la miré.

Antes de irse, Paola añadió:

—El proceso legal sigue. Aún no hay una decisión definitiva. Pero puedo adelantar algo: hay consistencia. La niña responde a su voz. Se calma con usted. Está en mejores condiciones. Y eso, créame, tiene peso.

Nora se movió en mi pecho.

Apretó los labios. Se acomodó. Chupo de mi pezón

Y siguió durmiendo.

Esa noche, por primera vez, me permití pensar en el futuro con ella sin miedo.

Pero una noche posterior, todo se salió de control. (Narrado en tercera persona)

Dianey estaba con fiebre. Nada grave —un virus estacional, decían—, pero el cuerpo le dolía, y los médicos le habían recetado reposo absoluto, líquidos y analgésicos.

—Ni cargues peso —le dijo Marta, mientras la arropaba en el sofá.

—Ni te acerques a la bebé si estás sudando así —añadió Ramiro, con su voz más seca pero protectora.

—¿Y si llora?

—Nos encargamos nosotros. Descansa.

**

A las dos de la madrugada, Nora se despertó llorando.

No el llanto común. Era uno de esos gritos guturales, antiguos, de miedo.

Marta intentó calmarla. No quiso biberón. No quiso fórmula. No quiso brazos.

Dianey se levantó tambaleando desde la sala, con la blusa abierta y los pechos descubiertos.

La fiebre la tenía empapada. El rostro pálido. Los ojos encendidos.

—Déjenme intentar… —dijo, arrastrando los pies hacia el llanto.

—No —la frenó Ramiro con firmeza—. Estás empapada en fiebre. No puedes.

Marta se acercó y la sostuvo del brazo.

—Ve a acostarte. De verdad. Esto lo manejamos nosotros.

Dianey bajó la mirada. El cuerpo vencido, la piel húmeda, el corazón desgarrado.

asintió sin fuerza y subió a la habitación.

Con la voz quebrada.

Sin paz.

La bebé seguía llorando.

Se arqueaba. Buscaba. Gritaba desde un hueco que nadie alcanzaba a llenar.

Como si el mundo se le hubiese desarmado otra vez.

Ramiro y Marta se quedaron a su lado.

Él intentó cargarla, pero la bebé se revolvía.

—Está buscando el pecho —murmuró Marta, conteniendo las ganas de llorar—. No entiende por qué no está.

—¿Dónde está el chupete? —preguntó Ramiro, ya revisando el cajón.

—No lo quiere últimamente…

—¿Y algo que se le parezca? Una tela, algo con el olor de Dianey, no sé…

—Ella rechaza todo lo que no sea el pezón de mi hermana… —Marta se quedó en silencio un segundo, con los ojos fijos en la bebé—. Ya sé.

Se sacó la blusa de la pijama con manos temblorosas.

—¿Qué haces? —preguntó Ramiro, sorprendido.

—Voy a intentarlo. Si lo que busca es contacto, calor, un pecho… puedo darle eso. No leche, pero sí consuelo.

Ramiro tragó saliva. Quiso objetar, pero no dijo nada.

No era un gesto raro. Era necesario. Instintivo. Doloroso. Humano.

Marta se sentó en el sofá, desabrochó el sostén y acomodó a la bebé.

—Tranquila, Nora… tranquila…

La niña, al principio, se resistió.

Pero al sentir la piel, el olor, el ritmo del corazón, se aferró.

Se prendió al pezón con una fuerza casi desesperada.

No era su madre, no era Dianey. No era lo que conocía.

Pero era calor. Era contención. Era cuerpo.

Y eso bastó.

El llanto se apagó en segundos.

Nora chupó.

El cuerpo se rindió.

Ramiro se sentó frente a ellas, en silencio, sin dejar de mirar, de pronto la imagen de su esposa con las tetas al aire y alimentando con la nada a Nora lo excitaba.

Marta, aún con la bebé dormida en el pecho, le habló sin mirarlo:

—No me importa lo que diga nadie. Esto es familia.

—Lo sé —dijo él, bajando la cabeza—. Solo que…— Sin dudarlo, saco su verga del pantalón y comenzó a masturbarse frente a su esposa.

Marta lo miro y sonrió con morbo

—Lo único que me daría miedo ahora mismo… es que Dianey nos viera.

La bebé suspiró sin dejar de succionar.

Y el silencio de la casa se llenó de una paz frágil. Como de tregua.

Ramiro se puso de pie sin dejar de masturbarse. Marta lo miraba, mordiéndose el labio, cuando lo tuvo justo al frente abrió la boca y dejo que el pene de su esposo ingresara en ella. EL morbo de hacerlo sobre Nora, que miraba atenta sin soltar el pezón, le daba a Ramiro una dosis extra de estímulo. Colocó entonces una de sus manos en la cabeza de su esposa y follo su boca, no salvajemente, pero si era él quien imponía el ritmo. Marta también estaba excitada y no podía detenerlo.

La mamada fue rápida, Ramiro no era un toro sexual y la escena realmente lo sobrepasaba. Un par de minutos después ya estaba eyaculando en la boca de su esposa, masivamente. Marta chupaba muy a gusto la verga de Ramiro, pero el sabor del semen nunca fue de su agrado, en muy raras ocasiones le permitía a él correrse en su boca o en su cara y fueron contadas aquellas en las que el semen bajo por su garganta. En esa ocasión el semen había sido tanto que sus mejillas se habían inflado, abrió la boca y una mezcla de semen espeso y saliva se resbalo por su barbilla y como si de un río se tratara cayo sobre sus tetas, el semen de Ramiro siguió un camino que lo llevó al pezón que había estado siendo usado por Nora.

Ramiro y Marta miraban atentos como el semen se juntaba alrededor de los labios de la niña. Marta la separo pero Nora pataleo dando a entender que no tenía la intensión de alejarse de aquel pezón. Cuando volvió a poner la boca en el este ya se encontraba manchado de semen.

Marta se mordió el labio y miro a Ramiro, cuya verga no había perdido dureza, como había pasado últimamente después de cada relación sexual, estaban excitados, ambos con el morbo de la situación.

—Al final si tuvo leche para tomar. —Dijo Ramiro

—Parece que a ella si le gusta tu semen mi amor

Ramiro acercó su verga a la cara de Nora, Marta entendió sus intenciones y rápidamente cambio su pezón por la punta del pene de Ramiro. Nora chupó, pero no lo asimiló bien e intento quitarse pero Ramiro no lo permitió y le clavó el glande a la fuerza en su boca. Rápidamente se arrepintió ante el asomo de llanto de Nora y Marta volvió a calmarla con su pezón.

La casa estaba en silencio.

Ramiro había salido temprano con las niñas a la panadería, y Nora seguía dormida, tranquila, como si nada de lo ocurrido la noche anterior hubiera existido.

Marta preparaba café. Cuando Dianey bajó, envuelta en una cobija, con los ojos todavía enrojecidos por la fiebre, ella ya tenía dos tazas listas sobre la mesa.

—¿Cómo estás? —preguntó Marta.

—Mejor. Mareada. Pero mejor. ¿Y ella?

—Durmió toda la noche. Sigue durmiendo. Está bien.

Dianey se sentó con cuidado. Agradeció el café con un gesto.

Bebió un sorbo. Luego la miró.

—¿Qué pasó anoche?

Marta bajó la vista. Dudó. Luego habló, sin rodeos:

—Te mentiría si te digo que fue fácil. No podíamos calmarla. Nada funcionaba. Buscaba tu pecho con desesperación.

Dianey no respondió.

—Entonces… me saqué la blusa y se lo ofrecí yo —dijo Marta, con la voz bajita, pero firme—. Sin leche, como tú. Solo piel. Calor. Y… se calmó. Al instante.

Dianey la miró en silencio.

No frunció el ceño.

No se encogió.

No se quebró.

Solo respiró hondo.

Y asintió.

—Gracias.

Marta parpadeó, confundida.

—¿No estás… molesta?

—¿Molesta? —repitió Dianey, con una media sonrisa—. No. Estoy aliviada.

Porque Se quedaron calladas un momento.

El sol entraba por la ventana de la cocina, tibio y limpio.

Desde la sala llegó el murmullo de Nora, que empezaba a despertar.

—Vamos a verla —dijo Marta, secándose los ojos.

—Sí —dijo Dianey, de pie—. Nuestra niña ya tiene dos madres… y las dos estamos despiertas.

Marta Cargo a Nora, Dianey no podía hacerlo porque se encontraba resfriada.

MARTA

(suspira, se toca los dedos, entrelaza y desenlaza las manos)

No sé cómo decirte lo que pasó después.

DINAEY

(confidente, sin presión)

Dímelo. Puedes contarme lo que sea.

MARTA

(baja la mirada, luego la sube, frágil pero decidida)

Fue… noche. Ramiro se quedó mirándome. Primero fue solo eso. Yo estaba cansada de que no se calmara Nora. Pero al sentir su mirada justo en el mismo momento que ella estaba chupando mi pezón… no sé, algo se encendió.

DINAEY

¿Qué hiciste?

MARTA

Eeeehhhmmm… Él se acercó. Tenía su pene afuera. Sin decir nada. Y…

(hace una pausa larga, traga saliva)

No lo detuve.

DINAEY

(sorprendida)

Marta…

MARTA

No lo hice para complacerlo. Lo hice porque quería. Quería y lo hice con cariño, con rabia, con arrepentimiento. Todo mezclado.

Ramiro me tomó de la cabeza… él no lo pidió. Ni siquiera se lo esperaba. Fue como si el mundo se encogiera a ese momento. A mí, decidiendo. A él, temblando.

(la voz le tiembla levemente)

Y yo no paré. No me detuve. Ni siquiera cuando…

DIANEY

¿Cuándo qué?

(Marta tarda en responder. Traga saliva, baja los ojos, pero luego los levanta otra vez, decidida, con dignidad.)

MARTA

Cuando sentí que su semen me llenaba la boca. Que… no estaba conteniéndose. Que me confiaba todo, ahí, en ese instante.

(una pausa breve)

No me aparté. No retrocedí. Lo recibí todo. Por sumisión. Fue… fue una forma de decirle: aquí estoy. Toda. Todavía.

(Dianey se queda en silencio. No necesita más detalles)

MARTA

 

(se le humedecen los ojos, pero sonríe apenas)

Y cuando terminó, su semen caía por mi pecho. Norita probo su semen, comió todo lo que resbaló hasta su boca.

Creemos que le gustó porque no se dejaba apartar, lloraba si lo intentábamos, entonces la dejamos. Después lo hizo directamente desde su pene.

(silencio)

Me da vergüenza contártelo, pero también siento que… necesitaba que supieras que no fue sucio. Que fue amor. Triste, roto, torpe… pero amor.

Dianey apretó la taza.

Sus labios se tensaron.

El silencio pesó.

—No sabía si contártelo. Pero no quería ocultartelo. Y esta mañana… me sentí mal. No por lo que hice. Sino por cómo podría dolerte.

Dianey dejó la taza en la mesa con un golpe seco.

—No se que pensar —dijo—. De verdad, no lo se. Porque es mía esa niña. Lo único que tengo ahora. Y siento que me la quitaste.

Marta agachó la cabeza.

Asintió, como aceptando el golpe.

Pero entonces Dianey respiró hondo.

Se frotó la frente. Cerró los ojos.

—…Pero ahora pienso en ella.

Silencio.

—Y si eso fue lo que la calmó… —continuó—, entonces lo hiciste bien. Porque lo único que importa es que esté bien. Y que alguien estuviera ahí cuando yo no pude.

Los ojos de Marta se humedecieron.

—No quería reemplazarte. Solo sostenerla. Luego las cosas se salieron de control

—Lo sé.

Dianey se acercó, le tomó la mano.

—Gracias —dijo, apretándola—. Por no dejarla caer. Y por no dejarme caer a mí.

Se quedaron en silencio, las dos, con el café ya frío y las manos entrelazadas.

Marta colocó a Nora en el moisés, se oyó un suspiro suave.

Nora sonreía.

Y ambas la miraron de pie al mismo tiempo.

Un domingo sin tensiones

El siguiente domingo no trajo fiebre, ni llanto desesperado, ni carreras nocturnas buscando consuelo. Trajo pan fresco, jugo de naranja, y un rumor suave de risas desordenadas que se colaban por las rendijas de la cocina.

Marta había organizado una pequeña reunión. Nada formal: su cuñada, un par de vecinos cercanos, algo de música tranquila en el fondo. Ramiro lo llamó bromeando “la bienvenida oficial de Nora a la familia”, pero nadie necesitaba decirlo en voz alta. Bastaba con verlos.

Dianey, más repuesta, se movía por la sala sin mareos ni toses. Nora, sentada en una manta sobre el césped del jardín, exploraba el mundo con los ojos muy abiertos, como si lo midiera pedazo a pedazo, intentando convencerse de que ese lugar —con su ruido, su olor a pan, sus niñas correteando— podía ser suyo.

—Se está soltando —dijo Marta, mientras servía jugo en vasos de colores—. Antes no dejaba que nadie se le acercara.

—Ahora ya sonríe —añadió Dianey, y su voz se le llenó de un orgullo que no intentó disimular—. Sobre todo si Lucía le canta.

Las horas se deslizaron entre platos vacíos, anécdotas cortas y carcajadas compartidas. Cuando los invitados se fueron, quedaron solo ellos: Marta, Ramiro, las niñas, Dianey y Nora. Y en esa intimidad tranquila de casa desordenada, ocurrió algo nuevo.

Lucía, la menor, notó que Nora empezaba a inquietarse. Se acercó sin hacer ruido, se sentó junto a ella y le ofreció su peluche favorito: un zorro naranja, flaco y medio torcido por el uso.

—¿Quieres, Nora? Mira… Él también tiene miedo a veces —susurró, como si compartiera un secreto.

Nora lo miró, lo tomó con sus manos torpes, y lo apretó contra su pecho. Entonces, como si algo se destrabara dentro, emitió un balbuceo suave. No era un llanto. Tampoco una palabra. Solo una sílaba corta, sin forma definida, pero cargada de algo primitivo: pertenencia.

—¡Dianey! ¡Tía! ¡Creo que dijo algo! —gritó Lucía, sin moverse.

Dianey y Marta salieron de la cocina. Se quedaron quietas en el marco de la puerta, mirando la escena como si no quisieran espantarla.

Lucía tenía a Nora sentada en su regazo. Le acariciaba el pelo con dedos distraídos, sin darse cuenta de lo natural que le salía ese gesto.

—Estamos aquí. Todos. No te vayas a olvidar de eso, ¿sí?

Nora se acurrucó contra ella. No dormida, no en alerta. Solo… en calma.

Como si por fin, aunque fuera por un momento, ya no tuviera miedo.

—Creo que ya no tiene miedo —dijo Lucía, con la certeza con la que solo los niños dicen la verdad.

Dianey se acercó, con el pecho caliente de ternura. Le acarició el hombro a su sobrina, y a la niña que ya era suya.

Después de unos segundos, habló claro, asegurándose que Marta y Ramiro la escucharan:

—Ya es hora de la lechita… y a dormir.

Nora levantó la cabeza apenas.

La tomó en sus brazos y caminó con ella hasta la nevera, todavía acunada contra su pecho, murmurándole palabras que no eran frases completas, solo sonidos dulces, repetidos, como un eco de arrullo.

Sacó el tetero, lo agitó despacio, revisó la temperatura con unas gotas en su muñeca y volvió a la sala. El peso de Nora en su cadera ya no le resultaba extraño. Era un peso vivo. Presente. Un peso que, por fin, le pertenecía.

Se sentó en el sofá, con la bebé entre los brazos, y le acercó la boquilla del tetero con la misma delicadeza con la que se acaricia una promesa.

Nora lo aceptó sin dudar. Succionó con calma, sin ansiedad. La miró un segundo mientras bebía, y luego cerró los ojos. Una de sus manitos quedó colgando en el aire; la otra se aferró a la blusa de Dianey, justo sobre el corazón.

En ese instante, no había preguntas. Ni papeles. Ni miedo a lo que vendría.

Solo eso: una bebé tomando su leche. Una mujer que no sabía que podía ser madre, y ahora no quería ser otra cosa.

Desde la cocina, Marta la observó en silencio, con la luz baja y la sonrisa apenas dibujada.

—¿Ves? —susurró para sí—. Ya es tuya. Y tú también lo sabes.

Dianey no respondió. Solo bajó la cabeza y besó la frente tibia de Nora.

El tetero ya estaba por la mitad cuando Nora empezó a girar la cabeza, rechazando la boquilla con suaves quejidos. Dianey lo retiró con cuidado, pensando que tal vez ya estaba llena. Pero apenas lo hizo, Nora frunció el rostro y soltó un llanto breve, agudo, como un reclamo.

—¿Qué pasa, mi amor? —le susurró, meciéndola—. ¿No quieres más?

Desde la cocina, Marta se acercó, con un paño en la mano y la voz baja:

—¿Tal vez no era hambre? ¿Y si… ahora lo que quiere es teta?

Dianey la miró un segundo, como si esas palabras ya las hubiera escuchado antes, dentro de sí misma.

—¿Otra vez…? —murmuró, no como duda, sino como confirmación.

Marta asintió con suavidad.

—No por leche. Por ti.

Dianey respiró hondo. Se acomodó en el sofá, aflojó la blusa, y sin decir nada, acercó a Nora a su pecho. La bebé se acomodó enseguida, como si supiera el camino. Se prendió con fuerza, pero sin desesperación, como quien vuelve al sitio que reconoce como refugio.

Desde el pasillo, Ramiro observó en silencio. No dijo nada. Solo levantó una ceja, como quien entiende más de lo que expresa, y luego se agachó frente a sus hijas, que seguían descalzas en la alfombra, medio dormidas.

—Vamos, niñas. Hora de ir a la cama —murmuró, en voz de padre cansado pero tierno.

Sofía asintió sin protestar. Lucía quiso mirar una vez más hacia el sofá, pero Ramiro le revolvió el pelo y la guió suavemente escaleras arriba.

—Mañana pueden jugar con Nora otra vez —les dijo—. Ahora necesita descansar… igual que ustedes.

Los pasos se apagaron con cada escalón. La casa se volvió suave, como si respirara hondo.

Marta apagó la luz del pasillo y regresó a la sala. Se acercó despacio, con ese cuidado que nace cuando una casa ya está en silencio, y se sentó junto a Dianey en el sofá.

Se quedaron así, un momento, mirando a Nora dormida al pecho.

—¿Quieres intentarlo tú? —preguntó Dianey, con voz baja, como si propusiera algo sagrado.

Marta no respondió de inmediato. Acarició la espalda tibia de la bebé y la miró con ternura.

—¿Crees que no se va a alterar?

—No lo sé —respondió Dianey.

Dianey dudó un segundo. Luego, con manos lentas, despegó a Nora de su pecho. La bebé gimió bajito, removiéndose, pero no lloró.

Marta desnudo su pecho, y Dianey se la entregó, como quien pasa algo que no pesa, pero lo significa todo.

Nora tardó unos segundos en acomodarse.

Marta, temblando apenas, acercó a la bebé a su pezón.

Y entonces, con ese instinto que no se aprende, Nora buscó, encontró, y se aferró.

No era hambre.

Era vínculo.

Ramiro bajó las escaleras en silencio, con pasos lentos, como quien no quiere interrumpir un momento importante.

—Las niñas ya están acostadas —dijo en voz baja, asomándose desde el marco.

Vio a Marta con Nora en brazos, el pecho descubierto, la bebé aferrada a ella como si la conociera desde siempre. Dianey a su lado, en calma, con los ojos húmedos pero sin lágrimas.

Ramiro no preguntó nada.

Solo se acercó y se sentó frente a ellas, en el sillón individual, con la confianza de quien sabe que está exactamente dónde debe estar. Con la certeza tranquila de una familia que, aunque no empezó como otras, ahora se sostenía en algo más fuerte que la sangre: la decisión de quedarse.

Se hizo un silencio breve, lleno de significado.

Nora suspiró aparentemente dormida, pegada al pecho de Marta.

Ramiro las miró —a las tres— con una expresión suave, casi agradecida.

—Quiero ver —dijo Dianey, en voz baja.

Y aunque sus propias palabras la sorprendieron al salir, Marta y Ramiro las entendieron de inmediato. No había pudor, ni incomodidad. Solo una necesidad íntima de pertenecer aún más.

Marta asintió despacio y buscó la mirada de Ramiro. Él, sin decir nada, sacó la verga ya erecta de su pantalón.

Con mucho cuidado, se acercó a Marta apenas un poco, lo justo para que Dianey pudiera mirar su pene en toda su extensión.

—Nunca pensé que … fuera tan inmenso —susurró Dianey.

Marta la miró con el mismo morbo de aquella noche. Acarició el cabello de Nora, que seguía aferrada a su pecho con esa paz que solo encuentran los que han sido salvados a tiempo.

Entonces Dianey, con la voz entre cortada y la mirada fija en su hija, murmuró:

—Acércasela a ella —dijo, señalando a Nora.

Ramiro no preguntó. No dudó. Con la delicadeza de quien entiende que ese gesto era más que físico, ladeó ligeramente su cuerpo, acercando su verga a la bebé.

Nora, con los ojos cerrado, quedó con la unta de la verga de Ramiro en la comisura de sus labios. Sostenida por el cuerpo de Marta.

Dianey extendió una mano y le acarició la espalda.

—Quiero ver lo que le hicieron —susurró— como tú me lo contaste.

Marta la apartó por un segundo, apenas unos centímetros, y Nora se quejó con un gemido suave, impaciente, aún sin dormir del todo.

Sus ojitos se entreabrieron, buscando instintivamente lo que había perdido.

Ramiro asintió, comprendiendo, y colocó su verga en su boquita, despacio.

Nora lo atrapó en su boca sin dudar, como si el mundo solo volviera a tener sentido en ese instante.

Se aferró con fuerza, con ese gesto cargado de apego, de memoria corporal, de consuelo aprendido.

Dianey la miraba sin parpadear, con una ternura que parecía desbordarla por dentro.

—Eso —susurró—. Ya sabes que estás a salvo.

El rostro sereno, la boquita succionando con suavidad, la manito abierta de la niña se había colocado sobre el mástil que ahora succionaba, intentando.

Dianey la observó con los ojos abiertos de par en par. No era celos lo que sentía. Tampoco tristeza.

Era asombro.

Era la certeza de que el amor verdadero no siempre es exclusivo, pero sí profundo.

Marta le sonrió. No dijo nada.

No hacía falta.

Dianey metió una mano bajo su pantalón y comenzó a masturbarse, en silencio observando delicadamente. Marta la miraba, quería hacer lo mismo pero no podía, la posición se lo impedía, entonces acariciaba a la niña en su lugar.

Mientras Nora succionaba apenas el agujero del pene de Ramiro, Marta comenzó a deshacerse de su pañal. Su vagina era diminuta, con su dedo gordo la consintió por fuera mientras el resto de sus dedos apretaban con suavidad sus nalguitas. Dianey se masturbaba con más fuerza.

Dianey parecía haber perdido el control, se puso de pie y busco algo entre las cosas de Lucía y Sofía, encontrándose con un pequeño color, volvió con el y se bajó los pantalones y la ropa interior hasta las rodillas, comenzó a masturbarse con el color. Ramiro no perdió detalle de la vagina grande y peluda de Dianey. EL color entraba y salía con furia desmedida mientras Marta continuaba acariciando con delicadeza a Nora.

Dianey entonces le ofreció el color a Marta, estaba mojado, muy mojado. Marta lo tomo con la mano que había estando acariciando a Nora….QUIERES LA SIGUENTE PARTE?

35 Lecturas/24 junio, 2025/0 Comentarios/por Ericl
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